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Londres, 2011

No había tráfico en la autopista y, antes de las once, Laurel conducía por Euston Road en busca de un lugar donde aparcar. Lo encontró junto a la estación, donde dejó el Mini verde. Perfecto: la Biblioteca Británica estaba a un paso, y había vislumbrado la marquesina azul y negra de un Caffè Nero a la vuelta de la esquina. Toda la mañana sin cafeína y su cerebro amenazaba con derretirse.

Veinte minutos más tarde, una Laurel mucho más concentrada avanzaba por el vestíbulo gris y blanco de la biblioteca hacia la Oficina de Registro del Lector. Una joven, con una tarjeta de identificación que decía «Bonny», no pareció reconocerla y, viendo su reflejo al entrar por la puerta de cristal, Laurel lo interpretó como un cumplido. Tras haber pasado la mayor parte de la noche dando vueltas, entre una maraña de conjeturas acerca de lo que su madre habría tomado de Vivien Jenkins, se despertó tarde y apenas dispuso de diez minutos para ir de la cama al coche. Su velocidad fue encomiable, pero era consciente de que no salía en su mejor estado. Intentó arreglarse un poco el pelo y cuando Bonny dijo: «¿Puedo ayudarla en algo?», Laurel respondió: «Querida, eso espero». Sacó el trozo de papel en el que Gerry había escrito su número de lectora.

—Creo que me espera un libro en la sala de lectura de Humanidades.

—Vamos a comprobarlo, ¿vale? —dijo Bonny, que escribió algo en el teclado—. Voy a necesitar un carné de identidad con su dirección actual para completar el registro.

Laurel se lo entregó y Bonny sonrió.

—Laurel Nicolson. Como la actriz.

—Sí —concedió Laurel—. Ni más ni menos.

Bonny le entregó un pase y señaló hacia una escalera de caracol.

—Tiene que ir a la segunda planta. Vaya al escritorio, el libro debería estar ahí.

Así lo hizo. Aunque lo que encontró fue un caballero de lo más solícito, ataviado con un chaleco de punto rojo y una poblada barba blanca. Laurel explicó lo que estaba buscando, le mostró la hoja que le habían dado en la recepción y enseguida el hombre se dirigió a los estantes detrás de él y dejó sobre el mostrador un fino tomo encuadernado en cuero negro. Laurel leyó el título entre dientes y experimentó un escalofrío expectante: Henry Jenkins: La vida, el amor y la pérdida de un escritor.

Encontró un asiento en un rincón y se sentó, abrió el libro e inhaló el glorioso aroma polvoriento del papel, lleno de posibilidades. No era un libro demasiado largo. Lo había publicado una editorial que Laurel no conocía y el diseño era muy poco profesional: la tipografía y su tamaño, los márgenes inexistentes y las fotografías escasas y de mala calidad; en gran medida, también parecía que los extractos de las novelas de Henry Jenkins servían de relleno. Pero era un punto de partida, y Laurel estaba impaciente por comenzar. Echó un vistazo al índice y su corazón latió con fuerza cuando vio un capítulo titulado «Vida de casado», que había despertado su interés en el listado de internet.

Pero Laurel no se dirigió directamente a la página noventa y siete. Últimamente, cada vez que cerraba los ojos, aparecía la oscura silueta del hombre de sombrero negro, grabada en su retina, recorriendo el camino iluminado por el sol. Tamborileó con los dedos en la página del índice. Aquí estaba su oportunidad de conocerlo mejor, de añadir color y detalles a esa silueta que le ponía los pelos de punta, tal vez incluso descubrir el motivo de lo que hizo su madre ese día. Laurel había tenido miedo antes, cuando buscó a Henry Jenkins en la red, pero esto, este librito más bien insignificante, no le imponía el mismo respeto. La información que contenía se había publicado hacía mucho tiempo (en 1963, según vio en la página de créditos), lo cual significaba, debido a un desgaste natural, que probablemente quedaban muy pocos ejemplares, la mayoría perdidos en rincones oscuros y poco frecuentados. Este ejemplar en concreto había permanecido oculto durante décadas entre miles y miles de libros olvidados; si Laurel encontraba algo en su interior que no le gustase, simplemente lo cerraría y lo devolvería a su lugar. Y nunca más hablaría de él. Vaciló, pero solo un instante, antes de hacer acopio de valor. Con un hormigueo en los dedos, se dirigió rápidamente al prólogo. Tras respirar hondo, para contener una emoción súbita y extraña, comenzó a leer acerca de ese desconocido del camino.

Cuando Henry Ronald Jenkins tenía seis años de edad, vio a un hombre recibir una paliza a manos de policías que casi le costó la vida, en una calle de Yorkshire, su aldea. El hombre, según se cuchicheaba entre los aldeanos, vivía cerca, en Denaby, un «infierno en la tierra» ubicado en el valle de los Riscos, la que muchos consideraban «la peor aldea de Inglaterra». Fue un incidente que el joven Jenkins no olvidaría jamás, y en su primera novela, A merced de los diamantes negros, publicada en 1928, dio vida a uno de los personajes más memorables de la literatura británica de entreguerras: un hombre de sinceridad y dignidad inquietantes, cuyo sufrimiento generó una enorme empatía tanto entre el público como en la crítica.

En el capítulo inicial de Diamantes negros, la policía, equipada con botas con punteras de acero, se lanza contra el desafortunado protagonista, Walter Harrison, un hombre analfabeto pero trabajador cuyas frustraciones personales le han llevado a promover el cambio social, lo cual, en última instancia, es la causa de su muerte prematura. Jenkins habló del evento real y la profunda influencia en su obra —«y en mi alma»— durante una entrevista radiofónica con la BBC en 1935: «Ese día comprendí, al ver a un hombre reducido a la nada por agentes uniformados, que en nuestra sociedad existen los débiles y los poderosos, y que la bondad no interviene al decidir a qué grupo pertenecemos». Era un tema que apareció en muchas obras posteriores de Henry Jenkins. Diamantes negros fue declarada una obra maestra y, debido a las entusiastas críticas iniciales, se convirtió en un éxito editorial. Sus primeras obras, en particular, recibieron elogios por su verosimilitud y por los retratos inquebrantables de la vida de la clase obrera, que incluía descripciones implacables de la pobreza y la violencia física.

El propio Jenkins creció en una familia de clase obrera. Su padre era un supervisor de bajo nivel en las minas Fitzwilliams; era un hombre severo que bebía en exceso («pero solo los sábados») y que trataba a su familia «como a los subordinados en las minas». Jenkins fue el único de los seis hermanos que salió de la aldea y rebasó las expectativas sociales. Acerca de sus padres, Jenkins dijo: «Mi madre fue una mujer bella, pero vanidosa también, y decepcionada por su suerte; carecía de una idea realista respecto a cómo mejorar su situación, y su frustración la convirtió en una persona amargada. Acosaba a mi padre, a quien importunaba sin cesar por lo primero que se le ocurría; él era un hombre de gran fuerza física, pero demasiado débil en otros sentidos para estar casado con una mujer como ella. La nuestra no era una familia feliz». Cuando el entrevistador de la BBC le preguntó si la vida de sus padres le había proporcionado material para sus novelas, Jenkins se rio y dijo: «Más que eso: me dieron un ejemplo perfecto de un mundo del cual quería huir fuese como fuese».

Y logró huir. A pesar de esos orígenes humildes, Jenkins, gracias a su precoz inteligencia y tenacidad, consiguió salir de las minas y conquistar el mundo literario. Cuando The Times le preguntó acerca de ese ascenso meteórico, Jenkins reconoció el mérito de un maestro de escuela, Herbert Taylor, por alentar su capacidad intelectual y animarle a presentarse a los exámenes para lograr becas en las mejores escuelas privadas. A los diez años de edad, Jenkins obtuvo una plaza en el pequeño pero prestigioso colegio Nordstrom, en Oxfordshire. Dejó la casa familiar en 1911, para subir solo a bordo de un tren hacia el sur desconocido. Henry Jenkins jamás volvería a Yorkshire.

Si bien ciertos antiguos alumnos de colegios privados, en especial aquellos cuyo origen social era distinto del resto, hablan de una horrible experiencia escolar, Jenkins nunca se explayó sobre el tema y se limitó a decir: «Ser admitido en un colegio como Nordstrom cambió mi vida en el mejor de los sentidos». Su maestro, Jonathan Carlyon, dijo de Jenkins: «Era increíblemente trabajador. Aprobó los exámenes finales con notas brillantes y fue a la Universidad de Oxford al año siguiente, la primera universidad que había escogido». Aun reconociendo la inteligencia de Jenkins, Allen Hennessy, compañero en Oxford y también escritor, habló en tono jocoso de otros talentos a los que recurría: «Nunca he conocido a un hombre con tanto carisma como Jenkins —afirmó—. Si te gustaba una chica, enseguida aprendías que lo mejor era no presentársela a Harry Jenkins. Solo tenía que clavar en ella una de sus famosas miradas y tus posibilidades se desvanecían». Lo cual no quiere decir que Jenkins abusase de sus «poderes»: «Era guapo y encantador, disfrutaba de la atención de las mujeres, pero nunca fue un rompecorazones», declaró Roy Edwards, editor de Jenkins en Macmillan.

Fuese cual fuese el efecto de Jenkins sobre el sexo débil, su vida personal no gozó de la misma trayectoria que su carrera editorial. En 1930, su compromiso con la señorita Eliza Holdstock se rompió, sobre lo cual se negó a hablar en público, antes de casarse finalmente, en 1938, con Vivien Longmeyer, la sobrina de su maestro en el colegio Nordstrom. A pesar de una diferencia de edad de veinte años, Jenkins consideró que ese matrimonio fue «el momento más sublime de mi vida», y la pareja se instaló en Londres, donde disfrutaron de una feliz vida doméstica antes de la Segunda Guerra Mundial. Durante los sucesos previos a la declaración de la guerra, Jenkins comenzó a trabajar para el Ministerio de Información; cumplió con su función de forma sobresaliente, hecho que no sorprendió a quienes lo conocían bien. Como dijo Allen Hennessy: «Todo lo que hacía [Jenkins], lo hacía a la perfección. Era deportista, inteligente, encantador… El mundo está hecho para hombres como él».

En cualquier caso, el mundo no siempre es amable con hombres como Jenkins. Tras la muerte de su joven esposa en un ataque aéreo durante las últimas semanas del bombardeo de Londres, Jenkins sufrió un dolor tan profundo que su vida comenzó a desmoronarse. No volvió a publicar más libros; de hecho, junto a otros muchos detalles de la última década de su vida, sigue siendo un misterio si volvió a escribir. Cuando murió en 1961, la fama de Henry Ronald Jenkins había caído tan bajo que el suceso apenas se mencionó en esos periódicos que antaño lo describieron como «un genio». A principios de la década de 1960 se rumoreó que Jenkins era responsable de los actos de ultraje contra la moral pública cuyo autor era conocido como «el acosador del picnic»; sin embargo, las acusaciones nunca han sido probadas. Independientemente de si Jenkins era culpable o no de semejante obscenidad, que este hombre antes célebre fuese objeto de esas conjeturas ilustra la profundidad de su caída. El muchacho de quien su maestro dijo ser «capaz de lograr todo lo que se propusiese» murió sin nada ni nadie. La pregunta eterna para los admiradores de Henry Jenkins es cómo pudo acabar así un hombre que lo tuvo todo; un final con trágicas semejanzas al de su personaje Walter Harrison, cuyo destino fue también una muerte solitaria y silenciosa tras una vida en la cual el amor y la pérdida llegaron a entrelazarse.

Laurel se recostó en la silla de la biblioteca y soltó la respiración que había contenido. No había nada ahí que no hubiese visto en Google, y el alivio fue extraordinario. Se le había quitado un gran peso de encima. Mejor aún, a pesar de la referencia al indigno final de Jenkins, no se mencionaba en absoluto a Dorothy Nicolson ni Greenacres. Gracias a Dios. Laurel no se había dado cuenta de lo nerviosa que estaba por lo que pudiese encontrar. Lo más desconcertante en el prólogo fue ese retrato de un hombre cuyo éxito no se debía más que a su arduo trabajo y su gran talento. Laurel esperaba descubrir algo que justificase el odio enconado que sentía contra el hombre del camino.

Se preguntó si existía la posibilidad de que el biógrafo se hubiese equivocado por completo. Quién sabe; todo era posible. Sin embargo, a pesar de ese breve consuelo, Laurel puso los ojos en blanco. Su arrogancia no conocía límites: tener una corazonada era una cosa, suponer que sabía más sobre Henry Jenkins que la persona que había investigado y escrito su vida, algo muy distinto.

Había una fotografía de Jenkins en el frontispicio del libro y volvió a mirarla, decidida a ver más allá del carácter amenazante otorgado por sus prejuicios y descubrir al escritor encantador y carismático descrito en el prólogo. Era más joven en esta fotografía que en la que había visto en internet y Laurel tuvo que admitir que era guapo. De hecho (pensó al observar esos rasgos bien definidos), le recordaba a un actor de quien estuvo enamorada. Habían interpretado una obra de Chéjov en los años sesenta y vivieron un romance apasionado. No acabó bien (rara vez acababan bien los amoríos del teatro), pero, oh, fue deslumbrante e intenso mientras duró.

Laurel cerró el libro. Tenía las mejillas acaloradas y experimentó una hermosa sensación de nostalgia. Vaya. Eso sí que no se lo esperaba. Y era un tanto incómodo, dadas las circunstancias. Tras acallar una ligera inquietud, Laurel se recordó a sí misma su objetivo y abrió el libro por la página noventa y siete. Respiró hondo para concentrarse y comenzó el capítulo titulado «Vida de casado».

Si Henry Jenkins había tenido mala suerte hasta ahora en sus relaciones personales, todo estaba a punto de cambiar para mejor. En la primavera de 1938, el director de su colegio, el señor Jonathan Carlyon, invitó a Jenkins a que volviese a Nordstrom para hablar a los estudiantes acerca de los sinsabores de la vida literaria. Fue allí, al pasear por la finca de noche, donde Jenkins conoció a la sobrina del director, Vivien Longmeyer, una belleza de diecisiete años de edad. Jenkins describió el encuentro en La musa rebelde, una de sus novelas más exitosas, que marcó una clara ruptura con los descarnados temas de su obra anterior.

Qué opinaba Vivien Jenkins acerca de que los detalles de su noviazgo y los inicios de su matrimonio fuesen expuestos al público sigue siendo un misterio, como lo es ella misma. La joven señora Jenkins apenas comenzaba a dejar su huella en el mundo cuando su vida terminó trágicamente durante el bombardeo de Londres. Lo que se sabe, gracias a su marido, que adoraba sin duda a esta «musa rebelde», es que fue una mujer de belleza y encanto extraordinarios, por quien los sentimientos de Jenkins quedaron claros desde el principio.

A continuación se reproducía un largo fragmento de La musa rebelde en el cual Henry Jenkins narraba de modo apasionado el cortejo a su joven esposa. Como había sufrido recientemente el libro entero, Laurel pasó las páginas para retomar el hilo de la biografía, que se centró en la vida de Vivien:

Vivien Longmeyer era hija de la única hermana de Jonathan Carlyon, Isabel, quien se fugó de Inglaterra con un soldado australiano tras la Primera Guerra Mundial. Neil e Isabel Longmeyer se establecieron en una pequeña comunidad de leñadores de Mount Tamborine, al sureste de Queensland, y Vivien fue la tercera de sus cuatro hijos. Durante los primeros ocho años de su vida, Vivien Longmeyer vivió una modesta existencia colonial, hasta que la enviaron a Inglaterra para que la criase su tío materno en el colegio que había construido en la finca de la familia.

Las primeras menciones de Vivien Longmeyer se deben a la señorita Katy Ellis, una prestigiosa educadora, a quien se le encargó acompañar a la niña durante el viaje a Inglaterra en 1929. Katy Ellis la mencionó en sus memorias, Nacida para enseñar, lo cual sugiere que fue este encuentro lo que despertó su interés por educar a los jóvenes que habían sobrevivido a un trauma.

«La tía australiana de la niña me advirtió, al explicarme mi cometido, que era retrasada y que no me sorprendiese si no se comunicaba conmigo durante el viaje. Yo era joven, y por tanto todavía no estaba preparada para censurarla por esa falta de compasión que rayaba en la crueldad, pero ya confiaba lo suficiente en mis impresiones para no aceptar esa valoración. Vivien Longmeyer no sufría retraso alguno, lo supe en cuanto la vi; sin embargo, también comprendí por qué su tía la había descrito de ese modo. Vivien era capaz, lo cual podía ser inquietante, de quedarse muchísimo tiempo inmóvil, con el rostro (que nunca era inexpresivo, sin duda) encendido por pensamientos eléctricos, pero de tal forma que cualquier observador se sentía excluido.

»Yo misma había sido una niña imaginativa, a menudo reprendida por mi padre, un estricto pastor protestante, por fantasear y escribir en mi diario (un hábito que no he abandonado) y vi con claridad que Vivien tenía una intensa vida interior, dentro de la cual se escabullía. Además, parecía lógico y comprensible que una niña que sufría la pérdida simultánea de su familia, su casa y su país natal buscara necesariamente preservar las pequeñas certezas de su identidad interiorizándolas.

»En el transcurso de nuestro largo viaje por mar, fui capaz de ganarme la confianza de Vivien y entablamos una relación que persistió durante muchos años. Mantuvimos correspondencia con afectuosa frecuencia hasta su trágica y prematura muerte en la Segunda Guerra Mundial y, si bien nunca fui su maestra o consejera de forma oficial, me alegra decir que nos hicimos amigas. No tuvo muchos amigos: aunque despertaba en otras personas el deseo de ser amados por ella, Vivien nunca estableció relaciones con facilidad ni a la ligera. Al mirar atrás, considero que uno de los grandes logros de mi carrera fue que me confiase con tanto detalle el mundo privado que se había construido para sí misma. Era un lugar «seguro» al cual se retiraba si se sentía asustada o sola, y tuve el honor de poder mirar detrás de ese velo».

La descripción de Katy Ellis del «mundo privado» de Vivien coincide con las descripciones de la Vivien adulta: «Era atractiva, y mirarla era un placer, pero en realidad era muy difícil decir que la conocías»; «Te hacía sentir que había más bajo la superficie de lo que saltaba a la vista»; «En cierto modo, su carácter independiente la convertía en un imán: no parecía necesitar a nadie». Tal vez fue «ese aspecto extraño, casi místico», lo que llamó la atención de Henry Jenkins esa noche en Nordstrom. O tal vez fuese el hecho de que ella, al igual que él, había sobrevivido a una infancia marcada por una violencia trágica y pronto se encontrase en un mundo poblado por personas de procedencia muy distinta a la suya. «A nuestra manera, los dos éramos seres marginales —declaró Henry Jenkins a la BBC—. Nuestro destino era estar juntos. Lo supe en cuanto le puse los ojos encima. Verla caminar hacia mí por el pasillo, sublime con su vestido blanco, fue la conclusión, en cierto sentido, de un viaje que comenzó cuando llegué al colegio Nordstrom».

A continuación, se reproducía una fotografía de ambos, de mala calidad, tomada el día de su boda, al salir de la capilla del colegio. Vivien miraba a Henry, con su velo de encaje ondeando en la brisa, mientras él la llevaba del brazo y sonreía mirando a la cámara. Las personas, aglomeradas a su alrededor para arrojarles arroz en la escalera de la capilla, eran felices, pero la fotografía entristeció a Laurel. Las fotografías viejas a menudo tenían ese efecto en ella; al fin y al cabo, era hija de su madre, y resultaba muy aleccionador ver las caras sonrientes de personas que no sabían todavía qué les depararía el destino. Más aún en un caso como este, donde Laurel conocía muy bien los horrores que acechaban a la vuelta de la esquina. Había sido testigo de la violenta muerte de Henry Jenkins y sabía, además, que la joven Vivien Jenkins, tan esperanzada en la fotografía de su boda, estaría muerta apenas tres años después.

No cabe duda alguna de que Henry Jenkins adoraba a su esposa hasta el punto de adularla. No era ningún secreto lo que ella significaba para él: la llamaba su «gracia» o su «salvación» y, en más de una ocasión, expresó que no merecería la pena vivir sin ella. Esa afirmación sería tristemente premonitoria, pues, tras la muerte de Vivien el 23 de mayo de 1941, el mundo de Henry Jenkins comenzó a desmoronarse. A pesar de trabajar en el Ministerio de Información y de poseer un conocimiento detallado de las numerosas víctimas civiles de los bombardeos, Jenkins nunca aceptó que la muerte de su mujer se debiese a una causa tan común. Ahora bien, las extravagantes afirmaciones de Jenkins —que la muerte de Vivien fue provocada, que fue víctima de siniestros estafadores, que de lo contrario nunca se habría encontrado en el edificio bombardeado— fueron el primer indicio de una locura que acabaría consumiéndolo. Se negó a aceptar la muerte de su mujer como un simple accidente de guerra y juró «atrapar a los responsables y llevarlos ante la Justicia». Jenkins fue hospitalizado tras una crisis nerviosa a mediados de los cuarenta, pero, por desgracia, no se curó nunca de su obsesión, vivió al margen de la sociedad y, a la sazón, murió solo en 1961, convertido en un indigente y un hombre destrozado.

Laurel cerró el libro de golpe, como si quisiese impedir que el contenido se escapase de entre las cubiertas. No quería leer más sobre las sospechas de Henry Jenkins respecto a la muerte de su mujer, ni sobre su promesa de encontrar a los responsables. Tenía la sensación apremiante y desagradable de que Jenkins había cumplido con su palabra, y que ella, Laurel, había presenciado el resultado. Pues su madre, con su «plan perfecto», era la persona a la que Henry Jenkins culpaba de la muerte de su mujer, ¿o no? La «siniestra estafadora» que pretendía «tomar» algo de Vivien, que fue responsable de atraer a Vivien al lugar de su muerte, donde de lo contrario nunca habría estado.

Con un estremecimiento involuntario, Laurel miró detrás de ella. De repente sintió que llamaba la atención, como si la espiaran unos ojos invisibles. Su estómago pareció haberse convertido en líquido. Era la culpa, comprendió, culpa por asociación. Pensó en su madre en el hospital, en las palabras con que había expresado el remordimiento, el deseo de «tomar» algo, el agradecimiento por su «segunda oportunidad»: eran estrellas, todas ellas, en la oscuridad del cielo nocturno; a Laurel tal vez no le gustaban las formas que comenzaba a distinguir, pero no podía negar su existencia.

Miró la portada negra, aparentemente inofensiva, de la biografía. Su madre conocía todas las respuestas, pero no fue la única; Vivien también las supo. Hasta este momento, Vivien había sido un susurro: una cara sonriente en una fotografía, un nombre en la dedicatoria de un libro viejo, una quimera hundida entre las grietas de la historia ya olvidada.

Pero era importante.

Laurel tuvo la súbita convicción de que el plan de Dorothy fracasó por Vivien. Que algo intrínseco en el carácter de esa mujer la convertía en la peor persona con quien involucrarse.

La descripción de Katy Ellis de la niña que fue Vivien era afectuosa, pero Kitty Barker había descrito a una mujer «bien presumida», una «pésima influencia», superior y fría. ¿Habían desgarrado a Vivien los traumas de su infancia, la habían endurecido y convertido en esa clase de mujer, hermosa y rica, cuyo poder residía en su frialdad, su reserva, su inaccesibilidad? La información en la biografía de Henry Jenkins (cómo fue incapaz de sobreponerse a su muerte y cómo había buscado durante décadas a los responsables) ciertamente sugería una mujer de carácter sumamente cautivador.

Con una leve sonrisa de suficiencia, Laurel abrió la biografía una vez más y pasó las páginas hasta encontrar lo que buscaba. Ahí estaba. Con mano un poco temblorosa por la emoción, anotó el nombre de Katy Ellis y el título de su autobiografía, Nacida para enseñar. Tal vez Vivien no necesitase (o no tuviese) muchos amigos, pero había escrito cartas a Katy Ellis, cartas en las cuales (¿o era demasiado esperar?) habría confesado sus secretos más oscuros. Existía la posibilidad de que aquellas cartas aún existiesen en algún lugar: muchas personas no guardaban su correspondencia, pero Laurel estaba dispuesta a apostar a que la señorita Katy Ellis, prestigiosa educadora y autora de su autobiografía, no era así.

Porque, cuantas más vueltas le daba, más evidente se volvía: Vivien era la clave. Encontrar información sobre esta figura esquiva era la única manera de aclarar el plan de Dorothy y, más importante, qué salió mal. Y ahora (Laurel sonrió) la tenía agarrada por el borde de su sombra.