31

Londres, 2011

Laurel fue a Campden Grove en cuanto pudo; no sabía exactamente por qué, pero tenía la convicción de que debía hacerlo. En lo más hondo, supuso que esperaba llamar a la puerta y encontrarse con la persona que envió a su madre la tarjeta de agradecimiento. Le había parecido lógico entonces; pero ahora, frente a la entrada del número 7 (convertido en un bloque de apartamentos para turistas), que olía a ambientador de limón y a viajeros cansados, se sintió un tanto ridícula. La mujer que trabajaba en la recepción, una zona pequeña y abarrotada, alzó la vista tras un teléfono para preguntar si se sentía bien y Laurel le aseguró que sí. Volvió a fijarse en la moqueta sucia y reanudó sus pensamientos.

Laurel no se sentía bien; de hecho, estaba sumamente desanimada. Se entusiasmó la noche anterior, cuando mamá le habló de Henry Jenkins, del tipo de hombre que había sido. Todo tenía sentido y creyó haber llegado al final, que por fin había comprendido lo ocurrido ese día. Entonces vio el matasellos del sobre y su corazón dio un vuelco; sabía que era importante; más aún, que era un descubrimiento personal, como si ella, Laurel, fuera la única persona capaz de deshacer este último nudo. Pero aquí estaba, en un alojamiento de tres estrellas, tras una persecución estéril, sin otro lugar al que ir, nada que encontrar y nadie con quien hablar que hubiese vivido aquí durante la guerra. ¿Qué significaba esa tarjeta? ¿Quién la había enviado? ¿Tenía alguna importancia? Laurel comenzaba a pensar que no.

Se despidió de la recepcionista, que movió los labios para decir «adiós» en silencio, con el auricular en la mano, y Laurel salió. Encendió un cigarrillo y fumó, irascible. Iba a recoger a Daphne a Heathrow más tarde; por lo menos el desplazamiento no sería una completa pérdida de tiempo. Miró el reloj. Aún tenía un par de horas por delante. Hacía un día precioso, acogedor, de cielo azul y claro, cruzado solo por la perfecta estela de los aviones cuyos viajeros sí iban a llegar a un lugar… Laurel pensó que lo mejor sería comprar un sándwich y dar un paseo por el parque, junto al Serpentine. Mientras daba una calada recordó la última vez que había venido a Campden Grove. Ese día que vio al niño enfrente del número 25.

Laurel echó un vistazo a la casa. La casa de Vivien y Henry: el lugar de sus maltratos secretos; donde Vivien sufrió. De un modo extraño, gracias a los diarios de Katy Ellis, Laurel sabía más acerca de la vida en esa casa que de la del número 7. Se acabó el cigarrillo, pensativa, y se agachó para tirar la colilla en el cenicero que había junto a la entrada. Antes de enderezarse, Laurel ya había tomado una decisión.

Llamó a la puerta del 25 de Campden Grove y esperó. Ya no había decoraciones de Halloween en la ventana y en su lugar se encontraban unas manos de niños pintadas, de al menos cuatro tamaños diferentes. Era bonito. Era bonito que una familia viviese ahí ahora. Los desagradables recuerdos del pasado estaban siendo desplazados por otros nuevos. Podía oír ruidos en el interior (sin duda, había alguien en casa), pero no abrió nadie, así que llamó de nuevo. Se dio la vuelta en las baldosas del rellano y miró hacia el número 7, tratando de imaginar a su madre de joven, con su trabajo de doncella, al subir las escaleras.

La puerta se abrió detrás de ella y la bonita mujer que Laurel había visto la última vez estaba ahí, de pie, con un bebé en brazos.

—Oh, Dios mío —dijo, con esos ojos azules abiertos de par en par—. Es… usted.

Laurel estaba acostumbrada a que la reconociesen, pero había algo diferente en el tono de esta mujer. Sonrió y la mujer se sonrojó, se limpió la mano en los vaqueros azules y se la tendió a Laurel.

—Lo siento —dijo—. ¿Dónde están mis modales? Yo soy Karen y este es Humphrey —dio una palmadita en el trasero del niño y un mechón rubio y rizado ondeó ligeramente sobre su hombro, mientras sus ojos azul cielo contemplaban a Laurel con timidez—, y, por supuesto, ya sé quién es usted. Es un gran honor conocerla, señora Nicolson.

—Llámame Laurel.

—Laurel. —Karen se mordió levemente el labio inferior, un gesto nervioso y satisfecho, y sacudió la cabeza, incrédula—. Julian mencionó que la había visto, pero pensé… A veces él… —Sonrió—. No importa… Aquí está. Mi marido se va a volver loco cuando la vea.

«Eres la señora de papá». Laurel tuvo la fuerte sospecha de que no entendía bien lo que ocurría.

—¿Sabe? Ni siquiera me dijo que iba a venir.

Laurel no explicó que no había llamado de antemano; aún no sabía cómo explicar por qué había venido. Se conformó con sonreír.

—Entre, por favor. Voy a decirle a Marty que baje de la buhardilla.

Laurel siguió a Karen por un vestíbulo atestado, junto al cochecito con aspecto de módulo lunar, entre un mar de pelotas, cometas y pequeños zapatos que no coincidían, y entraron en una sala de estar cálida y luminosa. Había unas estanterías blancas que llegaban al techo, con libros apilados de cualquier modo, y en la pared dibujos de niños junto a fotografías de familia de personas sonrientes y felices. Laurel casi se tropezó con un cuerpo menudo en el suelo: era el niño de la otra vez, que yacía boca arriba con las rodillas dobladas. Con un brazo en alto daba vida a un avión de Lego y hacía ruidos graves, de motor, ensimismado por completo en la simulación del vuelo de su avión.

—Julian —dijo su madre—, Juju, sube, cariño, y dile a papá que tenemos visita.

El niño alzó la vista, parpadeando de vuelta a la realidad; vio a Laurel y sus ojos se iluminaron al reconocerla. Sin decir palabra, sin ni siquiera una vacilante pausa en el ruido del motor, dirigió su avión a un nuevo rumbo, se puso en pie y lo siguió por las escaleras de moqueta.

Karen insistió en poner la tetera a hervir, así que Laurel se sentó en un cómodo sofá con marcas de lápiz sobre la funda a cuadros rojos y blancos y sonrió al bebé, que se encontraba sentado en la alfombra, dando patadas a un sonajero con su piececito regordete.

Se oyeron unos crujidos apresurados provenientes de las escaleras y un hombre alto, guapo a su estilo desastrado, de cabello castaño y gafas de montura negra, apareció en la puerta del salón. Su hijo piloto lo siguió. El hombre extendió una mano enorme y sonrió al ver a Laurel, sacudiendo la cabeza, asombrado, como si una aparición acabase de materializarse en su casa.

—Cielos —dijo al tocarla y demostrarse que era un ser de carne y hueso—. Creía que Julian me tomaba el pelo, pero aquí está.

—Aquí estoy.

—Soy Martin —dijo—. Llámeme Marty. Y disculpe mi incredulidad, pero… Doy clases de interpretación en Queen Mary College, ¿sabe?, e hice mi tesis doctoral sobre usted.

—¿De verdad? —«Eres la señora de papá». Bueno, eso lo explicaba.

Interpretaciones contemporáneas de las tragedias de Shakespeare. Mucho menos árido de lo que suena.

—Ya me imagino.

—Y ahora… aquí está. —El hombre sonrió, frunció el ceño ligeramente y sonrió de nuevo. Se rio y su risa era un sonido precioso—. Lo siento. Es una coincidencia extraordinaria.

—¿Le has hablado a la señora Nicolson…, a Laurel —Karen se ruborizó al entrar en el salón—, del abuelo? —Dejó una bandeja de té sobre la mesa de centro, abriéndose paso entre un bosque de materiales de manualidades para niños, y se sentó al lado de su esposo en el sofá. Sin desviar la vista, la mujer entregó una galleta a una niña de tirabuzones castaños que había detectado la llegada de los dulces y surgió de la nada.

—Mi abuelo —explicó Marty—. Él es quien despertó mi interés por su obra. Yo soy un admirador, pero él era un creyente. No se perdió ni una sola de sus representaciones.

Laurel sonrió complacida, aunque intentó no parecerlo; le encantaban esta familia y su casa acogedora y desordenada.

—Alguna se perdería.

—Jamás.

—Háblale a Laurel de su pie —dijo Karen, que frotó con ternura el brazo de su marido.

Marty se rio.

—Un año se rompió el pie y obligó a los del hospital a que le diesen el alta antes de tiempo para verla en Como gustéis. Solía llevarme con él incluso cuando era tan pequeño que necesitaba tres cojines para que la butaca de delante no me tapase la vista.

—Parece un hombre de un gusto exquisito. —Laurel estaba coqueteando, y no solo con Marty, sino con todos ellos; se sentía muy querida. Menos mal que Iris no estaba ahí para presenciarlo.

—Lo fue —dijo Marty con una sonrisa—. Yo lo quería muchísimo. Lo perdimos hace diez años, pero no pasa un día sin que lo eche de menos. —Se subió las gafas de montura negra por el puente de la nariz y dijo—: Pero ya hemos hablado bastante de nosotros. Disculpe, verla ha sido tan sorprendente que ni siquiera le hemos preguntado por qué ha venido a vernos. Es de suponer que no ha sido para que le hablemos del abuelo.

—Se trata de una larga historia, en realidad —dijo Laurel, que tomó la taza de té que le ofrecía y añadió un poco de leche—. He estado investigando la historia de mi familia, en particular la de mi madre, y resulta que hace mucho tiempo —Laurel dudó— se relacionó con la gente que vivía en esta casa.

—¿Cuándo fue eso?, ¿lo sabe?

—A finales de los años treinta y al principio de la guerra.

La ceja de Marty se movió con un tic nervioso.

—Qué extraordinario.

—¿Cómo se llamaba la amiga de su madre? —preguntó Karen.

—Vivien —dijo Laurel—. Vivien Jenkins.

Marty y Karen intercambiaron una mirada y Laurel observó a ambos.

—¿He dicho algo extraño? —dijo.

—No, extraño no, es que… —Marty sonrió mirándose las manos mientras pensaba cómo expresarse— aquí conocemos muy bien ese nombre.

—¿De verdad? —El corazón de Laurel comenzó a latir ruidosamente. Eran los descendientes de Vivien, claro. Un niño del que Laurel no sabía nada, un sobrino…

—Es una historia un tanto peculiar, en realidad, de las que entran en las leyendas de las familias.

Laurel asintió con impaciencia, deseando que continuara, y tomó un sorbo de té.

—Mi bisabuelo Bertie heredó esta casa durante la Segunda Guerra Mundial. Estaba enfermo, según cuenta la historia, y era muy pobre: había trabajado toda su vida pero corrían tiempos difíciles (estaban en guerra, al fin y al cabo) y vivía en un diminuto apartamento cerca de Stepney, donde lo cuidaba una vieja vecina, cuando un día, sin previo aviso, recibió la visita de un elegante abogado, quien le dijo que había heredado esta casa.

—No comprendo —dijo Laurel.

—Él tampoco lo comprendía —dijo Marty—. Pero el abogado fue contundente al respecto. Una mujer llamada Vivien Jenkins, de quien mi bisabuelo nunca había oído hablar, lo había nombrado su heredero universal.

—¿No la conocía?

—Ni había oído hablar de ella.

—Pero qué extraño.

—Estoy de acuerdo. Y al principio no quería mudarse. Sufría demencia; no le gustaban los cambios; puede imaginarse cuánto lo trastornó…, así que se quedó donde estaba y la casa siguió vacía, hasta que su hijo, mi abuelo, volvió de la guerra y fue capaz de convencer al anciano de que no había gato encerrado.

—¿Su abuelo conoció a Vivien, entonces?

—Sí, pero nunca habló de ella. Era muy abierto, mi abuelo, pero había un par de temas sobre los que nunca hablaba. Ella era uno; el otro era la guerra.

—Creo que eso no es infrecuente —dijo Laurel—. ¡Los horrores que vieron, los pobres!

—Sí. —Su rostro se entristeció—. Pero, en el caso del abuelo, era más que eso.

—¡Oh!

—Fue reclutado en la cárcel.

—Ah, entiendo.

—No se explayó con los detalles, pero hice unas pesquisas. —Marty parecía un poco avergonzado y bajó la voz al continuar—: Encontré los informes policiales y descubrí que una noche del año 1941 a mi abuelo lo recogieron en el Támesis, tras haber recibido una paliza brutal.

—¿Quién lo hizo?

—No estoy seguro, pero cuando estaba en el hospital se presentó la policía. Se les había metido en la cabeza que había estado involucrado en un intento de chantaje y se lo llevaron para interrogarlo. Un malentendido, juró siempre mi abuelo, y, si hubiese conocido a mi abuelo, sabría que nunca mentía, pero la poli no le creyó. Según el informe llevaba un cheque por una suma considerable cuando lo encontraron, pero él no explicó por qué lo tenía. Lo mandaron a la cárcel; no se podía permitir un abogado, claro, y, al final, la policía no tenía suficientes pruebas contra él, así que lo alistaron. Es curioso, pero solía decir que le salvaron la vida.

—¿Que le salvaron la vida? ¿Cómo?

—No lo sé, nunca lo entendí. Quizás era una broma…, era un bromista, mi abuelo. Lo enviaron a Francia en 1942.

—¿No había estado en el ejército antes?

—No, pero sí había estado en el frente (estuvo en Dunkerque, de hecho), aunque no llevaba armas. Llevaba una cámara. Era fotógrafo. Venga a ver algunas de sus fotografías.

—Dios mío —dijo Laurel, que comprendió, al estudiar las fotografías en blanco y negro que cubrían la pared—, su abuelo era James Metcalfe.

Marty sonrió orgulloso.

—En persona. —Enderezó el marco de una fotografía.

—Las reconozco. Las vi en una exposición en el Museo de Victoria y Alberto hace unos diez años.

—Eso fue poco después de su muerte.

—Su obra es increíble. ¿Sabe?, mi madre tenía una copia de una foto suya en la pared cuando yo era niña, una pequeña… Todavía la tiene, de hecho. Solía decir que le ayudaba a recordar a su familia, lo que les sucedió. Murieron en un bombardeo en Coventry.

—Lo lamento —dijo Marty—. Terrible. Imposible imaginarlo.

—En cierta medida, las fotografías de su abuelo ayudan a intentarlo. —Laurel miró las fotografías, de una en una. Eran excepcionales: personas que habían perdido sus casas en los bombardeos, soldados en el campo de batalla. En una de ellas, salía una niña pequeña, ataviada con una indumentaria extraña, zapatos de claqué y unos bombachos enormes—. Esta me gusta —dijo.

—Es mi tía Nella —dijo Marty, sonriendo—. Bueno, así es como la llamamos, aunque no era de la familia. Era una huérfana de la guerra. Esa foto la tomó la noche que murió su familia. Mi abuelo siguió en contacto con ella y, cuando regresó de la guerra, buscó a su familia de acogida. Fueron amigos el resto de su vida.

—Qué bonito.

—Él era así, muy leal. ¿Sabe?, antes de casarse con mi abuela, fue a buscar a un antiguo amor solo para asegurarse de que le iba bien. Nada le habría impedido casarse con mi abuela, por supuesto (se querían muchísimo), pero dijo que era algo que debía hacer. Tuvieron que separarse durante la guerra y solo la vio una vez después de regresar, y de lejos. Ella estaba en la playa con su nuevo marido y él no quiso molestarlos.

Laurel escuchaba y asentía, cuando de repente las piezas del rompecabezas encajaron: Vivien Jenkins había dejado la casa a la familia de James Metcalfe. James Metcalfe, con su padre viejo y enfermo…, vaya, tenía que ser Jimmy, ¿no? Tenía que serlo. El Jimmy de su madre, y el hombre de quien Vivien se había enamorado, contra el que le advirtió Katy, temerosa de lo que haría Henry si se enterase. Lo cual significaba que mamá era la mujer a la que Jimmy había buscado antes de casarse. Laurel pensó que se iba a desmayar, y no solo porque era su madre de quien hablaba Marty; había algo que se abría paso entre sus propios recuerdos.

—¿Qué pasa? —preguntó Karen, preocupada—. Parece que ha visto un fantasma.

—Yo…, yo… —balbuceó Laurel—, yo… tengo una idea de lo que pudo haberle ocurrido a su abuelo, Marty. Creo que sé por qué le dieron una paliza, quién lo dio por muerto.

—¿De verdad?

Laurel asintió, preguntándose por dónde empezar. Había muchísimo que contar.

—Volvamos a la sala de estar —dijo Karen—. Voy a preparar otro té. —Tembló, entusiasmada—. Oh, qué tonta soy, lo sé, pero ¿no es maravilloso resolver un misterio?

Estaban dándose la vuelta para salir de la habitación cuando Laurel vio una fotografía que le cortó la respiración.

—Es hermosa, ¿verdad? —dijo Marty, que sonrió al percibir la dirección de su mirada.

Laurel asintió y tenía en la punta de la lengua decir «Esa es mi madre», cuando Marty dijo:

—Es ella, esa es Vivien Jenkins. La mujer que legó esta casa a Bertie.