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Greenacres, 1953

Lo mejor de tener ocho años era que Laurel ya podía dar volteretas de verdad. Las había estado practicando durante todo el verano, y, de momento, su mejor marca eran trescientas veintiséis seguidas, desde lo alto del camino hasta el viejo tractor de papá. Esta mañana, sin embargo, se había impuesto un nuevo reto: iba a contar cuántas volteretas hacían falta para dar la vuelta alrededor de la casa, y, por si fuera poco, lo iba a hacer lo más rápido posible.

El problema era la puerta lateral. Cada vez que llegaba (tras cuarenta y siete volteretas, a veces cuarenta y ocho), hacía una marca en la arena, donde las gallinas habían picoteado la hierba, corría a abrir y volvía al mismo sitio. Pero, cuando levantaba las manos, preparada para impulsarse, la puerta ya se había cerrado con un chirrido. Pensó en poner algo para mantenerla abierta, pero las gallinas eran muy pícaras y probablemente aletearían hasta la huerta a la menor oportunidad.

No obstante, no se le ocurría otro modo de completar la vuelta. Se aclaró la garganta, al igual que su maestra, la señorita Plimpton, cada vez que debía hacer un anuncio importante, y dijo: «Escuchad, vosotras —apuntó con el dedo para realzar sus palabras—, voy a dejar esta puerta abierta, pero solo un minuto. Si alguna de vosotras tiene la brillante idea de entrar a escondidas cuando me dé la vuelta, sobre todo a la huerta de papá, os advierto que mamá va a cocinar pollo esta tarde y a lo mejor busca voluntarias».

A mamá ni se le habría ocurrido echar a la olla a una de sus pequeñas (las gallinas con la buena fortuna de haber nacido en la granja Nicolson tenían asegurada la muerte por vejez), pero Laurel no vio motivo alguno para decirles eso.

Cogió las botas de trabajo de papá, al lado de la puerta principal, y las dejó, una junto a la otra, contra la puerta abierta. Constable, el gato, que había observado los acontecimientos desde el umbral de la entrada, maulló para expresar sus reservas respecto al plan, pero Laurel fingió no haberlo oído. Convencida de que la puerta no se cerraría esta vez, reiteró su advertencia a las gallinas y, con una última mirada al reloj, esperó a que el segundero llegara a las doce, gritó «¡Ya!» y comenzó a dar volteretas.

El plan funcionó a las mil maravillas. Iba dando vueltas y más vueltas, con las trenzas arrastrándose por el polvo y luego atizando la espalda como la cola de un caballo: a lo largo del cercado, por la puerta abierta (¡hurra!) y de vuelta al comienzo. Ochenta y nueve volteretas, tres minutos y cuatro segundos exactamente.

Laurel se sintió exultante…, hasta que notó que esas pícaras gallinas habían hecho precisamente lo que les había pedido que no hiciesen. Corrían alborotadas por la huerta de su padre, tiraban el maíz al suelo y lo picoteaban como si no hubiesen comido en todo el día.

—¡Eh! —gritó Laurel—. Vosotras, al corral.

No le hicieron caso, y Laurel caminó decidida, mientras movía los brazos y pisoteaba el suelo, pero se topó con un desdén imperturbable.

Laurel no vio al hombre al principio. No hasta que él dijo: «Hola», y miró hacia arriba y lo vio ahí, cerca de donde papá solía aparcar el viejo Morris.

—Hola —dijo Laurel.

—Pareces un poco enfadada.

—Es que estoy enfadada. Estas se han escapado y se están comiendo todo el maíz de mi papá y me van a echar la culpa.

—Cielos —dijo el hombre—. Parece serio.

—Es que lo es. —El labio inferior amenazó con temblar, pero Laurel no lo consintió.

—Vaya, es un hecho poco conocido, pero yo hablo gallino bastante bien. ¿Por qué no vemos qué podemos hacer para que vuelvan?

Laurel estuvo de acuerdo, y juntos persiguieron las gallinas por toda la huerta, mientras el hombre cloqueaba y Laurel lo miraba por encima del hombro, asombrada. Cuando la última gallina entró en el corral, a salvo tras la puerta cerrada, el hombre incluso ayudó a eliminar las pruebas de las plantas rotas de papá.

—¿Has venido a ver a mis padres? —dijo Laurel, que de repente cayó en la cuenta de que el hombre tendría otro objetivo aparte de ayudarla.

—Eso es —dijo—. Yo conocí a tu madre hace mucho tiempo. Éramos amigos. —El hombre sonrió, y esa sonrisa hizo pensar a Laurel que le caía bien, y no solo por lo de las gallinas.

Al reparar en ello se volvió un poco tímida y dijo:

—Puedes esperar dentro, si quieres. Yo debería estar ordenando.

—Vale. —El hombre la siguió a la casa y se quitó el sombrero al cruzar el umbral. Echó un vistazo al salón y notó, a Laurel no le cupo duda, que papá acababa de pintar las paredes—. ¿Tus padres no están en casa?

—Papá está en el campo y mamá ha ido a pedir prestado un televisor para ver la coronación.

—Ah. Por supuesto. Bueno, seguro que estoy bien aquí, si necesitas seguir ordenando.

Laurel asintió, pero no se movió.

—Voy a ser actriz, ¿sabes? —Sintió la repentina necesidad de contarle a aquel hombre todo acerca de sí misma.

—¿De verdad?

Laurel asintió de nuevo.

—Vaya, entonces tendré que estar pendiente de ti. ¿Crees que vas a actuar en los teatros de Londres?

—¡Oh, sí! —dijo Laurel, que frunció los labios, pensativa, como veía hacer a los adultos—. Creo que muy probablemente.

El hombre había estado sonriendo, pero su expresión cambió entonces, y al principio Laurel pensó que sería por algo que había dicho o hecho. Sin embargo comprendió que ya no la estaba mirando, que tenía la mirada clavada más allá de ella, en la fotografía de la boda de mamá y papá, la que estaba en la mesilla del vestíbulo.

—¿Te gusta? —preguntó.

El hombre no respondió. Se había acercado a la mesilla y sostenía el marco, que miraba como si fuese incapaz de creer lo que veía.

—Vivien —dijo en voz baja, tocando la cara de mamá.

Laurel frunció el ceño, preguntándose qué querría decir.

—Esa es mi mamá —dijo—. Se llama Dorothy.

El hombre miró a Laurel y su boca se abrió como si fuese a decir algo, pero no lo hizo. La cerró de nuevo y una sonrisa apareció en sus labios, una sonrisa divertida, como si acabase de encontrar la respuesta a un rompecabezas y el descubrimiento le entristeciera y alegrara al mismo tiempo. Se puso de nuevo el sombrero y Laurel comprendió que iba a marcharse.

—Mamá no va a tardar —dijo, confundida—. Solo ha ido al pueblo de al lado.

Aun así, el hombre no cambió de opinión y caminó de vuelta a la puerta y salió a la brillante luz del sol, al cenador bajo la glicina. Tendió la mano y le dijo a Laurel:

—Bueno, compañera pastora de gallinas, ha sido un placer conocerte. Que disfrutes de la coronación, ¿vale?

—Vale.

—Por cierto, me llamo Jimmy y voy a buscarte por los escenarios de Londres.

—Yo soy Laurel —dijo ella, y le estrechó la mano—. Nos veremos en los teatros.

El hombre se rio.

—No me cabe duda. Me parece que eres de esas personas que saben escuchar con los oídos, los ojos y el corazón, todos al unísono.

Laurel asintió, dándose importancia.

El hombre había comenzado a marcharse cuando se detuvo de repente y se dio la vuelta por última vez.

—Antes de irme, Laurel, ¿me podrías decir…? Tu papá y tu mamá… ¿son felices?

Laurel arrugó la nariz, sin saber muy bien qué quería decir.

El hombre se explicó:

—¿Hacen bromas juntos y se ríen y bailan y juegan?

Laurel puso los ojos en blanco.

—Ah, sí —dijo—, todo el tiempo.

—¿Y tu papá es amable?

Laurel se rascó la cabeza y asintió.

—Y divertido. La hace reír, y siempre prepara el té, y ¿sabías que una vez le salvó la vida? Así es como se enamoraron: mamá se cayó por un acantilado enorme y estaba muy asustada y sola y supongo que su vida corría peligro, hasta que mi papá se tiró al agua, aunque había tiburones y cocodrilos y creo que hasta piratas, y la rescató.

—¿De verdad?

—Sí. Y después comieron berberechos.

—Vaya, entonces, Laurel —dijo el hombre, Jimmy—, creo que tu papá parece el tipo de hombre que tu mamá se merece.

Y entonces se miró las botas, de esa manera triste y feliz tan suya, y se despidió. Laurel lo observó al marcharse, pero solo un rato, y enseguida comenzó a preguntarse cuántas volteretas harían falta para llegar hasta el arroyo. Y, cuando su madre llegó a casa, y sus hermanas también (con la televisión metida en una caja en el maletero), ya se había olvidado de ese hombre amable que vino un día y la ayudó con las gallinas.