No había, como Josella había dicho, por qué apresurarse. Mientras pasábamos el verano en Shirning, yo podía buscar una nueva casa en la isla, y llevar allí lo más útil de nuestras provisiones y maquinarias. Pero, mientras tanto, la pila de madera había sido destruida. Necesitábamos combustible para hacer funcionar la cocina durante unas pocas semanas. Así que Susan y yo fuimos en busca de carbón de leña.
El coche tractor no servía para ese trabajo y tomamos un camión. Aunque el depósito más cercano estaba sólo a quince kilómetros, el mal estado de los caminos nos obligó a dar un rodeo. No hubo mayores dificultades, pero regresamos a la caída de la tarde.
Cuando doblábamos la última curva del camino, y los trífidos estaban ya azotando el camión tan infatigablemente como siempre, abrimos los ojos de asombro. Dentro del patio había un vehículo de monstruoso aspecto. Nos quedamos tan estupefactos que lo miramos un rato con la boca abierta mientras Susan se ponía el casco y los guantes y bajaba a abrir.
Entramos y fuimos juntos a ver el vehículo. El chasis, vimos, estaba montado sobre listones metálicos que sugerían un origen militar. La impresión general era de algo que estaba entre un camión de transporte y una casa rodante construida por un aficionado. Susan y yo lo observamos un momento, y luego nos miramos, con las cejas levantadas. Entramos en la casa para saber algo más.
En el vestíbulo encontramos, además de a nuestra gente, a cuatro hombres vestidos con trajes de esquiar de un color verde grisáceo. Dos de ellos llevaban pistolas en el cinturón, los otros habían instalado sus ametralladoras en el piso, junto a sus sillas.
Josella volvió hacia nosotros una cara completamente inexpresiva.
—Aquí está mi marido. Bill, éste es el señor Torrence. Nos dice que es una especie de oficial. Tiene algunas proposiciones que hacernos.
La voz de Josella nunca había sido tan fría. Durante un segundo no pude responder. El hombre que Josella me señalaba no me reconoció, pero yo lo recordaba perfectamente. Las caras que lo han mirado a uno por encima de la mira de un revólver no se olvidan con facilidad. Además, allí estaba aquel característico pelo rojo. Yo recordaba aún cómo aquel eficiente joven había hecho retroceder a mi grupo en Hampstead. Lo saludé con un movimiento de cabeza. El hombre me miró y dijo:
—Entiendo que todo esto está a su cargo, señor Masen.
—El lugar pertenece al señor Brent, aquí presente —repliqué.
—Quiero decir que es usted el organizador de este grupo.
—Por ahora, sí —dije.
—Bien. —El hombre adoptó un aire de ahora-vamos-a-ir-a-alguna-parte—. Soy el Comandante de la región sudeste —añadió.
Habló como si eso pudiera significar algo importante para nosotros. No lo era. Se lo dije.
—Eso significa —aclaró el hombre— que soy el oficial jefe del Consejo de Emergencia de la región sudeste de Bretaña. Es por lo tanto uno de mis deberes supervisar la distribución y ubicación del personal.
—¿De veras? —dije—. Nunca oí hablar de este Consejo.
—Posiblemente. Nosotros ignorábamos también la existencia de ustedes hasta que ayer vimos el fuego.
Esperé a que siguiera.
—Cuando se descubre un grupo como éste —dijo Torrence—, me corresponde investigarlo, valuarlo y hacer los cambios que sean indispensables. Así que ya saben ustedes que estoy aquí en tarea oficial.
—¿En representación de un consejo oficial? ¿O se trata de un consejo elegido a sí mismo? —preguntó Dennis.
—Es necesario que haya ley y orden —dijo el hombre muy tieso. Enseguida, con otro tono de voz, añadió—: Es usted dueño de un lugar muy bien instalado, señor Masen.
—El dueño es el señor Brent —corregí.
—Dejemos de lado al señor Brent. Está aquí sólo gracias a usted.
Miré de reojo a Dennis. Tenía una expresión dura.
—Aun así, es su propiedad —dije.
—Era, quiere decir. La sociedad que sancionó sus derechos ya no existe. Los títulos de propiedad han dejado de ser válidos. Además, el señor Brent es ciego, así que no podemos considerarlo autoridad competente.
—¿De veras? —dije otra vez.
En nuestro primer encuentro este joven y sus expeditivas maneras me habían disgustado bastante. Un trato más íntimo no mejoraba mi impresión. Torrence siguió diciendo:
—Esta es una cuestión de supervivencia. Los sentimientos no pueden interferir con las medidas prácticas necesarias. Bien, la señora Masen me ha dicho que suman ustedes ocho. Cinco adultos, esta muchacha, y dos niños. Todos pueden ver, excepto estos tres.
El hombre señaló a Dennis, Mary y Joyce.
—Así es —admití.
—Hum. Esto es bastante desproporcionado. Temo que haya que hacer algunos cambios. Tenemos que ser realistas en estos tiempos.
Me encontré con los ojos de Josella. Vi en ellos que me pedía que tuviera cuidado. Pero yo no pensaba mostrar allí mismo mi oposición. No ignoraba los métodos directos del pelirrojo, y quería enterarme mejor de todo aquello. Aparentemente Torrence adivinó mis deseos.
—Será mejor que lo ponga al tanto —me dijo—. En pocas palabras se trata de esto. Los cuarteles están en Brighton. Londres pronto se nos hizo inhabitable. Pero en Brighton pudimos limpiar una parte de la ciudad y establecer una cuarentena. Brighton es un lugar bastante extenso. Cuando haya pasado la enfermedad y podamos visitar todos los barrios tendremos muchas tiendas a nuestra disposición. Recientemente hemos hecho algunas expediciones a otros lugares. Pero esto se acaba. El estado de los caminos no permite el tránsito de camiones, y hay que ir muy lejos. Tenía que ocurrir, naturalmente. Nos pareció que podíamos habernos quedado allí algunos años más, pero ya ve usted. Es posible que nos hayamos hecho cargo de demasiados en un principio. En fin, de todos modos ahora tenemos que dispersarnos. Sólo podremos seguir si vivimos de los productos de la tierra. Para esto tenemos que distribuirnos en unidades menores. La unidad modelo ha sido fijada en una persona con vista por diez ciegas, además de algunos niños.
»Tiene usted aquí un lugar excelente, capaz de mantener a dos unidades. Alojaremos aquí diecisiete ciegos, es decir veinte con los tres que ya están aquí. Sin contar, claro, los respectivos niños.
Miré asombrado a Torrence.
—¿Sugiere en serio que pueden vivir aquí veinte personas con sus hijos? —dije—. Pero eso es imposible. Hemos estado preguntándonos si podríamos vivir nosotros.
El pelirrojo meneó con confianza la cabeza.
—Es perfectamente posible. Y yo le estoy ofreciendo a usted el comando de esa doble unidad. Aunque, francamente, si usted no quiere hacerse cargo, pondremos a otro. No podemos perder tiempo.
—Pero estudie el lugar —repetí—. Es imposible.
—Le aseguro que es posible, señor Masen. Claro que tendrán ustedes que rebajar su nivel de vida. Todos tenemos que hacer lo mismo durante algunos años; pero cuando los niños crezcan podrán ayudar a extender esto. Durante seis o siete años tendrá usted que trabajar de veras, lo admito; eso no se puede evitar. A partir de entonces, sin embargo, podrá usted reducirse a ejercer funciones de supervisor. Será una buena recompensa después de varios años de vida dura.
»Siguiendo como hasta ahora, ¿qué futuro puede aguardarles? Trabajar hasta caerse muertos de cansancio. Y sus hijos tendrán que hacer lo mismo; sólo para seguir viviendo, nada más. ¿De dónde saldrán los futuros jefes y administradores? Si continúan así, pasarán veinte años y no habrán adelantado nada, y sus hijos seguirán siendo unos patanes. Con nuestra organización será usted el jefe de un clan que trabajará para usted, y sus hijos tendrán algo que heredar.
Comencé a comprender. Dije, asombrado:
—¿Quiere decir que está usted ofreciéndome una especie de… señorío feudal?
—Ah —dijo el pelirrojo—. Veo que me está entendiendo. Esa es, por supuesto, la organización social y económica a la que hay que sujetarse dado el estado actual de las cosas.
No había duda de que el hombre estaba presentándome un plan perfectamente serio. Evadí todo comentario y repetí:
—Pero aquí no podemos mantener a tantos.
—Durante unos pocos años, es claro, tendrá usted que alimentarlos con trífidos. No creo que esa materia prima escasee.
—¡Comida para ganado! —exclamé.
—Pero sustanciosa, rica en vitaminas importantes, me han dicho. Y los mendigos, sobre todo los mendigos ciegos, no pueden elegir.
—¿Está usted sugiriendo en serio que tome a mi cargo a toda esa gente y que la mantenga con forraje?
—Oiga, señor Masen. Si no fuese por nosotros, esos ciegos ya no vivirían, ni tampoco sus hijos. Les conviene hacer lo que les decimos, tomar lo que les damos, y darnos las gracias por lo que reciben, cualquier cosa que sea. Si quieren rehusar lo que les ofrecemos… bueno, al fin y al cabo se trata de sus propios funerales.
Decidí que no sería prudente decirle en ese momento qué pensaba yo de su filosofía. Cambié de tema.
—No veo… Dígame, ¿quién autorizó a usted y su consejo a establecer todas estas reglas?
—El Consejo inviste la autoridad suprema y el poder legislativo. Gobierna. Manda las Fuerzas Armadas.
—¡Fuerzas Armadas! —repetí, estupefacto.
—Ciertamente. Los reclutas serán llamados a filas cuando y como sea necesario en lo que usted denomina señoríos. Por su parte, usted tiene el derecho de pedir auxilio al Consejo en caso de ataque o rebelión interior.
Yo estaba ya aburriéndome un poco.
—¡Un Ejército! Seguramente un Escuadrón móvil de Policía…
—Ya veo que no ha abarcado usted el aspecto total de la situación, señor Masen. Esta aflicción que nos aqueja no se limita a estas islas, ya sabe. Es algo mundial. En todas partes existe el mismo caos —así tiene que ser, o si no ya lo sabríamos—, y quedan muy pocos sobrevivientes, quizá, en todos los países. ¿No es razonable pensar que el primer país que pueda recobrarse y ordenar sus cosas será también el que impondrá su orden a todos los demás? ¿Sugiere usted que tenemos que permitir que otro país se encargue de esta tarea, y se convierta así en la primera potencia de Europa y quizá de otras partes? Evidentemente no. Es innegable que nuestro deber nacional es recobrarnos tan pronto como sea posible y asumir el papel dominante. De ese modo evitaremos que se organice cualquier clase de oposición peligrosa. Por lo tanto, cuanto más pronto podamos formar un Ejército que desanime a un posible agresor, mejor para nosotros.
Durante algunos instantes el silencio reinó en el cuarto. Luego Dennis se rió, forzadamente.
—¡Dios todopoderoso! ¡Hemos pasado a través de todo esto y ahora el hombre propone desatar una guerra!
Torrence dijo, secamente.
—Me parece que no he sido claro. La palabra «guerra» es una injustificable exageración. Se tratará sólo de pacificar y administrar a algunas tribus que viven primitivamente, fuera de la ley.
—A no ser, por supuesto, que a ellos se les ocurra la misma benevolente idea —sugirió Dennis.
Advertí que Josella y Susan me miraban fijamente. Josella señaló a Susan, y comprendí.
—Permítame ir al grano —dije—. Espera usted que los tres que podemos ver nos hagamos responsables de veinte ciegos adultos y un ignorado número de niños. Me parece que…
—Los ciegos no son totalmente incapaces. Pueden hacer muchas cosas, incluso cuidar de sus propios hijos y ayudar a preparar la comida. Arreglando bien las cosas la mayor parte del trabajo puede reducirse a supervisar y dirigir. Pero serán dos, señor Masen, usted y su mujer. No tres.
Miré a Susan, sentada, muy tiesa, con su delantal azul y una cinta roja en el pelo. La niña miró ansiosamente a Josella.
—Tres —dije.
—Lo siento, señor Masen. La distribución es de diez por unidad. La niña puede venir a los cuarteles centrales. Le buscaremos un trabajo útil hasta que crezca y pueda encargarse de una unidad.
—Mi mujer y yo consideramos a Susan hija nuestra —le dije secamente.
—Repito que lo siento. Pero ésas son las reglas.
Miré a Torrence unos instantes. El hombre me devolvió serenamente la mirada. Al fin dije:
—Si tiene que ser así nos darán ustedes garantías y seguridades con respecto a la niña.
Oí que varios retenían la respiración. Torrence pareció aliviado.
—Naturalmente, les daremos todas las seguridades posibles —dijo.
Moví afirmativamente la cabeza.
—Tiene que concederme un poco de tiempo. Es algo nuevo para mí, y bastante sorprendente. En este momento se me ocurren algunas cosas. Las herramientas se están gastando. Es difícil encontrar otras que no estén deterioradas. Creo que no antes de mucho necesitaré buenos caballos de labranza.
—Los caballos son difíciles de conseguir —dijo el pelirrojo—. Probablemente tendrá que usar algunos equipos de hombres por un tiempo.
—Luego —dije—, existe el problema de la instalación. Los cobertizos son ya demasiado pequeños para nuestras necesidades. Y yo sólo no puedo instalar unas casas prefabricadas.
—Creo que en esto podremos ayudarlo.
Seguimos discutiendo detalles durante unos veinte minutos. Al cabo de ese tiempo yo había logrado mostrarle al pelirrojo cierta afabilidad; luego me libré de él enviándolo a recorrer el lugar con Susan como guía y conductora del carricoche.
—Bill, ¿cómo se te ha ocurrido…? —comenzó a decir Josella cuando la puerta se cerró detrás de Torrence y sus compañeros.
Le conté lo que sabía del hombre y su costumbre de terminar a tiros con todas las dificultades.
—Eso no me extraña —dijo Dennis—. Pero siento de pronto, y esto sí que es sorprendente, cierto cariño por los trífidos. Supongo que sin su intervención tendríamos más de estas cosas. Si son lo único que puede impedir el retorno de la servidumbre, entonces, bienvenidos.
—Todo esto es bastante ridículo —dije—. No hay posibilidad de que pueda tener éxito. ¿Cómo íbamos a poder yo y Josella cuidar a una multitud semejante y mantener además alejados a los trífidos? Pero —añadí— no podemos decirles secamente que no a cuatro hombres armados.
—¿Entonces, tú no…?
—Querida —dije—, ¿me ves realmente como un señor que dirige a siervos y villanos con un látigo? Y eso en el caso de que los trífidos no terminen antes conmigo.
—Pero tú dijiste…
—Escucha —dije—. Está oscureciendo. Demasiado tarde para salir ahora. Esos cuatro hombres tendrán que quedarse a pasar la noche. Imagino que mañana querrán llevarse a Susan con ellos. Les servirá de rehén como garantía de nuestra conducta. Y Torrence dejará aquí uno o dos de sus hombres para que no nos saquen el ojo de encima. Bueno, ¿no vamos a aceptar eso, no es cierto?
—No, pero…
—Bueno, creo haberlo convencido de que estoy de acuerdo con sus planes. Esta noche tendremos una cena que significará que aceptamos. Haz que sea una buena cena. Todos tienen que comer en abundancia. Lo mismo los chicos. Sírveles nuestras mejores bebidas. Cuida de que Torrence y los suyos beban bien. Nosotros en cambio beberemos poco. Hacia el fin de la comida desapareceré por un rato. Tú sigue manteniendo la reunión para que no sospechen nada. Hazles oír unos discos ruidosos o algo similar. Y que todos hablen a gritos. Otra cosa: nadie debe mencionar a Michael Beadley y su grupo. Torrence debe de estar enterado de lo de la isla de Wight, pero no debe sospechar que nosotros también lo sabemos. Ahora necesito un saco de azúcar.
—¿Azúcar? —dijo Josella sorprendida.
—¿No? Bueno, un gran recipiente de miel, entonces. Creo que eso también servirá.
Durante la cena todos interpretaron muy bien su papel. La fiesta no solamente rompió el hielo sino que hasta creó cierta animación. Josella sacó a relucir un poco de su fuerte aguamiel como suplemento de las bebidas más ortodoxas, y éste fue aceptado con entusiasmo. Cuando dejé disimuladamente la mesa, los visitantes entraban en un estado de feliz relajamiento.
Recogí un atado de mantas y ropas, y un poco de comida que ya tenía preparada, y corrí a través del patio hasta el cobertizo donde guardábamos el tractor. Con una manguera llené de combustible los tanques del vehículo. Luego me volví hacia el extraño camión de Torrence. Localicé con una linterna la tapa del tanque y eché en su interior un cuarto litro o más de miel. El resto del recipiente lo eché en el depósito del patio.
Yo podía oír los cantos de la fiesta. Aparentemente todo seguía bien. Luego de añadir a nuestra carga algunas armas contra trífidos y otras cosas que se me ocurrieron entonces, volví y me uní a la reunión hasta que ésta terminó al fin en medio de una atmósfera que aun el observador más atento hubiese tomado por un festín de buena voluntad.
Les dimos dos horas para que se durmieran bien.
Se había levantado la luna y una luz blanca bañaba el patio. Yo había olvidado aceitar las puertas, y cada chillido me hizo lanzar un juramento. El resto se dirigió en procesión hacia mí. Los Brent y Joyce conocían bastante el lugar como para no necesitar de lazarillos. Detrás de ellos venían Josella y Susan, con los niños. La voz soñolienta de David se oyó una vez, y Josella le puso rápidamente la mano sobre la boca. Subió a la parte delantera del vehículo con el niño en brazos. Vi que todos los otros estaban ya instalados atrás y cerré la puerta. Luego me senté ante el volante, besé a Josella, y tomé aliento.
Los trífidos se habían reunido en la entrada, del otro lado del patio.
Gracias al cielo el motor se puso en marcha enseguida. Aceleré, di una vuelta para evitar el vehículo de Torrence, y me dirigí directamente hacia la salida. El pesado paragolpes rompió ruidosamente la valla. Nos hundimos en una confusión de alambres y postes, derribando al mismo tiempo a una docena de trífidos mientras el resto nos azotaba con furia. Ya estábamos en camino.
Nos detuvimos en una curva del ascendente sendero. Desde allí podíamos ver a Shirning. Apagué el motor. Había unas luces detrás de los vidrios. Poco después se encendieron los faros del camión, iluminando la casa. Un motor comenzó a quejarse. Sentí un estremecimiento de inquietud al oír ese ruido, aunque sabía muy bien que nuestra velocidad era varias veces superior a la de aquella pesada máquina. El camión comenzó a girar hacia la puerta de entrada. Antes que terminara de dar vuelta, el motor ronroneó y se detuvo. Comenzó a gruñir otra vez. Siguió gruñendo, irritado, y sin éxito.
Los trífidos habían descubierto que la entrada estaba libre. A la luz combinada de la luna y los faros pudimos ver sus formas altas y esbeltas que se balanceaban en una hambrienta procesión y se metían en el patio mientras los otros cruzaban los prados para unirse a ellos…
Miré a Josella. No estaba llorando a mares. No estaba llorando de ningún modo. Me miró y miró luego a David dormido en sus brazos.
—Tengo todo lo que necesito realmente —dijo—, y algún día nos vas a traer de vuelta, Bill.
—La confianza de la esposa es muy alentadora, querida, pero… No, maldita sea, ningún pero. Te traeré de vuelta —dije.
Salí del coche para sacar los restos de maderas y alambres del frente y limpiar el parabrisas de veneno. Entre las cimas de las colinas nos alejamos hacia el sudoeste.
Y aquí mi narración se une con el resto. Lo encontrarán ustedes en la excelente historia de la colonia de Elspeth Cary.
Todas nuestras esperanzas están ahora centradas aquí. Parece difícil que algo pueda resultar de los planes neo-feudales de Torrence, aunque existen aún algunos de sus señoríos, con habitantes que llevan, así he oído, una vida de escuálida miseria bajo sus estocadas. Pero no son tantos ya como antes. De cuando en cuando Ivan informa que ha desaparecido otro, y que los trífidos que habían estado cercándolo, se han dispersado para unirse a otros sitios.
Así que debemos pensar que la tarea que nos espera es sólo nuestra. Creemos ya vislumbrar el camino, pero hay todavía mucho que trabajar e investigar antes que nuestros hijos, o los hijos de nuestros hijos puedan cruzar el estrecho e iniciar la gran cruzada que hará retroceder a los trífidos, más y más, destruyéndolos incesantemente hasta borrarlos de la faz de la tierra que han osado usurpar.