DOMINGO 1 DE ENERO

58,5 kg (peso post-Navidad), 14 copas (pero en realidad cubre 2 días, ya que 4 horas de la fiesta fueron en Año Nuevo), 22 cigarrillos, 5.424 calorías.

Alimentos consumidos hoy:

2 paquetes de queso Emmental en porciones

14 patatas nuevas

2 Bloody Mary (cuentan como alimento, ya que contienen salsa Worcester y tomate)

1/3 de chapatta con Brie

hojas de coriandro - 1/2 paquete

12 Milk Tray (mejor deshacerme de todos los dulces navideños de golpe y partir de cero mañana)

13 canapés de cóctel, que contenían queso y piña

1 ración de pavo al curry de Una Alconbury, guisantes y plátanos

1 ración de sorpresa de frambuesa de Una Alconbury hecha con biscuits de Bourbon, frambuesas en conserva, treinta y seis litros de nata montada, decorado todo con guindas y angélica.

Tarde. Londres: mi piso. Ugh. La última cosa en el mundo que me siento física, emocional o mentalmente preparada para hacer hoy es conducir hasta el Bufé de Pavo al Curry de Una y Geoffrey Alconbury. Geoffrey y Una Alconbury son los mejores amigos de mis padres y, como el tío Geoffrey no se cansa de repetir, me conocen desde que yo correteaba desnuda por el césped. Mi madre me llamó a las 8.30 de la mañana el último puente festivo de agosto y me forzó a prometer que iría. Siguió para lograrlo una ruta astutamente tortuosa.

—Oh, hola, cariño. Sólo llamaba para saber qué querías para Navidad.

¿Navidad?

—¿Te gustaría una sorpresa, cariño?

—¡No! —grité—. Perdona. Quiero decir…

—Me preguntaba si te gustaría un juego de ruedas para tu maleta.

—¡Pero si yo no tengo maleta!

—¿Y por qué no te regalo una maletita con ruedas incluidas? Sabes, como las de las azafatas.

—Ya tengo una bolsa de viaje.

—Oh, cariño, no puedes andar por ahí con esa birriática bolsa de lona verde. Pareces una especie de Mary Poppins de capa caída. Sólo una maletita compacta con ruedas. Es increíble la cantidad de cosas que caben en su interior. ¿La quieres azul a rayas rojas o roja a rayas azules?

—Mamá, son las ocho y media de la mañana. Estamos en verano. Hace mucho calor. No quiero una maleta de azafata.

—Julie Enderby tiene una. Dice que nunca utiliza otra cosa.

—¿Quién es Julie Enderby?

—¡Tú conoces a Julie, cariño! Es la hija de Mavis Enderby. ¡Julie! La que tiene ese fantástico empleo en Arthur Andersen…

—Mamá…

—Siempre se la lleva en los viajes…

—No quiero una maletita con ruedecillas incorporadas.

—Déjame decirte algo. ¿Por qué no nos juntamos Jamie, papá y yo, y te compramos una maleta grande como Dios manda y un juego de ruedas?

Agotada, me alejé el teléfono del oído, incapaz de entender de dónde surgía aquel entusiasmo por regalarme una maleta en Navidad. Cuando volví a acercar el auricular, mamá estaba diciendo:

—… De hecho, puedes comprarla con un comprartimiento con botellitas para tus jaboncitos y demás. La otra cosa en la que había pensado era un carrito de la compra.

—¿Hay algo que quieras para Navidad? —le dije, desesperada, parpadeando bajo la luz del sol de las vacaciones de verano.

—No, no —dijo enfadada—. Ya tengo todo lo que yo necesito. Bueno, cariño —dijo repentinamente entre dientes—, este año vas a venir al Bufé de Año Nuevo de Pavo al Curry de Geoffrey y Una, ¿verdad?

—Ah. De hecho, yo… —me entró el pánico. ¿Qué podía inventar que tuviera que hacer?—… Creo que quizá tenga que trabajar el día de Año Nuevo.

—Eso no importa. Puedes venir cuando hayas acabado de trabajar. Oh, ¿te lo he dicho? Malcolm y Elaine Darcy van a venir, y llevarán a Mark. ¿Te acuerdas de Mark, cariño? Es uno de esos abogados de primera. Montañas de dinero. Divorciado. La cena no empieza hasta las ocho.

Dios mío. No será otro fanático de la ópera, vestido de forma rara y con una mata de pelo peinada a un lado de la cabeza.

—Mamá, ya te lo he dicho. No necesito que me busques…

—Venga, cariño. ¡Una y Geoffrey hacen el Bufé de Año Nuevo desde que tú corrías desnuda por el césped! Claro que vas a ir. Y tendrás oportunidad de utilizar tu maleta nueva.

11.45 p.m. Ugh. El primer día de Año Nuevo ha sido horrible. Todavía no puedo creer que empiezo otra vez el año en una cama individual en casa de mis padres. Es demasiado humillante a mi edad. Me pregunto si olerán el humo si enciendo un cigarrillo asomada a la ventana. Tras pasar toda el día en casa, esperando que se me pasase la resaca, al final claudiqué y salí demasiado tarde, en dirección al Bufé de Pavo al Curry. Cuando llegué a casa de los Alconbury y apreté el timbre-que-emitía-una-cancioncilla-estilo-reloj-del-ayuntamiento, todavía me encontraba en un extraño mundo interior: nauseabundo, horrible, ácido. También sufría de un resto de furia-de-carretera, tras haber tomado sin darme cuenta la M6 en lugar de la M1, y haber tenido que recorrer la mitad del camino hasta Birmingham buscando un sitio donde poder dar la vuelta. Estaba tan furiosa que seguí golpeando el suelo con el pie encima del acelerador para dar rienda suelta a mis sentimientos, lo cual es muy peligroso. Ahora observaba resignada la silueta de Una Alconbury —fascinantemente deformada a través de la puerta de vidrio esmerilado—, acercándose hacia mí en un dos piezas fucsia.

—¡Bridget! ¡Ya casi te habíamos dado por perdida! ¡Feliz Año Nuevo! Estábamos a punto de empezar sin ti.

Supo arreglárselas para besarme, sacarme el abrigo, colgarlo en una percha, limpiar su pintalabios de mi mejilla y hacerme sentir increíblemente culpable, todo en un solo movimiento, mientras yo me apoyaba contra un estante repleto de bibelots para no caerme.

—Lo siento. Me he perdido.

—¿Perdido? ¡Jo! ¿Qué vamos a hacer contigo? ¡Pasa adentro!

Me acompañó a través de las puertas de cristal esmerilado hasta el salón, mientras gritaba:

—¿Qué os parece? ¡Se había perdido!

—¡Bridget! ¡Feliz Año Nuevo! —dijo Geoffrey Alconbury, embutido en un suéter amarillo a rombos. Dio un paso divertido a lo Bruce Forsyth y me dio el tipo de abrazo de los que atentan contra el orden público, por el que habrían de esposarlo y enviarle directamente a la jefatura de policía.

—Ahhumph —dijo, se sonrojó y se subió los pantalones hasta la cintura—. ¿Qué salida cogiste?

—La salida diecinueve, pero había un desvío…

—¡La salida diecinueve! ¡Una, salió por la salida diecinueve! Has añadido una hora a tu viaje antes de empezarlo. Ven, te daré algo de beber. ¿Y cómo va tu vida amorosa?

Oh, Dios mío. ¿Por qué no puede entender la gente casada que hace ya tiempo que no es educado hacer esta pregunta? Nosotros no nos abalanzamos sobre ellos y les gritamos: «¿Cómo va vuestro matrimonio? ¿Todavía practicáis sexo?». Todo el mundo sabe que tener citas a los treinta no es nada fácil, ni se consigue con la alegría y despreocupación de cuando tenías veintidós, y que la respuesta sincera se parecía más a: «En realidad, anoche mi amante casado apareció vestido con ligas y con un hermoso pequeño top de angora, me dijo que él era gay/adicto al sexo/adicto a los narcóticos/fóbico al compromiso, y me golpeó con un consolador», en lugar de: «Genial, gracias».

Como no soy una mentirosa congénita, acabé murmurando con rostro avergonzado a Geoffrey: «Bien», y él gritó:

—¡Así que todavía no has conseguido un tío!

—¡Bridget! ¡Qué vamos a hacer contigo! —dijo Una—. ¡Chicas de carrera! ¡No lo sé! Eso no se puede aplazar para siempre, sabes. Tic-tac-tic-tac.

—Sí. ¿Cómo se las apaña una mujer para llegar a tu edad sin estar casada? —gritó Brian Enderby (casado con Mavis, había sido presidente del Rotary Club de Kettering), mientras zarandeaba su jerez en el aire.

Por suerte mi padre me rescató.

—Estoy muy contento de verte, Bridget —dijo, cogiéndome del brazo—. Tu madre tenía a toda la policía de Northamptonshire preparada para peinar el condado con cepillos de dientes en busca de tus restos descuartizados. Ven y que todos te vean, para que yo pueda empezar a divertirme. ¿Qué tal la maleta con ruedecitas?

—Desmesuradamente grande. ¿Qué tal la maquinilla para cortar el pelo de las orejas?

—Oh, maravillosa, sabes, cortante.

Tampoco era espantoso, supongo. Me habría sentido un poco mal de no haber aparecido, pero Mark Darcy… Yuk. Hacía semanas que, cada vez que mi madre me llamaba, era para decirme: «Claro que recuerdas a los Darcy, cariño. ¡Fueron a visitarnos cuando estábamos viviendo en Buckingham, y tú y Mark jugasteis en la piscina inflable!», o: «¡Oh! ¿He mencionado que Malcolm y Elaine van a traer a Mark al Bufé de Año Nuevo de Pavo al Curry de Una? Parece ser que él acaba de regresar de América. Divorciado. Está buscando una casa en Holland Park. Al parecer lo pasó fatal con su mujer. Japonesa. Una raza muy cruel».

Y a la siguiente llamada, por las buenas: «¿Te acuerdas de Mark Darcy, cariño? ¿El hijo de Malcolm y Elaine? Es uno de esos abogados de primera. Divorciado. Elaine dice que trabaja todo el tiempo y que está muy solo. Creo que tal vez vaya al Bufé de Año Nuevo de Pavo al Curry de Una».

No sé por qué no lo decía sin tapujos de una vez: «Cariño, echa un polvo con Mark Darcy encima del pavo al curry, ¿vale? Es un tipo muy rico».

—Ven conmigo a ver a Mark —canturreó Una Alconbury, antes incluso de que yo hubiese podido tomar un trago.

Que te impongan una pareja contra tu voluntad es un hecho que provoca cierto nivel de humillación, pero que te arrastre literalmente a ello Una Alconbury, mientras una intenta superar el malestar de la resaca, observada por una habitación llena de amigos de tus padres, eso eleva la humillación a nivel de catástrofe.

El rico, divorciado-de-esposa-cruel, Mark —bastante alto— estaba de pie de espaldas a la gente, escrutando el contenido de la librería de los Alconbury: principalmente colecciones sobre el Tercer Reich encuadernadas en cuero, que Geoffrey encarga al Reader’s Digest. Me pareció bastante ridículo llamarse míster Darcy como el de Orgullo y prejuicio, y permanecer a solas con aires de superioridad en una fiesta. Como llamarse Heathcliff el de Cumbres borrascosas e insistir en pasar toda la noche en el jardín, gritando «Cathy» y golpeándose la cabeza contra un árbol.

—¡Mark! —dijo Una, como si fuese una de las hadas de Santa Claus—. Tengo alguien a quien te gustará conocer.

Él se dio la vuelta, revelando así que lo que de espaldas parecía un inofensivo suéter azul marino era en realidad un cuello en V a cuadros en tonos amarillos y azules; el favorito de los locutores deportivos más maduros del país. Como suele decir mi amigo Tom, es alucinante la cantidad de tiempo y dinero que se pueden ahorrar en el mundo de las citas fijándose en los detalles. Un calcetín blanco por aquí, unos tirantes rojos por allá, un mocasín gris, una esvástica, suele ser todo lo que uno necesita para saber que no hace falta anotar el número de teléfono ni derrochar el dinero en restaurantes caros, porque no va a funcionar.

—Mark, ésta es Bridget, la hija de Colin y Pam —dijo Una, con excitación y sonrojándose—. Bridget trabaja en el mundo editorial, ¿verdad, Bridget?

—Es cierto —dije por alguna razón, como si participase en un programa telefónico de Radio Capital y a punto de preguntarle a Una si podía «decir hola» a mis amigos Jude, Sharon y Tom, a mi hermano Jamie, a todos los de la oficina, a mi mamá y a mi papá y, por último, a todo el personal del Bufé de Pavo al Curry.

—Bueno, os dejo a los jóvenes a solas —dijo Una—. Supongo que debéis estar hartos de viejos carrozas.

—En absoluto —dijo Mark Darcy torpemente, en un intento frustrado de sonreír, ante el cual Una, tras haber puesto los ojos en blanco, colocándose una mano en el pecho y emitiendo una risita alegre y risueña, nos dejó con un movimiento brusco de cabeza en un silencio odioso.

—Yo. Um. ¿Estás leyendo algún, ah…? ¿Has leído algún buen libro últimamente? —me dijo él.

Oh, Dios mío.

Intenté pensar cuándo era la última vez que había leído un libro decente. El problema de trabajar en una editorial es que leer en tu tiempo libre es un poco como si fueras basurero y esnifaras por la noche el cubo de los desperdicios. Estoy a la mitad de Los hombres son de Marte, las mujeres de Venus, me lo prestó Jude, pero no creí que Mark Darcy, aunque fuese un tipo raro, estuviese dispuesto a aceptarse como un marciano. Entonces vi la luz.

Reacción violenta, de Susan Faludi —dije triunfal.

¡Ja! No es que lo haya leído exactamente, pero me siento como si lo hubiese hecho, porque Sharon ha hablado apasionadamente de él. De todas formas, era una opción absolutamente segura, porque era imposible que un santito-con-suéter-a-cuadros hubiese leído un tratado feminista de quinientas páginas.

—Ah, ¿de verdad? —me dijo—. Lo leí en cuanto salió. ¿No crees que contiene demasiadas reivindicaciones?

—Oh, bueno, no demasiadas… —dije desatinadamente, mientras buscaba en mi cerebro una forma de cambiar de tema—. ¿Has estado con tus padres en Año Nuevo?

—Sí —contestó con entusiasmo—. ¿Tú también?

—Sí. No. Anoche estuve en una fiesta en Londres. Todavía estoy un poco resacosa —farfullé animosa, para que Una y mamá no pensasen que yo era tan inútil con los hombres que ni tan siquiera era capaz de sostener con Mark Darcy una conversación—. Mira, yo creo que no se puede esperar que los propósitos de Año Nuevo empiecen técnicamente el día de Año Nuevo, ¿no crees? Porque, al ser una prolongación de Nochevieja, los fumadores ya están en su papel de fumadores y no se puede esperar que paren de golpe al dar las doce, con tanta nicotina en su organismo. Tampoco es buena idea hacer régimen el día de Año Nuevo, ya que no puedes comer racionalmente, pues necesitas libertad total para consumir todo lo que necesitas, minuto a minuto, a fin de aliviar tu resaca. Creo que sería mucho más sensato que los propósitos empezasen el dos de enero.

—Quizá deberías comer algo —dijo, y salió corriendo hacia el bufé, dejándome sola, de pie, junto a las estanterías, mientras todo el mundo me miraba y pensaba: «Así que ésta es la razón por la cual Bridget no está casada. Ahuyenta a los hombres».

Lo peor fue que Una Alconbury y mamá no dejaron las cosas así. Me hicieron andar arriba y abajo con bandejas de pepinillos y vasos de licor de cereza, en un desesperado intento para que me volviese a cruzar en la trayectoria de Mark Darcy.

Al final, se sentían tan desesperadamente frustradas que, en cuanto yo me aparté cuatro pasos de él con los pepinillos, Una atravesó la sala corriendo como Will Carling y dijo: «Mark, tienes que apuntarte el teléfono de Bridget antes de irte, así podréis estar en contacto en Londres».

No pude evitar ponerme como un tomate. Pude sentir cómo me subían los colores por el cuello. Ahora Mark pensaría que le había pedido a Una que dijera aquella majadería.

—Estoy seguro de que la vida de Bridget en Londres ya debe ser muy atribulada, señora Alconbury —dijo él.

Humph. No es que yo quisiera que Mark tuviese mi número de teléfono o algo parecido, pero tampoco quería que dejara perfectamente claro ante todo el mundo que no lo quería. Al bajar la mirada, observé que llevaba calcetines blancos con abejorros amarillos.

—¿Puedo ofrecerte un pepinillo? —le dije, para mostrar que había tenido una razón real para acercarme, más basada en los pepinillos que en el número de teléfono.

—Gracias, no —contestó, mirándome inquieto.

—¿Seguro? ¿Una aceituna rellena? —insistí.

—No, de verdad.

—¿Un aro de cebolla? —le animé—. ¿Un dado de remolacha?

—Gracias —dijo desesperado, y cogió una aceituna.

—Espero que te guste —dije triunfante.

Hacia el final de la fiesta, le vi sermoneado por su madre y por Una, que lo empujaron hacia mí y se quedaron justo detrás, mientras él decía envarado:

—¿Tienes que conducir de regreso a Londres? Yo me quedo aquí, pero puedo ofrecerte mi coche para acompañarte.

—¡Vaya! ¿Es que tu coche se conduce solo?

Él parpadeó.

—Mark tiene un coche de la empresa y un chófer, tonta —dijo Una.

—Gracias, muy amable —le dije—. Pero creo que regresaré por mis propios medios por la mañana.

2 a.m. Oh, ¿por qué soy tan poco atractiva? ¿Por qué? Incluso un hombre que lleva calcetines con abejorros me encuentra horrible. Odio el Año Nuevo. Odio a todo el mundo. Menos a Daniel Cleaver. De todas formas, me queda una tableta de chocolate con leche tamaño gigante, que sobró de Navidad, en el tocador y también un botellín miniatura de gin tonic. Voy a consumirlo todo y a quedarme hecha polvo.