Nunca discuto esa clase de advertencias. Paré el camión.
El hombre era corpulento y rubio. Manejaba el rifle con familiaridad. Sin dejar de apuntarme movió dos veces la cabeza hacia un lado. Pensé que quería que bajara. Así lo hice, y levanté las manos. Otro hombre, acompañado por una joven, salió de detrás del camión. La voz de Coker sonó a mis espaldas:
—Será mejor que baje ese rifle, compañero. Estamos en inferioridad de condiciones.
El hombre rubio dejó de mirarme para buscar a Coker. Yo podía haber saltado sobre él, si hubiese querido, pero dije:
—Tiene razón. Además, somos gente pacífica.
El hombre bajó el rifle, no muy convencido. Coker, que al descender había quedado detrás de mi camión, se hizo visible.
—¿Qué pasa aquí? ¿Una guerra fratricida? —preguntó.
—¿No son más que dos? —dijo el segundo hombre.
Coker lo miró.
—¿Qué esperaba? ¿Una convención? Sí, somos sólo dos.
El trío sintió un visible alivio. El hombre rubio explicó:
—Podía tratarse de la banda de alguna ciudad. Pensamos que vendrán a atacarnos en busca de comida.
—Oh —dijo Coker—. Parece que no han echado una ojeada a ninguna ciudad últimamente. Si eso es lo único que le preocupa, olvídelo. Si aún existen algunas bandas estarán haciendo todo lo contrario. En realidad estarán haciendo —si puedo decirlo así— lo mismo que ustedes.
—¿No cree usted que vengan?
—Estoy condenadamente seguro que no. —Coker miró a los tres—. ¿Pertenecen ustedes al grupo de Beadley?
La respuesta fue claramente negativa.
—Es una lástima —dijo Coker—. Hubiese sido nuestro primer golpe de suerte en mucho tiempo.
—¿Qué es eso del grupo de Beadley? —preguntó el hombre rubio.
Después de pasar varias horas en la cabina recalentada por el sol, yo me sentía sediento y fatigado. Sugerí que dejásemos de discutir en medio de la calle y buscásemos un sitio más conveniente. Pasamos por detrás de los camiones y entre una familiar acumulación de cajas de bizcochos, paquetes de té, jamones, bolsas de azúcar, bloques de sal, y todo el resto, hasta una puerta próxima que daba al salón de un bar. Ante unos potes de medio galón, Coker y yo les dimos un resumen de lo que habíamos hecho, y de lo que sabíamos. Luego les llegó el turno.
Eran, parecía, la más activa mitad de un grupo de seis. Otras dos mujeres y un hombre estaban de guardia en la casa que les servía de base.
Alrededor del mediodía del martes 7 de mayo el hombre rubio y la muchacha que lo acompañaba estaban dirigiéndose hacia el oeste en un automóvil. Habían pensado pasar dos semanas de vacaciones en Cornwall, y todo iba a las mil maravillas cuando un ómnibus de dos pisos surgió en una curva cerca de Crewkerne. El automóvil lo rozó y lo último que recordaba el hombre era la horrorosa visión del ómnibus, alto como un acantilado, y ya encima de ellos.
El hombre despertó en cama para descubrir, como yo, que a su alrededor reinaba un misterioso silencio. Aparte de algunos dolores, unas pocas heridas superficiales y unos chichones en la cabeza, no parecía tener nada. Como, dijo el hombre, nadie venía, decidió investigar, y descubrió que aquello era un pequeño hospital. En una sala encontró a la muchacha y a otras dos mujeres. Una de ellas estaba consciente, pero incapacitada por un brazo y una pierna enyesados. En otra sala había dos hombres: uno de ellos, su compañero allí presente, el otro con una pierna rota también enyesada. En total había once personas en el lugar, ocho de ellas con vista. De los ciegos, dos guardaban cama y estaban seriamente enfermos. Nada se sabía del personal de la institución. Su experiencia había sido, ante todo, más desconcertante que la mía. Se habían quedado en el hospital, ayudando como podían a los imposibilitados, preguntándose qué pasaría, y con la esperanza de que apareciese alguien a ofrecer su ayuda. No sabían qué podía haberles ocurrido a los dos pacientes ciegos e ignoraban cómo tratarlos. No podían hacer más que darles de comer y tratar de que se quedaran tranquilos. Los dos murieron al día siguiente. Un hombre desapareció y nadie lo vio irse. Los heridos en el vuelco del ómnibus eran gente del pueblo. Una vez recobrados, salieron en busca de sus parientes. El grupo quedó así reducido a seis miembros, dos de los cuales tenían algo roto.
Por ese entonces ya habían comprendido que el desorden era bastante grande como para que tuvieran que depender de sí mismos, al menos durante un tiempo, pero no habían llegado a imaginar su verdadera extensión. Decidieron dejar el hospital y buscar un lugar más apropiado, pues creían que en las ciudades habría mucha más gente con vista, y que la desorganización traería como consecuencia el imperio de la ley de las muchedumbres. Habían estado esperando diariamente el arribo de esas multitudes, ya que las provisiones almacenadas en la ciudad se terminarían muy pronto, y hasta las habían imaginado como un ejército de langostas que invadía la campiña. Su principal preocupación, por lo tanto, había sido la de reunir provisiones preparándose para un sitio.
Cuando les aseguramos que esto era lo que menos podía ocurrir, se miraron unos a otros inexpresivamente.
Era un trío raro. El hombre rubio resultó ser un corredor de bolsa llamado Stephen Brennell. Su compañera era una muchacha robusta, bonita, que de cuando en cuando mostraba una superficial petulancia, pero que no se sorprendía realmente ante los aspectos imprevisibles de la vida. Había hecho una carrera irregular —diseño de vestidos, venta de vestidos, extra de cine, oportunidades perdidas de ir a Hollywood, encargada de guardarropas en clubes nocturnos— y se había ayudado en esas actividades con los medios que ellas mismas ofrecían. La proyectada vacación en Cornwall parecía ser uno de esos medios. Estaba totalmente convencida de que nada serio podía haber pasado en América, y que sólo se trataba de aguantar un poco hasta que llegaran los americanos a poner todo en orden. Yo no había encontrado, desde el comienzo de la catástrofe, una persona menos perturbada. Aunque de vez en cuando sentía alguna nostalgia por las luces brillantes, las cuales, esperaba, serían arregladas rápidamente por los americanos.
El tercer miembro, el joven moreno, estaba enojado. Había trabajado y ahorrado duramente para instalar su tienda de radiotelefonía, y había tenido ambiciones.
—Miren a Ford —nos dijo—, y miren a Lord Nuffield. Comenzó con un negocio de bicicletas no más grande que mi tienda y vean adónde llegó. Eso es lo que yo iba a hacer. ¡Y miren ahora dónde hemos caído! ¡No es justo!
El destino, tal como él lo veía, no necesitaba más Fords o Nuffields; pero no pensaba abandonar la lucha. Esto era sólo un intervalo de prueba. Un día lo verían de vuelta en su tienda de radio con un pie firme al primer escalón hacia la millonariedad.
Lo más desilusionante en esta gente fue descubrir que no sabían nada de Michael Beadley. Sólo habían visto un grupo, en un pueblito situado un poco más allá de la frontera de Devon, y un par de hombres provistos de escopetas les habían advertido que no volvieran acercarse por allí. Los hombres, explicó el trío, eran indudablemente de la localidad. Coker sugirió que eso significaba que el grupo era pequeño.
—Si hubieran pertenecido a un grupo grande se hubiesen mostrado menos nerviosos y con más curiosidad —afirmó—. Pero si la gente de Beadley anda por aquí tenemos que ser capaces de encontrarlos. —Y le dijo al hombre rubio—: Oiga, ¿qué le parece si nos juntamos? Podemos repartirnos en la búsqueda, y cuando los encontremos todo será más fácil.
Los tres se miraron inquisitivamente, y luego dijeron que sí con la cabeza.
—Muy bien. Dennos una mano en la carga, y nos pondremos en marcha —dijo el hombre rubio.
A juzgar por su aspecto la vieja mansión Charcot había sido alguna vez una residencia fortificada. Ahora se la fortificaba de nuevo. En alguna época del pasado habían secado el foso que rodeaba la mansión. Stephen, sin embargo, creía haber arruinado lo bastante el sistema de desagües como para que el agua volviese lentamente. Planeaba además volar las partes que habían sido rellenadas y completar así el círculo. Nuestras noticias, al sugerirle que esto no sería necesario, lo dejaron un poco meditabundo y con una mirada de desilusión. Las paredes de piedra de la casa eran fuertes. Tres ventanas por lo menos exhibían armas de fuego, y el hombre había montado dos más en la terraza. En el interior del edificio, junto a la puerta principal, había un pequeño arsenal de morteros y bombas, y (Stephen nos los mostró orgullosamente) varios lanzallamas.
—Encontramos un depósito de armas —explicó—, y pasamos todo un día juntando esto.
Mientras yo miraba el material comprendí por primera vez que la catástrofe, por su misma extensión, había sido bastante misericordiosa. Si el diez o quince por ciento de la población hubiera conservado la vista, las pequeñas comunidades como ésta hubiesen tenido quizá que luchar contra bandas hambrientas. Tal como estaban las cosas, parecía que Stephen se había armado inútilmente. Pero algo podía servir. Señalé los lanzallamas.
—Estos deben ser útiles contra los trífidos —dije.
Stephen sonrió con una mueca.
—Tiene usted razón. Muy efectivos. No hemos usado otra cosa. Y a propósito, no conozco nada mejor para eliminar a los trífidos. Uno puede dispararles un arma de fuego hasta hacerlos pedazos, y no se mueven. Supongo que no saben de dónde viene la destrucción. Pero una lengüetada caliente de esto, y se precipitan a la muerte.
—¿Les han dado mucho trabajo? —pregunté.
Parecía que no. De cuando en cuando, uno, y quizá dos o tres, se acercaban, y eran rápidamente abrasados. En sus viajes habían logrado escapar, con bastante suerte; pero por lo común no salían de los camiones sino en las áreas edificadas, donde era difícil encontrar trífidos.
Aquella noche subimos todos a la terraza. Era demasiado temprano y no había salido la luna. El paisaje que se extendía ante nosotros era totalmente negro. Miramos con atención, pero ninguno pudo descubrir ni un punto de luz. Nadie recordaba tampoco haber visto la menor traza de humo durante el día. Bajé al salón iluminado por la luz de unas lámparas, bastante abatido.
—Sólo nos queda una cosa —dijo Coker—. Tenemos que dividir el distrito en áreas y buscarlos.
Pero no lo dijo con mucho entusiasmo. Sospeché que pensaba como yo que el grupo de Beadley continuaría exhibiendo deliberadamente una luz durante la noche o algún otro signo —quizá una columna de humo— durante el día.
Pero a nadie se le ocurrió nada mejor, así que dividimos el mapa en secciones, tratando de que a todos le tocase alguna altura desde donde pudiese examinar cómodamente los alrededores.
Al día siguiente fuimos al pueblo en un camión. Allí estaba el camino bañado por la luz del sol, y la hierba verde de la primavera. Los anuncios apuntaban a «EXETER Y EL OESTE» y a otros lugares, como si allá siguiera la vida normal. A veces, aunque raramente, se veían algunas aves. Y las flores silvestres crecían como siempre en los prados.
Pero el otro lado del cuadro no era tan agradable. Había campos donde el ganado yacía tendido en el suelo y unas vacas sueltas mugían de dolor, y las ovejas, que se descorazonaban fácilmente, se habían resignado a morir en los alambrados de púas, y otras pacían sin rumbo, o se morían de hambre con una mirada de reproche en sus ojos.
No era agradable pasar por las cercanías de las granjas. Para mayor seguridad no me concedía a mí mismo más que la poca ventilación que podía dar una estrecha abertura en la parte superior de la ventanilla; pero cuando veía una granja cerraba del todo.
Los trífidos abundaban. A veces los veía mientras cruzaban los campos, o advertía su presencia detrás de los setos. En más de una granja se habían entronizado en los sembradíos a esperar a que el ganado alcanzase el grado exacto de putrescencia. Yo los veía con un gusto que nunca había sentido antes. Horribles y extraños seres que algunos de nosotros habíamos creado, de algún modo, y que el resto, con su inconsiderada codicia, había cultivado en todo el mundo. No podía acusarse a la naturaleza. En cierto modo eran obra nuestra… como las flores hermosas o aquellas grotescas parodias de perros… Comencé a detestarlos por algo más que su costumbre de alimentarse de carroña. Ellos, más que ninguna otra cosa, parecían capaces de sacar el mayor provecho de nuestro desastre…
A medida que el día avanzaba, crecía mi sensación de soledad. Me detuve en una colina para examinar la región hasta donde me lo permitieran mis anteojos de campaña. Una vez vi humo y fui hasta allí para descubrir que un vagón de ferrocarril se estaba quemando en las vías. No sé aún cómo pudo haber ocurrido eso; no había nadie cerca. Otra vez una bandera me hizo correr hasta una casa, para descubrir que en ella reinaba el silencio, aunque no estaba vacía. Y otra vez me llamó la atención algo blanco que se movía en una loma distante, pero cuando miré con mis anteojos descubrí que se trataba de una media docena de ovejas que corrían aterrorizadas mientras un trífido lanzaba continuamente —e inútilmente— su aguijón contra los lomos lanudos. No pude ver en ninguna parte la menor señal de vida humana.
Cuando me detuve para almorzar, no empleé más tiempo del necesario. Devoré rápidamente mi comida, prestando atención a un silencio que me estaba destrozando los nervios, y ansioso por reiniciar mi viaje acompañado, al menos, por el ruido del motor.
Comencé a imaginarme cosas. En una ocasión vi un brazo que me hacía señas desde una ventana, y cuando llegué allí era sólo la rama de un árbol que se balanceaba ante los vidrios. Vi a un hombre que se detenía en medio del campo y que volvía hacia mí la cabeza mientras yo pasaba; pero los anteojos me demostraron que no podía haberse detenido ni haberse vuelto hacia mí: era un espantapájaros. Oí voces que me llamaban por sobre el ruido del automóvil. Me detuve y apagué el motor. No había voces, nada; sólo lejos, muy lejos, la queja de una vaca sin ordeñar.
Se me ocurrió que aquí y allá, desparramados por el campo, debía de haber mujeres y hombres que se creían totalmente solos, los únicos sobrevivientes. Sentí tanta lástima por ellos como por cualquier otro alcanzado por el desastre.
Durante la tarde, con escaso ánimo y poca esperanza, seguí recorriendo obstinadamente mi sección. No quería que mi certeza interna quedase sin pruebas. Al fin me sentí satisfecho. No había podido recorrer todos los senderos y caminos laterales, pero estaba dispuesto a jurar que el sonido de mi nada débil bocina tenía que haberse oído en todo mi sector. Terminé mi tarea y me dirigí de vuelta al lugar donde habíamos estacionado nuestro camión y con un humor realmente sombrío. Descubrí que ninguno había vuelto aún, así que para pasar el tiempo, y porque necesitaba sacarme ese frío del alma, entré en la taberna más próxima y me serví un buen brandy.
Stephen fue el segundo en llegar. La expedición parecía haberlo afectado tanto como a mí, pues ante mi mirada interrogativa meneó la cabeza y se dirigió directamente a la botella que yo había abierto. Diez minutos más tarde se nos unió el ambicioso de la radio. Venía con él un desgreñado joven de ojos asombrados que parecía no haberse afeitado o lavado durante varias semanas. El hombre de la radio lo había encontrado en el camino. Esta era, parecía, su única profesión. Una tarde, no podía decir exactamente cuándo, había descubierto un hermoso y cómodo granero para pasar la noche. Como se había pasado en su cuota habitual de kilómetros, se quedó dormido tan pronto como se acostó. A la mañana siguiente se había encontrado al despertar con una pesadilla, y se preguntaba todavía si era el mundo o él quien se había vuelto loco. Reconocimos que un poco lo estaba, realmente, pero sabía aún con bastante claridad para qué servía la cerveza.
Pasó aproximadamente otra media hora, y llegó Coker. Venía acompañado por un cachorro alsaciano y una anciana inverosímil. La mujer estaba vestida con las que eran evidentemente sus mejores galas. Su limpieza y escrupulosidad eran tan notables como la ausencia de esas mismas cualidades en el otro recluta. La anciana se detuvo con una leve indecisión en el umbral de la taberna. Coker hizo de introductor.
—Esta es la señora Forcett, exclusiva propietaria de las Tiendas Universales Forcett, unas diez mansiones, dos tabernas y una iglesia conocida como Chippington Durney… Y la señora Forcett sabe cocinar. ¡Dios, sabe cocinar!
La señora Forcett nos saludó con dignidad, avanzó con confianza, se sentó con circunspección, y consintió que le sirvieran un vaso de oporto… seguido por otro vaso de oporto.
En respuesta a nuestras preguntas confesó que la noche fatal, y la noche siguiente, había dormido con desacostumbrada pesadez. No especificó la causa precisa de tanto sueño, y nosotros no se lo preguntamos. Había continuado durmiendo, ya que nada había ocurrido que pudiera despertarla, hasta la mitad del día siguiente. Cuando despertó, no se sentía muy bien, y no trató por lo tanto de levantarse hasta media tarde. Le había parecido raro, pero providencial, que nadie la hubiese necesitado en la tienda. Cuando dejó la cama vio «uno de esos trífidos horribles» en su jardín y un hombre tendido en el camino, al lado del cerco… por lo menos alcanzó a verle las piernas. Estaba a punto de salir y acercarse al hombre cuando vio el movimiento del trífido. Cerró la puerta justo a tiempo. Era indudable que había sido un mal momento para la mujer, y para olvidar aquella escena tuvo que servirse un tercer vaso de oporto.
Después de eso esperó a que vinieran a llevarse el trífido y el hombre. Le pareció que tardaban mucho, pero mientras podía vivir cómodamente del contenido de la tienda. Estaba todavía esperando, explicó la mujer mientras se servía un cuarto vaso de oporto con un correcto aire de distracción, cuando Coker, interesado por el humo de su cocina, arrancó de un disparo la copa del trífido y entró a investigar.
La mujer le había dado de comer a Coker, y éste como retribución le había dado algunos consejos. No había sido fácil hacerle entender el verdadero estado de las cosas. Al fin Coker había sugerido que ella podía echar una mirada a la aldea, cuidándose de los trífidos, y que regresaría a las cinco para ver qué pensaba. Al volver la había encontrado vestida, con el equipaje preparado y lista para irse.
De vuelta en Charcot volvimos a reunirnos aquella noche alrededor del mapa. Coker comenzó a marcar nuevas áreas para continuar la búsqueda. Los demás lo mirábamos sin mucho entusiasmo. Fue Stephen quien dijo lo que todos, incluso, creo, Coker, estábamos pensando:
—Oigan, hemos recorrido entre todos un círculo de veinte kilómetros de diámetro. Es evidente que no están en los alrededores. O la información de ustedes es errónea o han decidido no detenerse aquí, y seguir adelante. Me parece que si seguimos buscándolos como hoy perderemos el tiempo.
Coker dejó caer los compases que estaba usando.
—¿Y qué sugiere usted?
—Bueno, creo que podríamos examinar el distrito desde el aire con más eficacia. Pueden apostar cualquier cosa que si alguien oye el motor de una máquina aérea tratará de hacer alguna señal.
Coker sacudió la cabeza.
—Bueno, como no lo habíamos pensado antes. Tiene que ser un helicóptero, naturalmente. ¿Pero dónde vamos a encontrar uno, y quién va a dirigirlo?
—Oh, yo podría manejar una de esas cosas —dijo el hombre de la radio con confianza.
Había algo en el tono de su voz.
—¿Ha volado alguna vez en uno? —preguntó Coker.
—No —admitió el hombre de la radio—, pero me parece que no ha de ser muy difícil. Bastarán unas pruebas.
—Hum —dijo Coker mirándolo con un poco de desconfianza.
Stephen recordó que había dos campos de la Real Fuerza Aérea no muy lejos, y que una compañía de taxis aéreos tenía su base en Yeovil.
A pesar de nuestras dudas el hombre de la radio confirmó sus palabras. Parecía confiar de veras en que su instinto por la mecánica no lo dejaría caer. Luego de practicar durante media hora levantó vuelo y partió de vuelta hacia Charcot.
Durante cuatro días la máquina voló sobre los alrededores en círculos cada vez más anchos. En dos de esos días Coker hizo de observador; en los otros dos yo fui su reemplazante. En total descubrimos diez grupitos de gente. En ninguno de ellos se había oído el nombre de Beadley, y en ninguno de ellos estaba Josella. Cada vez que encontrábamos un grupo aterrizábamos. Casi siempre eran parejas o tríos. El mayor fue de siete personas. Nos recibían con una esperanzada excitación, pero tan pronto como descubrían que pertenecíamos a un grupo similar al de ellos, y que no éramos la punta de lanza de una patrulla de rescate en gran escala, perdían todo interés. Poco podíamos ofrecerles que ya no tuvieran. Algunos de ellos se volvían, al desilusionarse, irracionalmente ofensivos y amenazadores, pero la mayoría volvía a caer en el sopor del desaliento. Como regla general mostraban poco entusiasmo en unirse a otros grupos, y se mostraban inclinados a quedarse donde estaban, cuidando de sí mismos en el interior de sus refugios tan cómodamente como fuera posible mientras esperaban a los americanos. Estos ya estaban buscando el modo de llegar allí. A propósito de esto la idea fija parecía ser general. Nuestra sugerencia que los posibles sobrevivientes americanos debían de estar más que ocupados en su propia casa, fueron recibidas como expresiones malhumoradas de un aguafiestas. Los americanos, nos aseguraron, no hubiesen permitido nunca que una cosa semejante ocurriese en su patria. Sin embargo, a pesar de este entusiasmo por las hadas madrinas americanas, y por si cambiaban de parecer y querían unirse para protegerse mejor, dejamos en todos los grupos un mapa que indicaba la posición aproximada de la gente que habíamos descubierto.
Como trabajo, los vuelos no eran nada agradable, pero por lo menos eran preferibles a aquellas exploraciones solitarias. Al fin del infructuoso cuarto día se decidió abandonar la búsqueda.
Por lo menos eso fue lo que decidieron los demás. Yo no pensaba lo mismo. Mi interés era personal, el de ellos no. Quienquiera que fuese el que encontraran, ahora o más tarde, siempre sería para ellos un desconocido. Yo buscaba el grupo de Beadley no como un fin, sino como un medio. Si llegaba a encontrarlo, y descubría que Josella no estaba allí, seguiría adelante. Pero no podía esperar que dedicaran más tiempo a esa búsqueda sólo en mi beneficio.
Comprendí curiosamente que no me había encontrado hasta entonces con alguien que buscase a algún otro. Todos, salvo el caso de Stephen y su compañera habían sido separados limpiamente de amigos y familiares y estaban comenzando una nueva vida en compañía de desconocidos. Sólo yo, parecía, había establecido rápidamente lazos nuevos… y durante tan poco tiempo que apenas había comprendido en ese entonces su importancia.
Una vez tomada la decisión de abandonar la búsqueda, Coker dijo:
—Muy bien. Esto quiere decir que tendremos que ocuparnos de nosotros mismos.
—Lo que significa que hay que acumular provisiones para el invierno, y seguir así. ¿Qué otra cosa podemos hacer? —preguntó Stephen.
—He estado pensándolo —le dijo Coker—. Quizá eso sirva durante un tiempo, pero ¿y después?
—Si se nos acaban las provisiones hay muchas más por ahí —dijo el hombre de la radio.
—Los americanos llegarán antes de Navidad —dijo la amiga de Stephen.
—Oiga —le dijo Coker pacientemente—. Ponga a los americanos por ahora en el departamento del futuro ¿quiere? Trate de imaginarse un mundo donde no haya americanos. ¿Puede hacerlo?
La muchacha lo miró fijamente.
—Pero no puede no haber americanos —dijo.
Coker suspiró tristemente. Se volvió hacia el hombre de la radio.
—Esos almacenes se agotarán un día. Me parece que tendremos que iniciar una nueva vida, en un nuevo mundo. Tenemos mucho de casi todo para comenzar, pero no va a durar eternamente. No podríamos comernos todas las provisiones que están a nuestro alcance, ni en varias generaciones… si se conservasen bien. Pero no se van a conservar. Muchas de ellas van a estropearse con gran rapidez. Y no sólo los alimentos. Todo va a estropearse con mayor lentitud, pero de un modo inexorable, hasta hacerse pedazos. Sí queremos tener alimentos frescos para el año que viene, tendremos que cultivarlos nosotros mismos. Llegará un día, también, en que todos los tractores estarán gastados o cubiertos de herrumbre, y no habrá, por otra parte más petróleo para ponerlos en marcha así que tendremos que volver a la naturaleza y los benditos caballos.
»Esta es una pausa —una pausa providencial— que nos servirá para reponemos del primer choque y estrechar filas; pero no es más que una pausa. Más tarde tendremos que arar, y más tarde aun tendremos que aprender a hacer arados de reja, y luego a fundir el hierro para hacer las rejas. Por un tiempo no haremos más que retroceder y retroceder y retroceder, hasta que podamos —si podemos— reconstruir lo que hemos gastado. Hasta ese entonces no podremos detenernos en ese sendero que lleva al salvajismo. Pero quizá luego podamos volver al punto de partida.
Coker miró a su alrededor para ver si lo seguíamos.
—Podemos hacerlo, si queremos. Lo que más nos ayudará al iniciar nuestra tarea será el conocimiento. Este es el atajo que nos evitará comenzar en el punto que lo hicieron nuestros antecesores. Todo está en los libros; basta que nos tomemos la molestia de buscarlo.
Todos estaban mirando a Coker con curiosidad. Era la primera vez que oían una de sus piezas oratorias.
—Bien —continuó Coker—, de mis lecturas de historia he deducido que lo más indispensable para poder usar el conocimiento es el ocio. Cuando todos tienen que trabajar duramente para ganarse la vida, y no hay tiempo libre para pensar, el conocimiento se estaciona, y la gente con él. La labor intelectual tiene que ser realizada por gente que no producen directamente, por gentes que parecen vivir, casi, del trabajo de los demás, pero que son en realidad una inversión a largo plazo. El conocimiento creció en las ciudades y en las grandes instituciones, y era mantenido por el trabajo de los campesinos. ¿Están ustedes de acuerdo?
Stephen hizo crujir sus nudillos.
—Más o menos, pero no sé adónde quiere ir.
—A esto: el tamaño económico. Una comunidad de nuestro tamaño actual no puede hacer otra cosa que existir y degenerar. Si seguimos como hasta hoy, sólo diez de nosotros, el fin es, inevitablemente, una gradual e inútil extinción. Si tenemos niños, no podremos robar a nuestro trabajo sino muy poco tiempo, y les daremos por lo tanto una educación rudimentaria; una generación más, y tendremos salvajes o zoquetes. Para seguir siendo lo que somos, para poder utilizar el conocimiento acumulado en las bibliotecas, debemos tener maestros, y médicos, y jefes, y debemos poder mantenerlos mientras ellos nos ayudan.
—¿Y? —dijo Stephen luego de una pausa.
—He estado pensando en ese sitio que vimos Bill y yo, en Tynsham. Ya les hemos hablado de él. La mujer que está tratando de dirigirlo necesita ayuda, la necesita de veras. Tiene unos cincuenta o sesenta ciegos a cargo. Tal como andan allí las cosas, la mujer no va a hacer nada. Ella lo sabe, aunque no quiera reconocerlo. No quiso pedirnos que nos quedásemos. No quería debernos nada. Pero se pondrá muy contenta si volvemos y le pedimos que nos admita.
—Dios santo —dije—. No creerá usted que nos ha orientado mal a propósito.
—No sé. Sería injusto con ella; pero es raro que no hayamos visto ni oído nada de Beadley y compañía, ¿no es cierto? De todos modos, lo haya hecho o no a propósito, la mujer salió con la suya, pues yo he decidido volver. Si quieren oír mis razones, aquí están; las dos más importantes. Primero, si alguien no se encarga del lugar, éste va a hacerse pedazos, lo que es una pérdida de veras y una lástima, si se piensa en toda la gente que hay allí. El otro motivo es que esa finca está mucho mejor situada que ésta. Tiene una granja que no costará mucho poner en orden; está un poco encerrada en sí misma, pero puede extenderse, si es necesario. Será mucho más difícil en cambio preparar este sitio.
»Lo más importante. Tynsham es bastante extenso. Nos sobrará tiempo para educar a los ciegos y a los niños. Creo que puede hacerse, y yo pondré de mi parte todo lo posible. Y si la arrogante señorita Durrant no quiere aceptarnos, que se tire de cabeza al río.
»Y llegamos al punto esencial de la cuestión. Creo que puedo dirigir esa finca en su estado actual, pero sé que si vamos todos podremos reorganizarla y ponerla en marcha en un plazo de pocas semanas. Viviremos entonces en una comunidad que podrá crecer y luchar. La alternativa es quedarse en una pequeña comunidad que irá debilitándose poco a poco y que estará, a medida que pasa el tiempo, más desesperadamente sola. ¿Qué opinan ustedes?
Hubo algunas discusiones y preguntas, pero casi ninguna duda. Aquéllos que habían recorrido la región habían vislumbrado la soledad terrible que podía traer el futuro. Ninguno se sentía atraído por la casa que estábamos ocupando. Había sido elegida por sus defensas, y no tenía otros méritos. La mayor parte podía sentir ya la opresión del aislamiento. La idea de una mayor y más variada compañía era en sí misma atrayente. Al cabo de una hora nos encontramos discutiendo los detalles del transporte y la mudanza, y todos habíamos aceptado, más o menos implícitamente, la sugerencia de Coker. Sólo la amiga de Stephen tenía algunas dudas.
—¿Ese lugar, Tynsham… tiene bastante importancia como para estar en los mapas? —preguntó, inquieta.
—No se preocupe —la tranquilizó Coker—. Figura en los mejores mapas americanos.
En las primeras horas de la mañana siguiente supe que no iba a ir a Tynsham con los demás. Iría, quizás más tarde, pero no por ahora…
En un principio había pensado acompañarlos, aunque más no fuese para arrancarle la verdad a la señorita Durrant con respecto al destino de Beadley y su grupo. Pero tuve que admitir otra vez la perturbadora posibilidad de que Josella no estuviera con él… En verdad toda la información que yo había recogido hasta entonces sugería que no estaba. Era casi seguro que no había pasado por Tynsham. Pero si no había ido tras ellos, ¿dónde podía encontrarse? Parecía muy probable que hubiese habido una segunda dirección en el edificio de la Universidad, una que yo no había visto… Y entonces, como un relámpago recordé la discusión que habíamos tenido en nuestro piso. Podía verla aún sentada, vestida de azul, con la luz de las velas reflejada en sus diamantes, y diciendo:
—¿Qué te parecen los bajos de Sussex? Conozco una granja encantadora en la parte norte…
Y supe entonces lo que yo iba a hacer.
Se lo dije a Coker a la mañana. Se mostró de acuerdo pero trató visiblemente de no darme demasiadas esperanzas.
—Muy bien. Haga usted lo que mejor le parezca —dijo—. Espero… bueno, de cualquier modo usted sabe dónde estamos y pueden venir los dos a Tynsham a ayudarme a manejar a esa mujer.
Aquella misma mañana se estropeó el tiempo. Mientras subía una vez más al camión familiar, la lluvia caía a cántaros. Sin embargo, me sentía aliviado y lleno de esperanzas; podía haber llovido diez veces más fuerte sin que eso alcanzase a deprimirme o alterar mis planes. Coker salió a verme partir. Yo sabía por qué había tratado de justificar su punto de vista. Sin que él me lo dijera yo veía que el recuerdo de su primer plan y su consecuencias aún lo perturbaban. Se quedó a un lado de la cabina, con el pelo aplastado. El agua le empapaba el cuello. Me hizo un saludo.
—Cuidado, Bill. No hay ambulancias ahora, y ella preferirá que llegue usted entero. Buena suerte, y mis disculpas por todo a la muchacha, cuando la encuentre.
La palabra fue «cuando», pero el tono quería decir «si».