Greenacres, 2011
Las hermanas Nicolson (menos Daphne, que se encontraba en Los Ángeles para grabar un nuevo anuncio, si bien había prometido volver a Londres «en cuanto puedan prescindir de mí») llevaron a Dorothy a casa, a Greenacres, el sábado por la mañana. Rose estaba preocupada porque no había sido capaz de ponerse en contacto con Gerry, pero Iris (quien se las daba de experta) declaró que había telefoneado a la universidad y le habían dicho que estaba de viaje por «asuntos muy importantes»; le habían prometido hacerle llegar su mensaje. Inconscientemente, Laurel buscó el teléfono mientras Iris soltaba su revelación y lo giró en la mano, preguntándose por qué aún no había oído ni una palabra acerca del doctor Rufus, pero contuvo sus ganas de llamar. Gerry trabajaba a su manera, a su ritmo, y sabía por experiencia que telefonear a su despacho no depararía nada bueno.
A la hora del almuerzo, Dorothy ya estaba en su dormitorio profundamente dormida, con su pelo blanco como un halo sobre la almohada burdeos. Las hermanas se miraron entre sí y llegaron a un acuerdo tácito para dejarla tranquila. El cielo se había despejado y hacía un calor poco habitual para la época, y salieron a sentarse en el columpio de jardín, bajo el árbol, a comer el pan que Iris insistió en hornear ella misma, mientras espantaban las moscas y disfrutaban de lo que seguramente sería el último sol del año.
El fin de semana pasó sin contratiempos. Se acomodaron alrededor de la cama de Dorothy, leyendo en silencio o charlando en voz baja, e incluso intentaron jugar al Scrabble (aunque no por mucho tiempo: Iris era incapaz de completar una ronda sin desesperarse debido a las muchísimas y extrañas palabras de dos letras que sabía Rose), pero la mayor parte del tiempo se limitaron a establecer turnos para sentarse en la silenciosa compañía de su madre dormida. Habían acertado, pensó Laurel, al traerla de vuelta a casa. Greenacres era el verdadero hogar de Dorothy, esta casa extraña y de enorme corazón que descubrió por casualidad y de la cual se quedó prendada de inmediato. «Siempre había soñado con una casa como esta —solía decirles, con una amplia sonrisa que se extendía por toda la cara, al entrar por el jardín—. Llegué a pensar que había perdido mi oportunidad, pero al final todo salió bien. En cuanto la vi, supe que iba a ser mía…».
Laurel se preguntó si su madre pensó en ese lejano día cuando la trajeron en coche; si se acordó del viejo granjero que les preparó té a ella y a papá cuando llamaron a su puerta en 1947, de esas aves que los observaron detrás de la chimenea, y de lo joven que era por aquel entonces, aferrada con ambas manos a su segunda oportunidad, con la mirada puesta en el futuro, decidida a escapar de lo que había hecho en el pasado. ¿O quizás Dorothy había pensado, al recorrer el camino, en los eventos de ese día de verano de 1961 y en la imposibilidad de escapar de verdad del pasado? ¿O Laurel estaba siendo demasiado sentimental, y esas lágrimas que derramó su madre en el asiento trasero del coche de Rose, esas lágrimas dulces y silenciosas, se debían solo a los efectos de la vejez?
En cualquier caso, el viaje desde el hospital la había agotado y durmió la mayor parte del fin de semana, durante el cual comió poco y habló aún menos. Laurel, cuando le llegó el turno de sentarse junto a la cabecera de la cama, deseó que su madre se moviese, que abriese los ojos cansados y reconociese a su hija mayor, que reanudaran la conversación del otro día. Necesitaba saber qué había tomado su madre de Vivien Jenkins… Era la clave del misterio. Henry tenía razón al insistir en que la muerte de su esposa no era lo que parecía, que fue víctima de unos estafadores siniestros. (Estafadores, en plural, observó Laurel: ¿se trataba de una mera expresión o su madre había actuado junto a otra persona? ¿Podría haber sido Jimmy, el hombre a quien amó y perdió? ¿Quizás ese fue el motivo del fin de su romance?). Tendría que esperar hasta el lunes, pues Dorothy no había abierto la boca. De hecho, a Laurel le pareció, al ver a la anciana dormir tan plácidamente, mientras las cortinas ondeaban por una brisa ligera, que su madre había atravesado un umbral invisible hacia un lugar donde los fantasmas del pasado ya no podían tocarla.
Solo una vez, a altas horas de la madrugada del lunes, la visitaron los terrores que la habían acechado durante las últimas semanas. Rose e Iris habían vuelto a sus casas a pasar la noche, así que fue Laurel quien se despertó en la oscuridad con un sobresalto y caminó a trompicones por el pasillo, tanteando la pared en busca del interruptor de la luz. Acudió a su mente el recuerdo de las muchas noches que su madre había hecho lo mismo por ella: despertarse por un grito en la oscuridad y apresurarse por el pasillo para espantar los monstruos de su hija, acariciarle el pelo y susurrarle al oído: «Tranquila, angelito… Ya pasó, tranquila». A pesar de los sentimientos encontrados de Laurel respecto a su madre, era un privilegio poder hacer lo mismo por ella, más aún en el caso de Laurel, que había salido de la casa de un modo tan tenso, que no había estado ahí cuando murió su padre, que durante toda la vida no se había entregado a nadie salvo a sí misma y su arte.
Laurel se metió en la cama junto a su madre y abrazó a la anciana con fuerza, pero con cuidado. El algodón del largo camisón blanco de Dorothy estaba húmedo por los sinsabores de la pesadilla y su delgado cuerpo tembló.
—Fue culpa mía, Laurel —decía—. Fue culpa mía.
—Tranquila, tranquila —la consoló Laurel—. Ya pasó, todo está bien.
—Fue culpa mía que ella muriese.
—Lo sé, lo sé. —De nuevo el nombre de Henry Jenkins acudió a la mente de Laurel, su insistencia en que Vivien había muerto por encontrarse en un lugar donde nunca habría ido por sí misma, embaucada por alguien en quien confiaba—. Vamos, vamos, mamá. Ya pasó.
La respiración de Dorothy se calmó, adquirió un ritmo estable y Laurel pensó en la naturaleza del amor. Que lo sintiese con semejante intensidad, a pesar de lo que estaba descubriendo acerca de su madre, era digno de mención. Al parecer, los actos innobles no bastaban para extinguir el amor; pero, oh, si Laurel lo permitiese, la decepción podría haberla aplastado. Era una palabra anodina, «decepción», pero la vergüenza y la impotencia que conllevaba eran abrumadoras. No se trataba de que Laurel esperase que su madre fuese perfecta. Ya no era una niña. Y no compartía la fe ciega de Gerry en que, solo porque Dorothy Nicolson era su madre, se demostraría su inocencia milagrosamente. No, de ningún modo. Laurel era una persona realista, comprendía que su madre era un ser humano y era natural que no se hubiese comportado siempre como una santa; había odiado y amado y cometido errores que nunca olvidaría, igual que la propia Laurel. Pero la imagen que Laurel comenzaba a componer de lo sucedido en el pasado de Dorothy, lo que había visto hacer a su madre…
—Él vino a buscarme.
Laurel estaba ensimismada en sus pensamientos y la voz de su madre la sobresaltó.
—¿Qué has dicho, mamá?
—Yo intenté ocultarme, pero me encontró.
Hablaba de Henry Jenkins, comprendió Laurel. Parecía que se acercaban cada vez más a lo sucedido ese día de 1961.
—Ya se ha ido, mamá, no va a regresar.
Un susurro:
—Yo lo maté, Laurel.
A Laurel se le cortó la respiración. Respondió con otro susurro:
—Lo sé.
—¿Podrás perdonarme, Laurel?
Era una pregunta que Laurel no se había formulado; no sabía qué contestar. Al planteársela en ese momento, en la silenciosa oscuridad de la habitación de su madre, solo pudo decir:
—Calla. Todo va a salir bien, mamá. Te quiero.
Unas horas más tarde, cuando el sol comenzaba a elevarse por encima de los árboles, Laurel entregó el relevo a Rose y se dirigió al Mini verde.
—¿Otra vez Londres? —preguntó Rose, que la acompañó hasta el jardín.
—Hoy, Oxford.
—Ah, Oxford. —Rose retorció las cuentas del collar—. ¿Otra investigación?
—Sí.
—¿Te acercas a lo que buscas?
—¿Sabes, Rosie? —dijo Laurel, al sentarse en el asiento del conductor, con la mano extendida para cerrar la puerta—, creo que sí. —Sonrió, se despidió y dio marcha atrás, alegre de escapar antes de que Rose pudiese preguntar algo que exigiese una farsa más elaborada.
El tipo que la atendió en el mostrador de la sala de lectura de la Biblioteca Británica pareció complacido por la solicitud de buscar «unas memorias desconocidas», más aún cuando Laurel caviló acerca de cómo descubrir el paradero de la correspondencia de Katy Ellis después de su muerte. Frunció el ceño con determinación ante la pantalla de su ordenador, con pausas frecuentes para apuntar cosas en su cuaderno, y las esperanzas de Laurel crecían y menguaban según el movimiento de sus cejas, hasta que al fin la atención absorta con que lo miraba incomodó al hombre, quien sugirió que tal vez tardase y que ella podría dedicarse a otra cosa mientras tanto. Laurel captó la indirecta y salió para fumar un pitillo rápido (bueno, tres) y caminar en círculos un tanto neuróticos, antes de volver a toda prisa a la sala de lectura para comprobar cómo le había ido.
Nada mal, resultó. Deslizó un pedazo de papel sobre el escritorio con la sonrisa de exhausta satisfacción de un corredor de maratón, y dijo:
—La he encontrado. O al menos sus documentos privados. —Se hallaban en los archivos de la biblioteca de New College, en Oxford; Katy Ellis estudió ahí durante su doctorado y sus trabajos fueron donados después de su muerte, en septiembre de 1983. También disponían de una copia de sus memorias, pero Laurel pensó que sería más probable encontrar lo que buscaba en los documentos privados.
Laurel aparcó el Mini verde en el aparcamiento disuasorio de Thornhill y fue en autobús hasta Oxford. El conductor le indicó que bajase en High Street, cosa que hizo, justo enfrente de Queen’s College; pasó ante la biblioteca Bodleiana y por Holywell Street para llegar a la entrada principal de New College. Nunca se cansaba de la extraordinaria belleza de la universidad (las piedras y esas torrecillas que apuntaban al cielo, desgarradas por el peso del tiempo), pero hoy Laurel no tenía tiempo para admirarla; se metió las manos en los bolsillos del pantalón, se protegió del frío agachando la cabeza y se apresuró sobre la hierba de camino a la biblioteca.
Dentro la recibió un hombre joven de cabello negro enmarañado. Laurel explicó quién era, por qué había ido y mencionó que el bibliotecario de la Biblioteca Británica había llamado el viernes para concertar una cita.
—Sí, sí —dijo el joven (cuyo nombre, según supo más tarde, era Ben, y cumplía, con gran entusiasmo, había que decirlo, un año de prácticas en la biblioteca)—, yo mismo hablé con él. Ha venido a consultar una de nuestras colecciones de antiguos alumnos.
—Los documentos pertenecientes a Katy Ellis.
—Eso es. Le he traído el archivo de la torre de documentos.
—Genial. Muchas gracias.
—No es nada… Me subo a la torre a la menor excusa. —Sonrió y se acercó un poco, con aire de conspirador—. Es una escalera de caracol, ¿sabe?, a la que se accede mediante una puerta escondida en los paneles de la pared. Como en Hogwarts.
Laurel había leído Harry Potter, cómo no, y no era inmune a los encantos de los viejos edificios, pero las horas de apertura eran limitadas, las cartas de Katy Ellis estaban al alcance de la mano y, dada la combinación de ambos hechos, sintió pánico ante la idea de dedicar un minuto más a hablar de arquitectura o literatura con Ben. Ella sonrió fingiendo que no comprendía (¿Hogwarts?), él reaccionó con un gesto compasivo (Muggle), y ambos prosiguieron con su conversación.
—La colección se encuentra en la sala de lectura del archivo —dijo—. ¿La acompaño? Es como un laberinto si no ha estado antes.
Laurel lo siguió a lo largo de un pasillo de piedra. Ben no paró de hablar alegremente sobre la historia de New College, hasta que al fin llegaron, muchas vueltas más tarde, a una sala con mesas y ventanas con vistas a una magnífica muralla medieval cubierta de hiedra.
—Aquí lo tiene —dijo tras pararse ante una mesa con unas veinte cajas apiladas encima—. ¿Está cómoda aquí?
—Seguro que sí.
—Excelente. Hay guantes cerca de las cajas. Por favor, póngaselos al tocar el material. Yo estoy ahí si me necesita —indicó un montón de papeles sobre un escritorio en la esquina más alejada—, transcribiendo —añadió, a modo de explicación. Laurel no preguntó qué por temor a la respuesta, y así, tras despedirse con la cabeza, Ben se fue.
Laurel esperó un momento y, al cabo de un rato, silbó bajito sumida en el pedregoso silencio de la biblioteca. Al fin estaba a solas con las cartas de Katy Ellis. Se situó frente al escritorio e hizo que crujieran sus nudillos (no metafórica, sino literalmente; le pareció lo adecuado), se puso las gafas de lectura y los guantes blancos y comenzó a buscar respuestas.
Las cajas eran idénticas: de cartón marrón libre de ácido, del tamaño de una enciclopedia. Estaban numeradas con un código que Laurel no comprendía del todo, pero que parecía indicar un completo catálogo de numerosos artículos. Pensó en pedir una explicación a Ben, pero temió recibir una exaltada conferencia acerca de la historia de la gestión de los expedientes. Por lo que parecía, las cajas estaban ordenadas cronológicamente… Laurel decidió confiar en que todo tendría sentido a medida que avanzase.
Abrió la tapa de la caja número uno y se encontró con varios sobres. El primero contenía unas veinte cartas atadas con cinta blanca y sostenidas por un rígido trozo de cartón. Laurel contempló el enorme montón de cajas. Al parecer Katy Ellis fue una corresponsal prolífica, pero ¿a quién había escrito? Por lo visto, las cartas estaban organizadas por la fecha de entrega, pero debía existir un método más eficaz de encontrar lo que necesitaba que el simple ensayo y error.
Laurel tamborileó con los dedos, pensativa, y entonces miró por encima de las gafas a la mesa. Sonrió al ver lo que había echado en falta: el índice. Lo cogió enseguida y echó un vistazo para comprobar si contenía una lista de remitentes y destinatarios. Ahí estaba. Conteniendo el aliento, Laurel recorrió con el dedo la columna de los remitentes, dubitativa al principio, la J de Jenkins, la L de Longmeyer y, al fin, la V de Vivien.
Ninguna de las opciones aparecía.
Laurel miró una vez más, ahora con suma atención. Aun así, no encontró nada. En el índice no se hacía referencia alguna a las cartas de Vivien Longmeyer ni de Vivien Jenkins. Y, sin embargo, Katy Ellis mencionaba esas cartas en el fragmento de Nacida para enseñar citado en la biografía de Henry Jenkins. Laurel sacó la fotocopia que había tomado en la Biblioteca Británica. Ahí estaba, escrito con claridad meridiana: «En el transcurso de nuestro largo viaje por mar, fui capaz de ganarme la confianza de Vivien y entablamos una relación que persistió durante muchos años. Mantuvimos una correspondencia con afectuosa frecuencia hasta su trágica y prematura muerte en la Segunda Guerra Mundial…». Laurel apretó los dientes y comprobó la lista por última vez.
Nada.
No tenía sentido. Katy Ellis decía que esas cartas existían: toda una vida de cartas, «con afectuosa frecuencia». ¿Dónde estaban? Laurel miró la espalda encorvada de Ben y decidió que no quedaba otro remedio.
—Esas son todas las cartas que hemos recibido —dijo tras oír su explicación. Laurel señaló las líneas de la autobiografía y Ben arrugó la nariz y admitió que era extraño, pero entonces se le iluminó el gesto—. ¿Tal vez destruyó las cartas antes de morir? —No podía saber que estaba aplastando los sueños de Laurel como una hoja seca entre los dedos—. A veces ocurre —continuó—, en especial en el caso de las personas que tienen intención de donar su correspondencia. Se aseguran de que cualquier cosa que no desean que salga a la luz no forme parte de la colección. ¿Sabe si hay alguna razón para que hiciese algo así?
Laurel pensó en ello. Era posible, supuso. Las cartas de Vivien podrían haber contenido algo que Katy Ellis considerara íntimo o incriminatorio… Dios, todo era posible a estas alturas. El cerebro de Laurel ardía. Dijo:
—¿Cabe la posibilidad de que se encuentren en otro lugar?
Ben negó con la cabeza.
—La biblioteca de New College fue la única beneficiaria de los expedientes de Katy Ellis. Todo lo que legó está aquí.
Laurel sintió la tentación de arrojar las ordenadas cajas de archivos por la sala, de montar un buen espectáculo para Ben. Haber llegado tan cerca solo para perder el rastro… Era desmoralizador. Ben sonrió compasivo y Laurel estaba a punto de desmoronarse ante el escritorio cuando se le ocurrió algo.
—Diarios —dijo rápidamente.
—¿Qué ha dicho?
—Diarios. Katy Ellis escribía un diario: lo menciona en sus memorias. ¿Sabe si forman parte de la colección?
—Sí lo sé, y sí, forman parte —dijo—. Los bajé para usted.
Señaló una pila de libros que había en el suelo, junto al escritorio, y Laurel tuvo ganas de besarlo. Se contuvo y se limitó a sentarse y coger el primer volumen, encuadernado en cuero. Databa de 1929, el año, según recordó Laurel, en que Katy Ellis acompañó a Vivien Longmeyer en el largo viaje por mar desde Australia a Inglaterra. La primera página contenía una fotografía en blanco y negro, insertada perfectamente con unos triángulos dorados, moteados ahora por el tiempo. Era el retrato de una joven ataviada con falda larga y blusa, su cabello (era difícil decirlo con certeza, pero Laurel sospechó que era rojizo) con raya a un lado y pulcros rizos. En su vestimenta todo era modesto, recatado e intelectual, pero en sus ojos relucía la determinación. Había alzado el mentón ante la cámara y, más que sonreír, parecía satisfecha consigo misma. Laurel decidió que le caía bien la señorita Katy Ellis, más aún cuando leyó la pequeña anotación a pie de página: «Un acto de vanidad pequeño e impúdico, pero la autora adjunta aquí esta fotografía, tomada en Hunter & Gould Studios, en Brisbane, como recuerdo de una joven a punto de lanzarse a su gran aventura en el año de nuestro Señor de mil novecientos veintinueve».
Laurel pasó a la primera página, de cuidada caligrafía, una entrada que databa del 18 de mayo de 1929, titulada «Primera semana: nuevos comienzos». Sonrió ante el estilo un tanto pomposo de Katy Ellis y respiró hondo al ver el nombre de Vivien. En medio de una somera descripción de la embarcación —los alojamientos, los otros pasajeros y (en lo que más se explayaba) las comidas—, Laurel leyó lo siguiente:
Mi compañera de viaje es una niña de ocho años de edad, llamada Vivien Longmeyer. Es una niña de lo más inusual, muy desconcertante. Muy agradable a la vista: pelo oscuro con raya en medio, recogido (por mí) en trenzas, enormes ojos castaños y labios carnosos de un rojo cereza que aprieta con una firmeza que da la impresión de petulancia o fuerza de voluntad; todavía no he averiguado cuál de las dos. Es orgullosa y tenaz, lo cual percibo por el modo en que esos ojos oscuros indagan en los míos, y, ciertamente, la tía me ha proporcionado toda clase de informes en cuanto a la mordacidad de la niña y su presteza en emplear los puños; sin embargo, hasta el momento no he visto evidencia alguna de sus rumoreados arrebatos, ni ha pronunciado más de cinco palabras, mordaces o no, en mi presencia. Desobediente es, ciertamente; maleducada, no cabe duda; y sin embargo, por uno de esos inexplicables rasgos de la personalidad humana, la niña resulta, por extraño que parezca, entrañable. Me embelesa, incluso cuando no hace más que sentarse en la cubierta a mirar el mar; no es la mera belleza física, aunque sus rasgos morenos son con certeza encantadores; es un aspecto de sí misma que surge de lo más profundo y se expresa aun sin proponérselo, de modo que uno no puede sino observar.
Debo añadir que posee un extraño sosiego. Cuando otros niños estarían correteando y husmeando por la cubierta, ella se decanta por esconderse y sentarse en una inmovilidad casi completa. Es una quietud poco natural, para la cual nada me había preparado.
Al parecer Vivien Longmeyer continuó fascinando a Katy Ellis, pues, junto con otros comentarios respecto al viaje y notas sobre materiales didácticos que tenía intención de emplear en Inglaterra, durante las siguientes semanas ofrecía descripciones similares. Katy Ellis observaba a Vivien desde la distancia, relacionándose con ella solo en la medida en que era necesario en ese viaje compartido, hasta que, finalmente, en una entrada fechada el 5 de julio de 1929 y titulada «Séptima semana», pareció producirse un avance.
Hacía calor esta mañana, y una leve brisa soplaba del norte. Estábamos sentadas juntas en la cubierta después de desayunar, cuando sucedió algo imprevisto. Le dije a Vivien que volviese al camarote en busca de su libro de ejercicios para practicar unas lecciones; había prometido a su tía que no descuidaría las lecciones de Vivien mientras estábamos en el mar (la mujer teme, creo, que si el intelecto de la niña es insatisfactorio para el tío inglés, la envíe de vuelta a Australia). Nuestras clases son una interesante farsa, siempre igual: yo sostengo y señalo el libro, explicando los distintos principios hasta que mi cerebro se queja por la eterna búsqueda de la explicación clara; y Vivien observa con aburrimiento inexpresivo los frutos de mi trabajo.
Aun así, hice una promesa, y por tanto persisto. Esta mañana, no por primera vez, Vivien no hizo lo que le pedí. Ni siquiera se dignó a mirarme a los ojos, y me vi en la obligación de repetirme, no dos sino tres veces, y cada vez en un tono más severo. La niña siguió sin hacerme caso, hasta que al fin (casi con ganas de llorar) le rogué que me explicase por qué tan a menudo se comportaba como si no me oyese.
Tal vez mi pérdida de compostura conmovió a la niña, pues suspiró y me dijo el motivo. Me miró a los ojos y me explicó que, puesto que yo era simplemente una parte del sueño, una quimera de su imaginación, no veía la necesidad de escuchar, a menos que el tema de mi «parloteo» (palabra de ella) fuera de su interés.
De otro niño podría haber sospechado una broma y le habría tirado de las orejas por responder así, pero Vivien no es como los otros niños. Para empezar, nunca miente —su tía, a pesar del entusiasmo de sus críticas, admitió que nunca escucharía una falsedad de boca de la niña («Es franca hasta la grosería, esta niña»)—, de modo que me sentí intrigada. Intenté mantener un tono de voz sereno al inquirir con desenfado, como si le preguntase la hora, qué quería decir con que yo era parte de un sueño. Parpadeó con esos ojos enormes y dijo: «Me quedé dormida junto al arroyo, cerca de casa, y no me he despertado todavía». Todo lo que había sucedido desde entonces, me dijo (la noticia del accidente automovilístico de su familia, su traslado a Inglaterra como un objeto desechado, este largo viaje por mar con una maestra por toda compañía), no era más que una larga pesadilla.
Le pregunté por qué no despertaba, cómo era posible que alguien durmiese durante tantísimo tiempo, y ella respondió que era la magia de la floresta. Que se había dormido bajo unos helechos a orillas del arroyo encantado (el de las luces, dijo, y el túnel que lleva a una gran sala de máquinas, justo al otro lado del mundo)… Por eso no se despertaba como cabría esperar. Le pregunté, entonces, cómo sabría cuándo se había despertado, y ella inclinó la cabeza como si yo fuese un poco boba: «Cuando abra los ojos y vea que estoy de nuevo en casa». Por supuesto, añadió con su carita seria.
Laurel hojeó el diario hasta que, dos semanas más tarde, Katy Ellis retomó el tema:
He estado indagando (delicadamente) acerca de este mundo de ensueño de Vivien, pues me interesa sobremanera que una niña elija interpretar un acontecimiento traumático de esta manera. Por los detalles que me proporciona, deduzco que ha invocado un mundo fantasma a su alrededor, un lugar lúgubre en el cual ella debe aventurarse con el fin de volver a la Vivien dormida del «mundo real», a orillas de ese riachuelo en Australia. Me dijo que cree que a veces está a punto de despertar; si se sienta muy, muy quieta, dice, puede ver a través del velo; puede ver y oír a sus familiares, dedicados a sus quehaceres cotidianos, sin saber que ella se encuentra al otro lado, observándolos. Al menos ahora comprendo por qué la niña muestra esa profunda quietud.
La teoría de la niña de dormir despierta es una cosa. Puedo entender muy bien el instinto de retirarse a un mundo seguro e imaginario. Lo que me inquieta más es la aparente alegría de Vivien ante el castigo. O, si no alegría, pues no se trata de eso exactamente, su resignación, casi alivio, cuando se enfrenta a una reprimenda. Fui testigo de un pequeño incidente el otro día en el cual fue injustamente acusada de llevarse el sombrero de una anciana de la cubierta. Era inocente del delito, hecho del que no me cabía duda, pues había visto esa espantosa prenda caer por la borda, arrastrada por la brisa. Mientras yo miraba, sin embargo (tan aturdida por un momento que perdí el habla), Vivien se presentó para recibir el castigo, una feroz reprimenda verbal; cuando la amenazaron con el cinturón, parecía dispuesta a aceptarlo. La expresión de sus ojos al recibir la regañina era casi de alivio. Recuperé mi brío entonces, e intervine para detener la injusticia, al informarles, en un tono gélido, del destino del sombrero, antes de poner a Vivien a salvo. Pero la mirada que había visto en los ojos de la niña me inquietó mucho tiempo. ¿Por qué, me preguntaba, aceptaría una niña de buena gana un castigo por una falta que no había cometido?
Unas páginas más adelante, Laurel encontró lo siguiente:
Creo que he respondido a una de mis preguntas más apremiantes. A veces he oído a Vivien gritar en sueños; estos sucesos suelen ser de corta duración, pues terminan en cuanto la niña se da la vuelta, pero la otra noche la situación se agravó y salí corriendo de mi cama para tranquilizarla. Hablaba muy rápido al aferrarse a mis brazos (nunca la había visto tan efusiva) y pude deducir por lo que me dijo que estaba convencida de que la muerte de su familia era culpa de ella por algún motivo. Una idea ridícula, cuando recibe el escrutinio de la lógica adulta, pues, según tengo entendido, murieron en un accidente automovilístico mientras ella estaba a muchos kilómetros de distancia, pero la infancia no se rige por la lógica ni las unidades de medir y la idea (no puedo dejar de pensar que con la ayuda de la tía) ha echado raíces.
Laurel alzó la vista del diario de Katy Ellis. Ben hacía ruido recogiendo las cosas y ella miró, desconsolada, el reloj. Era la una menos diez… Maldita sea: le habían advertido de que la biblioteca cerraba una hora durante el almuerzo. Laurel se centraba en las referencias a Vivien, con la sensación de estar llegando a alguna parte, pero no tenía tiempo para leerlo todo. Hojeó el resto del viaje, hasta que al fin llegó a una entrada con caligrafía más vacilante que las anteriores, escrita, dedujo Laurel, cuando Katy Ellis tomó el tren a York, donde trabajaría como institutriz.
Se acerca el revisor, de modo que voy a anotar de forma breve, antes de que se me olvide, el extraño comportamiento de la niña al desembarcar ayer en Londres. En cuanto nos bajamos, mientras yo miraba a un lado y otro en mi intento de discernir adónde dirigirnos a continuación, la niña se puso a gatas (lástima de vestido, que yo misma había lavado a mano para que lo llevase al conocer a su tío) y posó la oreja en el suelo. No me avergüenzo con facilidad, así que no fue esa insignificante emoción lo que me hizo chillar al verla, más bien la preocupación por que la niña fuese pisoteada por las multitudes de transeúntes o los cascos de los caballos.
No pude evitarlo, grité alarmada: «¿Qué haces? ¡Levántate!».
A lo cual (no debería sorprenderme) no hubo respuesta alguna.
«¿Qué haces, niña?», pregunté.
Ella negó con la cabeza y dijo atropelladamente: «No puedo oírlo».
«¿Oír qué?», respondí.
«El sonido de las ruedas al girar».
Recordé entonces que me había hablado de una sala de máquinas en el centro de la tierra, el túnel que la llevaría a casa.
«Ya no puedo oírlas».
Comenzaba a percibir, por supuesto, la irrevocabilidad de su situación, pues, al igual que yo, no volverá a ver su patria durante muchos años, como mínimo, y ciertamente no esa versión a la cual sueña regresar. Si bien mi corazón se rompió por esa obstinada pequeñaja, no le ofrecí vanas palabras de aliento, pues es mejor, sin duda, que ella misma se escape a la sazón de sus fantasías. De hecho, parecía que yo no tenía nada que decir o hacer salvo tomar su mano amablemente y llevarla al lugar de encuentro que su tía había acordado con el tío inglés. La declaración de Vivien me atribulaba, sin embargo, ya que era consciente de la confusión que desgarraba a la niña por dentro, y sabía además que se acercaba el momento en que tendría que despedirme y dejarla sola.
Tal vez me sentiría menos inquieta si hubiese percibido más afecto por parte del tío. Por desgracia, no fue así. Su nuevo tutor es el director del colegio Nordstrom en Oxfordshire, y posiblemente fuese algún aspecto de orgullo profesional (¿masculino?) lo que alzase una barrera entre nosotros, pues parecía decidido a no reparar en mi presencia, y solo se detuvo para inspeccionar a la niña, antes de decirle que se acercara, que no tenían un segundo que perder.
No, no me dio la impresión de ser el tipo que abre su casa con el cariño y la comprensión que necesitaría una delicada niña cuya historia reciente está llena de tanta angustia.
He escrito a la tía australiana para expresar mis dudas, pero no tengo muchas esperanzas puestas en que acuda a socorrer a la niña y exija su inmediato regreso. Mientras tanto, he prometido escribir a menudo a Vivien a Oxfordshire, y tengo la intención de cumplirlo. Ojalá mis nuevas responsabilidades no me llevasen al otro lado del país… Con alegría resguardaría a la niña bajo mis alas para mantenerla a salvo. A pesar de mí misma, y en contra de las mejores teorías de mi carrera (observar, no absorber), he llegado a albergar un poderoso sentimiento hacia ella. Deseo ardientemente que el tiempo y las circunstancias (¿quizás el cultivo de una amistad cercana?) se confabulen para sanar la profunda herida que desgarra el interior de la niña causada por su sufrimiento reciente. Puede ser que esa fuerte emoción me lleve a exagerar y a dudar en demasía del futuro, que sea víctima de mis peores fantasías, pero temo lo contrario. Vivien corre el riesgo de desaparecer dentro de la seguridad del mundo de sueños que ha creado, reducida a una extraña en el mundo real, convirtiéndose así en presa fácil, a medida que se aproxima a la edad adulta, de aquellos que busquen beneficiarse de ella con malas artes. Una se pregunta (con un exceso de sospecha, tal vez) por las razones del tío para aceptar a esa niña como su pupila. ¿Deber? Es posible. ¿Apego por los niños? Me temo que no. Con la belleza que sin duda le aguarda, y la vasta riqueza que, según he sabido, va a heredar en la edad adulta, me preocupa que posea tanto de aquello a lo que otros aspiran.
Laurel se reclinó en el asiento y miró sin ver la muralla medieval al otro lado de la ventana. Se mordió una uña mientras las palabras daban vueltas y vueltas dentro de su cabeza: «Me preocupa que posea tanto de aquello a lo que otros aspiran». Vivien Jenkins recibió una herencia. Eso lo cambiaba todo. Era una mujer adinerada con el tipo de personalidad, o eso temía su confidente, que la convertía en la víctima perfecta para quienes desearan aprovecharse de ella.
Laurel se quitó las gafas, cerró los ojos y se frotó las aletas de la nariz. Dinero. Era uno de los motivos más antiguos, ¿no? Suspiró. Era tan vil, tan predecible…, pero tenía que ser eso. Su madre no parecía desear más de lo que tenía, menos aún parecía ser capaz de hacer planes para arrebatárselo a otra persona, pero eso era ahora. Décadas separaban a la Dorothy Nicolson que Laurel conocía de la joven hambrienta que una vez fue; una muchacha de diecinueve años que había perdido a su familia en un bombardeo y que tuvo que arreglárselas sola en el Londres de la guerra.
Sin duda, los lamentos que su madre acababa de expresar, sus palabras acerca de errores, segundas oportunidades y perdones encajaban con la teoría. Y ¿qué solía decir a Iris…? A nadie le cae bien una chiquilla que espera más que el resto. ¿Tal vez era una lección que había aprendido en carne propia? Cuanto más pensaba Laurel al respecto, más inevitable resultaba la conclusión. Era dinero lo que su madre necesitaba, un dinero que había intentado tomar de Vivien Jenkins, pero todo salió mal. Se preguntó de nuevo si Jimmy participó, si el fracaso del plan representó el fin de su relación. Y se preguntó qué parte, exactamente, desempeñó el plan en la muerte de Vivien. Henry había culpado a Dorothy de la muerte de su mujer: huyó a una vida de expiación, pero el marido de Vivien se negó a abandonar su búsqueda, y al fin la encontró. Laurel vio lo que sucedió a continuación con sus propios ojos.
Ben ya estaba detrás de ella, haciendo pequeños ruidos al aclararse la garganta, y el minutero del reloj de la pared había pasado de la hora. Laurel fingió no oírle, preguntándose qué habría salido mal con el plan de su madre. ¿Habría comprendido Vivien lo que estaba ocurriendo y puso fin a esa situación o fue algo peor lo que tiró todo por tierra? Ojeó la pila de diarios, mirando los lomos en busca del año 1941.
—Yo dejaría que se quedase aquí, de verdad que sí —dijo Ben—, pero el director me colgaría de los dedos de los pies. —Tragó saliva—. O algo peor.
Oh, maldición. Diablos. A Laurel se le encogió el corazón, sentía un abismo en el fondo del estómago, y ahora iba a tener que enfriar sus ánimos durante cincuenta y siete minutos mientras el libro que tal vez contenía las respuestas que necesitaba languidecía aquí, en una habitación cerrada.