4
Ante las sombras

Con el propósito de mantenerme razonablemente apartado del grupo del Café Royal, tomé una calle lateral hacia Soho. Luego volvería a Regent Street.

Quizá el hambre estaba sacando a la gente de las casas. Cualquiera fuese el motivo, descubrí que los barrios en que entraba ahora estaban más poblados que todos los que había visto desde mi huida del hospital. Las gentes chocaban continuamente unas con otras en aceras y callejuelas, y la confusión de aquellos que querían ir a alguna parte, era mayor a causa de los grupos reunidos frente a los escaparates rotos. Entre los que formaban esos grupos, nadie parecía saber con seguridad ante qué clase de escaparate se encontraban. Los de las primeras filas trataban de descubrirlo tanteando en busca de objetos reconocibles; otros, arriesgándose a dejar las entrañas entre los trozos de vidrio, se metían en los escaparates.

Sentí que debía indicar a esa gente dónde encontrar comida. ¿Pero debía hacerlo? Si los guiase hasta una tienda de comestibles todavía intacta, se formaría muy pronto una multitud que no solo barrería el lugar en cinco minutos, sino que aplastaría además a los miembros más débiles. Pronto, de cualquier modo, toda la comida habría desaparecido. ¿Y que ocurriría entonces con los miles de personas que pedirían a gritos más alimentos? Uno podía reunir un pequeño grupo y mantenerlo con vida durante algún tiempo, pero ¿a quien escoger y a quién dejar fuera? Nada parecía justo, desde ningún punto de vista.

Aquello era como un negocio turbio, sin caballerosidad, donde no se debía nada y se tomaba todo. Un hombre chocaba con otro, y al sentir que éste llevaba un paquete, se lo arrancaba de las manos y huía con la esperanza de que fuese un poco de comida, mientras la víctima lanzaba manotones al aire o golpeaba a tontas y a locas. En una ocasión, tuve que apartarme apresuradamente para que un viejo que corría, por la calle, sin temer encontrarse con un posible obstáculo, no me derrumbara. Tenía una expresión artera, y apretaba ávidamente contra el pecho dos latas de pintura roja. En una esquina un grupo gemía casi de desilusión ante un niño asombrado que podía ver, pero que era demasiado pequeño y no entendía para qué lo querían.

Comencé a inquietarme. En pugna con el impulso civilizado que me llevaba a ayudar a esa gente, algo instintivo me decía que me mantuviese apartado. Todos estaban perdiendo rápidamente sus inhibiciones. Yo tenía, por otra parte, un sentimiento irracional de culpabilidad. Yo era capaz: de ver, y ellos no. Tenía la rara sensación de estar ocultándome, aun en los momentos en que andaba entre ellos. Más tarde descubrí hasta qué punto mi instinto tenía razón.

Cerca de Golden Square pensé que era hora de doblar a la izquierda, y volver a Regent Street donde la anchura de la calle me permitiría caminar más fácilmente. Iba ya a doblar una esquina, cuando un grito agudo y penetrante me detuvo de pronto. A lo largo de toda la calle la gente, inmóvil, volvió las cabezas a un lado y a otro, tratando con aprensión de descubrir qué ocurría. La alarma, sumada a la zozobra y a la tensión nerviosa hizo llorar a algunas mujeres; los nervios de los hombres estaban también bastante deshechos; sin embargo, no hicieron más que maldecir a quien los había asustado. Pues había sido un grito horroroso, algo similar a lo que habían estado esperando inconscientemente. Todos aguardaban ahora que volviera a repetirse.

Así ocurrió. Un grito de horror, que terminó en un gemido. Pero ahora menos alarmante, pues uno ya estaba preparado. Esta vez logré localizarlo. Unos pocos pasos me llevaron a la entrada de un callejón. Mientras doblaba la esquina volvió a oírse un grito que era casi un sollozo.

A unos pocos metros de la entrada del callejón un hombre corpulento castigaba con una varilla de bronce a una muchacha acurrucada en el suelo. El vestido de la joven estaba roto en la espalda, y en la carne se veían algunas manchas rojas. Cuando me acerqué comprendí porque la muchacha no huía; tenía las manos atadas con una cuerda que terminaba en la muñeca izquierda del hombre.

Llegué junto a ellos cuando el brazo del hombre se elevaba para descargar otro golpe. Fue fácil arrancarle la varilla de la mano y dejarla caer con cierta fuerza sobre su hombro. El individuo me lanzó rápidamente un puntapié, pero yo ya había retrocedido y su radio de acción estaba además limitado por la longitud de la cuerda. Dio otro inútil puntapié mientras yo buscaba un cortaplumas en mi bolsillo. No encontrando a nadie, el hombre se volvió y pateó a la muchacha, como medida de precaución. Luego le echó unas cuantas maldiciones y tiró de la cuerda para que se incorporara. Le golpeé entonces la cabeza, no muy fuerte. Sólo quería detenerlo y atontarlo un poco. No podía decidirme a castigar a un ciego, aunque fuese un individuo de esta especie. Mientras el hombre se recobraba, me incliné con rapidez y corté la cuerda. Un ligero empellón bastó para que retrocediera, tambaleándose, y girara sobre sí mismo hasta que ya no supo dónde estaba. Con la mano izquierda trazó un semicírculo en el aire. No me alcanzó, pero se encontró al fin con la pared. Después de esto pareció perder interés en todo, salvo el dolor de sus nudillos. Ayudé a incorporarse a la muchacha, le solté las manos, y la llevé callejón abajo mientras el hombre comenzaba otra vez a golpear el aire.

Mientras doblábamos la esquina la muchacha pareció salir de su estupor. Volvió hacia mí una cara tiznada y cubierta de lágrimas y me miró fijamente.

—¡Pero usted puede ver! —me dijo incrédula.

—Claro que si —le dije.

—¡Oh, gracias a Dios! ¡Pensé que era la única! —dijo, y se echó otra vez a llorar.

Miré a nuestro alrededor. Unos metros más allá había una taberna donde sonaba un gramófono, estallaban los vasos, y todos parecían divertirse de veras. Un poco más lejos había otra taberna, más pequeña, y todavía intacta. Un buen empujón con el hombro y abrí la puerta que conducía al salón. Lleve casi a rastras a la joven y la senté en una silla. Luego desarmé otra, y antes de fijarme en los reconstituyentes que se alineaban detrás del mostrador, introduje dos de las patas en los manubrios de las puertas de vaivén, como para descorazonar a unos futuros y posibles visitantes.

No había prisa. La muchacha bebió a sorbos, y atragantándose, el primer vaso. Le di tiempo a que se adaptara, haciendo girar mi bebida entre los dedos, y escuchando el gramófono de la otra taberna que emitía la muy popular, pero bastante lúgubre cantinela:

Tengo mi amor en una congeladora,

y el corazón en un bloque de hielo.

Se ha ido con otro. No sé adónde ha ido,

pero me escribe que nunca volverá.

Ahora que ya no le importo

soy sólo un hombre helado

y no me gusta mucho

vivir en el frío

con mi amor en una congeladora

y el corazón en un bloque de hielo.

De cuando en cuando miraba furtivamente a la muchacha. Sus ropas, o lo que quedaba de ellas, eran de buena calidad. Tenía, también, una voz excelente, no adquirida en la escena o en los estudios de cine, pues no había en ella ningún tono forzado. El pelo era rubio, pero con algunas franjas platinadas. Bajo el barro y los tiznes quizá fuese bastante bonita. Era unos diez centímetros más baja que yo; esbelta, pero no flaca. Me pareció que, si fuese necesario, demostraría tener bastante fuerza, pero una fuerza que, en sus aproximadamente veinticuatro años de edad, no había sido aplicada a nada más importante que golpear pelotas, bailar, y, quizá, sofrenar caballos. Sus bien formadas manos eran suaves, y las uñas, todavía intactas, tenían una longitud más decorativa que útil.

La bebida hizo al fin, y gradualmente, un buen efecto. Al terminar el vaso, la muchacha estaba bastante repuesta como para acordarse de sí misma.

—Dios mío —dijo—, debo de estar horrible.

Pensé que sólo yo podía advertirlo, pero no hice comentarios.

La muchacha se incorporó, y se acercó a un espejo.

—Es cierto —confirmó—. ¿Dónde…?

—Puede probar por ahí —sugerí.

Tardó veinte minutos en regresar. Teniendo en cuenta las pocas facilidades de que pudo disponer, realizó un buen trabajo. Había recobrado la moral. Parecía más una heroína cinematográfica después de una pelea, que lo que era realmente.

—¿Un cigarrillo? —pregunté, mientras le servía otro vaso fortificante.

Mientras el proceso de recuperación se completaba, intercambiamos nuestras historias. Para darle tiempo, primero le conté la mía. Luego la muchacha dijo:

—Estoy realmente avergonzada de mí. No soy así realmente. Como usted me encontró, quiero decir. Al contrario, soy muy dueña de mí misma, aunque usted no lo crea. Pero de algún modo esto último fue demasiado para mí. Lo que había ocurrido ya era bastante malo, pero de pronto me pareció que no podía afrontar ese horrible futuro. Comencé a pensar que yo era quizá la única persona en el mundo que conservaba la vista. Me derrumbé, y al mismo tiempo me sentí aterrorizada y tonta. Perdí la cabeza y grité como la protagonista de un melodrama victoriano. Nunca, nunca lo hubiese creído de mí.

—No se preocupe —le dije—. Probablemente pronto estaremos aprendiendo muchas cosas nuevas acerca de nosotros mismos.

—Pero me preocupa de veras. Si vuelvo a perder la cabeza… —La muchacha no concluyó su frase.

—Yo también sentí casi pánico en aquel hospital —le dije—. Somos seres humanos, no máquinas.

La muchacha se llamaba Josella Playton. Me pareció que el nombre me era algo familiar, pero no pude localizarlo. Vivía en Dene Road, St. John’s Wood. El distrito tenía cierta relación con mis sospechas. Yo recordaba muy bien Dene Road. Casas independientes y cómodas, feas, en su mayor parte, pero todas caras. Josella se había salvado del desastre general por un accidente no menos casual que el mío… bueno, quizá más. Había estado en una fiesta el lunes por la noche, una verdadera fiesta, parecía.

—Creo recordar que alguien se divirtió en mezclar las bebidas —dijo la muchacha—. Nunca me sentí tan enferma como al terminar aquella fiesta, y eso que no bebí mucho.

Recordaba el martes como un día de confuso malestar y de un increíble dolor de cabeza. A eso de las cuatro de la tarde ya no aguantó más. Tocó el timbre. Y ordenó que la dejaran tranquila aunque se anunciasen cometas, terremotos, o aun el mismo día del juicio. Después de ese ultimátum se tomó una fuerte dosis de píldoras somníferas que en su estómago vacío actuaron con la eficacia de un knock-out.

Desde entonces no se había enterado de nada hasta esa mañana, su padre la despertó entrando en la habitación llevándose los muebles por delante.

—Josella —estaba diciendo—, en nombre de Dios llama al doctor Mayle. Dile que estoy ciego, totalmente.

Josella se había asombrado al advertir que ya eran las nueve. Se levantó de un salto y se vistió apresuradamente. La servidumbre no había respondido ni a sus llamados ni a los de su padre. Cuando dio con ellos descubrió horrorizada que también estaban ciegos.

Como el teléfono no funcionaba, lo único que quedaba por hacer era tomar el coche e ir en busca del doctor. Las calles silenciosas y sin tránsito le habían parecido extrañas, pero sólo después de haber recorrido poco más de un kilómetro comenzó a comprender lo que había ocurrido. Sintió pánico entonces, y tuvo deseos de llorar, pero eso no serviría de nada. Quizá el doctor se hubiera librado de la enfermedad, cualquiera que fuera, lo mismo que ella. De modo que con una urgente, pero cada vez más débil esperanza, continuó su camino.

En la mitad de Regent Street el motor comenzó a fallar. Al fin se detuvo. En medio de su prisa no había observado el tablero. El tanque estaba vacío.

Se quedó allí un momento, sin saber qué hacer. Todas las caras estaban ahora vueltas hacia ella, pero comprendió que nadie podía verla, o ayudarla. Salió del coche, con la esperanza de encontrar un garaje en las cercanías, y dispuesta, si no lo encontraba, a hacer a pie el resto del camino. Mientras cerraba la portezuela, una voz le gritó:

—¡Un momento, amigo! —Josella se dio vuelta y vio a un hombre que venía tanteando hacia ella.

—¿Qué pasa? —preguntó Josella. El aspecto del hombre no era nada tranquilizador.

Sus modales cambiaron tan pronto como escuchó aquella voz de mujer.

—Estoy perdido. No sé dónde estoy.

—Estamos en Regent Street. El cinematógrafo New Gallery está justo a sus espaldas —le dijo Josella, y se volvió para alejarse.

—Enséñeme por favor dónde está la acera, ¿quiere, señorita? —dijo el hombre.

Ella titubeó, y en ese momento el hombre llegó casi a su lado. Buscó con una mano extendida y encontró la manga. Enseguida se abalanzó y le tomó las dos manos apretándoselas dolorosamente.

—¿Así que puedes ver, eh? —le dijo—. ¿Por que demonios puedes ver, y yo no, ni tampoco los otros?

Antes que ella pudiese comprender qué ocurría, el hombre le había hecho dar media vuelta, la había tirado al suelo, y le había puesto una rodilla en la espalda. Le tomó las dos muñecas con una sola mano, y comenzó a atárselas con un trozo de cuerda que sacó del bolsillo. Luego el hombre se incorporó y la obligó a levantarse.

—Muy bien —dijo—. Desde ahora en adelante tu verás por mí. Tengo hambre. Llévame a donde haya una buena comida. En marcha.

Josella se apartó del hombre.

—No quiero. Desáteme las manos enseguida. Yo…

El hombre la interrumpió atravesándole la cara con una bofetada.

—Basta de eso, querida. Vamos. En marcha. Comida, ¿me has oído?

—No quiero; ya se lo dije.

—Ya lo querrás, querida mía —le aseguró el hombre.

Y Josella echó a caminar.

Lo hizo buscando todo ese tiempo una oportunidad para escaparse. Y él lo sabía. En una ocasión casi lo logró, pero el hombre obró con rapidez. En el mismo momento en que Josella consiguió soltarse, el hombre le hizo una zancadilla, y antes que se pusiera de pie, la había atrapado de nuevo. Después de eso el hombre buscó una cuerda más larga, y se la ató a la muñeca.

Josella lo llevó primero a un café, y lo guió hasta una refrigeradora. La máquina había dejado de funcionar, pero estaba llena de comida fresca. La próxima parada fue un bar donde el hombre pidió una botella de whisky irlandés. Josella le dijo que la botella estaba en uno de los estantes de arriba.

—Si me desatara… —sugirió.

—¿Para que me rompas la cabeza de un botellazo? No he nacido ayer, mi querida. No. Me serviré whisky escocés. ¿Dónde está?

Josella le dijo cuál era la botella de las varias que él estaba tocando.

—Me parece que estaba un poco aturdida —me explicó Josella—. Ahora me doy cuenta que pude haberlo engañado de mil modos. Si usted no hubiese aparecido, quizá hubiera llegado a matarlo. Nadie puede volverse brutal de pronto… no yo, por lo menos. En un principio no pude pensar claramente Creía que aquello no podía durar, y que en cualquier momento aparecería alguien, y que todo terminaría.

Había habido una pelea en aquel bar antes que se fueran. Un grupo de hombres y mujeres descubrió la puerta abierta, y entraron en el salón. Poco precavido, el hombre le ordenó a Josella que les dijese qué había en la botella que el grupo había encontrado. Inmediatamente todos dejaron de hablar y volvieron hacia ella los ojos ciegos. Se oyó un murmullo, y dos hombres se adelantaron cautelosamente. Tenían una expresión decidida. Josella tiró de la cuerda.

—¡Cuidado! —gritó.

Sin titubear un instante, el hombre que había capturado a Josella lanzó un puntapié. Fue un puntapié afortunado. Uno de los hombres se dobló sobre sí mismo con un grito de dolor. El otro se adelantó de un salto, pero Josella se apartó y el hombre chocó contra el mostrador.

—Malditos, no la toquen —rugió el hombre de Josella, volviendo un rostro amenazador a un lado y a otro—. Es mía les digo. Yo la encontré.

Pero era indudable que los otros no iban a abandonar fácilmente sus propósitos. Aunque hubiesen podido ver la expresión del compañero de Josella, eso no hubiera bastado para detenerlos. Josella comenzó a comprender que el don de la vista, aun de segunda mano, era ahora algo superior a todas las riquezas, y que nadie renunciaría a ese don sin antes luchar duramente. Los hombres y mujeres del grupo ya estaban acercándose con las manos extendidas. Josella estiró una pierna, alcanzó la pata de una silla, y la hizo caer.

—¡Vamos! —gritó, arrastrando a su guardián.

Dos hombres tropezaron con la silla, y una mujer cayó sobre ellos. Rápidamente el bar se transformó en una forcejeante confusión. Josella se abrió camino por entre esa pelea y escapó con su compañero a la calle…

Apenas sabía por qué había hecho eso, pero la perspectiva de servir de lazarillo de aquel grupo le había parecido aún peor que su situación actual. El hombre no se lo agradeció. Le ordenó simplemente que buscara otro bar, un bar vacío.

—Creo —dijo Josella juiciosamente— que a pesar de su aspecto, no era un hombre malo, realmente. Pero estaba asustado. En el fondo estaba mucho más asustado que yo. Me dio un poco de comida y un poco de whisky. Comenzó a golpearme sólo porque estaba borracho, y no quise acompañarlo a su casa. Si usted no hubiese aparecido de pronto no sé qué hubiera ocurrido. —Hizo una pausa, y añadió—: Pero estoy muy avergonzada de mi misma. ¿Ha visto a lo que puede llegar una mujer moderna? Gritos, y desmayos. Algo horrible.

Josella parecía, y se sentía, evidentemente, mucho mejor, aunque se estremeció al tomar su vaso.

—Creo —le dije—, que he sido bastante estúpido… y bastante afortunado. Pude haberme dado cuenta cuando vi a aquella mujer con la niña en brazos, en Piccadilly. Sólo la casualidad me impidió caer en una trampa similar.

—Los que poseen algún tesoro siempre llevan una existencia precaria —dijo Josella reflexivamente.

—Lo recordaré siempre, de aquí en adelante —le dije.

—Yo lo tengo bien grabado —señaló Josella.

Durante algunos minutos escuchamos el ruido que venía de la otra taberna.

—¿Y qué piensa hacer ahora? —pregunté al fin.

—Tengo que volver a casa. Me espera mi padre. Indudablemente, es inútil ir a buscar al doctor ahora, aunque haya sido uno de los afortunados.

Pareció como si fuese a añadir algo, pero titubeó.

—¿Le importa si voy con usted? —le dije—. No me parece conveniente que ninguno de los dos ande solo.

Josella se volvió hacia mí con una mirada de agradecimiento.

—Gracias. Iba a pedírselo, pero pensé que usted querría buscar a alguien.

—No, a nadie —le dije—. No en Londres por lo menos.

—Me alegro. No es que tema que me atrapen otra vez… Tendré mucho cuidado. Pero, para ser sincera, temo la soledad. Me siento tan… tan perdida y desamparada.

Yo estaba viéndolo todo ahora bajo una nueva luz. La sensación de alivio se mezclaba ahora con la visión, cada vez más clara, del horror que podía aguardarnos. Había sido imposible, al principio, no sentir cierta superioridad, y, por lo tanto, cierta confianza. Nuestras posibilidades de sobrevivir a la catástrofe eran un millón de veces más grandes que las del resto. Donde ellos tenían que tantear, buscar y sospechar, a nosotros nos bastaba con entrar y servirnos. Pero había otras cosas.

—Me pregunto —dije—, ¿cuántos serán capaces de ver como nosotros? Me he cruzado con un hombre, una niña, y un bebé. Usted, con ninguno. Me parece que vamos a descubrir que la vista es algo raro de veras. Entre los otros, algunos han comprendido ya que sobrevivirán sólo si se apoderan de alguien que pueda ver. Cuando todos hayan comprendido lo mismo, el panorama no será muy tranquilizador.

Me pareció en ese momento que había que elegir entre una existencia solitaria, con el constante temor de caer en manos de alguien, o reunir un grupo escogido con el que pudiéramos protegernos de otros grupos. Seríamos algo así como jefes-prisioneros, y enseguida se me presentó una desagradable visión de sangrientas guerrillas, en las que distintos bandos luchaban por apoderarse de nosotros. Estaba todavía pensando incómodamente en esas posibilidades, cuando Josella me llamó a la realidad poniéndose de pie.

—Tengo que irme —me dijo—. Pobre padre. Pasan de las cuatro.

Ya otra vez en Regent Street, me asaltó de pronto una idea.

—Crucemos —dije—. Creo recordar que hay por aquí una tienda…

La tienda estaba todavía allí. Nos equipamos con unos cuchillos de tranquilizador aspecto y un par de cinturones.

—Me siento como un pirata —dijo Josella, mientras se ponía el cuchillo en el cinturón.

—Es mejor sentirse un pirata que botín de un pirata —le dije.

Unos pocos metros más arriba encontramos un salón de venta de automóviles, grande y brillante. Los automóviles parecían silenciosos. Pero cuando puse uno en marcha, el ruido nos pareció más fuerte que el del tránsito de una calle concurrida. Fuimos hacia el norte, zigzagueando para evitar los vehículos abandonados y los transeúntes que se quedaban clavados en medio de la calle al oír nuestro motor. Todas las cabezas se volvían esperanzadas hacia nosotros cuando nos acercábamos, y todas caían desanimadamente sobre el pecho al comprobar que no nos deteníamos. Encontramos un edificio que ardía furiosamente, y vimos la nube de humo de otro incendio en algún lugar de la calle Oxford. Había más gente aún en Oxford Circus, pero la esquivamos sin dificultades, pasamos la BBC y nos dirigimos hacia el norte, hacia la carretera de Regent Park.

Fue un alivio salir de las calles y viajar por un espacio abierto, un espacio donde no había ningún infortunado que se arrastrara tanteando las paredes. En las anchas franjas de hierba sólo se movían uno o dos grupitos de trífidos que se dirigían hacia el sur. Habían logrado, de algún modo, arrancar los postes, y caminaban arrastrando las cadenas. Recordé que en un rincón del zoológico había varios ejemplares sin podar, algunos sujetos con correas, pero la mayoría cercada por alambres, y me pregunté cómo habrían logrado salir. Josella los vio también.

—No será muy distinto para ellos —dijo.

Durante el resto del camino no encontramos nada de importancia. Pocos minutos después nos deteníamos ante la casa indicada por Josella. Salimos del coche y abrí la puerta del jardín. Un sendero no muy largo bordeaba un macizo de arbustos que ocultaba la casa. Cuando nos encontrábamos frente a los arbustos, Josella dio un grito y echó a correr. Había una figura tendida en el sendero, sobre el vientre, pero con la cabeza un poco ladeada de modo que se le veía la mitad del rostro. Enseguida noté la brillante mancha roja en la mejilla.

—¡Deténgase! —le grité a Josella.

Había bastante alarma en mi voz como para que me obedeciese.

Yo ya había visto al trífido. Estaba escondido entre los arbustos; su aguijón podía llegar fácilmente hasta la caída figura.

—¡Atrás! ¡Rápido! —dije.

Josella titubeó, y siguió mirando al hombre.

—Pero tengo que… —comenzó a decir, volviéndose hacia mí. Enseguida se detuvo. Abrió enormemente los ojos, y lanzó un grito.

Giré sobre mí mismo y me encontré con un trífido, a no más de un metro.

Automáticamente, me llevé las manos a los ojos. Oí el silbido del aguijón… pero no me desmayé, ni sentí siquiera aquella ardiente quemadura. La mente puede actuar como un relámpago en esos momentos; sin embargo, fue más el instinto que la razón lo que me hizo saltar hacia el trífido antes que volviese a golpearme. Choqué con él, y lo derribé. Caíamos aún y ya mis manos se tomaban de la parte superior del tallo tratando de arrancarle el cáliz y el aguijón. Los tallos de los trífidos no se quiebran, pero pueden destrozarse. Antes de ponerme de pie yo ya lo había destrozado de veras.

Josella estaba aún en el mismo sitio, paralizada.

—Acérquese —le dije—. Hay otro en los arbustos, detrás de usted.

Josella miró con temor por encima del hombro, y vino hacia mí.

—¡Pero el trífido lo golpeó! —me dijo, incrédula—. ¿Cómo no está…?

—No lo sé. Tendría que estarlo.

Miré al trífido caído. Recordé de pronto los cuchillos de que nos habíamos provisto para tratar con enemigos muy diferentes, y usé el mío para cortar el aguijón por la base. Lo examiné.

—Esto lo explica todo —dije, señalando los sacos de veneno—. Ve, están vacíos, secos. Si hubieran estado llenos, aun a medias… —Apunté hacia abajo con el pulgar.

A eso, y a mi adquirida resistencia al veneno, debía la vida. Sin embargo, yo tenía en el dorso de las manos y en el pescuezo unas pálidas manchas rojas que me picaban como todos los diablos. Me rasqué un rato mientras miraba el aguijón del trífido.

—Es raro… —murmuré, más para mí mismo que para Josella, pero la muchacha me oyó.

—¿Qué es raro?

—Nunca vi un trífido con los sacos de veneno tan vacíos como éstos. Tiene que haber lanzado un buen número de aguijonazos.

Creo que Josella no me oyó esta vez. Su atención se había vuelto hacia el hombre que yacía en el sendero, mirando de reojo al trífido que estaba allí cerca.

—¿Cómo podríamos alejarlo?

—No podemos… no hasta que haya concluido… —le dije—. Además… bueno, temo que no podamos ayudarlo.

—¿Quiere decir que está muerto? —Moví afirmativamente la cabeza.

—Sí. He visto a otros como él. ¿Quién era?

—El viejo Pearson. Hacía de jardinero y de chofer de mi padre. Querido Pearson. Lo conocí toda mi vida.

—Lo siento —comencé a decir, deseando que se me ocurriera algo más adecuado, pero la muchacha me interrumpió.

—¡Mire! ¡Oh, mire! —Josella señaló un sendero que corría junto a la casa. Una pierna con una media de seda negra y zapato de mujer asomaba en la esquina.

Miramos con cuidado, y luego nos movimos a un lugar seguro desde donde podíamos ver mejor. Una muchacha vestida de negro yacía parte en el camino y parte en un macizo de flores. Una línea roja y brillante le atravesaba el rostro. Josella reprimió un sollozo. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

—¡Oh! ¡Es Annie! ¡Pobre Annie! —exclamó.

Traté de consolarla.

—Lo más probable es que no se hayan dado cuenta —le dije—. El golpe que llega a matar es por suerte bastante rápido.

Ningún otro trífido se escondía allí, aparentemente. Era posible que hubiesen sido atacados por el mismo. Cruzamos juntos el sendero y entramos en la casa por una puerta lateral. Josella llamó. No respondió nadie. Llamó otra vez. Un silencio total envolvía la casa. Josella me miró. No hicimos ningún comentario. La muchacha, en silencio, me llevó por un corredor hasta una puerta forrada con un paño verde. En el momento de abrirla se oyó un silbido y algo golpeó la puerta y el marco a unos centímetros por encima de su cabeza. Josella cerró apresuradamente, y se volvió hacia mí con los ojos muy abiertos.

—Hay uno en la sala —dijo.

Habló en voz muy baja, como si temiera que el trífido pudiese oírla.

Volvimos a la puerta que daba al jardín. Caminamos sobre el pasto para no hacer ruido y rodeamos la casa hasta que nos encontramos ante la sala. La ventana balcón estaba abierta y el vidrio roto en parte. En el alféizar y la alfombra había unas huellas de barro. En un extremo de las huellas, en medio de la habitación, se alzaba un trífido. La punta del tallo llegaba casi al techo, y se balanceaba ligeramente. Al lado del tronco velludo y sucio, yacía el cuerpo de un hombre maduro envuelto en una brillante bata de seda. Tomé a Josella por el brazo. Tenía miedo de que se precipitara en la habitación.

—¿Es… es su padre? —le pregunté, aunque sabía que tenía que ser él.

—Sí —dijo Josella, y se llevó las manos a la cara. Le temblaba el cuerpo.

Me quedé allí, inmóvil, con los ojos clavados en el trífido por si se acercaba a nosotros. Luego pensé que Josella necesitaba un pañuelo y le alcancé el mío. Nada podíamos hacer. Después de un rato, Josella se repuso un poco. Recordando a la gente que habíamos visto durante el día, le dije:

—Sabe, hubiese preferido que me ocurriese eso a ser como aquellos otros.

—Sí —dijo Josella, después de una pausa.

Alzó los ojos al cielo. Era un cielo suave, de un profundo color azul, con algunas nubes que flotaban como plumas blancas.

—Oh, sí —repitió con más convicción—. Pobre papá. Nunca hubiese soportado la ceguera. Amaba demasiado todo esto. —Volvió a mirar el interior de la habitación—. ¿Qué vamos a hacer? No puedo dejar que…

En ese mismo instante percibí el reflejo de un movimiento en la hoja de vidrio. Miré con rapidez hacia atrás y vi que un trífido salía de los arbustos, y echaba a caminar en una línea que se dirigía directamente hacia nosotros. Alcancé a oír el murmullo de las hojas correosas mientras el tallo se balanceaba hacia delante y hacia atrás.

No había tiempo que perder. Ignorábamos cuántos otros trífidos podía haber allí. Tomé otra vez a Josella por el brazo, y corrimos por el sendero. Cuando estábamos ya a salvo dentro del automóvil, Josella se echó a llorar.

Era mejor dejar que se desahogara. Encendí un cigarrillo y pensé qué podíamos hacer. Naturalmente, Josella no querría dejar allí a su padre. Desearía enterrarlo decentemente… y, por lo que habíamos visto, tendríamos que encargarnos nosotros mismos de cavar la tumba, y todo lo demás. Y antes de iniciar el trabajo sería necesario entendérselas con los trífidos que estaban por allí, y ahuyentar a sus posibles sucesores. Me sentía inclinado a abandonar totalmente el asunto… pero, claro, no se trataba de mi padre.

Cuanto más consideraba este nuevo aspecto de las cosas, menos todavía me agradaba. No tenía idea de cuántos trífidos podría haber en Londres. En todos los parques había varios ejemplares. Se trataba, comúnmente, de trífidos mutilados a los que se les permitía vagar a su antojo. Algunos conservaban sus aguijones, y crecían atados a unas estacas o detrás de un alambre tejido. Pensé en los que habíamos visto al cruzar Regent Park, y me pregunté cuántos habría en los corrales del zoológico y cuántos habrían logrado huir. En los jardines privados había algunos también. Uno debía pensar que eran ejemplares podados, pero nadie sabe hasta qué extremos puede llegar el descuido de la gente. Y había además algunos criaderos, y más lejos algunas estaciones experimentales.

Mientras pensaba en todo eso, creí recordar algo; era una asociación de ideas que no terminaba de formarse. Busqué durante un minuto o dos; luego, de pronto, me acordé. Casi podía oír la voz de Walter que decía:

—Te lo aseguro. Un trífido está en mejores condiciones de sobrevivir que un hombre ciego.

Naturalmente, se había referido a un hombre cegado por un trífido. Pero aun así, sentí un estremecimiento. Más que un estremecimiento. Me sentí asustado.

Recordé otra vez. No, había sido sólo una frase. Sin embargo, parecía terrible ahora.

—Suprime los ojos —había dicho Walter—, y nuestra superioridad habrá desaparecido.

Por supuesto, las coincidencias son algo usual, pero sólo las advertimos de cuando en cuando…

Un ruido en la grava me devolvió al presente. Un trífido venía balanceándose por el sendero hacia la puerta del jardín. Me incliné sobre el asiento y alcé la ventanilla.

—¡Vamos! ¡Vamos! —gritó Josella, histéricamente.

—Estamos seguros aquí —le dije—. Quiero ver qué hace.

Simultáneamente comprendí que una de mis preguntas ya tenía respuesta. Yo estaba acostumbrado a esas plantas y había olvidado la impresión que un trífido sin podar causa a la gente. Comprendí de pronto que Josella no querría volver aquí. Un trífido con aguijón provocaba en ella un solo deseo: apartarse de él, y mantenerse apartada.

El trífido se detuvo junto a la verja. Uno hubiese podido jurar que escuchaba. No nos movimos ni hablamos. Josella, horrorizada, lo miraba fijamente. Creí que iba a lanzar su aguijón contra el coche, pero no lo hizo. Quizá el rumor de nuestras voces en el interior del auto le hacía pensar que estábamos fuera de su alcance.

Las varitas comenzaron de pronto a golpear el tronco. Se balanceó, dobló pesadamente hacía la derecha, y desapareció por un sendero.

Josella suspiró aliviada.

—Oh, vámonos antes que vuelva —imploró.

Puse el coche en marcha, lo hice girar, y volvimos a Londres.