Greenacres, 2011
Un día más de ese veranillo otoñal, y una calima dorada se cernía sobre los campos. Tras pasar la mañana junto a su madre, Laurel entregó el testigo a Rose y dejó a ambas con el ventilador, que giraba despacio sobre el tocador, y se aventuró a salir. Tenía intención de dar un paseo junto el arroyo para estirar las piernas, pero la casa del árbol acaparó su atención, y se decidió a subir la escalera. Iba a ser la primera vez en cincuenta años.
Cielos, la puerta era mucho más baja de lo que recordaba. Laurel trepó, con el trasero inclinado en un ángulo desafortunado, tras lo cual se sentó con las piernas cruzadas, a contemplar la habitación. Sonrió cuando vio el espejo de Daphne, que todavía estaba en la viga transversal. El tiempo había resquebrajado el azogue, de modo que, cuando Laurel miró su reflejo, la imagen parecía moteada, como si se viera a través del agua. Era extraño encontrarse en este lugar lleno de recuerdos de la infancia y ver su cara avejentada frente a ella. Como Alicia al caer por la madriguera del conejo; o, más bien, al caer de nuevo, cincuenta años más tarde, y descubrir que solo ella había cambiado.
Laurel dejó el espejo en su sitio y fue a mirar por la ventana, tal como había hecho ese día; casi podía oír ladrar a Barnaby, ver la gallina de un ala trazando círculos en el polvo, sentir el resplandor del verano reflejado en las piedras del camino. Estaba casi convencida de que, si volvía la vista hacia la casa, vería el aro de juguete de Iris meciéndose contra el poste bajo el roce de la brisa cálida. Y, por tanto, no miró. A veces la distancia de los años, todo eso que acababa entre sus pliegues de acordeón, se convertía en un dolor físico. Laurel se apartó de la ventana.
Había traído la fotografía de Dorothy y Vivien a la casa del árbol, la que Rose había encontrado dentro de Peter Pan, y la sacó del bolsillo. Junto con la obra, la llevaba consigo a todas partes desde que regresó de Oxford; se había convertido en una especie de talismán, el punto de partida de este misterio que trataba de desentrañar y (por Dios, eso esperaba), con un poco de suerte, la clave para solventarlo. No habían sido amigas, había dicho Gerry, pero, en ese caso, ¿cómo explicar esta fotografía?
Decidida a encontrar una pista, Laurel contempló a ambas mujeres, quienes, cogidas del brazo, sonreían al fotógrafo. ¿Dónde se hicieron la fotografía?, se preguntó. En una habitación, eso era evidente; una habitación de techo inclinado…, ¿una buhardilla, tal vez? No aparecía nadie más en la foto, pero detrás de las mujeres había una pequeña mancha oscura que podría ser una persona que avanzaba muy deprisa… Laurel miró más de cerca…, una persona menuda, a menos que la perspectiva fuese engañosa. ¿Un niño? Tal vez. Aunque eso no era de gran ayuda, pues hay niños por todas partes. (¿O no, en ese Londres en tiempos de guerra? Muchos fueron evacuados, en especial durante los primeros años, cuando Londres sufría constantes bombardeos).
Laurel suspiró, frustrada. Era inútil; a pesar de todos sus esfuerzos, seguía siendo un juego de adivinanzas: una opción era tan plausible como la siguiente y nada de lo que había descubierto hasta el momento explicaba las circunstancias de este retrato. Salvo, quizás, el libro donde se había ocultado durante todas estas décadas. ¿Significaba algo? ¿Guardaban relación esos dos objetos? ¿Su madre y Vivien habían actuado en una obra juntas? ¿O se trataba, simplemente, de otra coincidencia exasperante?
Centró su atención en Dorothy, para lo cual se ajustó las gafas e inclinó la fotografía bajo la luz procedente de la ventana abierta, para ver mejor cada detalle. Reparó en un rasgo extraño en el rostro de su madre; era un gesto forzado, como si el excelente humor que mostraba al fotógrafo no fuese del todo genuino. No era antipatía, ciertamente no; no se percibía que no le gustase la persona que sostenía la cámara… Más bien parecía que esa felicidad era en parte una actuación. Que la motivaba otra emoción que no era pura alegría.
—¡Eh!
Laurel se sobresaltó y lanzó un graznido similar al de un búho. Miró a la entrada de la casa del árbol. Gerry se encontraba al pie de la escalera, riéndose.
—Oh, Lol —dijo, sacudiendo la cabeza—. Deberías haberte visto la cara.
—Sí. Muy divertido, seguro.
—De verdad que sí.
El corazón de Laurel aún latía con fuerza.
—Para un niño, tal vez. —Miró el camino vacío—. ¿Cómo has venido? No he oído ningún coche.
—Hemos estado trabajando en la teleportación…, ya sabes, disolver la materia y luego transmitirla. Va bastante bien por ahora, aunque creo que me he dejado la mitad del cerebro en Cambridge.
Laurel sonrió con una paciencia exagerada. Si bien se sentía encantada de ver a su hermano, no estaba de humor para bromas.
—¿No? Ah, vale. Cogí un autobús y caminé desde la aldea. —Se subió y se sentó a su lado. Parecía un gigante greñudo y desgarbado que estiraba el cuello para contemplar la casa del árbol desde todos los ángulos—. Dios, cuánto tiempo desde la última vez que subí aquí. Me gusta mucho cómo lo tienes decorado.
—Gerry.
—Es decir, también me gusta tu apartamento de Londres, pero esto es menos pretencioso, ¿no crees? Más natural.
—¿Ya has acabado? —Laurel lo reprendió con la mirada.
Gerry fingió reflexionar, dándose golpecitos en la barbilla con un dedo, y se echó atrás el pelo enmarañado.
—¿Sabes? Creo que sí.
—Qué bien. Ahora, ¿tendrías la amabilidad de decirme qué descubriste en Londres? No pretendo ser maleducada, pero estoy intentando resolver un importante misterio familiar.
—Bueno, vale. Si te pones así… —Llevaba una cartera de lona verde y se pasó la correa por encima de la cabeza; sus dedos largos hurgaron dentro para sacar un pequeño cuaderno. Laurel se sintió consternada al verlo, pero se mordió la lengua y no comentó lo desvencijado que estaba: trozos de papel que sobresalían por todas partes, Post-it arrugados arriba y abajo, una mancha de café en la portada. Su hermano tenía un doctorado y mucho más: era de suponer que sabía tomar bien notas, era de esperar que fuese capaz de encontrarlas.
—Mientras estás ocupado —dijo con decidida alegría—. He estado pensando en lo que dijiste por teléfono el otro día.
—¿Hum? —Gerry continuó rebuscando entre ese montón de papeles.
—Dijiste que Dorothy y Vivien no eran amigas, que casi no se conocían.
—Eso es.
—Es que… Lo siento, pero no entiendo cómo es posible. ¿No crees que a lo mejor te equivocaste? Me refiero a que… —levantó la fotografía de las dos jóvenes cogidas del brazo, sonrientes— ¿qué dices de esto?
Gerry tomó la fotografía.
—Digo que son dos jóvenes muy bonitas. La calidad del revelado ha mejorado una barbaridad desde entonces. El blanco y negro proporciona un acabado mucho más sugerente que el…
—Gerry —advirtió Laurel.
—Y —le devolvió el retrato— digo que lo único que esta foto me dice es que en cierto momento, hace setenta años, nuestra madre cogió del brazo a una mujer y sonrió a la cámara.
Maldita lógica científica. Laurel torció el gesto.
—¿Y esto? —Sacó la vieja copia de Peter Pan y la abrió—. Lleva una dedicatoria —dijo, señalando con el dedo las líneas escritas a mano—. Mira.
Gerry dejó sus papeles sobre el regazo y tomó el libro. Leyó el mensaje.
—«Para Dorothy. Una amistad verdadera es una luz entre las tinieblas. Vivien».
Fue un tanto mezquino por su parte, lo sabía, pero Laurel se sintió un poquito triunfante.
—Eso es un poco más difícil de contradecir, ¿o no?
Se llevó el pulgar al hoyuelo de la barbilla y frunció el ceño, sin quitar la vista de la página.
—Esto, lo reconozco, es un poco más complicado. —Se acercó el libro, arqueó las cejas como si tratara de concentrarse, y se inclinó hacia la luz. Mientras Laurel observaba, una sonrisa iluminó la cara de su hermano.
—¿Qué? —preguntó—. ¿Qué pasa?
—Bueno, no me extraña que no lo hayas notado… Vosotros los de letras no os fijáis mucho en los detalles.
—¿De qué hablas, Gerry?
Gerry le devolvió el libro.
—Mira bien. Me parece que la dedicatoria está escrita con una pluma diferente al nombre que lo encabeza.
Laurel se situó bajo la ventana de la casa del árbol para que la luz del sol iluminase la página. Se ajustó las gafas de leer y miró con suma atención la dedicatoria.
Vaya, qué detective estaba hecha. Laurel no podía creer que no lo hubiese notado antes. El mensaje acerca de la amistad estaba escrito con una pluma y las palabras «Para Dorothy», en lo alto, también en tinta negra, con otra, un poco más fina. Era posible que Vivien hubiese comenzado a escribir con una y continuase con otra (quizás se le acabó la tinta), pero era poco probable.
Laurel sintió el desaliento de buscar una aguja en un pajar, especialmente cuando, al seguir mirando, comenzó a percibir diferencias entre las dos letras. Habló en voz baja, desanimada:
—Lo que sugieres es que mamá añadió su nombre, ¿no? Para que pareciese un regalo de Vivien.
—No sugiero nada. Solo digo que se trata de dos plumas diferentes. Pero sí, es una clara posibilidad, sobre todo a la luz de las observaciones del doctor Rufus.
—Sí —dijo Laurel, que cerró el libro—. El doctor Rufus… Cuéntame todo lo que averiguaste, Gerry. Todo lo que escribió acerca de ese —movió los dedos— trastorno obsesivo de mamá.
—En primer lugar, no era un trastorno obsesivo, era solo una obsesión de las de andar por casa.
—¿Es que hay diferencias?
—Bueno, sí. Una es una definición clínica, la otra es una característica común. Sin duda, el doctor Rufus pensaba que tenía ciertos problemas (ahora hablamos de eso), pero nunca fue su paciente. El doctor Rufus la conocía desde niña…, su hija era amiga de mamá en Coventry. Le caía bien, supongo, y se interesó por su vida.
Laurel echó un vistazo a la fotografía que sostenía en la mano, a su madre, joven y hermosa.
—Se interesó, claro.
—Quedaban a menudo para comer y…
—… Y a él le daba por escribir casi todo lo que le contaba. Vaya amigo.
—Y menos mal, por lo que a nosotros se refiere. —Laurel tuvo que concederle la razón.
Gerry cerró el cuaderno y miró la nota que había pegado en la cubierta.
—Según Lionel Rufus, siempre fue una chica extravertida, juguetona, divertida y muy imaginativa…, como ya sabemos que es mamá. Sus orígenes eran bastante humildes, pero se moría de ganas de vivir una vida fabulosa. Se interesó por ella porque llevaba a cabo una investigación sobre el narcisismo…
—¿Narcisismo?
—… En concreto el papel de la fantasía como mecanismo de defensa. Percibió que algunas cosas que mamá hacía o decía de adolescente concordaban con la lista de rasgos que investigaba. Nada exagerado, solo cierto nivel de ensimismamiento, una necesidad de ser admirada, una tendencia a considerarse excepcional, a soñar con ser exitosa y popular…
—Como todos los adolescentes que he conocido.
—Exactamente, y todo forma parte de una escala. Algunos rasgos narcisistas son comunes y normales, otras personas se valen de esos rasgos de tal forma que la sociedad los recompensa con generosidad.
—¿Por ejemplo?
—Oh, no sé… Actores… —Sonrió con picardía—. Pero, en serio, a pesar de lo que Caravaggio nos quiera hacer creer, no se trata de pasarse el día ante un espejo.
—Eso espero. Daphne estaría en un lío si así fuera.
—Pero la gente con personalidad con tendencia al narcisismo es susceptible de tener ideas y fantasías obsesivas.
—¿Como amistades imaginarias con personas a las que admiran?
—Sí, exactamente. Muchas veces se trata de una inofensiva ilusión que acaba por desvanecerse, sin que afecte al objeto de ese arrebato; en otras ocasiones, sin embargo, si la persona se ve obligada a confrontar el hecho de que su fantasía no es real (si ocurre algo que resquebraja el espejo, por así decirlo), bueno, digamos que suelen sentir los rechazos muy vivamente.
—¿Y suelen buscar venganza?
—Eso creo. Aunque es más probable que piensen que buscan justicia y no venganza.
Laurel encendió un cigarrillo.
—Las notas de Rufus no se explayan demasiado, pero parece que a comienzos de los años cuarenta, cuando mamá tenía unos diecinueve años, tuvo dos grandes fantasías: la primera con respecto a su señora…, estaba convencida de que la vieja aristócrata la consideraba como si fuera su hija y le iba a dejar la mayor parte de sus bienes…
—¿Y no lo hizo?
Gerry inclinó la cabeza y esperó pacientemente a que Laurel dijese:
—No, por supuesto que no. Continúa…
—La segunda fue su amistad imaginaria con Vivien. Se conocían, pero no tanto como mamá creía.
—¿Y entonces ocurrió algo que estropeó la fantasía?
Gerry asintió.
—No encontré muchos detalles, pero Rufus escribió que mamá sufrió una «afrenta» de Vivien Jenkins; las circunstancias no están claras, pero tengo entendido que Vivien declaró abiertamente que no la conocía. Mamá se sintió herida y humillada, enfadada también, pero bien, o eso pensaba él, hasta que más o menos un mes más tarde supo que tenía una especie de plan para «arreglar las cosas».
—¿Eso le dijo mamá?
—No, no creo… —Gerry recorrió la nota con la vista—. No especificó cómo lo supo, pero me dio la impresión, por su forma de expresarse, de que esa información no provino directamente de mamá.
Laurel torció la boca, pensativa. Las palabras «arreglar las cosas» le recordó la visita a Kitty Barker, en concreto la descripción que hizo la anciana de esa noche que salió a bailar con mamá. El extraño comportamiento de Dolly, ese «plan» del que hablaba sin parar, la amiga que la acompañaba, una muchacha con quien había crecido en Coventry. Laurel fumó ensimismada. La hija del doctor Rufus, tenía que ser ella, quien más tarde contaría a su padre lo que había oído.
Laurel sintió lástima por su madre: despreciada por una amiga, delatada por otra. Recordaba muy bien la ardiente intensidad de sus fantasías de adolescente; fue un alivio convertirse en actriz y ser capaz de expresarlas en sus creaciones artísticas. Dorothy, sin embargo, no había tenido esa oportunidad…
—Entonces, ¿qué sucedió, Gerry? —dijo—. ¿Mamá olvidó sus fantasías y se convirtió en sí misma? —Laurel recordó el cuento del cocodrilo que inventó su madre. Ese tipo de cambio era exactamente lo que sugería en el relato, ¿o no? La transición de la joven Dolly de los recuerdos londinenses de Kitty Barker a la Dorothy Nicolson de Greenacres.
—Sí.
—¿Es posible algo así?
Gerry se encogió de hombros.
—Puede ocurrir, puesto que ha ocurrido. Mamá es la prueba.
Laurel movió la cabeza, maravillada.
—Vosotros los científicos os creéis todo lo que las pruebas os dicen.
—Pues claro. Por eso se llaman pruebas.
—Pero, Gerry, ¿cómo…? —Laurel necesitaba algo más—. ¿Cómo se libró de esos… rasgos?
—Bueno, si consultamos las teorías de nuestro buen amigo Lionel Rufus, parece que, aunque algunas personas llegan a padecer un auténtico trastorno de la personalidad, muchas otras superan esos rasgos narcisistas de la adolescencia al llegar a la edad adulta. De mayor importancia para el caso de mamá, sin embargo, es su teoría de que un acontecimiento traumático (ya sabes, una fuerte impresión, una pérdida, un desengaño), algo que no pertenece al ámbito propio de la persona narcisista, puede, en algunos casos, «curarlas».
—¿Devolverlas a la realidad, quieres decir? ¿Y que miren hacia fuera en lugar de hacia dentro?
—Exactamente.
Era lo que se habían planteado esa noche en Cambridge: que su madre había participado en algo que salió muy mal y por ello se convirtió en mejor persona.
—Supongo que es así con todos nosotros… —dijo Gerry—. Crecemos y cambiamos según nos trate la vida.
Laurel asintió absorta y se terminó el cigarrillo. Gerry estaba guardando el cuaderno y parecía que habían llegado al final del camino, pero entonces se le ocurrió algo.
—Has dicho que el doctor Rufus estudiaba la fantasía como mecanismo de defensa. ¿Defensa contra qué, Gerry?
—Un montón de cosas, aunque el doctor Rufus creía que los niños que se sentían inadaptados en sus familias (ya sabes, que sus padres los mantenían a distancia o se sentían raros o diferentes) eran susceptibles de desarrollar rasgos narcisistas como una forma de autoprotección.
Laurel caviló sobre la reticencia de su madre a hablar acerca de su pasado en Coventry, de su familia. Siempre lo había aceptado, pensando que la afectaba sobremanera el dolor de su pérdida; ahora, sin embargo, se preguntó si su silencio no respondía en parte a otro motivo. «Yo solía meterme en líos cuando era joven. —Laurel recordó las palabras de su madre (que solía decir cuando Laurel se portaba mal)—; siempre me sentí diferente a mis padres… Creo que no sabían muy bien qué hacer conmigo». ¿Y si la joven Dorothy Smitham nunca fue feliz en su hogar? ¿Y si se sintió un ser marginal toda su vida y su soledad la impulsó a crear esas fantasías grandiosas en un desesperado intento por saciar su hambre interior? ¿Y si todo hubiera salido terriblemente mal y sus sueños se desmoronasen, y tuviese que convivir con ese hecho hasta que al fin se le concedió una segunda oportunidad, la ocasión de superar el pasado y comenzar de nuevo, para convertirse, esta vez sí, en la persona que siempre quiso ser, rodeada de una familia que la adoraba?
No era de extrañar que la hubiese conmocionado de tal modo ver a Henry Jenkins, después de tanto tiempo, llegando por el camino. Debió de ver al causante del fracaso de su gran sueño y su aparición representaría una colisión del pasado y del presente propia de una pesadilla. Tal vez fuese la impresión lo que la llevó a hundir el cuchillo. La impresión y el temor a perder la familia que había formado y que adoraba. Laurel no se sentía menos desgarrada por lo que había visto, pero sin duda, en cierta medida, ayudaba a explicarlo.
Pero ¿cuál fue ese «acontecimiento traumático» que tanto la cambió? Tenía que ver con Vivien, con ese plan; Laurel habría apostado un brazo. Pero ¿qué, exactamente? ¿Existía alguna manera de averiguarlo? ¿Un lugar donde buscar?
Laurel pensó en el baúl cerrado de la buhardilla, el lugar donde su madre había escondido el libro y la fotografía. Contenía muy pocas cosas: solo el viejo abrigo blanco, el Mr. Punch de su madre y la tarjeta de agradecimiento. El abrigo formaba parte de la historia (con certeza, ese billete que databa de 1941 debía de ser el que mamá compró al huir de Londres), si bien era imposible saber la procedencia de la figurilla… Pero ¿y la tarjeta y el sobre con el sello de la coronación? Al encontrar la tarjeta Laurel experimentó un efímero déjà-vu… Se preguntó si merecería la pena echarle otro vistazo.
Esa noche, cuando el calor del día comenzaba a batirse en retirada y caía la noche, Laurel dejó a sus hermanas mirando viejas fotografías y desapareció en la buhardilla. Había cogido la llave en la mesilla de su madre sin siquiera una pizca de remordimientos. Tal vez, como sabía exactamente qué contenía el baúl, curiosear ya no era tan grave. Eso o sus principios morales yacían casi moribundos. En cualquier caso, no se entretuvo: tomó lo que buscaba y enseguida volvió abajo.
Cuando Laurel devolvió la llave, Dorothy aún dormía, con la sábana extendida sobre el cuerpo y el rostro pálido sobre la almohada. La enfermera se había ido hacía una hora y Laurel ayudó a bañar a su madre. Mientras bajaba el camisón de franela por los brazos de la anciana, pensó: «Estos son los brazos que me criaron»; al sostener la mano, vieja, vieja, se descubrió a sí misma tratando de recordar la sensación opuesta, sus dedos pequeñitos cubiertos por la mano segura de su madre. Incluso el clima, ese calor tan impropio de la estación, las ráfagas de aire cálido que llegaban de la chimenea, hizo que Laurel sintiera una nostalgia inexplicable. «No hay nada inexplicable en ello —dijo una voz dentro de su cabeza—. Tu madre se muere…, claro que sientes nostalgia». A Laurel no le gustó esa voz y la espantó.
Rose asomó la cabeza por la puerta de su habitación y dijo, en voz baja:
—Acaba de llamar Daphne. Su avión aterriza en Heathrow mañana al mediodía.
Laurel asintió. Menos mal. Antes de irse, la enfermera les había dicho, con una delicadeza que Laurel agradeció, que era hora de llamar al resto de la familia. «No le queda mucho camino por recorrer —dijo la enfermera—. Su largo viaje toca a su fin». Y era un largo viaje, sin duda: Dorothy había vivido toda una vida antes del nacimiento de Laurel, una vida que Laurel apenas comenzaba a vislumbrar.
—¿Quieres algo? —dijo Rose, que ladeó la cabeza. Unas ondas de pelo plateado cayeron sobre un hombro—. ¿Una taza de té?
—No, gracias —dijo Laurel, y Rose se fue. Abajo, en la cocina, los sonidos delataron sus movimientos: el zumbido de la tetera, las tazas que se posaban en la mesa, el ruido de la cubertería en el cajón. Eran los sonidos reconfortantes de la vida en familia y Laurel se alegró de que su madre estuviese en casa para oírlos. Se acercó a la cama y se sentó en una silla. Acarició la mejilla de Dorothy, levemente, con la yema de los dedos.
Era relajante ver el suave ascenso y descenso del pecho de su madre. Laurel se preguntó si, aun dormida, oía lo que sucedía a su alrededor; si estaría pensando: «Mis hijos están aquí, mis hijos ya crecidos, felices y sanos, que disfrutan al estar juntos». Era difícil de saber. Sin duda, el sueño de su madre era ahora más reposado; no había vuelto a tener pesadillas desde esa noche y, si bien sus momentos de lucidez eran escasos, cuando llegaban eran radiantes. Parecía haberse librado de la inquietud (de la culpa, supuso Laurel) que la había dominado durante las últimas semanas, y se alejaba del lugar donde reinaba la contrición.
Laurel se alegraba por ella; a pesar de lo ocurrido en el pasado, era insoportable pensar que su madre, cuya vida estaba llena de bondad y amor (¿de arrepentimiento, quizás?) se viese engullida por la culpa al final del camino. Sin embargo, una parte egoísta de Laurel quería saber más, necesitaba hablar con su madre antes del fin. Era abrumador pensar que Dorothy Nicolson podía morir sin haber hablado con ella acerca de lo ocurrido ese día de 1961, y de lo que sucedió mucho antes, en 1941, ese «suceso traumático» que lo cambió todo. A estas alturas, era evidente que Laurel solo iba a encontrar las respuestas que necesitaba si formulaba las preguntas a su madre. «Vuelve a preguntarme algún día, cuando seas mayor», respondió su madre cuando Laurel quiso saber cómo ese cocodrilo se había transformado en persona; y Laurel tenía intención de preguntarlo ya. Por sí misma, pero sobre todo para ofrecer a su madre la paz y el perdón verdadero que sin duda ansiaba.
—Háblame de tu amiga, mamá —dijo Laurel con voz queda en la habitación silenciosa y en penumbra.
Dorothy se movió y Laurel lo dijo de nuevo, un poco más fuerte:
—Háblame de Vivien.
No esperaba respuesta (la enfermera le había administrado morfina antes de irse) y no recibió ninguna. Laurel se recostó en la silla y sacó la vieja tarjeta del sobre.
El mensaje no había cambiado; aún decía «Gracias», nada más. No habían aparecido nuevas palabras, ni pistas acerca de la identidad del remitente, ni respuestas al enigma que pretendía resolver.
Laurel dio vueltas y más vueltas a la tarjeta, preguntándose si la consideraba importante solo porque carecía de otras opciones. Al guardarla de nuevo en el sobre, el sello le llamó la atención.
Al igual que la última vez, sintió el roce de un recuerdo.
Algo se le escapaba, algo relacionado con ese sello.
Laurel lo miró más de cerca, y estudió la cara de la joven reina, el vestido de su coronación… Era difícil de creer que habían pasado casi sesenta años. Hizo sonar el sobre, pensativa. Quizás intuía que la tarjeta era importante no tanto en relación con el misterio de su madre como con un evento que dominó imponente la imaginación de la Laurel niña. Aún recordaba verlo en la televisión que sus padres habían tomado prestada especialmente para la ocasión; todos se reunieron a su alrededor y…
—¿Laurel? —La vieja voz era tan leve como una voluta de humo.
Laurel apartó la tarjeta y apoyó los codos en el colchón mientras tomaba la mano de su madre.
—Estoy aquí, mamá.
Dorothy sonrió débilmente. Sus ojos se empañaron al mirar a su hija mayor.
—Estás aquí —repitió—. Creía que había oído… Creía que habías dicho…
«Vuelve a preguntarme algún día, cuando seas mayor». Laurel se sintió al borde de un precipicio; siempre había creído en los momentos cruciales, que se abrían como una encrucijada: este, lo sabía, era uno de ellos.
—Te preguntaba por tu amiga, mamá —dijo—. En Londres, en los años de la guerra.
—Jimmy. —El nombre surgió de súbito, acompañado por una mirada de pánico, desvalida—. Él… Yo no…
La cara de mamá era una máscara de angustia y Laurel se apresuró a calmarla.
—Jimmy no, mamá… Hablaba de Vivien.
Dorothy no dijo ni una palabra. Laurel vio que su mandíbula temblaba con frases no pronunciadas.
—Mamá, por favor.
Y tal vez Dorothy percibió la desesperación en la voz de su hija mayor, pues suspiró con un dolor antiguo, sus párpados se estremecieron y dijo:
—Vivien… era débil. Una víctima.
A Laurel se le puso la piel de gallina. Vivien era una víctima, fue la víctima de Dorothy…, era casi una confesión.
—¿Qué le ocurrió a Vivien, mamá?
—Henry era una mala bestia…
—¿Henry Jenkins?
—Un hombre despiadado…, le pegaba… —La anciana mano de Dorothy agarró la de Laurel, con dedos temblorosos.
La cara de Laurel se acaloró al comprender. Pensó en los interrogantes que se había planteado al leer los diarios de Katy Ellis. Vivien no estaba enferma ni era estéril: estaba casada con un hombre violento. Una bestia encantadora que maltrataba a su esposa a puerta cerrada y se mostraba sonriente ante el mundo; quien la sometía a palizas que la mantenían en cama durante días al mismo tiempo que guardaba vigilia a su lado.
—Era un secreto. Nadie lo sabía…
Eso no era del todo cierto. Katy Ellis lo supo: las eufemísticas referencias a la salud y el bienestar de Vivien; la excesiva preocupación por la amistad de Vivien con Jimmy; la carta que tenía la intención de escribir, para explicarle por qué debía alejarse de ella. Katy se desesperaba intentando que Vivien no hiciese nada que despertase la ira de su marido. ¿Por eso aconsejó a su joven amiga que no acudiese al hospital del doctor Tomalin? ¿Estaba Henry celoso del lugar que ocupaba ese hombre en el afecto de su esposa?
—Henry… Yo tenía miedo…
Laurel miró la cara pálida de su madre. Katy había sido la amiga y la confidente de Vivien: era comprensible que conociese ese lúgubre secreto conyugal; pero ¿cómo sabía mamá tal cosa? ¿La violencia de Henry no se limitó a los confines del hogar? ¿Por eso fracasó el plan de los jóvenes amantes?
Y entonces a Laurel se le ocurrió una idea repentina y terrible. Henry había matado a Jimmy. Descubrió la amistad de Jimmy con Vivien y lo mató. Por eso mamá no se había casado con el hombre al que amaba. Las respuestas caían como fichas de dominó: por eso sabía el secreto de la violencia de Henry, por eso estaba asustada.
—Por eso —dijo Laurel atropelladamente—. Mataste a Henry por lo que le hizo a Jimmy.
La respuesta llegó con tal ligereza que podría haber sido el movimiento de las alas de la polilla que entró por la ventana abierta y volaba hacia la luz. Pero Laurel la oyó.
—Sí.
Una sola palabra, pero fue música para los oídos de Laurel. Esas dos sencillas letras encerraban la respuesta a la pregunta de toda una vida.
—Te asustaste cuando vino aquí, a Greenacres, por si había venido a hacerte daño, porque todo salió mal y Vivien murió.
—Sí.
—Pensaste que también iba a hacer daño a Gerry.
—Él dijo… —Los ojos de mamá se abrieron de par en par; agarró la mano de Laurel con más fuerza—. Dijo que iba a destruir todo lo que yo amaba…
—Oh, mamá.
—Igual que yo…, igual que yo había hecho con él.
Cuando su madre la soltó, extenuada, Laurel podría haber llorado; la abrumó una sensación de alivio casi opresiva. Al fin, después de semanas de indagaciones y de años de conjeturas, todo quedó explicado: lo que había visto, la amenaza que sintió al ver al hombre de sombrero negro avanzando por el camino, la reserva que más adelante no lograba comprender.
Dorothy Nicolson mató a Henry Jenkins cuando vino a Greenacres en 1961 porque era un monstruo violento que solía maltratar a su esposa; había matado al amante de Dorothy y pasó dos décadas buscándola. Cuando la encontró, amenazó con destruir a la familia que ella tanto quería.
—Laurel…
—¿Sí, mamá?
Pero Dorothy no dijo nada más. Sus labios se movieron en silencio al mismo tiempo que rastreaba los polvorientos rincones de su mente, aferrándose a hilos perdidos que era incapaz de agarrar.
—Tranquila, mamá. —Laurel acarició la frente de su madre—. Todo va bien. Todo va bien ahora.
Laurel extendió las sábanas y se quedó un tiempo observando la cara de su madre, ya sosegada, dormida. Durante todo este tiempo, comprendió, esta búsqueda había sido motivada por el anhelo de saber que su familia feliz, su infancia entera, esas miradas llenas de amor entre su madre y su padre, no eran mentira. Y ahora lo sabía.
Le dolía el pecho, sumido en una compleja mezcla de ardiente amor, de sobrecogimiento y, sí, por fin, de aceptación.
—Te quiero, mamá —susurró, cerca del oído de Dorothy, y se sintió ante el final de su búsqueda—. Y te perdono, también.
Como de costumbre, la voz de Iris sonaba cada vez más acalorada en la cocina y Laurel, de repente, deseó ir junto a sus hermanos. Subió las mantas de mamá con delicadeza y le dio un beso en la frente.
La tarjeta de agradecimiento reposaba en la silla, detrás de ella, y Laurel la cogió, con la intención de guardarla en el dormitorio. Su mente ya estaba abajo, preparando una taza de té, debido a lo cual más tarde no sabría decir por qué notó esas pequeñas manchas negras en el sobre.
Pero las notó. A mitad de camino, en la habitación de mamá, sus pasos vacilaron y se detuvieron. Se acercó a donde había más luz, se puso las gafas de leer y acercó el sobre a los ojos. Y, entonces, sonrió, lentamente, asombrada.
Había prestado tanta atención al sello que casi se perdió la pista verdadera. Era una carta franqueada. El matasellos, de hacía décadas, no era fácil de leer, pero era lo bastante claro para distinguir la fecha en que enviaron la tarjeta (el 3 de junio de 1953) y, mejor aún, de dónde la habían enviado: Kensington (Londres).
Laurel miró atrás, a la figura dormida de su madre. Era el mismo lugar donde mamá había vivido durante la guerra, en una casa de Campden Grove. Pero ¿quién le había mandado una tarjeta de agradecimiento más de una década después, y por qué?