56,6 kg, 5 copas, 23 cigarrillos (poco sorprendente), 1.647 calorías.
11 a.m. Oh, Dios mío, no puedo permitir que lleguen a la misma hora. Es demasiado folletinesco. Quizá todo lo de la comida sólo sea una broma llevada a la práctica por mis padres, que han estado demasiado expuestos a seriales televisivos. Quizá mi madre llegue con un salmón vivo, dando nerviosas volteretas en el aire atado a una correa, y me anuncie que deja a papá para irse con el salmón. Quizá papá aparezca colgando boca abajo ante mi ventana, vestido como un bailarín de Morris, rompa el cristal, entre y empiece a golpear a mamá en la cabeza con una vejiga de oveja; o salga de repente del armario y caiga boca abajo, con un cuchillo de plástico clavado en la espalda. La única cosa que puede volver a poner las cosas en su sitio es un Bloody Mary. Después de todo, ya es casi mediodía.
12.05 p.m. Mamá ha llamado.
—Deja que él venga, pues —me ha dicho—. Deja que el jodido acabe saliéndose con la suya como siempre. (Mi madre no dice palabrotas. Dice cosas como «condenado» o «mecachis»). Estaré jodidamente bien a solas. Limpiaré la casa como Germaine, la puñetera Greer y la Mujer Invisible.
(¿Cabe la posibilidad de que estuviese borracha? Mi madre no ha bebido nada —aparte de un jerez dulce por la noche los domingos— desde 1952, en que se puso un poco alegre después de haber bebido unos vasos de sidra en el veintiún cumpleaños de Mavis Enderby, y nunca lo ha olvidado ni ha dejado que otro lo haga: «No hay nada peor que una mujer borracha, cariño»).
—Mamá. No. ¿No podríamos hablar de todo esto juntos durante la comida? —dije, como si esto fuese Lo que necesitas es amor y la comida fuese a terminar con papá y mamá cogidos de la mano y yo guiñándole el ojo a la cámara, con un aura luminosa.
—Sólo tienes que esperar —me dijo con misterio—. Sabrás cómo son los hombres.
—Pero yo ya… —empecé.
—Voy a salir, cariño —me dijo—. Voy a salir y a echar un polvo.
A las dos en punto llegó papá, con un ejemplar delicadamente doblado del Sunday Telegraph. Al sentarse en el sofá, se le arrugó el rostro y las lágrimas empezaron a resbalarle por las mejillas.
—Se ha comportado así desde que fue a Albufeira con Una Alconbury y Audrey Coles —dijo sollozando, mientras intentaba secarse las mejillas con el puño—. Cuando regresó, empezó a decir que quería recibir un sueldo por las tareas domésticas, y que había malgastado su vida siendo nuestra esclava (¿Nuestra esclava?). Lo sabía. Todo esto era culpa mía. Si yo fuese mejor persona, mamá no habría dejado de querer a papá.)—. Quiere que yo me mude durante un tiempo, dice, y… y… —se desplomó en silenciosos sollozos.
—¿Y qué, papá?
—Dijo que yo creía que el clítoris era algo relacionado con la colección de lepidópteros de Nigel Coles.