Londres, marzo de 1941
Vivien se tropezó con aquel hombre porque no iba mirando por dónde iba. Caminaba, además, muy deprisa: demasiado deprisa, como de costumbre. Y así chocaron, en la esquina de las calles Fulham y Sydney, en un día frío y gris de marzo en Londres.
—Disculpe —dijo, cuando la sorpresa inicial se convirtió en consternación—. No lo he visto. —El hombre tenía una expresión aturdida y Vivien pensó en un principio que había sufrido una conmoción. Dijo, a modo de explicación—: Voy demasiado deprisa. Desde siempre. —«A la velocidad de la luz y tus piernas», solía decir su padre cuando ella era pequeña y se adentraba en la floresta. Vivien postergó el recuerdo.
—Es culpa mía —dijo el hombre con un gesto de la mano—. Es difícil verme…, a veces soy casi invisible. No se imagina lo molesto que resulta.
Su comentario la pilló desprevenida y Vivien sintió el atisbo de una sonrisa. Fue un error, pues el hombre ladeó la cabeza y la observó con atención, entrecerrando levemente los ojos.
—Nos conocemos.
—No. —Vivien borró la sonrisa de inmediato—. No creo.
—Sí, estoy seguro.
—Se equivoca. —Vivien asintió, con la esperanza de poner fin a la conversación, y dijo—: Que tenga buen día. —Entonces prosiguió su camino.
Pasaron unos momentos. Ya estaba casi en Cale Street cuando:
—La cantina del SVM en Kensington —dijo el hombre tras ella—. Vio una fotografía mía y me habló del hospital de su amigo.
Vivien se detuvo.
—El hospital para niños huérfanos, ¿verdad?
Las mejillas de Vivien se ruborizaron, se giró y se acercó deprisa al hombre.
—Basta —siseó, llevándose un dedo a los labios cuando llegó junto a él—. No siga hablando.
El hombre frunció el ceño, confundido, y Vivien miró atrás, por encima del hombro, antes de arrastrarlo al escaparate de una tienda destrozado por una bomba, lejos de miradas indiscretas.
—Estoy segura de haberle pedido bien claro que no repitiese lo que le dije…
—Entonces, lo recuerda.
—Por supuesto que lo recuerdo. ¿Es que parezco estúpida? —Echó un vistazo a la calle y esperó a que pasase una mujer que llevaba una cesta de la compra. Cuando la mujer se alejó, susurró—: Le dije que no mencionara el hospital a nadie.
El hombre la imitó y habló entre susurros:
—No pensé que eso la incluyese a usted.
La siguiente frase de Vivien se desvaneció antes de poder decirla. La expresión del hombre era seria, pero algo en su tono le hizo pensar que bromeaba. No se permitió seguirle la corriente; solo serviría para animarlo y eso era lo último que quería.
—Bueno, pues así era —dijo—. Sí, me incluía a mí.
—Ya veo. Bueno. Ahora ya está claro. Gracias por explicármelo. —Una leve sonrisa jugueteó en sus labios al decir—: Espero no haberlo estropeado todo revelándole su propio secreto.
Vivien se dio cuenta de que lo tenía agarrado por la muñeca y lo soltó como si quemase. Dio un paso atrás entre los escombros y se arregló un mechón de pelo que había caído sobre la frente. El broche de rubí que Henry le había regalado en su aniversario era precioso, pero no era tan fiable como una horquilla.
—Tengo que irme —dijo secamente y, sin más palabras, caminó a zancadas hacia la calle.
Lo había recordado al instante, por supuesto. En cuanto se tropezaron, se apartó y vio su cara, supo quién era, y reconocerlo fue como una descarga de electricidad. Aún no era capaz de explicarlo, ni siquiera a sí misma: el sueño que había tenido tras conocerlo esa noche en la cantina. Dios, aún se ruborizaba al recordarlo al día siguiente. No había sido sexual; había sido más embriagador aún, mucho más peligroso. El sueño la había colmado de una nostalgia, profunda e inexplicable, de un lugar y una época remotos, un deseo que Vivien creía haber dejado atrás hacía tiempo y cuya ausencia le dolió como la pérdida de un ser querido al despertarse a la mañana siguiente y comprender cuánto tiempo había vivido sin recordarlo. Lo intentó todo para sacárselo de la cabeza, ese sueño, esas sombras voraces que se negaban a diluirse; no fue capaz de mirar a los ojos a Henry durante el desayuno sin temer que descubriese lo que ocultaba…, ella, que había aprendido tan bien a ocultarle cosas.
—Espere un momento.
Oh, Dios, era él de nuevo; la perseguía. Vivien siguió caminando, ahora más rápido, el mentón un poco más levantado. No quería que la alcanzase; lo mejor para todos sería que no la alcanzase. Y sin embargo… Una parte de ella (la misma parte irreflexiva y curiosa que dominó su infancia y le generó tantos problemas, la parte que desesperó a la tía Ada y que su padre había cultivado, esa parte pequeña y escondida que se negaba a desaparecer a pesar de todo) deseaba saber qué quería decirle el hombre del sueño.
Vivien maldijo esa parte de sí misma. Cruzó la calle y aceleró el paso en la acera. Sus zapatos repiqueteaban con frialdad. Qué mujer tan insensata. La había visitado esa noche solo porque su cerebro había arrojado la imagen del hombre al barullo inconsciente donde nacen los sueños.
—Espere —dijo el hombre, ya más cerca—. Cielo santo, no bromeaba cuando decía que camina rápido. Debería pensar en los Juegos Olímpicos. Una campeona así subiría la moral del país, ¿no cree?
Vivien sintió que el brío de sus zancadas disminuía, pero no lo miró y se limitó a escuchar cuando el hombre añadió:
—Lamento que hayamos comenzado con mal pie. No pretendía burlarme, pero es que me ha alegrado verla.
Vivien le echó un vistazo.
—Ah, ¿sí? ¿Y por qué?
Él dejó de caminar y la seriedad de su expresión consiguió que ella también se detuviese. Vivien miró a ambos lados de la calle, con el fin de comprobar que nadie más la había seguido, cuando él dijo:
—No se preocupe, es que…, desde que nos conocimos, he pensado mucho en el hospital, en Nella…, la niña de esa foto.
—Ya sé quién es Nella —le interrumpió Vivien—. La he visto esta misma semana.
—Entonces, ¿sigue en el hospital?
—Sí.
Su brevedad, comprobó Vivien, lo crispó (bien), pero enseguida el hombre sonrió, probablemente para despertar su simpatía.
—Mire, me gustaría verla, eso es todo. No pretendo molestarla y prometo que no me interpondré en su camino. Si me lleva ahí un día, le estaré muy agradecido.
Vivien supo que debía negarse. Lo último que necesitaba (o deseaba) era un hombre como él detrás de ella cuando fuese al hospital del doctor Tomalin. Ya era bastante peligroso; Henry comenzaba a albergar sospechas. Pero la miraba con tal entusiasmo y, maldita sea, su rostro estaba tan lleno de luz y bondad, de esperanza, que esa sensación volvió, el reluciente anhelo del sueño.
—Por favor. —Alzó la mano hacia ella; en el sueño ella la sostuvo.
—Tendrá que mantener el paso —dijo bruscamente—. Y solo será esta vez.
—¿Qué? ¿Quiere decir ahora? ¿Es ahí adonde va?
—Sí. Y llego muy tarde. —No añadió: «Por su culpa», pero confió en que quedase claro—. Tengo… una cita ineludible.
—No voy a importunarla. Lo prometo.
Vivien no había pretendido animarlo, pero su sonrisa le mostró que lo había hecho.
—Lo voy a llevar hoy —dijo—, pero luego va a desaparecer.
—Ya sabe que en realidad no soy invisible, ¿verdad?
Vivien no sonrió.
—Va a volver al sitio de dondequiera que haya venido y va a olvidar todo lo que le dije esa noche en la cantina.
—Tiene mi palabra. —Le tendió la mano—. Me llamo…
—No. —Lo dijo enseguida y notó que se quedaba sorprendido—. Nada de nombres. Los amigos se dicen el nombre, nosotros no somos amigos.
El hombre pestañeó y luego asintió.
Vivien hablaba con frialdad. Eso la alegró; ya había sido bastante insensata.
—Una cosa más —dijo—. Una vez que lo lleve junto a Nella, confío en que no volvamos a vernos más.
Jimmy no bromeaba, no del todo: Vivien Jenkins caminaba como si le hubiesen colgado una diana en la espalda. O, más bien, como si tratase de permanecer dos pasos por delante del tipo al que había accedido a guiar, si bien a regañadientes, a la cita con su amante. Tuvo que correr un poco para seguir su ritmo mientras ella se apresuraba entre la maraña de calles, y le resultó imposible sostener una conversación al mismo tiempo. Menos mal: cuanto menos se hablasen, mejor. Como le había dicho, no eran amigos, ni lo iban a ser. Le alegraba que lo hubiese dejado tan claro: fue un recordatorio oportuno para Jimmy, quien tenía la costumbre de llevarse bien con casi todo el mundo, de que él no quería conocer a Vivien Jenkins más de lo que ella quería conocerlo a él.
Al final había accedido al plan de Dolly, en parte porque le había prometido que no haría daño a nadie. «¿Es que no ves lo sencillo que es? —le dijo, apretándole la mano en Lyons Corner House, cerca de Marble Arch—. Te encuentras con ella por casualidad (o eso parece) y, mientras habláis de esto y de lo otro, le dices que te gustaría visitar a la pequeña, la de la explosión, la huérfana».
—Nella —dijo él, que observaba cómo el sol no lograba que el borde de la mesa de metal brillase.
—Estará de acuerdo… ¿Quién no lo estaría? En especial cuando le cuentes cómo te conmovió la situación de la niña, lo cual es cierto, ¿o no, Jimmy? Tú mismo me dijiste que te gustaría ver cómo le iba.
Jimmy asintió, todavía sin mirarla a los ojos.
—Ve con ella, busca un modo de quedar de nuevo, y entonces yo aparezco y os saco una fotografía en la que estéis, ya sabes, muy cerca. Le enviamos una carta (anónima, por supuesto) para que sepa lo que tengo, y luego ella hará encantada todo lo posible para mantenerlo en secreto. —Con unos golpes violentos contra el cenicero, Dolly decapitó su cigarrillo—. ¿Lo ves? Es tan simple que es infalible.
Simple tal vez, infalible probablemente, pero aun así no estaba bien.
—Eso es extorsión, Doll —dijo suavemente y añadió, girando la cabeza para mirarla—: Es robar.
—No —Dolly era inflexible—, es justicia; es lo que se merece por lo que me hizo, a mí, a nosotros, Jimmy…, por no mencionar lo que le hace a su marido. Además, está forrada de dinero… Ni siquiera va a echar de menos la modesta cantidad que pedimos.
—Pero su marido, él…
—… No lo sabrá nunca. Eso es lo mejor, Jimmy: es todo de ella. La casa de Campden Grove, los ingresos… La abuela de Vivien se lo legó todo con la condición de que mantuviese el control incluso después de casarse. Deberías haber oído a lady Gwendolyn hablando de eso… Pensaba que era una payasada enorme.
Jimmy no había contestado y Dolly debió de percibir sus reticencias, pues comenzó a ser presa del pánico. Sus ojos, ya enormes, se abrieron suplicantes y entrelazó los dedos, como si fuese a rezar.
—¿Es que no lo ves? —dijo—. Ella apenas lo va a sentir, pero tú y yo vamos a poder vivir juntos, como marido y mujer. Felices para siempre, Jimmy.
Todavía no sabía qué contestar, así que no dijo nada y se limitó a juguetear con una cerilla mientras la tensión entre ellos seguía aumentando; como ocurría siempre que estaba disgustado, sus pensamientos se habían disipado, al igual que las formas caprichosas del humo, para alejarse del incendio. Se descubrió a sí mismo pensando en su padre. En esa habitación que compartían hasta encontrar algo mejor, y en cómo el anciano se sentaba junto a la ventana mirando la calle, preguntando en voz alta si la madre de Jimmy podría encontrarlos ahora, comentando que tal vez no había venido por eso, y todas las noches le rogaba a Jimmy que volviesen al apartamento de antes, por favor. A veces lloraba, y casi le rompía el corazón a Jimmy verlo sollozar contra la almohada y decir una y otra vez a nadie en concreto que solo deseaba que las cosas volviesen a ser como antes. Cuando tuviese hijos, Jimmy esperaba encontrar las palabras justas para serenarles cuando llorasen como si el mundo estuviese a punto de acabar, pero era más difícil cuando quien lloraba era su padre. ¡Cuánta gente ahogaba el llanto contra las almohadas últimamente…! Jimmy pensó en todas las almas perdidas que había fotografiado desde el comienzo de la guerra, los desposeídos y los desolados, los desesperados y los valientes, y miró a Doll, que encendía otro cigarrillo y fumaba con ansiedad, tan distinta a esa niña de mirada alegre en la costa, y pensó que probablemente mucha gente compartía el deseo de su padre de volver al pasado.
O de ir al futuro. La cerilla se partió entre sus dedos. Era imposible volver, no era más que una vana ilusión, pero había otra forma de escapar del presente: hacia delante. Recordó cómo se había sentido durante las semanas siguientes al rechazo de Dolly, el gran vacío que se extendió lúgubre ante él, la soledad que le impedía dormir por las noches, mientras escuchaba los sollozos de su padre y el desdichado e interminable latir de su propio corazón, y se preguntó al fin si la sugerencia de Doll era tan terrible.
Normalmente, Jimmy habría respondido que sí, que lo era: antaño sus ideas acerca del bien y el mal estaban muy claras; pero ahora, en esta guerra, en medio de un mundo hecho pedazos, bueno… (Jimmy sacudió la cabeza dubitativo), todo era diferente. Había momentos, comprendió, en que aferrarse a las viejas ideas era un riesgo.
Alineó los trozos de la cerilla rota y, al hacerlo, Jimmy oyó suspirar a Doll. La miró: se había derrumbado sobre el asiento de cuero y ocultaba el rostro entre las manos. Notó de nuevo los arañazos en los brazos, lo delgada que estaba.
—Lo siento, Jimmy —dijo entre los dedos—. Lo siento mucho. No debería habértelo pedido. Era solo una idea. Yo solo… Yo solo quería… —Su voz se iba apagando, como si no soportase oírse decir la horrible, la simple verdad—. Hizo que me sintiera como si yo no fuese nada, Jimmy.
A Dolly le encantaba fantasear, y nadie como ella desaparecía bajo la piel de un personaje imaginario, pero Jimmy la conocía bien y su sinceridad desgarrada lo hirió en lo más hondo. Vivien Jenkins había logrado que su hermosa Doll (tan inteligente y alegre, cuya risa le hacía sentirse más vivo, que tenía tanto que ofrecer al mundo) sintiese que no era nada. Jimmy no necesitó oír más.
—Deprisa. —Vivien Jenkins se había detenido y lo esperaba ante el umbral de un edificio de ladrillo que no se diferenciaba en nada de los colindantes salvo por una placa de bronce en la puerta: «Dr. M. Tomalin». Vivien miró el reloj de oro rosa que llevaba como un brazalete y su cabello oscuro reflejó la luz del sol cuando echó un vistazo a la calle, detrás de él—. Oiga, señor…, bueno, usted, no puedo entretenerme. —Respiró hondo al recordar su acuerdo—. Ya llego muy tarde.
Jimmy la siguió al interior y llegó a lo que en otro tiempo fue el vestíbulo de una casa grandiosa, pero que ahora servía de recepción. Una mujer cuyo pelo gris lucía el peinado decididamente patriótico de la victoria alzó la vista detrás del mostrador.
—Este señor desea ver a Nella Brown —dijo Vivien.
La mujer centró su atención en Jimmy y lo observó sin pestañar por encima de las gafas de media montura. Jimmy sonrió; la mujer no. Jimmy comprendió que necesitaba explicarse. Se acercó al mostrador. De repente, se sintió como un personaje de Dickens, el chico de la fragua que se encuentra ante su gran oportunidad.
—Conozco a Nella —dijo—, más o menos. Es decir, la conocí la noche en que murió su familia. Soy fotógrafo. Para los periódicos. He venido a saludarla…, a ver qué tal le va. —Se obligó a dejar de hablar. Miró a Vivien, con la esperanza de que interviniera en su favor, pero no lo hizo.
Un reloj marcó la hora en algún lugar, un avión pasó volando y al fin la recepcionista lanzó un suspiro reflexivo.
—Ya veo —dijo, como si le pareciese una temeridad admitirlo—. Un fotógrafo. Para los periódicos. ¿Y cómo dijo que se llamaba?
—Jimmy —dijo, mirando una vez más a Vivien. Ella apartó la vista—. Jimmy Metcalfe. —Podría haber mentido (tal vez debería haber mentido), pero no se le ocurrió a tiempo. No tenía mucha práctica con semejantes ardides—. Solo quería ver qué tal le va a Nella.
La mujer lo contempló, los labios perfectamente sellados, y a continuación asintió brevemente.
—Muy bien, señor Metcalfe, sígame. Pero se lo advierto, no le permito que perturbe el hospital ni a mis pacientes. En cuanto atisbe un problema, le echo.
Jimmy sonrió agradecido. Y un poco asustado también.
La mujer metió la silla con esmero bajo el escritorio, enderezó el crucifijo de oro que pendía de un fino collar y entonces, sin mirar atrás, subió las escaleras con tal decisión que Jimmy se sintió obligado a seguirla. Y lo hizo. A mitad de camino notó que Vivien no los había acompañado. Se volvió y la vio junto a una puerta en la pared de enfrente, arreglándose el cabello ante un espejo ovalado.
—¿No viene? —preguntó. Pretendía ser un susurro, pero, debido a la forma de la sala y a su cúpula, retumbó de forma aterradora.
Ella negó con la cabeza.
—Tengo algo que hacer… Alguien me espera. —Se ruborizó—. ¡Váyase! No puedo seguir hablando, ya llego tarde.
Jimmy se quedó en el dormitorio cerca de una hora, viendo a la niña bailar claqué, y entonces sonó una campana y Nella dijo: «La hora de comer», y él pensó que había llegado el momento de despedirse. La niña caminó de su mano por el pasillo y, cuando llegaron a las escaleras, alzó la vista.
—¿Cuándo me vas a visitar otra vez? —preguntó.
Jimmy dudó (no lo había pensado), pero, al ver esa expresión sincera y confiada, lo asaltó un recuerdo súbito de la marcha de su madre, seguido de un fugaz destello de comprensión, demasiado breve para aprehenderlo, pero relacionado con la inocencia de los niños, la facilidad con que se entregaban y la sencillez con que ponían su pequeña manita en la de un adulto sin imaginar que podrían ser defraudados.
—¿Qué te parece dentro de un par de días? —dijo, y ella sonrió, se despidió con la mano y volvió bailando feliz por el pasillo hacia el comedor.
—Perfecto —dijo Doll esa misma noche, cuando Jimmy le contó lo sucedido. Había escuchado con avidez cada palabra, los ojos abiertos de par en par cuando mencionó el espejo junto a la consulta del doctor y cómo se sonrojó Vivien (remordimientos, estaban de acuerdo) cuando notó que Jimmy la había visto acicalarse («Te lo dije, Jimmy, ¿a que sí? Está viendo a ese doctor a escondidas de su marido»). Doll sonrió—. Oh, Jimmy, qué cerca estamos.
—No lo sé, Doll. —Jimmy no se sentía tan seguro. Encendió un cigarrillo—. Es complicado: le prometí a Vivien que no volvería al hospital…
—Sí, y le prometiste a Nella que volverías.
—Entonces, ya ves mi problema.
—¿Qué problema? No vas a incumplir la promesa dada a una niña, ¿verdad? Y encima huérfana.
No, por supuesto que no iba a hacerlo, pero era evidente que Doll no había comprendido lo mordaz que había sido Vivien.
—¿Jimmy? —insistió—. No irás a decepcionar a Nella, ¿verdad?
—No, no —agitó la mano que sostenía el cigarrillo—, voy a volver. Pero Vivien no se pondrá muy contenta. Me lo dejó muy claro.
—Ya le harás cambiar de idea. —Con ternura, Dolly tomó su cara entre las manos—. Creo que no te das cuenta, Jimmy, de cómo se encariña la gente contigo. —Acercó la cara a la de él, de modo que los labios rozaban su oído. Dijo en tono juguetón—: Mira qué cariñosa estoy yo ahora.
Jimmy sonrió, pero distraído, cuando ella lo besó. Estaba viendo la cara de reproche de Vivien Jenkins cuando lo viese de nuevo en el hospital, desobedeciendo su orden. Aún trataba de encontrar el modo de explicar su reaparición (¿bastaría con decir que Nella se lo había pedido?) cuando Dolly se sentó y dijo:
—De verdad, es lo mejor.
Jimmy asintió. Tenía razón; él lo sabía.
—Visita a Nella, crúzate con Vivien, di dónde y cuándo y yo me encargo del resto. —Inclinó la cabeza y le sonrió; parecía más joven cuando sonreía—. ¿Fácil?
Jimmy atinó a sonreír sin ganas.
—Fácil.
Y lo parecía, sin embargo Jimmy no se encontró con Vivien. Durante dos semanas, fue al hospital a la menor oportunidad que se le presentaba, haciendo hueco para las visitas a Nella entre sus responsabilidades laborales, su padre y Doll. Si bien vio a Vivien dos veces desde lejos, no se le presentó la ocasión de corregir la mala opinión que tendría de él y convencerla para quedar algún día. La primera vez ella salía del hospital al mismo tiempo que Jimmy doblaba la esquina en Highbury Street. Vivien se había detenido en la puerta y miraba en ambas direcciones mientras se ponía una bufanda que le ocultaba la cara para que nadie la reconociese. Jimmy aceleró el paso, pero llegó demasiado tarde y ella ya se había alejado en sentido contrario, con la cabeza gacha para evitar las miradas indiscretas.
La segunda vez Vivien no fue tan cuidadosa. Jimmy acababa de llegar a la recepción del hospital y se detuvo para decirle a Myra (la recepcionista de pelo cano: se habían hecho bastante amigos) que iba a subir a ver a Nella, cuando notó que la puerta situada detrás del mostrador estaba entreabierta. Al echar un vistazo al despacho del doctor Tomalin vislumbró a Vivien, que se reía sin hacer ruido con alguien oculto tras la puerta. Mientras observaba, la mano de un hombre se posó en el antebrazo desnudo de ella, y a Jimmy se le hizo un nudo en el estómago.
Deseó haber traído la cámara. Apenas veía al médico, pero a Vivien la veía con claridad: la mano del hombre en su brazo, la expresión de felicidad…
Y no tener la cámara precisamente ese día… No habrían necesitado más que eso. Jimmy aún se estaba fustigando cuando Myra apareció de la nada, cerró la puerta y le preguntó cómo le iba el día.
Por fin, a comienzos de la tercera semana, mientras Jimmy subía el tramo final de las escaleras y se dirigía por el pasillo al dormitorio de Nella, vio una figura familiar caminando delante de él. Jimmy se quedó donde estaba, prestando una atención desmedida al cartel de la pared, en el que salía un niño de pies torcidos con su azada y su pala, y escuchó esos pasos que se alejaban. Cuando Vivien dobló la esquina, salió corriendo tras ella, con el corazón en un puño, mientras observaba su avance desde la distancia. Vivien llegó a una puerta, una puerta diminuta en la cual Jimmy no había reparado antes, y la abrió. La siguió y se sorprendió al encontrarse ante una escalera estrecha que ascendía. Con premura, pero en silencio, subió hasta que un resquicio de luz reveló la puerta por la que había salido. Él hizo lo mismo y se encontró en una planta de la vieja casa con techos más bajos y menos aspecto de hospital. Oía sus pasos distantes pero no estaba seguro de por dónde había ido, hasta que miró a la izquierda y vio una sombra deslizarse por el papel de la pared, de un azul y dorado descoloridos. Se sonrió (el niño que llevaba dentro estaba disfrutando de la persecución) y fue tras ella.
Jimmy sospechaba que sabía adónde iba: se había escabullido para ver a escondidas al doctor Tomalin, en la buhardilla, íntima y tranquila, de la vieja casa, oculta donde nadie los buscaría. Nadie salvo Jimmy. Asomó la cabeza por la esquina y vio que Vivien se detenía. Esta vez sí llevaba la cámara. Era mucho mejor tomar una fotografía que la implicase de verdad que el enredo de crear una escena falsa que resultase comprometedora. De este modo, Vivien sería culpable de una indiscreción real, con lo cual todo sería mucho más sencillo para Jimmy. Aún quedaría el asunto espinoso de enviarle la carta (¿acaso no era chantaje?; las cosas, por su nombre); para Jimmy aún era una idea desagradable, pero se había vuelto más despiadado.
Vio cómo abría la puerta y, cuando entró, se deslizó tras ella, quitando la tapa de la cámara. Puso el pie en el umbral justo a tiempo para impedir que la cerrase. Y en ese momento Jimmy alzó la cámara.
Cuando miró por el visor, sin embargo, la bajó de inmediato.