5
Una luz en la noche

Josella comenzó a recobrar el dominio de si misma. Con el deliberado y evidente propósito de dejar de pensar en lo que quedaba atrás, me preguntó:

—¿Adónde vamos?

—Primero a Clerkenwell —le dije—. Luego buscaremos algo de ropa para usted. Bond Street si quiere, pero primero Clerkenwell.

—¿Pero por qué Clerkenwell? ¡Cielo santo!

Su exclamación estaba justificada. Habíamos doblado una esquina y nos encontrábamos ahora en una calle que, a sesenta metros de nosotros, estaba llena de gente. Todos corrían hacia nosotros con los brazos extendidos hacia delante. Lloraban y gritaban a la vez. En el mismo momento que doblábamos la esquina, una mujer tropezó y cayó; otros rodaron sobre ella y la mujer desapareció bajo un montón de piernas y brazos que se agitaban en el aire. Detrás de la multitud vislumbramos la causa de todo esto: tres tallos de hojas oscuras se balanceaban sobre las cabezas enloquecidas por el miedo. Aceleré, y nos lanzamos por una calle lateral.

Josella volvió hacia mí un rostro aterrorizado.

—¿Vio… vio qué pasaba? ¡Los estaban arreando!

—Sí —dije—. Por eso vamos a Clerkenwell. Hay allí un lugar donde se fabrican armas y máscaras contra trífidos; las mejores del mundo.

Retrocedimos nuevamente y nos metimos en otra calle. Pero no encontramos el camino libre, como yo había esperado Cerca de la estación de King’s Cross había mucha gente. Aun sin sacar la mano de la bocina era cada vez más difícil seguir adelante. Frente a la estación fue ya imposible. Por qué había tanta gente en ese lugar, no lo sé. Todos los habitantes del distrito parecían haberse reunido allí. No podíamos pasar por entre esa multitud, y me bastó lanzar una mirada hacia atrás para comprender que tampoco era posible retroceder. Aquellos a quienes habíamos pasado ya habían cerrado filas.

—¡Salga, rápido! —le dije a Josella—. Creo que están tratando de atraparnos.

—Pero… —comenzó a decir Josella.

—¡Rápido! —le dije.

Lancé un último bocinazo y salí del coche detrás de Josella dejando el motor en marcha. Unos pocos segundos más, y hubiera sido demasiado tarde. Un hombre encontró la manija de la puerta trasera, la abrió y tanteó el interior. Josella y yo fuimos empujados por la presión de los que se acercaban al coche. Hubo un grito de furia cuando alguien abrió la puerta delantera y descubrió que el asiento estaba vacío. Por ese entonces ya nos habíamos puesto a salvo, entrando a formar parte de la multitud. Alguien asió al hombre que había abierto la puerta trasera creyendo que acababa de salir del coche. Alrededor de nosotros aumentaba la confusión. Tomé firmemente la mano de Josella y comenzamos a abrirnos camino con todo el disimulo posible.

Ya lejos de aquella gente, caminamos un rato en busca de un vehículo apropiado. Lo encontramos a un kilómetro de allí. Era un camioncito, más útil que un coche común para el plan que comenzaba a formarse en mi cabeza.

En Clerkenwell estaban acostumbrados a fabricar instrumentos de precisión desde hacía dos o tres siglos. La pequeña fabrica con la que yo había tenido que tratar profesionalmente algunas veces, había adaptado aquella antigua habilidad a las nuevas necesidades. La encontré sin dificultad, y poco nos costó, entrar en ella. Cuando nos pusimos otra vez en marcha estábamos ya mucho más tranquilos gracias a los varios rifles contra trífidos, algunos miles de bumerangs para los rifles, y algunas máscaras de alambre tejido que habíamos cargado en la parte trasera del camioncito.

—¿Y ahora… las ropas? —sugirió Josella.

—Plan provisional, sujeto a críticas y correcciones —dije—. Primero, lo que usted llamaría un pied-à-terre, es decir, un lugar donde podamos recobrarnos y discutir la situación.

—No otro bar —protestó Josella—. Ya tengo bastante de bares por hoy.

—Estoy de acuerdo, aunque como todo es gratis mis amigos se extrañarían —le dije—. Estaba pensando en un piso vacío. No puede ser difícil encontrar uno. Podríamos descansar un rato y planear la campaña. Nos serviría también para pasar la noche. Pero si le parece a usted que el obstáculo de las convenciones es más fuerte que estas peculiares circunstancias, bueno, podríamos buscar dos pisos.

—Pienso que sería más feliz si supiese que hay uno aquí cerca.

—Muy bien —convine—. Entonces operación número dos: proveer de ropas a damas y caballeros. Para eso quizá sea mejor que tomemos caminos diferentes. Pero no olvidemos la dirección del piso.

—S-si —dijo Josella titubeando.

—Todo irá bien —le aseguré—. Prométase a sí misma no hablar con nadie y no sospecharán que puede ver. Cayó usted en aquella trampa sólo porque no estaba bien preparada. «En el país de los ciegos, el tuerto es rey».

—Oh, si… fue Wells quien dijo eso, ¿no? Sólo que la historia no ha resultado cierta.

—Depende de lo que usted entienda por «país», patria en el original —le dije—. «Caecorum in patria luscus rex imperat omnis»; un señor clásico, llamado Fullonius, fue el primero que lo dijo; eso es todo lo que se sabe de él. Pero no hay ninguna patria organizada aquí, ningún estado: caos solamente. Wells imaginó un pueblo que se había adaptado a la ceguera. No creo que vaya a ocurrir lo mismo aquí, no veo cómo.

—¿Qué cree usted que ocurrirá?

—Mis sospechas no serían mejores que las suyas. Y por pronto vamos a saberlo. Volvamos a lo que interesa. ¿De qué estaba hablando?

—De elegir algunas ropas.

—Oh, sí. Bueno, basta que nos metamos en una tienda, adoptando algunas pocas precauciones. No se encontrará con ningún trífido en el centro de la ciudad, por lo menos no todavía.

—Habla usted muy a la ligera de estas cosas —me dijo la muchacha.

—Pero no me las tomo a la ligera —le aseguré—. No estoy seguro de que eso sea una virtud, quizá se trate sólo de una costumbre. Pero rehusarse obstinadamente a admitir los hechos no resucitará el pasado, ni nos servirá de nada. Pienso que tenemos que considerarnos a nosotros mismos no como ladrones, sino más bien como herederos involuntarios.

—Sí, supongo que es algo parecido —dijo Josella en voz baja.

Calló un rato. Cuando habló otra vez volvió al asunto anterior.

—¿Y después de las ropas? —preguntó.

—Operación número tres —le dije—. O sea la cena.

Tal como yo lo había esperado, no fue difícil encontrar alojamiento. Dejamos el camión en medio de la calle, ante un edificio de imponente aspecto, y subimos al tercer piso. No sé por qué elegimos el tercero, pero nos pareció que sería mejor estar un poco lejos de la calle. El proceso de selección fue muy sencillo. Golpeábamos la puerta o tocábamos el timbre, y si alguien respondía, pasábamos de largo. Después de repetir la operación tres veces, llamamos a una puerta y no acudió nadie. La cerradura cedió ante un buen empujón con el hombro.

Nunca ambicioné vivir en una casa de un alquiler de 2.000 libras anuales, pero aquí descubrí que eso encerraba algunas ventajas. Los decoradores habían sido, sospeché, unos jóvenes con bastante ingenio como para combinar el buen gusto con los últimos y más costosos adelantos. La manía de estar a la moda era la nota dominante. Aquí y allí se veían varios innegables dernier cris, algunos de ellos destinados sin duda —si el mundo hubiese seguido su curso normal— a ponerse furiosamente de moda; de otros yo diría que sólo concebirlos había sido ya un error. El conjunto parecía un desafío a las debilidades humanas. Un libro un poco fuera del estante, o encuadernado con un color inconveniente, arruinaría el tan cuidado equilibrio de formas y tonos. Lo mismo haría la persona capaz de sentarse en uno de aquellos lujosos sillones vestida de un modo inadecuado. Me volví hacia Josella que lo miraba todo con los ojos muy abiertos.

—¿Servirá esta pequeña cabaña o seguimos buscando? —le pregunté.

—Oh, me parece que podemos quedarnos aquí —me respondió, y entramos juntos pisando la delicada alfombra de color crema, decididos a explorar.

Yo no lo había pensado, pero logré que Josella (y el modo no podía haber sido más satisfactorio) olvidara los últimos acontecimientos. Nuestra recorrida estuvo matizada por exclamaciones donde tenían una similar importancia la admiración, la envidia, el deleite, el desprecio, y, hay que confesarlo, la malicia. Josella se detuvo en el umbral de un cuarto colmado de las más agresivas manifestaciones de la feminidad.

—Dormiré aquí —dijo.

—¡Dios mío! —exclamé—. Bueno, hay gustos para todo.

—No sea antipático. Quizá no tenga otra oportunidad de ser decadente. Además, ¿no sabe usted que hay algo de la más tonta actriz de cine en toda mujer? Así que me daré el último gusto.

—Como quiera —le dije—. Pero espero que haya algo más normal por aquí. Dios me libre de tener que dormir con un espejo en el cielorraso.

—Hay otro igual en el baño —dijo Josella mirando el cuarto vecino.

—No sé si eso será el cenit o el nadir de la decadencia —dije— pero de todos modos no podrá bañarse. No hay agua caliente.

—¡Oh, me había olvidado! ¡Qué lástima!

Completamos nuestra inspección de los cuartos y descubrimos que el resto era menos sensacional. Luego Josella salió para arreglar el asunto de las ropas. Investigué durante un tiempo los recursos y limitaciones de la casa, y luego inicié mi propia expedición.

Cuando salía, se abrió otra puerta en un extremo del pasillo. Me detuve, y me quedé donde estaba, sin moverme. Era un joven que llevaba a una muchacha rubia de la mano.

—Espera un minuto, querida —dijo.

Dio tres o cuatro pasos sobre la alfombra silenciosa. Sus manos extendidas encontraron la ventana en que terminaba el pasillo, y la abrió. Alcancé a ver una escalera de incendios.

—¿Qué estás haciendo, Jimmy? —preguntó la joven.

—Inspeccionando, nada más —dijo el hombre y volvió rápidamente junto a ella y la tomó otra vez de la mano—. Ven, querida.

La muchacha se echó hacia atrás.

—Jimmy, no me gusta vivir aquí. Por lo menos en casa sabíamos dónde estaba todo. ¿Cómo vamos a vivir?

—En casa, querida, no teníamos comida, y por lo tanto no viviríamos mucho. Ven, querida. No tengas miedo.

La muchacha se apretó contra él, y el hombre le pasó la mano por la cintura.

—Todo irá bien, querida. Ven.

—Pero, Jimmy, este no es el camino.

—Te has desorientado, querida. Sí, es el camino.

—Jimmy, estoy tan asustada. Volvamos.

—Es demasiado tarde, querida.

El hombre se detuvo junto a la ventana. Con una mano verificó cuidadosamente su posición. Luego abrazó a la muchacha.

—Demasiado maravilloso para durar, quizá —dijo suavemente—. Te quiero. Te quiero mucho.

La muchacha levantó la cabeza para que él la besara.

El hombre la alzó en sus brazos, se volvió y saltó por la ventana…

—Tienes que endurecerte —me dije a mi mismo—. Tienes que hacerlo. O si no vivir perpetuamente borracho. Cosas como ésta deben de estar ocurriendo sin interrupción. Y seguirán ocurriendo. Es inevitable. Imagina que los alimentas durante unos pocos días. ¿Y después? Tienes que aprender a aceptarlo, tienes que acostumbrarte. Si no, no te queda otra salida que el pozo del alcohol. Si no luchas por tu existencia y contra todo esto, no sobrevivirás. Sólo aquéllos capaces de endurecerse en su interior podrán salir adelante.

Inesperadamente, reunir lo que necesitaba me llevó mucho tiempo. Tardé unas dos horas en volver. Se me cayeron una o dos cosas de los brazos mientras trataba de abrir la puerta. La voz de Josella llamó con un poco de nerviosidad desde aquel superfemenino dormitorio.

—Soy yo —la tranquilicé mientras avanzaba con mi carga.

Dejé las cosas en la cocina y volví a buscar las que se me habían caído. Me detuve ante la puerta de Josella.

—No puede entrar —me dijo.

—No era ése mi propósito —protesté—. Quería preguntarle algo. ¿Sabe usted cocinar?

—Huevos pasados por agua —dijo la voz apagada de Josella.

—Me lo temía. Tendremos que aprender muchas cosas —le dije.

Volví a la cocina. Instalé sobre la inútil cocina eléctrica el hornillo de petróleo que acababa de traer, y me puse a trabajar.

Cuando terminé de poner la mesa en la salita, el efecto me pareció bastante bueno. Para completar la escena instalé dos candelabros y encendí las velas. De Josella no había ni señales, aunque poco tiempo antes yo había oído ruido de agua. La llamé.

—Enseguida voy —me contesto.

Fui hasta la ventana y miré hacia fuera. Totalmente consciente, empecé a despedirme de todo. El sol se ponía. Los edificios, las agujas y las fachadas de cemento tenían un color blanco o rosáceo bajo la oscuridad creciente del cielo. Habían estallado nuevos incendios. El humo subía en negras y grandes columnas, con lenguas de fuego en la base. Es muy posible, me dije a mí mismo, que mañana vea por última vez estos familiares edificios. Llegaría un tiempo en que uno podría volver… pero no al mismo sitio. Los incendios y el clima habrían cumplido su tarea; todo estaría visiblemente muerto y abandonado. Pero ahora, a la distancia, todavía parecía una ciudad viva.

Mi padre me contó una vez que antes de la guerra con Hitler acostumbraba a pasearse por Londres, con los ojos más abiertos que nunca, contemplando los hermosos edificios que no había notado antes, y despidiéndose de ellos. Y ahora yo tenía una sensación similar. Pero esto era peor. Nadie había esperado que sobrevivieran tantas cosas después de aquella guerra. Y esas mismas cosas no sobrevivirían a este nuevo enemigo. Nadie temía ahora inesperadas explosiones y obstinados incendios, sino el largo, lento e inevitable curso de la decadencia y el derrumbe.

Ante aquella ventana, en aquel momento, mí corazón se resistía a creer lo que me decía la cabeza. Todavía me parecía que aquello era algo demasiado enorme, demasiado poco natural para ser cierto. Sabía, sin embargo, que esto había ocurrido otras veces. Enterradas en los desiertos, o borradas bajo las selvas del Asia había grandes ciudades. Algunas se habían derrumbado hacía tanto tiempo que sus nombres habían desaparecido con ellas. Sin embargo, los que habían vivido allí no habían creído más en aquella destrucción que yo en la posible muerte de esta enorme ciudad moderna.

Una de las creencias más persistentes y tranquilizadoras de la raza humana debe de ser la que dice «eso no puede ocurrir aquí», como si nuestra propia época estuviese libre de cataclismos. Y ahora estaba ocurriendo. A no ser que sobreviniese algún milagro yo estaba mirando el principio del fin de Londres. Y era muy probable, parecía, que hubiese otros como yo que estaban mirando el principio del fin de Nueva York, París, San Francisco, Buenos Aires, Bombay, y todas las otras ciudades destinadas a seguir a aquéllas hundidas en las selvas.

Estaba todavía mirando la ciudad, cuando oí que algo se movía a mis espaldas. Me volví, y vi que Josella había entrado en el cuarto. Tenía un vestido largo, del más pálido azul, y una chaqueta de pieles blancas. De la cadena de un collar colgaban unos claros diamantes azules; las piedras que llevaba en las orejas eran más pequeñas pero del mismo hermoso color. El pelo y el rostro parecían surgir de un salón de embellecimiento. Cruzó la habitación y vislumbré el centelleo de sus sandalias de plata y de sus medias de seda. Seguí mirándola fijamente, sin hablar, y en su rostro se desvaneció una leve sonrisa.

—¿No le gusta? —preguntó, casi infantilmente desilusionada.

—Es magnífico… está usted hermosa —le dije—. Yo… bueno, no esperaba esto.

Tenía que decir algo más. Sabía que esta exhibición poco o nada tenía que ver conmigo.

—¿Está despidiéndose? —añadí.

—Así que me ha entendido. Tenía esa esperanza.

—Creo que la he entendido. Me alegra que lo haya hecho. Será hermoso recordarlo.

Extendí la mano hacia ella y la llevé hasta la ventana.

—Yo también estaba despidiéndome… de todo esto.

Josella nunca quiso decirme qué pensó mientras estábamos en la ventana, uno al lado del otro. En mí había una especie de calidoscopio donde se confundían la vida y las costumbres ya muertas, o quizá, mejor, un viejo álbum de fotografías que yo hojeaba con una reflexiva nostalgia.

Miramos un largo rato, extraviados en nuestros propios pensamientos. Al fin, Josella suspiró. Bajó los ojos a su vestido, acariciando la seda.

—¿Es tonto esto? ¿Cómo cantar mientras arde Roma? —me dijo con una sonrisa triste.

—No… es hermoso. Gracias por haberlo hecho. Me recordará que a pesar de todos los errores había en este mundo muchas cosas hermosas. No podía haber hecho nada mejor.

Su sonrisa perdió aquella tristeza.

—Gracias, Bill. —Hizo una pausa. Y luego añadió—: ¿No te he dado todavía las gracias? Creo que no. Si no me hubieses ayudado…

—Si no fuese por ti —le dije— yo estaría tirado en un bar. Yo también tengo que darte las gracias. No es bueno estar solo ahora. —Enseguida, para cambiar de tema, añadí—: Hablando de bebidas. Encontré aquí un excelente amontillado y algunas otras cosas. La casa está bien provista.

Serví el jerez y alzamos los vasos.

—Salud, fortaleza… y suerte —dije.

Josella hizo un signo afirmativo. Bebimos.

—¿Qué pasaría —preguntó Josella mientras comenzábamos con un caro y sabroso paté— si el propietario de todo esto volviese de pronto?

—En ese caso le explicaríamos… y él o ella agradecerían tener aquí a alguien que les indicara el contenido de las botellas; pero no creo que eso ocurra.

—No —dijo Josella pensándolo—. No, temo que no. Me pregunto… —Paseó los ojos por la habitación. Se detuvo en un acanalado pedestal blanco—. ¿Has probado la radio? Supongo que eso es una radio, ¿no?

—También es un proyector de televisión —le dije—. Pero no sirve. No hay corriente.

—Claro. No me acordaba. Supongo que no nos acordaremos de muchas cosas durante algún tiempo.

—Pero probé una cuando estaba afuera, un aparato de batería. No pasaba nada. En todas las bandas había un silencio sepulcral.

—¿Eso significa que en todas partes ocurre lo mismo?

—Temo que sí. Oí sólo unos pitidos en cuarenta y dos metros. Nada más. Ni siquiera la presencia de una onda. Me pregunto quién sería, pobre diablo.

—Esto… esto va a ser bastante triste, ¿no, Bill?

—No. No voy a permitir que se nos nuble la cena —le dije—. Primero el placer, luego los negocios. Y el futuro es sólo negocios. Hablemos de algo interesante, como cuántas aventuras de amor has tenido, y por qué nadie se ha casado contigo todavía… ¿o se ha casado alguien? Ya ves que poco sé. Vamos, la historia de tu vida.

—Bueno —dijo Josella—. Nací a cinco kilómetros de aquí. Mi madre se molestó mucho.

Alcé las cejas.

—Ya verás, quería que yo fuese norteamericana. Pero cuando iban a llevarla al aeropuerto, ya era demasiado tarde. Era muy impulsiva; creo que heredé algo de eso.

Siguió hablando. No había nada notable en sus primeros años, pero creo que disfrutó al resumírmelos, y por un momento se olvidó de todo. Escuché con placer como charlaba de esas cosas familiares y divertidas que ya no existían en el mundo. Atravesamos rápidamente su infancia, la época de colegio, y su «estreno social»… aunque esto último ya no significaba mucho en aquellos días.

—Estuve a punto de casarme cuanto tenía diecinueve años —admitió—, y ahora me alegro de no haberlo hecho. Pero no me parecía así en aquel entonces. Tuve una terrible discusión con papá que se había opuesto terminantemente al asunto, pues había descubierto que Lionel era una lagartija faldera.

—¿Una qué? —interrumpí.

—Una lagartija faldera. Algo así como una cruza entre una lagartija y un perrito faldero. De la especie holgazana. Así que corté con mi familia y me fui a vivir con una muchacha que tenía casa en Londres. Y mi familia me cortó los víveres, lo que fue algo muy tonto pues pudo haber tenido un efecto contraproducente. No ocurrió así porque todas las muchachas que yo conocía y que estaban en una situación similar parecían llevar una vida muy cansadora. Poca diversión, muchos celos, y nada más que proyectos… Pero no podía vivir a costa de aquella muchacha. Tenía que conseguir algún dinero así que escribí el libro.

Creí no haber oído bien.

—¿Editaste un libro? —pregunté.

—Escribí un libro. —Josella me lanzo una mirada y sonrió—. Debo de tener cara de tonta. Así me miraban todos cuando les decía que estaba escribiendo un libro. Te advierto que no era un libro bueno. Quiero decir, no como los de Aldous o Charles o gente similar, pero logré lo que quería.

Hice un esfuerzo para no preguntarle a qué posible Charles se refería. Le dije simplemente:

—¿Quieres decir que lograste publicarlo?

—Oh, sí. Y gané de veras mucho dinero. Los derechos cinematográficos…

—¿Cómo se llamaba el libro? —le pregunté.

—«El sexo es mi aventura».

La miré un rato y al fin me golpeé la frente.

—Josella Playton, claro. No sabía por qué me sonaba tu nombre. ¿Y tú escribiste eso? —añadí con incredulidad.

No sé cómo no me había acordado. Su fotografía había estado en todas partes —una fotografía no muy buena ahora que podía ver el original—, y el libro había estado también en todas partes. Dos grandes bibliotecas circulantes lo habían prohibido, posiblemente sólo por el título. Después de esto, el éxito estaba asegurado, y las ventas subieron vertiginosamente hasta varios cientos de miles de ejemplares. Josella lanzó una risita.

—Oh —dijo—, pones la misma cara que mis parientes.

—No los acuso —le dije.

—¿Leíste el libro? —preguntó Josella.

Le dije que no con la cabeza. Josella suspiró.

—Son graciosos ustedes. Todo lo que conocen es el título y la publicidad y se sienten escandalizados. Y es realmente un librito tan inofensivo. Una mezcla de artificio verde y romanticismo rosa con matices rojos de colegiala. Pero el título fue una buena idea.

—Todo depende de lo que entiendas por bueno —sugerí—. Y además lo firmaste con tu nombre.

—Eso fue un error —admitió Josella—. Los editores me dijeron que era mejor para la publicidad. Desde su punto de vista tenían razón. Fui bastante famosa durante un tiempo. Me reía interiormente cuando la gente me miraba en los restaurantes y otros sitios. Aparentemente les resultaba difícil relacionar lo que veían con lo que pensaban. Un montón de gente que no me importaba en absoluto comenzó a visitarme. Así que para librarme de ellos, y como ya había probado que no necesitaba volver a casa, volví a casa.

»El libro, sin embargo, casi lo estropeó todo. La gente se había tomado el título tan al pie de la letra, que tenía que estar defendiéndome continuamente de los que no me interesaban, y aquéllos que me interesaban parecían asustados o escandalizados. Lo peor era que no se trataba ni siquiera de un libro inmoral, era sólo escandalosamente tonto. No sé cómo la gente con sentido común no se dio cuenta.

Josella calló adoptando un aire reflexivo. Se me ocurrió que la gente con sentido común pudo haber pensado que la autora de «El sexo es mi aventura» era también escandalosamente tonta, pero no se lo dije. Todos cometemos alguna tontería en la juventud, pero la gente encuentra difícil, de algún modo, calificar de tontería juvenil a algo que ha dado mucho dinero.

—Todo andaba mal —se quejó Josella—. Estaba escribiendo otro libro para poner las cosas en su sitio. Pero me alegro de no haberlo terminado. Era bastante amargo.

—¿Con un título igualmente alarmante? —Josella sacudió la cabeza.

—Se iba a llamar «Aquí la olvidada».

—Hum… Bueno, no tiene ciertamente la fuerza del primero. ¿Una cita?

—Sí —dijo Josella—. Del señor Congreve: «Aquí la olvidada virgen descansa del amor».

—Este… oh —dije, y pensé un momento en esa frase.

—Y ahora —sugerí— creo que ha llegado el momento de esbozar un plan de campaña. ¿Me permites que comience haciendo algunas observaciones?

Estábamos echados en dos sillones extraordinariamente cómodos. Entre nosotros había una mesita baja con el aparato del café y dos copas. La más pequeña, con cointreau, era de Josella. La de aspecto plutocrático, con un fondo de brandy de inimaginable precio, era mía. Josella echó una bocanada de humo, y bebió un sorbo. Saboreándolo, dijo:

—Me pregunto si volveremos a probar alguna vez naranjas frescas. Muy bien, habla.

—Bueno. No hay por qué ocultarse los hechos. Será mejor que nos vayamos enseguida. Si no mañana, pasado mañana. Ya puede verse qué va a pasar aquí. Por ahora aún hay agua en los tanques. Pronto no habrá más. La ciudad va a apestar como una enorme cloaca. Hay algunos cadáveres. Serán cada vez más numerosos. —Advertí que Josella se estremecía. Había olvidado un momento, al adoptar un punto de vista general, las particulares implicaciones que mi charla tendría para ella. Hablé más rápidamente—: Eso puede significar tifus, o cólera, o Dios sabe qué. Es importante que nos vayamos antes que comience algo de eso.

Josella movió afirmativamente la cabeza.

—Por lo tanto el segundo problema es el de nuestro destino. ¿Tienes alguna idea? —le pregunté.

—Bueno… supongo que tendrá que ser ante todo un lugar alejado. Un sitio donde haya agua, un manantial, por ejemplo. Y me parece que tendría que ser lo más alto posible… Un lugar con bastante viento.

—Si —dije—. No había pensado en eso del viento, pero tienes razón. La cima de una colina y una buena provisión de agua… no será fácil encontrarlas juntas. —Pensé un momento—. ¿El distrito de los lagos? No. Demasiado lejos. ¿Gales, quizá? O posiblemente Exmoor o Dartmoor o allá abajo en Cornwall. Cerca del Land’s End dominan los vientos limpios del Atlántico. Pero eso está, también, demasiado lejos. Sería conveniente no alejarse de las ciudades para cuando podamos visitarías.

—¿Y que te parecen las colinas de Sussex? —sugirió Josella—. Conozco una hermosa y vieja granja en el lado norte, que mira hacia Pulborough. No está en la cima de una colina, pero sí a bastante altura. Hay un molino de viento para el agua, y creo que también un generador de electricidad. Ha sido muy transformada y modernizada.

—Una residencia conveniente, de veras. Pero el lugar está muy poblado. ¿No crees que deberíamos ir más lejos?

—Bueno, no sé. ¿Cuánto tiempo pasará antes que podamos volver a las ciudades?

—No tengo idea, realmente —admití—. Pienso que algo así como un año. Creo que ése será un buen margen.

—Sí. Pero si nos alejamos mucho, luego no nos será fácil abastecernos.

—Una observación muy justa.

Abandonamos por el momento el problema de nuestro destino y comenzamos a elaborar los detalles de la mudanza. A la mañana, decidimos, adquiriríamos ante todo un camión, un camión espacioso. Hicimos juntos una lista de las cosas esenciales que pondríamos en el camión. Si terminábamos de aprovisionamos, saldríamos esa misma tarde, si no —y la lista estaba adquiriendo una longitud que hacía temer esto ultimo—, nos arriesgábamos a pasar otra noche en Londres, y partiríamos al día siguiente.

Era cerca de medianoche cuando terminamos de añadir a la lista de lo más importante algunas cosas secundarias. El resultado se parecía al catálogo de un almacén de ramos generales. Pero aunque no hubiese tenido otra utilidad que la de ayudarnos a que nos olvidáramos un rato de nosotros mismos, el trabajo habría valido la pena.

Josella bostezó, y se puso de pie.

—Tengo sueño —dijo—. Y unas sábanas de seda me esperan en una cama de maravilla.

Josella pareció flotar sobre la gruesa alfombra. Con la mano en el pestillo se detuvo y se volvió para mirarse solemnemente en el largo espejo.

—Algunas de estas cosas son divertidas —dijo, y le besó la mano a su imagen.

—Buenas noches, vana y dulce visión —dije.

Josella se volvió con una leve sonrisa, y luego desapareció por la puerta como una niebla llevada por el viento.

Me serví otro poco de aquel extraordinario brandy, lo calenté entre las manos, y me lo bebí.

—Nunca… nunca más volverás a ver nada semejante —me dije a mí mismo—. Sic transit

Y enseguida, antes de caer en un estado de morbosidad total, me dirigí a mi más modesto lecho.

Estaba ya cómodamente acostado y a punto de dormirme, cuando oí un golpe en la puerta.

—Bill —dijo la voz de Josella—. Ven, rápido. ¡Hay una luz!

—¿Qué clase de luz? —pregunté, saliendo de la cama.

—Afuera. Ven a ver.

Josella estaba de pie en el pasillo, envuelta en una especie de vestidura que sólo podía haber pertenecido a la dueña de aquel notable dormitorio.

—¡Dios mío! —dije nerviosamente.

—No seas tonto —me dijo, irritada—. Ven y mira esa luz.

Era ciertamente una luz. Mirando por la ventana hacia lo que parecía ser el noroeste, pude ver un rayo brillante, como el de un reflector, que apuntaba serenamente hacia arriba.

—Debe de haber alguien ahí que puede ver —dijo Josella.

—Seguramente —admití.

Traté de localizar el origen de la luz, pero la oscuridad circundante me lo impedía. No estaba muy lejos, sin embargo, y parecía nacer en medio del aire, lo que significaba, posiblemente, que estaba en lo alto de un gran edificio. Titubeé.

—Será mejor dejarlo hasta mañana —dije.

La idea de atravesar aquellas calles oscuras no era nada atractiva. Y hasta era posible —poco verosímil, pero posible— que fuese una trampa. Un ciego bastante inteligente y desesperado podía haber encendido a tientas aquella luz.

Encontré una lima de uñas y me agaché hasta que mis ojos quedaron al nivel del alféizar. Con la punta de la lima tracé cuidadosamente una línea en la madera, señalando así la ubicación exacta de la luz. Luego volví a mi cuarto.

Me quedé despierto una hora o dos. La noche magnificaba el silencio de la ciudad, haciendo más desolados aún los ruidos que rompían ese silencio. De cuando en cuando llegaba de la calle alguna voz histérica, aguda y torturada. En una ocasión sonó un grito que parecía complacerse horriblemente en liberarse de la cordura. Le siguió, no muy lejos, un sollozo interminable, desesperado. Oí también, dos veces, las secas detonaciones de una pistola… Di gracias de todo corazón a quienquiera que fuese el que me había reunido con Josella.

No pude imaginar nada peor en ese momento que la soledad total. Solo, uno no sería nada. La compañía traía consigo la posibilidad de poder proyectar algo, y los proyectos ayudaban a mantener a raya el terror.

Traté de no oír los sonidos de la calle pensando en lo que tenía que hacer al día siguiente, y al otro día, y al otro; imaginando qué podía ser aquel rayo de luz, y de qué modo podría afectarnos. Pero los sollozos seguían y seguían como un fondo de mis pensamientos, recordándome las cosas que había visto hacia unas horas, y que vería otra vez mañana.

De pronto se abrió la puerta y me senté de un salto en la cama, asustado. Era Josella, con una vela encendida. Tenía los ojos muy abiertos y oscuros, y había estado llorando.

—No puedo dormir —dijo—. Estoy asustada… horriblemente asustada. ¿Oyes a toda esa pobre gente? No puedo soportarlo…

Venía como una niña en busca de consuelo. No estoy seguro de que lo necesitase más que yo.

Fue la primera en dormirse, con la cabeza apoyada en mi hombro.

Las escenas del día no me abandonaban. Pero al fin yo también me dormí. Mi último recuerdo fue el de aquella dulce y triste voz de mujer que había cantado:

Ya nunca más pasearemos…