28

Vivien se sentó a un lado de la cama y cogió la fotografía que le había regalado Jimmy, la que tomó tras un bombardeo, con el humo y los cristales relucientes y la familia al fondo. Sonrió al mirarla y se tumbó, con los ojos cerrados, deseosa de que su mente cayese por el borde, a la tierra de sombras. El velo, las luces al fondo del túnel, y más allá su familia, que la esperaba en casa.

Se quedó ahí, y trató de verlos, y lo intentó de nuevo.

Fue en vano. Abrió los ojos. Últimamente, al cerrar los ojos, lo único que veía Vivien era a Jimmy Metcalfe. Ese mechón de pelo oscuro que caía sobre la frente, esa contracción de los labios cuando iba a decir algo gracioso, las cejas que se enarcaban al hablar de su padre…

Se levantó de repente y se acercó a la ventana, dejando la fotografía sobre la sábana. Ya había pasado una semana desde la obra y Vivien estaba inquieta. Echaba de menos los ensayos con los niños, y a Jimmy, y no soportaba esos días interminables que se dividían entre la cantina y esta casa enorme y silenciosa. Era silenciosa, sin duda: espantosamente silenciosa. Debería haber niños corriendo por las escaleras, deslizándose por las barandillas, pisoteando la buhardilla. Incluso Sarah, la doncella, se había ido… Henry insistió en despedirla después de lo ocurrido, pero a Vivien no le habría importado que Sarah se hubiese quedado. No se había dado cuenta de lo mucho que se había acostumbrado al ruido de la aspiradora contra los rodapiés, el crujido de los suelos avejentados, la certeza intangible de que alguien más respiraba y se movía en el mismo espacio que ella.

Un hombre montando en una vieja bicicleta se tambaleaba por la calle, la cesta del manillar llena de herramientas de jardinería sucias, y Vivien dejó que la fina cortina cayese sobre los cristales. Se sentó en el borde del sillón e intentó de nuevo poner en orden sus pensamientos. Durante días había escrito cartas a Katy en su mente; Vivien percibía una distancia desde la reciente visita a Londres de su amiga, y estaba dispuesta a enmendar las cosas. No a ceder (Vivien jamás se disculpaba si se sabía en lo cierto), pero sí a explicar.

Quería que Katy comprendiese, a diferencia de cuando se vieron, que su amistad con Jimmy era buena y verdadera; sobre todo, que era inocente. Que no tenía intención de abandonar a su marido, poner en peligro su salud o cualquiera de esas terribles posibilidades contra las cuales le advertía Katy. Quería hablarle del viejo señor Metcalfe y cómo la hacía reír, acerca de lo grato que era hablar con Jimmy o mirar sus fotografías, cómo Jimmy pensaba siempre lo mejor de las personas y cómo le inspiraba la confianza de que nunca sería cruel. Quería convencer a Katy de que sus sentimientos por Jimmy eran sencillamente los de una amiga.

Aunque no fuera del todo cierto.

Vivien sabía en qué momento comprendió que se había enamorado de Jimmy Metcalfe. Sentada a la mesa del desayuno, mientras Henry hablaba de un trabajo que hacía en el ministerio, Vivien asentía al mismo tiempo que recordaba una anécdota del hospital, algo gracioso que Jimmy había hecho para animar a un paciente nuevo, y se había reído sin poderlo evitar, lo cual, gracias a Dios, coincidió con una escena del relato que Henry consideraba divertida, ya que le sonrió, se acercó a besarla y dijo: «Sabía que pensarías lo mismo, cariño».

Vivien también sabía que sus sentimientos no eran compartidos y que nunca los revelaría. Incluso si él sintiese lo mismo, no había futuro alguno para Jimmy y Vivien. No podía ofrecérselo. El destino de Vivien estaba sellado. Esa condición no la angustiaba ni molestaba, ya no; había aceptado desde hacía tiempo la vida que la aguardaba y, desde luego, no necesitaba confesiones ilícitas entre susurros o muestras físicas de cariño para sentirse plena.

Todo lo contrario. Vivien había aprendido bien pronto, de niña, en una ajetreada estación de ferrocarril, a punto de embarcar hacia un país desconocido, que lo único que podía controlar era su vida interior. Cuando estaba en la casa de Campden Grove, cuando oía a Henry silbar en el cuarto de baño, recortarse el bigote y admirar su perfil, le bastaba saber que lo que llevaba dentro solo le pertenecía a ella.

Aun así, ver a Jimmy y a Dolly Smitham juntos en la obra había sido turbador. Había hablado una o dos veces acerca de su prometida, pero Jimmy siempre se había mostrado esquivo y Vivien dejó de preguntar. Se había acostumbrado a pensar que no tenía vida más allá del hospital, ni más familia que su padre. Al verlo con Dolly, sin embargo (con qué ternura la tomaba de la mano, cómo la miraba sin quitarle los ojos de encima), Vivien se vio obligada a enfrentarse a la verdad. Tal vez Vivien amase a Jimmy, pero Jimmy quería a Dolly. Además, Vivien comprendía por qué. Dolly era guapa y divertida, y poseía un entusiasmo y un valor que atraían a la gente. Jimmy la había descrito como brillante, y Vivien entendió a lo que se refería. Por supuesto que la amaba; no era de extrañar que se empeñase en proporcionar el mástil a esa vela gloriosa y ondulante… Era el tipo de mujer que inspiraría devoción a un hombre como Jimmy.

Y eso era exactamente lo que Vivien pensaba decir a Katy: que Jimmy estaba prometido, que su novia era una mujer encantadora y que no había motivo para que él y Vivien no siguiesen siendo…

El teléfono sonó en la mesilla de al lado y Vivien lo miró, sorprendida. De día, nadie llamaba al 25 de Campden Grove; los colegas de Henry lo telefoneaban al trabajo, y Vivien apenas tenía amigos, no de los que hacían llamadas telefónicas. Descolgó el receptor con incertidumbre.

Oyó una voz masculina desconocida. No comprendió el nombre: lo dijo demasiado rápido.

—¿Hola? —repitió—. ¿Cómo ha dicho que se llamaba?

—Doctor Lionel Rufus.

Vivien no recordaba a nadie con ese nombre y se preguntó si tal vez sería socio del doctor Tomalin.

—¿En qué puedo ayudarle, doctor Rufus? —A veces le sorprendía a Vivien que su voz fuera como la de su madre, ahora, aquí, en esta otra vida; la voz de su madre que les leía cuentos, penetrante, perfecta, lejana, tan distinta a su voz cotidiana.

—¿Hablo con la señora Vivien Jenkins?

—¿Sí?

—Señora Jenkins, me pregunto si me permitiría hablar con usted sobre un asunto delicado. Se trata de una joven a quien creo que ha visto una o dos veces. Vivió al otro lado de su calle durante un tiempo, donde trabajaba como señorita de compañía de lady Gwendolyn.

—¿Se refiere a Dolly Smitham?

—Sí. Bueno, lo que tengo que decirle no es algo de lo que normalmente hablaría, por cuestiones de confidencialidad; sin embargo, en este caso creo que le conviene saberlo. Es posible que desee sentarse, señora Jenkins.

Vivien ya estaba sentada, así que hizo un pequeño sonido para asentir, y escuchó con suma atención cómo un médico que no conocía le contaba una historia que no se podía creer.

Escuchó y habló muy poco y, cuando el doctor Rufus finalmente colgó, Vivien se sentó con el auricular en la mano durante mucho tiempo. Repasó sus palabras, intentando entrelazar los hilos para que tuviesen sentido. Habló de Dolly («Buena chica, que a veces se deja llevar por su gran imaginación») y su joven novio («Jimmy, creo… No lo conozco en persona»); y le habló de su deseo de estar juntos, de la necesidad que sentían de disponer de dinero para comenzar de nuevo. Y entonces detalló el plan que se les había ocurrido, la parte que le correspondía y, cuando Vivien se preguntó por qué la habían elegido a ella, él le explicó la desesperación de Dolly al ser repudiada por alguien a quien admiraba tanto.

Al principio, la conversación dejó a Vivien anonadada…, gracias al cielo, pues habría sido abrumador el dolor de descubrir que tantas cosas que creía buenas y verdaderas no eran más que una mentira. Se dijo que el hombre estaba equivocado, que era una broma cruel o un error…, pero entonces recordó la amargura que había visto en la cara de Jimmy cuando le preguntó por qué él y Dolly no se casaban ya; cómo la reprendió, asegurando que los ideales románticos eran un lujo solo para quienes pudiesen pagarlos; y entonces lo supo.

Se sentó, inmóvil, mientras sus esperanzas se disolvían en torno a ella. A Vivien se le daba muy bien desaparecer tras la tempestad de sus emociones (tenía mucha experiencia), pero esto era diferente; el dolor atenazaba una parte de ella que había ocultado hacía tiempo en un lugar seguro. Vivien vio con claridad, como no lo había visto antes, que no deseaba solo la compañía de Jimmy, sino lo que representaba. Una vida diferente; la libertad y el futuro que se había impedido imaginar, un futuro que se extendiese ante ella sin impedimentos. También, de un modo extraño, el pasado, y no el pasado de sus pesadillas, sino la oportunidad de reconciliarse con los sucesos de antaño…

Hasta que oyó el reloj del vestíbulo, Vivien no recordó dónde estaba. En la habitación hacía más frío y tenía las mejillas húmedas por las lágrimas que había derramado sin notarlo. Una ráfaga de aire entró por algún sitio y la fotografía de Jimmy cayó de la cama al suelo. Vivien la observó, preguntándose si incluso ese regalo tan especial formaba parte del plan, un ardid para ganarse su confianza y poder llevar a cabo el resto de la estafa: la fotografía, la carta… Vivien se enderezó. Tenía un nudo en el estómago. De pronto comprendió que había más en juego que su propia decepción. Mucho más. Un tren terrible estaba a punto de ponerse en marcha y ella era la única persona que podía detenerlo. Dejó el auricular en su sitio y miró el reloj. Las dos en punto. Lo que significaba que disponía de tres horas antes de tener que volver a casa a prepararse para el compromiso de la cena de Henry.

No tenía tiempo para lamentar sus pérdidas; Vivien se acercó al escritorio e hizo lo que tenía que hacer. Titubeó al dirigirse a la puerta, único gesto que delató su tormento interior, su temor creciente, y luego fue rápidamente a recoger el libro. Escribió el mensaje en el frontispicio, tapó la pluma y, sin otro instante de vacilación, se apresuró escaleras abajo y salió.

La señora Hamblin, la mujer que venía a hacer compañía al señor Metcalfe mientras Jimmy trabajaba, abrió la puerta. Sonrió al ver a Vivien y dijo:

—Ah, qué bien, eres tú, querida. Voy un momentito a la tienda, si no te importa, ahora que estás aquí para cuidarlo. —Se pasó una bolsa por el brazo y se sonó la nariz mientras salía a toda prisa—. He oído decir que hay plátanos en el mercado negro para quien sepa pedirlos con amabilidad.

Vivien se había encariñado muchísimo con el padre de Jimmy. A veces pensaba que su padre podría haber sido como él, de haber tenido la oportunidad de alcanzar esa edad. El señor Metcalfe había crecido en una granja, entre un montón de hermanos, y Vivien podía identificarse con muchas de las anécdotas que relataba; ciertamente, habían influido en las ideas de Jimmy respecto a su futuro. Hoy, sin embargo, no era un buen día para el anciano.

—La boda —dijo, agarrándola del brazo, alarmado—. No nos hemos perdido la boda, ¿verdad?

—Claro que no —dijo con amabilidad—. ¿Una boda sin usted? ¿Cómo se le ocurre? Es imposible que eso ocurra. —El corazón de Vivien se desbordó por él. Estaba viejo, confundido, asustado; Vivien deseó que hubiese algo más que pudiese hacer para ayudarlo—. ¿Una tacita de té? —preguntó.

—Sí —dijo él—. Oh, sí, por favor. —Con la misma gratitud que si le hubiese concedido su mayor deseo—. Sería estupendo.

Mientras Vivien removía la leche condensada, como a él le gustaba, sonó una llave en la cerradura. Jimmy entró y, si se sorprendió al verla ahí, no lo demostró. Sonrió afectuosamente y Vivien le devolvió la sonrisa, consciente del aro de acero que le apretaba el pecho.

Se quedó un rato, hablando con ambos hombres, y alargó la visita todo lo que pudo. Por fin, sin embargo, tuvo que irse; Henry la esperaba.

Como siempre, Jimmy la acompañó a la estación, pero esta vez, al llegar al metro, Vivien no entró de inmediato, como era habitual.

—Tengo algo para ti —dijo, buscando en el bolso. Sacó su ejemplar de Peter Pan y se lo dio.

—¿Quieres que me lo quede?

Ella asintió con la cabeza. Jimmy estaba emocionado, pero también, comprendió ella, confundido.

—He escrito una dedicatoria —añadió.

Jimmy abrió el libro y leyó en voz alta lo que había escrito.

—«Una amistad verdadera es una luz entre las tinieblas». —Sonrió mirando el libro y luego, bajo ese mechón rebelde, a ella—. Vivien Jenkins, este es el mejor regalo que jamás he recibido.

—Qué bien. —El pecho le dolía—. Entonces, estamos en paz. —Dudó, pues sabía que lo que estaba a punto de hacer iba a cambiarlo todo. Entonces, se recordó a sí misma que ya había cambiado: la llamada telefónica del doctor Rufus se había encargado de ello; aquella voz desapasionada aún retumbaba en su cabeza, y las cosas que había dicho con tanta claridad—. Tengo algo más para ti.

—No es mi cumpleaños. Lo sabes, ¿verdad?

Le entregó un trozo de papel.

Jimmy le dio la vuelta, lo leyó y, a continuación, la miró, consternado.

—¿Qué es esto?

—Creo que no necesita explicación.

Jimmy echó un vistazo por encima del hombro; bajó la voz:

—Quiero decir, ¿para qué es?

—Es un pago. Por tu magnífico trabajo en el hospital. —Jimmy le devolvió el cheque como si fuera veneno—. No pedí que me pagaran, solo quería ayudar. No quiero tu dinero.

Por una fracción de segundo, la duda se convirtió en un estallido de esperanza en su pecho; pero lo conocía bien y vio cómo sus ojos se apartaban de los de ella. Vivien no se sintió justificada por su vergüenza; solo le inspiró más tristeza—. Sé que querías ayudar, Jimmy, y sé que nunca has pedido que te paguen. Pero quiero que te lo quedes. Estoy segura de que sabrás qué hacer con ello. Úsalo para ayudar a tu padre —dijo—. O a tu preciosa Dolly… Si lo prefieres, piensa que es mi manera de agradecerle la gran bondad que tuvo de devolverme el medallón. Cásate, haz que todo sea perfecto, como los dos queréis, id a la costa y comenzad de nuevo…, la costa, los niños, el futuro que sueñas.

Jimmy habló con una voz inexpresiva:

—Creo que dijiste que no pensabas en el futuro.

—En el mío, no.

—¿Por qué haces esto?

—Porque me gustas. —Vivien tomó sus manos y las estrechó con firmeza. Eran manos cálidas, esbeltas, amables—. Creo que eres un buen hombre, Jimmy, uno de los mejores que he conocido, y quiero que seas feliz.

—Eso suena demasiado a una despedida.

—¿De verdad?

Jimmy asintió.

—Supongo que lo es. —Vivien se acercó y, tras una brevísima vacilación, lo besó, ahí mismo, en plena calle; fue un beso tierno, apenas un roce, y entonces agarró su camisa y apoyó la frente en su pecho, para guardar ese espléndido momento en su memoria—. Adiós, Jimmy Metcalfe —dijo al fin—. Y esta vez…, esta vez, de verdad, no nos volveremos a ver.

Jimmy se quedó mucho tiempo sentado en la estación, con la mirada clavada en el cheque. Se sentía traicionado, enfadado, aun sabiendo que era injusto con ella. Pero… ¿por qué le habría dado tal cosa? Y ¿por qué ahora que el plan de Doll había caído en el olvido y se estaban haciendo amigos de verdad? ¿Tendría algo que ver con su misteriosa enfermedad? Había hablado con un tono terminante; Jimmy estaba preocupado.

Día tras día, mientras esquivaba las preguntas de su padre, quien quería saber cuándo volvería su chica, Jimmy miraba el cheque y se preguntaba qué iba a hacer. Por una parte, quería desgarrar ese papel odioso en cien pedazos diminutos; pero no lo hizo. No era estúpido; sabía que era la respuesta a todas sus oraciones, a pesar de que ardía de vergüenza y frustración y le causaba un dolor extraño e innombrable.

La tarde que quedó con Dolly en Lyons, dudó si debía llevar o no el cheque. Dio vueltas y más vueltas al asunto: lo guardó dentro de Peter Pan, lo metió en el bolsillo y, al final, lo volvió a poner en el libro para no tener que ver ese maldito papel. Miró el reloj. Y, a continuación, lo hizo de nuevo, una y otra vez. Iba a llegar tarde. Sabía que Dolly lo estaría esperando; lo había llamado al periódico para decirle que tenía algo importante que mostrarle. Dolly estaría mirando fijamente a la puerta, los ojos abiertos y brillantes, y Jimmy nunca sabría cómo explicarle que acababa de perder algo extraño y precioso.

Con la impresión de que todas las sombras del mundo lo acechaban, Jimmy se guardó Peter Pan en un bolsillo y salió.

Dolly estaba sentada en el mismo asiento donde le había propuesto el plan. La vio al instante porque llevaba puesto ese horrible abrigo blanco; ya no hacía mucho frío, pero Dolly se negaba a quitárselo. Para Jimmy, ese abrigo guardaba una relación tan estrecha con ese plan espantoso que le bastaba verlo para que un estremecimiento enfermizo recorriese su cuerpo.

—Siento llegar tarde, Doll. Yo…

—Jimmy. —Los ojos de Dolly resplandecían—. Lo he hecho.

—¿Has hecho qué?

—Toma. —Sostenía un sobre entre los dedos de ambas manos y sacó un pedazo cuadrado de papel fotográfico—. Yo misma la he revelado. —Deslizó la fotografía hasta el otro lado de la mesa.

Jimmy la cogió y durante un breve instante, antes de poder contenerse, sintió un arrebato de ternura. Era una fotografía tomada en el hospital, el mismo día de la obra. Se veía con claridad a Vivien, y también a Jimmy, cerca de ella, con la mano tendida para tocarle el brazo. Estaban mirándose; Jimmy recordó el momento, cuando le vio ese moratón… Y entonces comprendió qué era lo que estaba mirando.

—Doll…

—Es perfecto, ¿a que sí? —Sonreía, orgullosa, como si le hubiera hecho un enorme favor…, casi como si esperase que le diera las gracias.

En voz más alta de lo que pretendía, Jimmy dijo:

—Pero habíamos decidido no hacerlo…, dijiste que era un error, que no deberías habérmelo pedido.

—A ti, Jimmy. No debería habértelo pedido a ti.

Jimmy contempló una vez más la fotografía, tras lo cual miró a Doll. Su mirada era una luz implacable que mostraba todas las grietas de un precioso jarrón. Ella no había mentido; fue él quien comprendió mal. Nunca le habían interesado los niños, la obra, ni hacer las paces con Vivien. Simplemente, había visto su oportunidad.

—Debería haber… —Su rostro se descompuso—. Pero ¿por qué me miras así? Creía que te alegrarías. No has cambiado de opinión, ¿verdad? Escribí la carta con mucho tacto, Jimmy, sin ser desconsiderada en absoluto, y ella va a ser la única que vea la fot…

—No. —Jimmy recuperó la voz—: No, no la va a ver.

—¿Jimmy?

—De eso quería hablarte. —Guardó la fotografía en el sobre y lo alejó de sí, devolviéndosela—. Tírala, Doll. No hace falta, ya no.

—¿Qué quieres decir? —Los ojos de Dolly se entrecerraron, llenos de sospecha.

Jimmy sacó Peter Pan del bolsillo, cogió el cheque y lo deslizó sobre la mesa. Dolly le dio la vuelta con cautela.

Sus mejillas se ruborizaron.

—¿Para qué es?

—Me lo dio… Nos lo dio. Por ayudar en el hospital, y para agradecerte que le devolvieras el medallón.

—¿De verdad? —Las lágrimas bañaron los ojos de Dolly; no eran lágrimas de tristeza, sino de alivio—. Pero, Jimmy…, son diez mil libras.

—Sí. —Encendió un cigarrillo mientras ella observaba el cheque, anonadada.

—Mucho más de lo que habría pedido.

—Sí.

Dolly se levantó de un salto para besarlo, y Jimmy no sintió nada.

Deambuló por Londres casi toda la tarde. Doll tenía su libro de Peter Pan… Había sido reacio a desprenderse de él, pero Dolly se lo arrebató y le rogó que le permitiese llevarlo a casa y ¿cómo podría haberle explicado su reticencia? Sí se había quedado el cheque, que era un peso muerto en el bolsillo mientras vagaba por una calle tras otra cubiertas de escombros. Sin su cámara no veía los pequeños detalles poéticos de la guerra, no veía más que una destrucción aterradora. Una cosa sabía a ciencia cierta: sería incapaz de usar un solo penique de ese dinero y creía que no podría mirar a Doll a los ojos si ella lo hacía.

Estaba llorando cuando regresó a su habitación, lágrimas ardientes, furiosas, que se limpió con el dorso de la mano, porque todo había salido mal y no sabía cómo arreglarlo. Su padre percibió que estaba molesto, y le preguntó si algún niño del barrio le trataba mal en la escuela… ¿Quería que su papá fuese a darles una lección? El corazón de Jimmy dio un vuelco ante el imposible anhelo de regresar, de ser un niño otra vez. Dio a su padre un beso en la cabeza y le dijo que estaba bien y, al hacerlo, vio la carta sobre la mesa, dirigida en letra pequeña y clara al señor J. Metcalfe.

El remitente era una mujer llamada Katy Ellis, y su motivo para escribir a Jimmy, según decía, era la señora Vivien Jenkins. Mientras leía, el corazón de Jimmy comenzó a latir con ira, amor y, finalmente, determinación. Katy Ellis ofrecía razones de peso para que Jimmy permaneciese lejos de Vivien, pero Jimmy solo sintió una necesidad desesperada de encontrarla. Por fin entendía todo lo que le había parecido tan confuso.

En cuanto a la carta que Dolly Smitham escribió a Vivien Jenkins y la fotografía que contenía el sobre, quedaron olvidadas. Dolly ya no tenía necesidad de ellas, por lo que no buscó el sobre y no echó de menos su desaparición. Pero desapareció. Arrastrado por la gruesa manga de su abrigo blanco al agarrar el cheque e inclinarse extasiada para besar a Jimmy, el sobre se detuvo al borde de la mesa, osciló unos segundos antes de vencerse, al fin, y cayó en esa fina rendija entre el asiento y la pared.

El sobre quedó oculto a simple vista y tal vez así hubiese permanecido, acumulando polvo, carcomido por las cucarachas, desintegrado al fin en el continuo flujo y reflujo de las estaciones, hasta mucho después de que esos nombres que contenía no fuesen más que ecos de vidas lejanas. Pero el destino es juguetón y no fue eso lo que ocurrió.

Esa misma noche, mientras Dolly dormía, acurrucada en su angosta cama en Rillington Place, donde soñaba con la cara que puso la señora White cuando anunció que se iba de la pensión, un Heinkel 111 de la Luftwaffe, ya de regreso a Berlín, soltó una bomba de relojería que cayó en silencio por el cálido cielo nocturno. El piloto habría preferido alcanzar Marble Arch, pero estaba cansado y su puntería se resintió, de modo que la bomba cayó donde estaba la verja de hierro, justo enfrente de Lyons Corner House. Detonó a las cuatro de la mañana siguiente, precisamente cuando Dolly, que se despertó temprano, demasiado excitada para seguir durmiendo, se sentaba en la cama, hojeando el ejemplar de Peter Pan que había traído del restaurante, y copió su nombre (Dorothy), con gran esmero, encima de la dedicatoria. Qué amable Vivien al regalárselo… Dolly se entristeció al pensar lo mal que la había juzgado, en especial cuando la fotografía de Jimmy, con las dos juntas en la obra, cayó de entre las páginas. Se alegraba de que ahora fuesen amigas. La bomba se llevó el restaurante y la mitad de la casa de al lado. Hubo víctimas, pero no tantas como era de esperar, y la ambulancia de la Estación 39 respondió con prontitud, tras lo cual se rastrearon las ruinas en busca de supervivientes. Una amable agente llamada Sue, cuyo marido había regresado de Dunkerque con neurosis de guerra y cuyo único hijo había sido evacuado a un lugar de Gales cuyo nombre era incapaz de pronunciar, estaba llegando al final de su turno cuando vio algo entre los escombros.

Sue se frotó los ojos y bostezó, pensó en dejarlo, pero decidió agacharse para recogerlo. Se trataba de una carta, con destinatario y sellos, pero que no había sido enviada. Por supuesto, no la leyó, pero el sobre no estaba cerrado y una fotografía se deslizó en la palma de su mano. Ahora que el amanecer reinaba brillante sobre un Londres devastado, Sue lo vio con claridad: era una fotografía de un hombre y una mujer, amantes, como dedujo con una sola mirada. Cómo clavaba el hombre los ojos en esa bella joven; no podía dejar de mirarla. Él no sonreía como ella, pero todo en ese gesto transmitió a Sue que el hombre de la fotografía amaba a esa mujer con todo su corazón.

Se sonrió, un poco triste, recordando cómo ella y Don solían mirarse el uno al otro, y cerró la carta y se la metió en el bolsillo. Se subió de un salto en su viejo Daimler junto a su compañera de turno, Vera, y condujeron de vuelta al centro. Sue creía en el optimismo y en ayudar a los demás; enviar esa nota de los dos amantes sería su primera buena acción en ese día naciente. Echó el sobre en un buzón de camino a casa y, el resto de su vida, casi siempre feliz, de vez en cuando recordaba a esos amantes y deseaba que todo les hubiera salido bien.