Habíamos recorrido quizá la mitad del trayecto, cuando Josella vio el humo. A primera vista podía haber sido una nube, pero cuando llegamos a lo alto de la colina pudimos ver la columna gris bajo las capas superiores más difusas. Josella apuntó con el dedo y miró en silencio. En aquella época los únicos incendios eran aquellos que nacían espontáneamente en los días calurosos de verano. Ambos vimos enseguida que la columna se elevaba de las vecindades de Shirning.
Lancé el tractor a una velocidad que no había alcanzado nunca en aquellos estropeados caminos. Josella y yo saltábamos en el interior y, sin embargo, el coche parecía arrastrarse. Josella no hablaba. Tenía los labios muy apretados y los ojos fijos en el humo. Comprendí que trataba de convencerse de que el humo venía de más allá, o de más acá, o de cualquier parte, pero no de Shirning. Pero a medida que nos acercábamos, era más difícil dudar. Recorrimos el último trecho sin prestar atención a los aguijones que golpeaban el vehículo. Y luego, en una curva, pudimos ver que no era la casa lo que ardía, sino la pila de madera.
Al oír nuestra bocina, Susan se acercó corriendo a tirar de la cuerda que abría la puerta desde lejos. Nos gritó algo, pero el ruido del coche nos impidió oír. Con la mano libre Susan señalaba no el fuego sino el frente de la casa. Cuando nos internamos en el patio pudimos ver qué quería mostrarnos. En medio del jardín se alzaba la figura del helicóptero.
Salíamos del coche cuando un hombre con chaqueta de cuero y pantalones de montar apareció en la puerta de la casa. Era alto, rubio, y estaba tostado por el sol. Me pareció enseguida que lo había visto en alguna parte. Nos saludó con la mano, sonriendo alegremente mientras nos acercábamos a él.
—El señor Bill Masen, me imagino. Mi nombre es Simpson.
—Recuerdo —dijo Josella—. Usted trajo un helicóptero aquella noche en la Universidad.
—Eso es. Veo que me recuerda. Pero para demostrarle que no es usted la única con buena memoria. Usted es Josella Playton, autora de…
—Está usted equivocado —le replicó Josella—. Soy Josella Masen, autora de «David Masen».
—Ah, si acabo de mirar la edición original, y es un trabajo muy bien hecho de veras.
—Un momento —dije—. ¿Y ese fuego…?
—No hay peligro. El viento aleja las llamas de la casa. Aunque temo que haya perdido su provisión de madera.
—¿Qué pasó?
—Fue Susan. No pensó en causar daño. Cuando oyó mi motor tomó un lanzallamas y buscó algo para hacerme una señal. Lo más a mano era la pila de madera.
Entramos en la casa y nos unimos a los otros.
—Otra cosa —me dijo Simpson—. Michael me pidió que no me olvidara de pedirle disculpas.
—¿A mí? —pregunté.
—Usted fue el único que vio el peligro que representaban los trífidos, y él no le creyó.
—Pero… ¿quiere decir que sabían que yo estaba aquí?
—Descubrimos su probable ubicación hace unos días. Nos lo dijo un hombre que todos podemos recordar: un tal Coker.
—Así que Coker logró también salir adelante —dije.
Después de lo que vi en Tynsham pensé que la plaga lo habla alcanzado.
Más tarde, después de comer y de servir nuestro mejor brandy el hombre nos contó lo que había ocurrido.
Cuando Michael Beadley y su grupo salieron de Tynsham, dejando el lugar librado a la discreción y los principios de la señorita Durrant, no se dirigieron a Beaminster, ni a sus alrededores. Habían ido hacia el noreste, internándose en Oxfordshire. El error de la señorita Durrant tenía que haber sido deliberado, pues nadie mencionó a Beaminster.
Encontraron una granja que en un principio pareció ofrecer todo lo necesario. Hubiesen podido atrincherarse allí como nosotros nos habíamos atrincherado en Shirning. Pero cuando la amenaza de los trífidos comenzó a crecer, las desventajas del lugar se hicieron más evidentes. Al año, tanto Michael como el Coronel estaban muy pocos satisfechos con las perspectivas que ofrecía el lugar. Ya se habían llevado a cabo numerosas obras, pero hacia el fin del segundo verano todos estuvieron de acuerdo en la necesidad de una mudanza. Construir allí una comunidad llevaría años, muchos años. Había también que tener en cuenta que las dificultades aumentarían con el tiempo.
Necesitaban un sitio donde hubiera espacio suficiente para crecer y desarrollarse; un área con defensas naturales donde, si era necesario luchar contra los trífidos, esa lucha fuese económica. Allí gran parte del trabajo consistía solamente en asegurar los alambres. Y cuando creciese el número de ocupantes habría que aumentar la longitud del cerco. Era indudable que la mejor línea de defensa era el agua, que no necesitaba de cuidados. Sobrevino entonces una discusión acerca de los méritos relativos de diversas islas. Fue el clima principalmente lo que les decidió en favor de la isla de Wight, a pesar de algunos defectos que había que suprimir. Por lo tanto al llegar el mes de marzo volvieron a empaquetarlo todo, y se mudaron.
—Cuando llegamos a la isla —dijo Ivan—, nos pareció que los trífidos eran más numerosos que en el lugar de donde veníamos. Tan pronto como nos instalamos, en las cercanías de Godshill, los trífidos comenzaron a apretarse a lo largo de las paredes, y a millares. Los dejamos durante un par de semanas y luego los atacamos con los lanzallamas.
»Cuando terminamos con ese grupo permitimos que volvieran a reunirse, y los quemamos otra vez. Y así sucesivamente. Podíamos dejar que se acercasen, pues cuando nos hubiésemos librado de ellos ya no necesitaríamos recurrir a los lanzallamas. Sólo podía haber un número limitado en la isla, y cuanto más viniesen a nosotros, mejor que mejor.
»Tuvimos que repetir la operación una docena de veces antes que se advirtiese algún efecto apreciable. Cuando los trífidos comenzaron a faltar, había ya un montón de restos calcinados a lo largo de nuestros muros. Habían sido mucho más numerosos de lo que habíamos creído.
—En esa isla había por lo menos una docena de criaderos —dije—. Sin mencionar las plantas que crecían en los parques y los jardines privados.
—No me sorprende —dijo Ivan—. A juzgar por las apariencias podían haber sido mil criaderos. Antes que esto comenzara yo hubiera dicho que los trífidos sumaban sólo unos pocos miles en todo el país, pero ha habido sin duda centenares de miles.
—Así es —dije—. Crecen prácticamente en todas partes, y eran muy provechosos. No parecían tantos cuando estaban encerrados en granjas y criaderos. Pero aun así, en este momento, y considerando los que andan por aquí, tiene que haber regiones enteras sin casi ninguno.
—Así es —dijo Ivan—, pero instálese en esas regiones y al rato comenzarán a aparecer. Puede usted verlos desde el aire. Yo hubiera sabido que había alguien aquí aun sin el fuego de Susan. Forman una franja oscura alrededor de todos los lugares habitados.
»Sin embargo, al cabo de un tiempo logramos ralear la multitud que rodeaba nuestra casa. Quizá el lugar les pareció poco saludable, o quizá no les gustaba caminar sobre los restos calcinados de sus parientes, pero de un modo o de otro, había menos que antes. Así que comenzamos a cazarlos en vez de esperar a que vinieran. Fue nuestro trabajo principal durante meses. Registramos hasta el último rincón de la isla, o así lo creímos por lo menos. Al fin nos pareció que habíamos terminado con todos, los grandes y los chicos. Sin embargo, volvieron a aparecer algunos al año siguiente, y al otro año. En la actualidad al llegar la primavera iniciamos una intensa búsqueda a causa de las semillas que pueden volar desde aquí, y ya no tenemos nada que temer.
»Mientras tanto, nos fuimos organizando. Al principio éramos unos cincuenta o sesenta. De tanto en tanto yo hago un vuelo con el helicóptero y cuando veo señales de algún grupo, bajo y los invito a ir a la isla. Algunos van, pero otros, y en un número sorprendente, no tienen ningún interés. Han escapado a toda forma de gobierno y a pesar de todas sus dificultades no desean volver a empezar. Hay algunos en South Wales que forman algo así como tribus y no quieren otra organización que ese mínimo que se han impuesto a sí mismos. Hay otros grupos similares cerca de las minas de carbón. Los jefes son hombres que en la noche de las estrellas verdes estaban en las minas. Aunque Dios sabe cómo lograron salir otra vez a la superficie… Hay otros también que no aceptan ninguna clase de interferencia. Cuando me ven disparan contra el helicóptero. Hay un grupo de esa especie en Brighton.
—Ya sé —dije—. También a mí me alejaron.
—Recientemente han aparecido otros grupos similares. Hay uno en Maidstone, otro en Guildford, y otros sitios. Por ese motivo no hemos venido antes por aquí. Este distrito es bastante peligroso. No sé qué hará esa gente, quizá han conseguido reunir un buen número de provisiones y tienen miedo de que alguien se las quite. De todos modos no hay por qué arriesgarse, así que hagan lo que quieran.
»Pero muchos decidieron ir con nosotros. En un año llegamos a reunir trescientas personas; no todas dotadas de vista, naturalmente.
»Descubrí a Coker y los suyos no hace más de un mes. Una de las primeras cosas que me preguntó, por otra parte, fue si sabíamos algo de usted. Tuvieron una época muy mala, particularmente al principio.
»Pocos días después de volver a Tynsham llegaron dos mujeres de Londres, y trajeron la plaga consigo. Coker las puso enseguida en cuarentena, pero ya era tarde. Decidió entonces hacer una rápida mudanza. La señorita Durrant no quiso moverse. Se quedó a cuidar a los enfermos. Seguiría más tarde a los otros. Hubo otras tres apresuradas mudanzas antes que pudieran librarse del todo. Por ese entonces habían llegado a Devonshire, y allí estuvieron bien un tiempo. Pero luego comenzaron a tener las mismas dificultades que nosotros, y que usted. Coker aguantó tres años, y luego pensó algo similar a lo que habíamos pensado nosotros. Pero no en una isla. Decidió que lo mejor sería la orilla de un río y un cerco que cerrase la saliente de Cornwall. Se pasaron los primeros meses construyendo una barrera; luego salieron a cazar a los trífidos, como nosotros en la isla. Pero trabajar en aquel terreno era más difícil, y nunca pudieron librarse de los trífidos. El cerco tuvo éxito en un comienzo; pero no podían confiar en él como nosotros en el mar.
»Coker cree que podían haber progresado una vez que los chicos crecieran y se pusieran a trabajar, pero siempre hubiese sido una vida dura. Cuando los encontré, no dudaron. Cargaron enseguida sus botes de pesca, y en un par de semanas estaban ya en la isla. Cuando Coker supo que usted no estaba con nosotros, sugirió que quizá anduviese todavía por estos lados.
—Puede decirle que eso borra cualquier rencor que pudiésemos guardarle —dijo Josella.
—Va a ser un hombre muy útil —dijo Ivan—. Y por lo que él nos dijo usted también lo será —añadió mirándome—. ¿Es usted un bioquímico, no?
—Un biólogo, con algunos conocimientos de bioquímica —dije.
—Bueno, allá usted con esas sutiles diferencias. Lo importante es que Michael quiere derrotar a los trífidos científicamente. Hay que encontrar un método si queremos ir a alguna parte. Pero las únicas personas con que contamos para iniciar esa investigación parecen haber olvidado la poca biología que aprendieron en el colegio. ¿Qué le parece? ¿Le gustaría convertirse en profesor? Sería un trabajo bastante valioso.
—Nada podría ser mejor —le dije.
—¿Significa esto que nos esta invitando a ir a su isla? —Preguntó Dennis.
—Bueno, si están ustedes de acuerdo —replicó Ivan—. Bill y Josella recordarán quizá los principios esbozados aquella noche en la Universidad. Todavía se mantienen. No estamos metidos en una obra de reconstrucción. Queremos construir algo nuevo, y mejor. Alguna gente no está de acuerdo. En esos casos no nos sirven. No queremos un partido opositor que trate de perpetuar el viejo sistema. Preferimos que esa gente se vaya a otra parte.
—Otra parte parece una oferta bastante pobre dadas las circunstancias —señaló Dennis.
—Oh, no quiero decir que pensemos en arrojarlos de vuelta a los trífidos. Pero hay mucha gente que opina así, y tuvimos que buscar un lugar para ellos. Así que un grupo se instaló en las islas del Canal, y comenzó a limpiar el sitio como nosotros habíamos limpiado la Isla de Wight. Son un centenar de personas. Están progresando, también.
»De modo que hemos desarrollado un sistema de aprobación mutua. Los recién llegados pasan seis meses con nosotros; luego se reúne el Consejo. Si no les gustan nuestros métodos, nos lo dicen; y si nos parece que no podríamos entendernos con ellos, se lo decimos. Si todo está bien, se quedan; si no, cuidamos de que lleguen hasta las islas del Canal… o los devolvemos a su lugar de origen, si son bastante raros como para preferir esto último.
—Parece algo dictatorial. ¿Cómo está formado ese Consejo? —preguntó Dennis.
Ivan sacudió la cabeza.
—Nos llevaría mucho tiempo meternos en cuestiones constitucionales ahora. Lo mejor es que vengan y se enteren por sí mismos. Si les gustamos, se quedan. Pero aunque no les gustemos creo que las islas del Canal les parecerán un lugar más conveniente que lo que será éste dentro de pocos años.
A la tarde, después que Iván levantó vuelo, y desapareció en el sudoeste, salí y me senté en mi banco favorito, en un rincón del jardín.
Miré el valle, recordando los prados irrigados y fértiles que había habido allí. El valle adelantaba notablemente en su camino hacia el salvajismo. Los campos abandonados estaban cubiertos de malezas, hierbajos y lagunas. Los árboles más grandes se hundían lentamente en el suelo pantanoso.
Pensé en Coker y lo que dijo un día el jefe, el maestro y el médico… y en todo el trabajo que sería necesario realizar para poder vivir de nuestros pocos acres. Y en cómo nos sentiríamos todos cuando Shirning se convirtiese en una cárcel. Y en nuestros tres ciegos, que todavía se sentían inútiles, y cada vez más fracasados, a medida que envejecían. Y en Susan que un día debía tener la oportunidad de un marido, y niños. En David, en la hijita de Mary, y en los otros niños que podían venir y que tendrían que dedicarse enseguida a las labores del campo. En Josella y yo mismo que tendríamos que trabajar con mayor empeño a medida que envejeciésemos, pues habría más a quienes alimentar y más trabajo que hacer a mano…
Y allí estaban los trífidos, esperando pacientemente. Allí estaban, como un macizo verde oscuro más allá de los alambres. Había que buscar algo… un enemigo natural, algún veneno, un agente de desequilibrio… Algo había que encontrar para terminar con ellos. Así podríamos realizar otros trabajos, pronto. El tiempo favorecía a los trífidos. Sólo tenían que seguir esperando, mientras nosotros consumíamos nuestros recursos. Primero se acabaría el combustible, luego el alambre. Y ellos o sus descendientes seguirían esperando allí mientras se herrumbraba el cerco… y, sin embargo, Shirning era ahora nuestro hogar. Suspiré.
Se oyeron unas leves pisadas en el pasto. Josella vino y se sentó junto a mí. Le pasé un brazo por los hombros.
—¿Qué piensan ellos? —le pregunté.
—Están bastante trastornados, los pobres. Tiene que serles difícil comprender cómo esperan los trífidos. No pueden verlos. Y además, se han acostumbrado a estar aquí. Debe de ser terrible pensar en ir a un sitio desconocido cuando uno es ciego. Sólo saben lo que les decimos. No creo que entiendan de veras que la vida será aquí imposible. Si no fuese por los niños, creo que dirían simplemente que no. Es su hogar. ¿Comprendes? Todo lo que les queda. —Josella hizo una pausa, y luego añadió—: Así lo creen ellos; pero, por supuesto, no es realmente su hogar; es nuestro hogar, ¿no es así? Hemos trabajado duramente en él. —Me tomó una mano—. Todo esto es obra tuya, Bill. ¿Qué piensas? ¿Nos quedaremos un año o dos más?
—No —dije—. He hecho ese trabajo porque parecía que todo dependía de mí. Ahora parece… bastante inútil.
—¡Oh, querido, no digas eso! Un caballero errante no es algo inútil. Has luchado por todos nosotros, y has alejado a los dragones.
—Los niños son lo más importante —dije.
—Sí, los niños —dijo Josella.
—Y todo este tiempo, sabes, no he podido olvidar a Coker. La primera generación, trabajadores; la segunda, salvajes… Creo que debemos admitir la derrota, antes que llegue, e irnos enseguida.
Josella me apretó la mano.
—No es una derrota, querido Bill, sino —¿cómo se dice?— una retirada estratégica. Nos retiramos a trabajar y estudiar, para el día que podamos volver. Un día volveremos. Nos enseñarás cómo librarnos de estos inmundos trífidos, y volveremos a recuperar nuestras tierras.
—Tienes mucha fe, querida.
—¿Y por qué no?
—Bueno, por lo menos lucharé contra ellos. Pero ante todo tenemos que irnos.
—¿Cuándo?
—¿No crees que podríamos pasar aquí el verano? Sería algo así como unas vacaciones para todos nosotros… sin tener que hacer preparativos para el invierno. Nos merecemos unas vacaciones, además.
—Creo que podríamos hacerlo —dije.
Observamos cómo el valle se desvanecía en el crepúsculo. Josella dijo:
—Es raro, Bill. Ahora que podemos, no quisiera irme. A veces esto me ha parecido una cárcel… pero ahora me parece casi una traición dejarlo. A pesar que he sido más feliz aquí que en ningún otro sitio.
—En cuanto a mí, Josella, nunca he estado vivo antes. Pero tendremos épocas aún mejores, te lo prometo.
—Es tonto, pero voy a llorar cuando nos vayamos. Lloraré a mares. No te preocupes entonces —dijo Josella.
Pero tal como fueron las cosas estuvimos muy ocupados para llorar…