El recuerdo del joven pelirrojo, decidió que camino tomaría para ir a Westminster.
Desde los dieciséis años, mi interés por las armas había ido decreciendo, pero ahora, en un ambiente que retornaba al salvajismo, había que estar preparado, aparentemente, para comportarse como un salvaje, o quizá para dejar de comportarse en absoluto. En St. James Street había varias tiendas donde uno hubiese podido comprar, dentro de la mayor corrección posible, cualquier forma de mortal amenaza, desde un rifle para caza menor hasta un arma contra elefantes.
Salí de una de esas tiendas sintiéndome a la vez más amparado y como un bandolero. Había vuelto a proveerme de un útil cuchillo de caza. En el bolsillo llevaba una pistola fabricada con la precisión de un instrumento científico. En el asiento, a mi lado, descansaban una escopeta de calibre doce y varias cajas de cartuchos. Yo había elegido una escopeta y no un rifle porque la detonación de la primera no era menos convincente, y decapitaba además a un trífido con una limpieza pocas veces lograda por una bala. Y ahora había trífidos en el mismo corazón de Londres. Parecían aún evitar las calles, pero advertí la presencia de varios en Hyde Park; y había otros en Green Park. Muy posiblemente eran trífidos ornamentales, prudentemente podados; pero quizá también no lo eran.
Y así llegué a Westminster.
La muerte, el fin de todas las cosas, era aquí aún más evidente. Las calles estaban ocupadas por los vehículos abandonados de costumbre. Había muy poca gente a la vista. Sólo vi a tres hombres. Dos de ellos marchaban tanteando el borde de las aceras de Whitehall, el tercero estaba en Parliament Square. Sentado cerca de la estatua de Lincoln apretaba contra el cuerpo su más preciada posesión: un jamón del que estaba sacando una lonja de forma irregular con una desafilada navaja.
Sobre la plaza se alzaban los edificios del Parlamento, con las manecillas del reloj detenidas en las seis y tres minutos. Era difícil creer que todo aquello ya no significara nada, que sólo se tratase ahora de una presuntuosa armazón de cierta clase de piedras que podía derrumbarse en paz. Poco importaba que los pináculos cayeran sobre los techos, no habría ya representantes indignados que pudieran quejarse del peligro que corrían sus valiosas existencias. Los techos podían desplomarse a su debido tiempo en esas salas donde algún día habían resonado los ecos de unas buenas intenciones y unos tristes oportunismos; nadie trataría de impedirlo, y nadie se preocuparía. A un lado, el Tamesis seguía imperturbable su curso. Y así seguiría, hasta que se derrumbaran los paredones y el agua extendiese sus límites y Westminster se convirtiera en una isla rodeada de pantanos.
Maravillosamente cincelada en el aire sin humos, se alzaba la Abadía, plateada y gris. La serenidad de la vejez parecía destacarla de las efímeras obras de su alrededor. Se levantaba sobre una base de siglos, destinada quizá a seguir intacta durante varios siglos más, como un monumento en memoria de aquéllos cuya labor ya no existía.
No me entretuve allí. Años más tarde alguien vendría, quizá, a contemplar la vieja Abadía con romántica tristeza. Pero sentimientos de esa especie nacen de la unión de la tragedia con el recuerdo. Yo estaba todavía demasiado cerca.
Además, yo estaba empezando a sentir algo nuevo… el temor de la soledad. No había estado solo desde que al salir del hospital recorrí las calles de Piccadilly, entonces todo había sido una novedad para mí. Ahora, por primera vez, estaba comenzando a experimentar el horror que siente ante la soledad real una especie que es de naturaleza gregaria. Me sentí como desnudo, expuesto a todos los miedos…
Me metí por Victoria Street. El ruido de mi coche me alarmaba con sus ecos. Sentí el impulso de abandonar el vehículo, y seguir a pie, buscando el amparo del disimulo, como una bestia en el bosque. Necesité de toda mi voluntad para seguir adelante, sin apartarme de mi plan. Sabía qué habría hecho, si hubiese tenido la suerte de alojarme en este distrito: habría tratado de proveerme en las grandes tiendas.
Alguien había vaciado ya el Departamento de Comestibles de Army & Navy. Pero no había nadie allí.
Salí por una puerta lateral. Un gato en la acera estaba jugando con lo que podía haber sido una pelota de trapo, pero que era otra cosa. Golpeé las manos. El gato me miró, y salió corriendo.
Un hombre dobló la esquina. Tenía una expresión de deleite, y hacia rodar pacientemente un enorme queso por el medio de la calle. Cuando oyó mis pisadas detuvo el queso y se sentó sobre él, esgrimiendo ferozmente su bastón. Volví a mi coche.
Era posible que Josella hubiera elegido también un hotel como el refugio más apropiado. Recordé que había varios cerca de la estación Victoria, así que me dirigí hacia allá. Resultó que había muchos más de lo que yo había supuesto. Después de haber examinado una veintena sin encontrar señales de ninguna invasión organizada, comencé a desalentarme.
Busqué a alguien. Existía la posibilidad de que algunos de los que andaban por aquí todavía con vida se lo debieran a Josella. Yo no había visto a más de una docena desde mi llegada. Ahora las calles parecían vacías. Pero al fin, cerca del Palacio Buckingham encontré una vieja acurrucada en un umbral.
La mujer estaba tratando de abrir una lata con unas uñas rotas, lanzando de cuando en cuando algunos gemidos y maldiciones. Entré en una tienda cercana y en los estantes de arriba encontré media docena de latas de guisantes que las visitas anteriores habían pasado por alto. Descubrí, también, un abrelatas, y volví a donde estaba la mujer. Esta luchaba todavía inútilmente con su envase.
—Será mejor que tire eso —le dije—. Es café.
Le puse el abrelatas en la mano y le di una lata de guisantes.
—Escúcheme —dije—. ¿Sabe algo de una muchacha que andaba por aquí? ¿Una muchacha que podía ver? Estaba, creo, a cargo de un grupo.
Yo no tenía muchas esperanzas, pero alguien tenía que haber ayudado a la vieja a vivir un poco más. Cuando la mujer movió afirmativamente la cabeza, me pareció imposible que fuese cierto.
—Sí —dijo mientras comenzaba a trabajar con el abrelatas.
—¡Sí! ¿Dónde está? —le pregunté. De algún modo no se me había ocurrido que pudiera no tratarse de Josella.
Pero la mujer sacudió la cabeza negativamente.
—No lo sé. Estuve con el grupo de ella sólo un tiempo y luego los perdí. Una vieja como yo no pude seguir a los jóvenes, así que los perdí. No esperaron por una pobre vieja, y nunca los volví a encontrar.
La mujer siguió cortando en redondo la lata.
—¿Dónde vivían? —le pregunté.
—Estábamos todos en un hotel. No sé dónde está, o hubiera vuelto a encontrarlos.
—¿No sabe el nombre del hotel?
—No. No sirve de nada saber el nombre de los lugares cuando no se puede ver para leerlos.
—Pero usted debe de recordar algo.
—No, no recuerdo.
La mujer alzó el envase y olió con precaución el contenido.
—Oiga —le dije fríamente—. Usted quiere conservar esas latas, ¿no es así?
La vieja movió un brazo, para acercar las latas hacia ella.
—Bueno, entonces será mejor que me diga todo lo que pueda acerca de ese hotel —continué—. Debe de saber por ejemplo si era pequeño o grande.
La mujer meditó un momento protegiendo aún las latas con el brazo.
—En la planta baja había mucho eco, así que quizá era grande. Probablemente era también lujoso… Quiero decir que había alfombras gruesas, y buenas camas, y buenas sábanas.
—¿Nada más?
—No, yo por lo menos… Sí, algo más. Había dos escalones afuera y se entraba por una de esas puertas giratorias.
—Eso está mejor —le dije—. ¿Está usted segura, no? Si no encuentro el hotel, la encontraré de nuevo a usted, ya sabe.
—Se lo juro, señor. Dos escalones, y una puerta giratoria.
La mujer metió la mano en un saco viejo que tenía a su lado, sacó una cuchara sucia, y comenzó a probar los guisantes como si fueran un manjar paradisíaco.
Había, descubrí, muchos más hoteles por aquel lugar, y un número sorprendente de ellos tenían puertas giratorias. Pero no me desanimé.
Cuando lo encontré, ya no tuve más dudas. Los vestigios y el olor eran demasiado familiares.
—¿No hay nadie aquí? —pregunté en el resonante vestíbulo.
Iba a seguir adelante, cuando de uno de los rincones vino un gruñido. Era un hombre acostado en un banco. Aun en la penumbra pude distinguir que estaba muy enfermo. No me acerqué mucho. El hombre abrió los ojos. Durante un instante pensé que me miraba.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó.
—Sí. Quisiera…
—Agua —dijo el hombre—. Por Cristo, déme un poco de agua.
Fui hasta el comedor, lo crucé, y llegué a la cocina. De los grifos no salía nada. Vacié un par de sifones en un jarro y lo llevé al vestíbulo con una copa. Los coloqué en el piso, al alcance del hombre.
—Gracias, amigo —me dijo—. Puedo arreglármelas. Déjeme solo.
Metió la copa en la jarra y se la bebió.
—Dios —dijo—. Cómo necesitaba esto. —Y volvió a beber—. ¿Qué está usted haciendo? —me preguntó—. No es bueno andar por aquí, usted sabe.
—Estoy buscando una muchacha. Una muchacha que puede ver. Se llama Josella. ¿No está aquí?
—Estaba aquí. Pero ha llegado tarde, amigo.
Una repentina sospecha me atravesó de parte a parte como una puñalada.
—No… no querrá decir que…
—No. Tranquilícese, amigo. No ha pescado esta enfermedad. No. Se ha ido simplemente… como todos los otros.
—¿Sabe adónde?
—Lo ignoro, amigo.
—Ya veo —dije, pesadamente.
—Será mejor que usted también se vaya. Si se queda aquí pronto no va a poder irse, como yo.
Tenía razón. Lo miré un rato.
—¿No necesita nada más?
—No. Estoy terminado. No tardaré mucho en no necesitar nada. —El hombre hizo una pausa. Luego añadió—: Adiós, amigo. Y muchas gracias. Y si la encuentra, cuídela bien. Es una buena muchacha.
Cuando, un poco más tarde, yo estaba alimentándome con un poco de jamón y cerveza, se me ocurrió que no le había preguntado al hombre cuando se había ido Josella; pero decidí que en su estado era difícil que tuviese una idea clara del tiempo.
El único lugar a que podía ir ahora era la Universidad. Josella hubiese pensado lo mismo, y existía la esperanza de que algunos de los elementos dispersos del grupo hubiesen regresado allí en un esfuerzo por volver a estrechar filas. No era una esperanza muy firme, pues el sentido común los hubiese empujado a dejar la ciudad días atrás.
Había aún dos banderas en la torre, que flameaban en el aire del atardecer. De las dos docenas de camiones que habían sido estacionados en el patio, quedaban cuatro, intactos en apariencia. Detuve el coche junto a ellos, y entré en el edificio. Mis pasos resonaron en el silencio.
—¡Hola! ¡Hola! —llamé—. ¿No hay nadie aquí?
Los ecos de mi voz se repitieron en los corredores y en los huecos de las escaleras, disminuyeron hasta convertirse en un suspiro, y luego en silencio. Seguí hasta las puertas de la otra sala, y volví a llamar. Una vez más los ecos murieron limpiamente, posándose con suavidad como nubes de polvo. Sólo entonces, al volverme, advertí que alguien había trazado con tiza una inscripción en la parte de adentro de la puerta de calle. Con grandes letras daba simplemente una dirección.
FINCA TYNSHAM
TYNSHAM
DEVIZES NORTE, WILTS.
Esto era algo por lo menos.
Miré la inscripción y pensé. En una hora, o menos, caería la noche. Devizes estaba, me parecía, a ciento cincuenta kilómetros de distancia, probablemente a más. Salí otra vez al patio y examiné los camiones. Uno de ellos era el último que yo había traído; aquél en que había almacenado mi despreciado armamento anti-trífido. Recordé que el resto de la carga era una útil variedad de alimentos y enseres. Seria mucho mejor llegar con eso que con las manos vacías en un automóvil. Sin embargo, si no había ninguna razón urgente yo prefería no conducir —y menos un camión grande y pesado— de noche y por caminos donde se podía esperar razonablemente un gran número de sorpresas. Si llegaba a volcar, y esto era lo más posible, perdería más tiempo en encontrar otro camión y transferir la carga, que en pasar aquí la noche. Salir a la mañana temprano ofrecía mejores perspectivas. Trasladé mis cajas de cartuchos del automóvil a la cabina del camión para tener todo preparado. No me desprendí de la pistola.
Encontré el cuarto del que había huido ante la falsa alarma de incendio, tal como lo había dejado. Mis ropas estaban aún en la silla; y hasta los cigarrillos y el encendedor seguían en el mismo sitio, junto a aquella improvisada cama.
Era muy temprano para pensar en dormir. Encendí un cigarrillo, me guardé la cigarrera, y decidí salir un rato.
Antes de internarme en el jardín de Russell Square, lo examiné cuidadosamente. Yo había aprendido a desconfiar de los lugares abiertos. Advertí enseguida la presencia de un trífido. Estaba en el ángulo noroeste, muy quieto, pero sobresalía de los arbustos de alrededor. Me acerqué, e hice saltar la copa de un solo disparo. El ruido en la plaza silenciosa no hubiese sido más alarmante si yo hubiera disparado un obús. Cuando estuve seguro de que no había otros trífidos por las cercanías, entré en el jardín y me senté apoyando la espalda en un árbol.
Me quedé allí quizá unos veinte minutos. El sol estaba bajo, y las sombras envolvían ya la mitad de la plaza. Pronto tendría que irme. Mientras aún había luz yo podía animarme a mí mismo, pero en las sombras algo podía arrastrarse silenciosamente hacia mí. Quizá no antes de mucho tiempo yo comenzaría a pasar las horas de oscuridad en un miedo continuo, como seguramente las habían pasado mis remotos antecesores, observando, siempre con desconfianza, la noche que se alzaba fuera de la caverna. Me quedé un minuto más, para observar cuidadosamente la plaza como si ésta fuese el párrafo de un manual de historia que yo tenía que aprender antes que alguien diera vuelta la hoja. Y mientras estaba allí, observando, escuché el sonido de unos pasos en la calle, un sonido leve, pero parecido, en aquel silencio, al golpear de una rueda de molino.
Me volví, con el arma preparada. Crusoe no se sorprendió más al ver la huella de un pie que yo al oír aquel sonido, pues no había en él el titubeo de un hombre ciego. Vislumbré en la semioscuridad a la móvil figura. Cuando dejó la calle y entró en el jardín noté que era un hombre. Me había visto, evidentemente, antes que yo lo hubiese oído, pues venía en línea recta hacia mí.
—No necesita tirar —dijo el hombre levantando unas manos vacías.
No vi quién era hasta que estuvo a unos pocos metros. El hombre me reconoció también enseguida.
—Oh, es usted —dijo.
Seguí apuntando con el arma.
—Hola, Coker. ¿Qué está buscando? ¿Quiere que me una a otro de sus grupitos? —le pregunté.
—No. Puede bajar eso. Hace mucho ruido por otra parte. Por eso lo encontré. No —repitió—. Tengo ya bastante. Voy a irme al diablo, lejos de aquí.
—Yo lo mismo —dije, y bajé la pistola.
—¿Qué pasó con su grupo? —me preguntó.
Se lo dije. Coker movió afirmativamente la cabeza.
—Lo mismo el mío. Lo mismo los demás, supongo. Pero por lo menos hemos…
—Equivocado el camino —le dije.
Coker volvió a hacer otro signo afirmativo.
—Sí —admitió—. Reconozco que ustedes tenían razón desde un comienzo. Sólo que no parecía justo hace una semana.
—Hace seis días —corregí.
—Una semana —dijo Coker.
—No. Estoy seguro… Oh, bueno, ¿qué diablos importa al fin y al cabo? —dije—. ¿Qué le parece si dadas las circunstancias actuales decretamos una amnistía y empezamos de nuevo?
Coker estuvo conforme.
—Me equivoqué —dijo—. Creí que era el único que se tomaba las cosas en serio… pero no me las tomaba bastante en serio. No podía creer que aquello fuese a durar, o que no llegase alguna ayuda. Y mire ahora. Y así debe de ser en todas partes. Europa, Asia, América. Es difícil imaginarse América así… Pero así debe de ser. Si no, ya estarían aquí, ayudando y poniendo las cosas en su sitio. Así son ellos. No; reconozco que ustedes lo comprendieron todo desde un principio.
Meditamos unos instantes, y al fin pregunté:
—Esta enfermedad, esta plaga, ¿qué cree que es?
—Lo ignoro. Pensé al principio que era tifus, pero alguien me dijo que el tifus se desarrolla más lentamente, así que no sé. No sé tampoco por qué no caí enfermo, salvo que fuese porque pude mantenerme lejos de todos los contagiados, y cuidar de que todo lo que comía estuviese limpio. No comía más que alimentos en conserva y yo mismo abría los envases, y sólo bebía cerveza embotellada. De todos modos, aunque he tenido hasta ahora bastante suerte, no quiero quedarme aquí mucho tiempo. ¿Adónde va usted?
Le hablé de la dirección escrita con tiza en la puerta. Coker no la había visto aún. Estaba dirigiéndose a la Universidad cuando el sonido de mi disparo le había hecho dar un rodeo por precaución.
—La… —comencé a decir, y me interrumpí de pronto. De una de las calles del Oeste vino el ruido de un coche que se ponía en marcha. Engranó rápidamente y luego se perdió a lo lejos.
—Bueno, por lo menos hay algún otro con vida —dijo Coker—. ¿Y quién habrá escrito esa dirección? ¿Sabe usted quién fue?
Me encogí de hombros. Quizá había sido uno de los miembros del grupo de la Universidad, que había logrado volver, o alguno que no había caído en manos de Coker y había quedado en el edificio. No había modo de saber cuánto tiempo llevaba allí esa inscripción. Coker pensó un momento.
—Será mejor que nos mantengamos juntos. Iré con usted y veremos qué se puede hacer. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dije—. Iba a acostarme para salir mañana temprano.
Cuando desperté, Coker dormía aún. Me vestí sintiéndome mucho más cómodo con el traje de esquiar y los pesados zapatones que con las ropas que me habían proporcionado los compañeros de Coker. Cuando volví con varios paquetes y latas, me encontré con que mi acompañante ya estaba también levantado y vestido. Después del desayuno decidimos que la bienvenida que nos darían en Tynsham sería mucho más entusiasta si llevábamos un camión cada uno en vez de viajar los dos en un solo coche.
—Y cuide que las ventanillas de la cabina cierren bien —sugerí—. Hay muchos criaderos de trífidos en los alrededores de Londres, particularmente en el Oeste.
—Hum. He visto a algunas de esas feas bestias por ahí —dijo Coker con descuido.
—Yo también las he visto… y en acción —le dije.
En el primer garaje nos proveímos de combustible. Luego, atravesando las calles silenciosas con el ruido de un convoy de tanques, iniciamos el viaje hacia el oeste con mi camión de tres toneladas en la punta.
La marcha era cansadora. Cada diez metros había que sortear un vehículo abandonado. De cuando en cuando dos o tres coches juntos bloqueaban totalmente la calle de modo que había que detenerse y sacar a uno de ellos del camino. Muy pocos estaban estropeados. La ceguera parecía haber caído sobre los conductores rápidamente, pero no con demasiada rapidez como para que hubiesen perdido el dominio del volante. Comúnmente habían tenido tiempo de acercarse a la acera. Si la catástrofe hubiese ocurrido durante el día, las avenidas hubiesen sido intransitables, y abrirnos camino desde el centro por calles laterales nos hubiese llevado días, pasados en su mayor parte en retroceder ante impenetrables murallas de vehículos y en buscar otro camino. Sin embargo, pronto descubrí que nuestro progreso era menos lento de lo que parecía en detalle, y cuando después de unos pocos kilómetros advertí un vehículo volcado en la acera comprendí que estábamos ahora en una ruta que ya había sido seguida y aclarada por todos.
En los límites exteriores de Staines comenzamos a sentir que Londres estaba al fin detrás de nosotros. Me detuve, y fui hacia el camión de Coker. Cuando éste cerró el motor, se hizo un silencio espeso y antinatural, solo interrumpido por el crujido del metal que se enfriaba. Me di cuenta, de pronto, que no habíamos visto una sola criatura viviente, salvo unos pocos gorriones, desde la iniciación del viaje. Coker salió de su cabina.
De pie, en medio del camino, escucho y miró a su alrededor.
And yonder all before us lie
deserts of vast eternity…[3]
Murmuró.
Lo miré de frente. Su expresión grave y reflexiva se convirtió de pronto en una falsa sonrisa.
—¿O prefiere usted a Shelley? —me preguntó.
My name is Ozymandias, king of kings,
look on my works, ye mighty, and despair![4]
—Vamos, comamos algo —añadió Coker.
—Coker —dije, mientras terminábamos de comer sentados en un mostrador y extendíamos mermelada sobre unos bizcochos—, usted me intriga. ¿Qué es usted? La primera vez que lo vi estaba usted delirando —si me perdona que use la palabra apropiada— en una especie de jerga de los muelles. Ahora me cita a Marvell. No tiene sentido.
Coker sonrió mostrando los dientes.
—Tampoco lo tiene para mí, de veras —dijo—. Eso pasa por ser un híbrido. Uno nunca sabe qué es uno. Mi madre tampoco sabía qué era yo. Por lo menos nunca pudo probarlo, y me lo frotó siempre por las narices para justificar por qué no me daba dinero. Eso me amargó un poco la infancia, y cuando deje la escuela comencé a asistir a los mítines, cualquier clase de mitin siempre que se protestara contra algo. Y eso me llevó a mezclarme con la gente que frecuenta esos sitios. Supongo que me encontraban algo así como divertido. Sea como sea acostumbraban a llevarme a fiestas artístico-políticas. Al cabo de un tiempo me cansé de ser objeto de diversión y verlos reírse doblemente —en parte conmigo y en parte de mí—, aunque yo les dijera lo que pensaba. Comprendí que necesitaba un poco de la educación que ellos tenían, que entonces yo también, quizá, podría reírme de ellos un poco; así que empecé a ir a clases nocturnas, y a practicar el modo de hablar de aquella gente para usarlo cuando fuese necesario. Hay mucha gente que no parece comprender que hay que hablarle a un hombre en su propio lenguaje si se desea que lo tomen a uno en serio. Si usted habla torpemente y cita a Shelley piensan que es usted ingenioso, como un mono amaestrado o algo similar, pero no prestan atención a lo que uno les dice. Tiene que hablar la clase de jerga que ellos acostumbran a tomar en serio. Y lo mismo en el otro sentido. La mayor parte de los jefes políticos que se dirigen a un auditorio de trabajadores no logran hacer ver el valor de sus ideas, no tanto porque superen el nivel de comprensión de los oyentes, sino porque la mayor parte de éstos están atendiendo a la voz y no a las palabras, y deducen por lo tanto que la mayor parte de lo que oyen es pura fantasía, ya que no es una charla normal. Así que comprendí que lo que había que hacer era usar el lenguaje adecuado en el sitio adecuado… y de cuando en cuando el no adecuado en el lugar no adecuado, inesperadamente. Es asombroso como eso los sacude. Una maravilla, aquel sistema de castas inglés. Desde entonces me desempeñé muy bien en el negocio de la oratoria. Lo que se llama un trabajo seguro, pero variado e interesante. Wilfred Coker. Orador de mítines. Temas, indiferente. Ese soy yo.
—¿Qué quiere decir «temas, indiferente»? —pregunté.
—Bueno, yo proveo al mundo parlante del mismo modo que el impresor provee al mundo impreso. El impresor no tiene por qué creer en todo lo que imprime.
Dejé eso por el momento.
—¿Cómo no le ocurrió a usted lo que a los demás? —le pregunté—. ¿Usted no estaba en un hospital, no?
—¿Yo? No. Ocurrió que estaba hablando en un mitin en el que se protestaba con bastante dureza contra la parcialidad de la Policía. Comenzamos alrededor de la seis, y a eso de la seis y media la Policía en persona se presentó a interrumpirnos. Encontré una trampa, y me metí en el sótano. La Policía bajó, también, a echar una ojeada, pero no me vieron, pues yo me había escondido debajo de un montón de virutas. Siguieron caminando un rato por allá arriba, y al fin se hizo el silencio. Pero yo no me moví. No iba a salir para caer en una trampita cualquiera. Estaba muy cómodo, así que me dispuse a dormir. A la mañana siguiente cuando asomé con toda precaución la nariz, vi que había ocurrido todo esto. —Coker, pensativo, hizo una pausa—. Bueno, ahora que toda aquella diversión terminó, no creo que vayan a llamarme mucho para que use mis habilidades —añadió.
No se lo discutí. Terminamos de comer. Coker se dejó caer del mostrador.
—Vamos. Será mejor que nos pongamos en movimiento. «Mañana a campos jóvenes y a praderas nuevas», si quiere una cita realmente trillada.
—Es algo más que trillada; es inexacta. Es «bosques», no «campos».
Coker frunció pensativamente el ceño.
—Bueno… sí, hombre, así es —admitió.
Comencé a sentir esa animación que Coker estaba ya exhibiendo. La vista del campo daba alguna clase de esperanza. Cierto era que las recientes y verde cosechas nunca serían recogidas cuando llegasen a su madurez, y que nadie iba a sacar las frutas de los árboles, y que los prados nunca volverían a tener ese aspecto ordenado y limpio, pero todo esto seguiría su marcha, a su modo. No era lo mismo que las ciudades, estériles, detenidas para siempre. Era un sitio que uno podía trabajar y atender, donde aun era posible un futuro. Hacía que mi existencia de la semana anterior se pareciese a la de una rata que se alimenta de mendrugos y se aprovisiona en montones de basura. Extendía la vista por el campo, y sentía que se me ensanchaba el espíritu.
Los lugares que cruzábamos en nuestro camino, pueblos como Reading o Newbery, traían el recuerdo de Londres por un rato, pero no eran más que accidentes en una gráfica de resurrección.
Hay en el hombre una incapacidad de mantener el espíritu trágico, una cualidad fénix de la mente. Puede ser provechosa o dañina; forma parte del instinto de supervivencia, pero hace posible, también, que nos embarquemos en sucesivas guerras debilitantes. Es necesario para nuestro mecanismo que seamos capaces de llorar sólo por un rato, aun ante un océano de leche derramada; lo espectacular tiene que convertirse pronto en un lugar común, sino la vida sería insoportable. Bajo un cielo azul donde unas pocas nubes navegaban como témpanos celestiales, las ciudades se convirtieron en un recuerdo menos opresivo, y la sensación de vivir nos refrescó otra vez como un viento puro. No justifica quizá, pero al menos explica, por qué de cuando en cuando me sorprendía a mí mismo cantando mientras conducía el camión.
En Hungerford nos detuvimos a comer y cargar combustible. Aquella sensación de alivio continuó subiendo mientras cruzábamos kilómetros y kilómetros de campos intactos. No parecía aún una campiña solitaria, sólo somnolienta, y amable. Ni siquiera los ocasionales grupitos de trífidos que se balanceaban cruzando los prados, o aquellos que aún permanecían con las raíces hundidas en el suelo, lograban convertir mi humor en hostilidad. Eran, otra vez, simplemente el tema de mis suspendidos intereses profesionales.
Ya cerca de Devizes nos detuvimos una vez más para consultar el mapa. Un poco más allá doblamos a la derecha para tomar un camino lateral y nos dirigimos hacia la aldea de Tynsham.