27

Londres, mayo de 1941

Jimmy se había sentido avergonzado la primera vez que llevó a Vivien a casa a visitar a su padre. Su pequeña habitación ya le parecía bastante destartalada, pero al verla a través de los ojos de Vivien comprendió que sus patéticos arreglos para volverla más acogedora no eran sino actos desesperados. ¿De verdad había pensado que un viejo paño sobre el arcón de madera bastaría para convertirlo en una mesa? Al parecer, sí. Vivien, por su parte, fingió a las mil maravillas que no había nada ni remotamente extraño en beber té negro con tazas que no hacían juego junto a un pájaro al pie de la cama de un anciano, y todo fue bastante bien.

Y eso que su padre insistió en llamar a Vivien «tu prometida» todo el tiempo y preguntó, con un tono de voz de lo más nítido, cuándo pensaban casarse. Jimmy había corregido al anciano por lo menos tres veces antes de encogerse de hombros para disculparse ante Vivien y tomárselo todo como una broma. ¿Qué otra cosa podría haber hecho? Se trataba solo del error de un anciano, que había visto a Doll una sola vez, allá en Coventry, antes de la guerra, y no hacía mal a nadie. A Vivien no pareció importarle y el padre de Jimmy fue feliz. Sumamente feliz. Se llevó de maravilla con Vivien. En ella, al parecer, había encontrado el público que había esperado toda su vida.

A veces, al mirarlos mientras reían juntos por alguna anécdota contada por su padre, o cuando trataban de enseñar un nuevo truco a Finchie o discutían de buen humor sobre la mejor manera de cebar un anzuelo, Jimmy creía que su corazón podría estallar de gratitud. Cuánto tiempo había pasado (años) desde que había visto a su padre sin esa línea que le surcaba el ceño al tratar de recordar quién era y dónde estaba.

En ocasiones, Jimmy se sorprendió a sí mismo tratando de imaginar a Doll en el lugar de Vivien, al servir una taza de té a su padre, removiendo la leche condensada como a él le gustaba, o al contar historias ante las que el anciano sacudía la cabeza de sorpresa y placer…, pero, por alguna razón, no lo logró. Se reprendió a sí mismo por intentarlo. Las comparaciones eran irrelevantes, lo sabía, e injustas para ambas mujeres. Doll habría venido de visita si hubiera podido. No era una dama ociosa; sus turnos en la fábrica de municiones eran largos y siempre acababa agotada, así que era natural que dedicase sus escasas tardes libres a ver a sus amigas.

Vivien, por otra parte, parecía disfrutar de verdad el tiempo que pasaba en su pequeña habitación. Una vez, Jimmy cometió el error de darle las gracias, como si le hubiese hecho un gran favor, pero lo miró como si hubiese perdido la cabeza y preguntó: «¿Por qué?». Se sintió tonto ante su perplejidad y cambió de tema gracias a una broma, pero se vio obligado a reflexionar más tarde que tal vez se equivocara y era al anciano a quien Vivien quería ver en verdad. Era una explicación tan plausible como cualquier otra.

A veces aún pensaba en ello y se preguntaba por qué había aceptado ese día en el hospital cuando le propuso caminar a su lado. No necesitaba preguntarse por qué se lo había propuesto: por tenerla de vuelta tras su enfermedad, por cómo se iluminó todo al abrir la puerta de la buhardilla y verla ahí, inesperadamente. Se apresuró a alcanzarla cuando se marchó y abrió la puerta de entrada tan rápido que aún estaba ahí, en las escaleras, poniéndose la bufanda. No había esperado que aceptase; solo sabía que había pensado en ello durante todo el ensayo. Quería pasar tiempo con ella, no porque Dolly se lo hubiese pedido, sino porque le gustaba su compañía, quería estar con Vivien.

—¿Tienes hijos, Jimmy? —le preguntó mientras caminaban. Vivien se movía más despacio de lo habitual, aún delicada tras la enfermedad que la había mantenido en casa. Jimmy había percibido cierta reticencia a lo largo del día… Se reía con los niños como de costumbre, pero en su mirada había una cautela o una reserva a la que no estaba acostumbrado. Jimmy se sintió triste por ella, si bien no sabía por qué exactamente.

—No —negó con la cabeza. Y notó que se ruborizaba al recordar cómo le había molestado a ella que le formulase esa misma pregunta.

Esta vez, sin embargo, era ella quien dirigía la conversación, e insistió:

—Pero quieres tenerlos algún día.

—Sí.

—¿Uno o dos?

—Para empezar. Luego los otros seis. —Vivien sonrió—. Fui hijo único —dijo, a modo de explicación—. Demasiada soledad.

—Nosotros éramos cuatro. Demasiado ruido.

Jimmy se rio, y aún sonreía cuando comprendió algo que no había entendido hasta ese momento.

—Esas historias que cuentas en el hospital —dijo, mientras doblaban la esquina, pensando en la fotografía que había tomado para ella—, con casas de madera sobre pilotes, el bosque encantado, la familia al otro lado del velo…, esa es tu familia, ¿verdad?

Vivien asintió.

Jimmy no sabía muy bien qué le motivó a hablar acerca de su padre ese día… Quizás el aspecto de ella al hacerlo sobre su propia familia, los cuentos que le había oído contar, llenos de magia y nostalgia, que detenían el paso del tiempo, la necesidad repentina de sentirse cerca de alguien… En cualquier caso, habló de él, y Vivien hizo preguntas y Jimmy se acordó del primer día que la vio con los niños, de la suma atención con que escuchaba. Cuando Vivien dijo que le gustaría conocerlo, Jimmy dio por hecho que era una de esas cosas que la gente decía mientras pensaban en el tren que tenían que coger y se preguntaban si llegarían a la estación a tiempo. Pero lo volvió a decir en el siguiente ensayo.

—Le he traído algo —añadió—. Algo que creo que le va a gustar.

Y era cierto. La semana siguiente, cuando Jimmy al fin accedió a llevarla a conocer a su padre, regaló al anciano un estupendo trozo de jibia: «Para Finchie». Lo había encontrado en la playa, dijo, mientras ella y Henry visitaban a la familia del editor de este.

—Es una preciosidad, Jim, muchacho —dijo el padre de Jimmy en voz alta—. Muy bonita… Como salida de un cuadro. Y amable. ¿Vas a esperar para celebrar tu boda a que vayamos a la costa?

—No lo sé, papá —dijo Jimmy, mirando a Vivien, que simulaba un interés desmedido por algunas de las fotografías colgadas en la pared—. Ya veremos, ¿eh?

—No esperes demasiado, Jimmy. Tu madre y yo somos cada día más viejos.

—Vale, papá. Tú serás el primero en saberlo, te lo prometo.

Más tarde, cuando acompañó a Vivien a la estación de metro, le explicó la constante confusión de su padre y le dijo que esperaba que no se hubiese sentido demasiado incómoda.

Ella pareció sorprendida.

—No pidas disculpas por tu padre, Jimmy.

—No, lo sé. Es que… no quería que te sintieses incómoda.

—Al contrario. No me había sentido tan cómoda en mucho tiempo.

Caminaron un poco más sin decir palabra, hasta que al fin Vivien preguntó:

—¿De verdad vas a vivir en la costa?

—Ese es el plan. —Jimmy se estremeció. Plan. Había dicho esa palabra sin pensarlo dos veces y se maldijo. Qué torpeza tan enorme mencionar ante Vivien ese mismo futuro que en su mente se entrelazaba con el ardid de Dolly.

—Y te vas a casar.

Jimmy asintió.

—Eso es maravilloso, Jimmy. Me alegro por ti. ¿Es una buena chica?… Sí, claro que lo es. Qué pregunta más tonta.

Jimmy sonrió ligeramente, con la esperanza de no hablar más del tema, pero Vivien dijo:

—¿Y bien?

—¿Y bien?

Vivien se rio.

—Háblame de ella.

—¿Qué quieres saber?

—No sé…, lo normal, supongo… ¿Cómo os conocisteis?

La mente de Jimmy regresó a esa cafetería de Coventry.

—Yo llevaba un saco de harina.

—Y ella fue incapaz de resistirse —bromeó Vivien con amabilidad—. Así que evidentemente siente debilidad por la harina. ¿Qué más cosas le gustan? ¿Cómo es?

—Juguetona —dijo Jimmy, a quien se le contrajo la garganta—. Llena de vida, de sueños. —No estaba disfrutando de la conversación en absoluto, pero se descubrió a sí mismo evocando a Doll: la muchacha que había sido, la mujer que era ahora—. Perdió a su familia en un bombardeo.

—Oh, Jimmy. —La expresión de Vivien se ensombreció—. Pobre. Estará destrozada.

Su compasión era profunda y sincera y Jimmy no lo soportó. Su vergüenza por engañarla, por la parte que ya había desempeñado; su repugnancia por esa doblez… Todo ello lo impulsó a ser sincero. Tal vez, en el fondo, esperaba que la verdad saboteara los planes de Dolly.

—En realidad, creo que tal vez la conoces.

—¿Qué? —Le echó un vistazo, alarmada, al parecer, por tal posibilidad—. ¿Cómo?

—Se llama Dolly. —Contuvo la respiración, consciente de lo mal que habían acabado las cosas entre ellas—. Dolly Smitham.

—No. —Vivien se mostró visiblemente aliviada—. No, no creo que conozca a nadie con ese nombre.

Jimmy se sintió confundido. Sabía que eran amigas…, es decir, que lo habían sido; Dolly se lo había contado todo.

—Trabajabais juntas en el SVM. Antes vivía cerca de ti, al otro lado de la calle, en Campden Grove. Era la dama de compañía de lady Gwendolyn.

—¡Ah! —Vivien al fin comprendió—. Oh, Jimmy —dijo, y se detuvo para agarrarlo del brazo, con esos ojos oscuros abiertos de par en par por el pánico—. ¿Sabe que trabajamos juntos en el hospital?

—No —mintió Jimmy, y se odió a sí mismo.

Su alivio fue palpable; una sonrisa trató de abrirse paso solo para acabar aplastada por una preocupación renovada. Suspiró apesadumbrada y se llevó los dedos a los labios.

—Dios, Jimmy, seguro que me odia. —Sus ojos indagaron en los de él—. Fue horrible… No sé si te lo habrá contado: una vez me hizo un gran favor, me devolvió un medallón que había perdido, pero yo… me temo que fui muy grosera con ella. Había tenido un mal día, había ocurrido algo inesperado; no me sentía bien y fui descortés. Fui a verla para pedirle disculpas, para explicarme; llamé a la puerta del número 7, pero nadie abrió. Luego la anciana murió y todos se fueron; todo sucedió muy rápido. —Los dedos de Vivien habían bajado al medallón mientras hablaba; lo retorcía, dándole vueltas en el hueco de la garganta—. ¿Se lo puedes decir, Jimmy? ¿Decirle que no pretendía tratarla tan mal?

Jimmy dijo que lo haría. La explicación de Vivien lo había complacido sobremanera. Confirmaba la versión de Dolly; pero al mismo tiempo demostraba que esa aparente frialdad de Vivien no había sido más que un gran malentendido.

Caminaron un poco más en silencio, ambos absortos en sus pensamientos, hasta que Vivien dijo:

—¿A qué esperas para casarte, Jimmy? Estáis enamorados, ¿no? Tú y Dolly.

Su alegría se disipó. Deseó, con todas sus fuerzas, que dejase de hablar del tema.

—Sí.

—Entonces, ¿por qué no os casáis ya?

Las únicas palabras que se le ocurrieron para enmascarar la mentira eran un lugar común:

—Queremos que sea perfecto.

Vivien asintió, pensativa, y dijo:

—¿Qué podría ser más perfecto que casarse con la persona que amas?

Quizás la vergüenza que sentía lo llevó a justificarse a sí mismo; quizás fueron los recuerdos latentes de su padre esperando en vano el regreso de su madre, pero Jimmy repitió la pregunta («¿Qué podría ser más perfecto que el amor?») y se rio amargamente.

—Saber que puedes ofrecerle lo bastante para hacerla feliz, para empezar. Que puedes mantener un techo sobre su cabeza, poner comida en la mesa, pagar la calefacción. No es poco para aquellos que no tenemos nada. No es tan romántico como tu idea, lo admito, pero así es la vida, ¿no?

Vivien había palidecido; Jimmy le había hecho daño, lo notó, pero ya estaba muy acalorado en ese momento y, aunque se sentía molesto consigo mismo y no con ella, no se disculpó.

—Tienes razón —dijo Vivien al fin—. Lo siento, Jimmy. He hablado sin pensar; he sido insensible. De todos modos, no es asunto mío. Es que dibujas una imagen tan vívida (la casa de labranza, la costa…), es todo tan maravilloso… Me he dejado llevar por tus planes.

Jimmy no respondió; la había estado mirando mientras hablaba, pero ahora se dio la vuelta. Al observarla el rostro de Vivien le había inspirado una imagen clarísima, en la cual los dos, él y ella, huían juntos a la costa, y deseó interrumpirla, ahí en la calle, tomar su rostro entre las manos y besarla apasionadamente. Dios. ¿Qué le estaba ocurriendo?

Jimmy encendió un cigarrillo y fumó mientras caminaba.

—¿Y a ti? —farfulló, avergonzado, en un intento de hacer las paces—. ¿Qué te espera en el futuro? ¿Con qué sueñas?

—Oh… —Vivien hizo un gesto con la mano—. No pienso mucho en el futuro.

Llegaron a la estación de metro y se despidieron con torpeza. Jimmy se sentía incómodo, por no decir culpable, sobre todo porque debía darse prisa para ir a ver a Dolly en Lyons, como habían acordado. Aun así…

—Déjame que te acompañe a Kensington —dijo antes de que Vivien se fuese—. Para asegurarme de que llegas bien a casa.

Vivien se volvió para mirarlo.

—¿Vas a detener la bomba que lleva escrito mi nombre?

—Saltaré tan alto como pueda.

—No —dijo Vivien—. No, gracias. Prefiero ir sola. —Entonces atisbó de nuevo a la Vivien de antes, la que caminaba por delante de él en la calle y se negaba incluso a sonreír.

Sentada a la mesa del restaurante, Dolly fumaba y miraba por la ventana en busca de Jimmy. De vez en cuando se apartaba del cristal y acariciaba la piel blanca de la manga del abrigo. En realidad, hacía demasiado calor para vestir pieles, pero Dolly prefería no quitárselo. Enfundada en ese abrigo, se sentía importante (incluso poderosa), una sensación que necesitaba ahora más que nunca. Últimamente había tenido la terrible sensación de que los hilos se le escapaban de los dedos y comenzaba a perder el control. El temor le revolvía el estómago… y lo peor de todo era esa incertidumbre creciente que la asaltaba por las noches.

Cuando lo concibió, el plan parecía infalible, una manera sencilla de darle una lección a Vivien Jenkins que al mismo tiempo arreglaría las cosas para ella y Jimmy, pero, a medida que pasaba el tiempo y Jimmy no quedaba con Vivien para sacar la fotografía, y notaba la distancia que crecía entre ellos, lo difícil que le resultaba mirarla a los ojos, Dolly comenzó a comprender que había cometido un gran error; que jamás debió pedirle a Jimmy que lo hiciese. En sus peores momentos, Dolly llegó a pensar que tal vez ya no la amaba como antes, que tal vez ya no creía que fuese excepcional. Y esa idea la aterrorizaba.

Habían tenido una discusión horrible la otra noche. Comenzó por una nadería, por un comentario acerca de su amiga, Caitlin, sobre su conducta al salir a bailar juntas, con Kitty y las otras. Había dicho cosas así cientos de veces antes, pero en esta ocasión se convirtió en una verdadera trifulca. Le sorprendió su tono áspero, las cosas que dijo (que escogiera mejores amigas si tanto le decepcionaban las que tenía, que la próxima vez fuese a visitarlos a él y a su padre en vez de salir con personas a las que apreciaba tan poco) y le pareció tan desmedido, tan cruel que se echó a llorar en plena calle. Cuando Dolly lloraba, Jimmy solía comprender lo dolida que se sentía y se acercaba para enmendar las cosas, pero esta vez no. Solo gritó «¡Dios!» y se alejó, con los puños apretados.

Dolly contuvo los sollozos, escuchando y esperando en la oscuridad, y durante un minuto no oyó nada. Pensó que se había quedado sola de verdad, que lo había presionado demasiado y que la había abandonado al fin.

Jimmy volvió, pero, en lugar de disculparse como Dolly esperaba, dijo, en una voz que ella casi no reconoció: «Deberías haberte casado conmigo, Doll. Maldita sea, debiste haberte casado conmigo cuando te lo pedí».

Dolly sintió un gemido doloroso que se escapaba de la garganta y se oyó a sí misma gritar: «No, Jimmy…, ¡tú deberías haberte declarado antes!».

Se reconciliaron más tarde en las escaleras de la pensión de la señora White. Se dieron un beso de buenas noches, cauteloso, amable, y estuvieron de acuerdo en que se habían dejado llevar por la emoción, eso era todo. Pero Dolly sabía que era más que eso. Se quedó despierta durante horas, reflexionando acerca de las últimas semanas, recordando las veces que lo había visto, lo que había dicho, la forma en que se comportaba, y así, mientras recreaba esas escenas en su mente, lo supo. Era el plan, eso que le había pedido hacer. En vez de arreglar las cosas como esperaba, su ingenioso plan corría el riesgo de malograrlo todo…

Ahora, en el restaurante, Dolly apagó el cigarrillo y sacó la carta del bolso. Abrió el sobre y la leyó de nuevo. Una oferta de trabajo en una pensión llamada Mar Azul. Fue Jimmy quien encontró el anuncio en el periódico y lo recortó para ella. «Suena de maravilla, Doll —dijo—. Un lugar precioso en la costa: gaviotas, sal marina, helados… Y puedo trabajar en…, bueno, ya encontraré algo». Dolly no fue capaz de imaginarse a sí misma barriendo la arena arrastrada por turistas paliduchos, pero Jimmy se quedó junto a ella hasta que escribió la carta, y en parte le gustaba verlo así, tan enérgico. Al final, pensó que por qué no. Jimmy se pondría contento y, si le ofrecían el trabajo, siempre podría enviar una carta discreta y rechazarlo. Dolly se dijo que no necesitaría un trabajo como ese, no cuando consiguiese la fotografía de Vivien…

La puerta del restaurante se abrió y Jimmy entró. Había venido corriendo, notó Dolly… Por las ganas de verla, esperaba. Dolly saludó y lo observó acercarse a la mesa; el cabello, moreno, caía sobre su rostro, lo que le otorgaba un aspecto atractivo y desaliñado, con cierto cariz peligroso.

—Hola, Doll —dijo, dándole un beso en la mejilla—. ¿No hace un poco de calor para ese abrigo?

Dolly sonrió y negó con la cabeza.

—Estoy bien. —Le hizo sitio en el reservado, pero Jimmy se sentó enfrente y alzó la mano para llamar a la camarera.

Dolly esperó hasta que pidieron el té y entonces ya no pudo aguantarse más. Respiró hondo y dijo:

—He tenido una idea. —El gesto de Jimmy se volvió tenso y Dolly sintió una punzada de remordimientos, al ver cómo recelaba de ella. Le acarició la mano con ternura—. Oh, Jimmy, no tiene nada que ver con… —Se interrumpió y se mordió el labio—. De hecho —bajó la voz—, he estado pensando en lo otro, en el plan.

Jimmy levantó el mentón, en un gesto defensivo, y Dolly se apresuró a continuar:

—He pensado que deberías olvidar todo eso…, lo de quedar con ella, y hacer la fotografía.

—¿De verdad?

Dolly asintió y, por el aspecto de la cara de Jimmy, supo que había tomado la decisión correcta.

—No debería habértelo pedido —sus palabras se atropellaban unas a otras—, no tenía la cabeza en su sitio. El asunto con lady Gwendolyn, mi familia…, todo eso me desquició un poco, Jimmy.

Jimmy fue a sentarse junto a ella y tomó su cara entre las manos. Sus ojos oscuros indagaron en los de ella.

—Claro que sí, mi pobre niña.

—No debería habértelo pedido —dijo de nuevo, y él la besó—. No era justo. Lo sien…

—Chisss —dijo, con tono aliviado—. Ya no importa. Es parte del pasado. Tú y yo tenemos que olvidar todo eso y mirar hacia delante.

—Me gustaría.

Se apartó para observarla, tras lo cual sacudió la cabeza y se rio con una mezcla de sorpresa y placer. Era un sonido precioso que despertó un cosquilleo en la espalda de Dolly.

—A mí también me gustaría —dijo—. Vamos a empezar por tu idea. ¿No ibas a decirme algo cuando llegué?

—Ah, sí —dijo Dolly con entusiasmo—. Esa obra que estás montando… Debería trabajar, pero he pensado en hacer novillos y acompañarte.

—¿De verdad?

—Pues claro. Me encantaría conocer a Nella y a los otros y, además, ¿qué otra oportunidad voy a tener de ver a mi chico haciendo de Campanilla?

La primera y última representación de Peter Pan por el joven elenco del hospital para huérfanos de la guerra del doctor Tomalin fue un éxito abrumador. Los niños volaron y lucharon e hicieron magia en esa buhardilla polvorienta con unas sábanas viejas; los que estaban demasiado enfermos para actuar aplaudían y animaban desde donde los habían colocado entre el público; y Campanilla, bajo las seguras manos de Jimmy, intervino de manera admirable. Al finalizar, los niños sorprendieron a Jimmy al bajar la bandera pirata y sustituirla por una en la que estaba escrito «La Estrella del Ruiseñor», tras lo cual interpretaron una versión del relato que les había contado, que habían practicado en secreto durante semanas. Después de que los actores salieran a saludar (otra vez), el doctor Tomalin pronunció un discurso y pidió a Vivien y Jimmy que saludasen también. Jimmy vio a Doll, que lo aplaudía entre el público; él sonrió y le guiñó un ojo.

Le había puesto nervioso su presencia, aunque ahora no sabía por qué. Supuso, cuando Dolly lo sugirió, que se sentía culpable por su intimidad con Vivien y que le ponía nervioso que las cosas acabasen mal entre ellas. En cuanto resultó evidente que no iba a ser capaz de disuadirla, Jimmy trató de minimizar los daños. No había confesado su amistad con Vivien; en su lugar, se había limitado a explicar cómo le pidió cuentas por tratar tan mal a Dolly cuando le devolvió el medallón.

—¿Le has hablado de mí?

—Claro —dijo Jimmy, que tomó su mano al salir del restaurante y adentrarse en la oscuridad del apagón—. Eres mi chica. ¿Cómo no iba a hablarle de ti?

—¿Qué dijo? ¿Lo admitió? ¿Te dijo lo horrible que fue su comportamiento?

—Sí. —Jimmy se detuvo mientras Doll encendía un cigarrillo—. Se sentía muy mal por ello. Dijo que había sufrido un enorme disgusto ese día, pero que eso no justificaba su conducta.

A la luz de la luna, Jimmy vio que el labio inferior de Dolly temblaba de emoción.

—Fue espantoso, Jimmy —dijo en un susurro—. Las cosas que dijo. Lo que me hizo sentir.

Jimmy pasó a Dolly el cabello por detrás de la oreja.

—Quería pedirte disculpas; al parecer, lo intentó, pero cuando fue a la casa de lady Gwendolyn no había nadie.

—¿Vino a verme a mí?

Jimmy asintió, y notó que el gesto de Dolly se dulcificaba. Así, sin más, toda la amargura desapareció. Fue una transformación sobrecogedora y, sin embargo, no debería haberle sorprendido. Las emociones de Doll eran cometas de largos hilos: en cuanto una bajaba, otra de colores brillantes se alzaba en la brisa.

Fueron a bailar y por primera vez en varias semanas, sin ese maldito plan pendiendo sobre sus cabezas, Jimmy y Dolly se divirtieron juntos, igual que antes. Bromearon y se rieron y, cuando se despidió con un beso y salió a hurtadillas por la ventana de la señora White, Jimmy pensaba que quizás no era tan mala idea llevar a Doll a la obra.

Estaba en lo cierto. Tras un inicio titubeante, el día salió mejor de lo que había soñado. Vivien estaba arreglando la vela del barco cuando llegaron. Vio un gesto de sorpresa en su rostro cuando se dio la vuelta y lo vio junto a Doll, una sonrisa que comenzó a borrarse antes de recuperar la compostura, y Jimmy sintió cierto recelo. Vivien se bajó con cuidado mientras Jimmy colgaba el abrigo blanco de Doll y, cuando las dos mujeres se saludaron, Jimmy contuvo el aliento. Pero fue un saludo cordial. Se sintió orgulloso por la actitud de Dolly. Se esforzó por olvidar el pasado y ser amable con Vivien. Notó que Vivien estaba aliviada, si bien más callada de lo habitual, y quizás menos afectuosa. Cuando Jimmy le preguntó si Henry iba a venir a ver la obra, lo miró como si acabara de insultarla, antes de recordarle que su marido tenía un trabajo muy importante en el ministerio.

Menos mal que estaba Dolly, con su don de subir los ánimos.

—Vamos, Jimmy —dijo, pasando el brazo por el de Vivien cuando los niños empezaron a llegar—. Sácanos una fotografía, ¿vale? Un recuerdo de este día.

Vivien comenzó a poner reparos, ya que no le gustaba, dijo, que la fotografiasen, pero Doll estaba esforzándose y Jimmy no quería que fuese en vano.

—Te prometo que no duele —dijo con una sonrisa, y al final Vivien mostró un leve asentimiento…

Los aplausos por fin acabaron y el doctor Tomalin dijo a los niños que Jimmy tenía algo para todos ellos. El anuncio recibió otra ronda de vítores y aplausos. Jimmy los saludó y comenzó a repartir copias de una fotografía. La había tomado durante la ausencia de Vivien por enfermedad: mostraba al elenco con sus trajes, juntos en el barco.

Jimmy también había imprimido una para Vivien. La divisó en un rincón de la buhardilla, recogiendo los disfraces en una cesta de mimbre. El doctor Tomalin y Myra hablaban con Dolly, así que se acercó a dársela.

—Bueno —dijo al llegar a su lado.

—Bueno.

—Críticas entusiastas en el periódico de mañana, seguro. —Vivien se rio.

—Sin duda.

Le dio la fotografía.

—Esto es para ti.

Vivien la cogió y sonrió al ver las caras de los niños. Se agachó para dejar el cesto y, al hacerlo, su blusa se abrió ligeramente y Jimmy vislumbró un moratón que se extendía desde el hombro al pecho.

—No es nada —dijo, al notar su mirada, y los dedos se movieron con presteza para ajustar la tela—. Me caí, en un apagón, al ir al refugio. Un buzón se puso en mi camino… Y eso que su pintura se ve en la oscuridad.

—¿Estás segura? Tiene mal aspecto.

—Me salen moratones con facilidad. —Sus miradas se cruzaron y, durante una fracción de segundo, Jimmy pensó que veía algo en sus ojos, pero ella sonrió—. Por no mencionar que camino demasiado rápido. Siempre me estoy tropezando con cosas… y a veces con gente también.

Jimmy le devolvió la sonrisa, recordando el día que se conocieron; pero, cuando uno de los niños tomó la mano de Vivien y se la llevó lejos, sus pensamientos se centraron en esas enfermedades recurrentes, en que no tuviese hijos y en lo que sabía acerca de las personas a quienes les salen moratones con facilidad, y Jimmy sintió que la preocupación le encogía el estómago.