Greenacres, 2011
Dice que quiere volver a casa.
Laurel se frotó los ojos con una mano y tanteó la mesilla con la otra. Por fin encontró las gafas.
—¿Quiere qué?
La voz de Rose recorrió la línea de nuevo, más despacio esta vez y con una paciencia excesiva, como si hablase con alguien que aún estuviese aprendiendo a hablar inglés.
—Me lo dijo esta mañana. Quiere volver a casa. A Greenacres. —Otra pausa—. En vez de seguir en el hospital.
—Ah. —Laurel pasó las gafas por debajo del teléfono y echó un vistazo por la ventana. Dios, cuánta luz—. Quiere volver a casa. ¿Y el médico? ¿Qué dice?
—Voy a hablar con él cuando acabe las visitas, pero… Oh, Lol —bajó la voz—, la enfermera me ha dicho que cree que ya le ha llegado la hora.
Sola en la habitación de su niñez, observando cómo la luz de la mañana se extendía por el papel descolorido de las paredes, Laurel suspiró. La hora. No era necesario preguntar a qué se refería la enfermera.
—Entonces…
—Sí.
—Tiene que volver a casa.
—Sí.
—Y la cuidamos aquí. —No hubo respuesta y Laurel dijo—: ¿Rose?
—Estoy aquí. ¿Lo dices de verdad, Lol? ¿Te vas a quedar?, ¿tú también vas a estar ahí?
Laurel habló mientras intentaba encenderse un cigarrillo:
—Claro que lo digo de verdad.
—Estás rara. ¿Estás… llorando, Lol?
Sacudió la cerilla y se quitó el cigarrillo de los labios.
—No, no estoy llorando. —Otra pausa y Laurel casi oyó a su hermana retorcer, preocupada, las cuentas del collar. Dijo, más amable esta vez—: Rose, estoy bien. Va a salir bien. Lo vamos a hacer juntas, ya verás.
Rose emitió un pequeño ruido apagado, quizás para asentir, quizás para mostrar sus dudas, y cambió de tema:
—¿Volviste bien anoche?
—Sí. Un poco más tarde de lo que esperaba. —De hecho, eran ya las tres de la madrugada cuando volvió a casa. Había ido con Gerry a su habitación después de la cena y pasó gran parte de la noche formulando conjeturas acerca de su madre y Henry Jenkins. Decidieron que, mientras Gerry buscaba al doctor Rufus, Laurel investigaría a la evasiva Vivien. Al fin y al cabo, era la piedra angular entre su madre y Henry Jenkins, y quizás la razón por la cual él emprendió la búsqueda de Dorothy Nicolson en 1961.
Entonces, tuvo la impresión de que era una misión factible; ahora, sin embargo, a la luz del día, Laurel no estaba tan segura. El plan poseía la endeble consistencia de un sueño. Se miró la muñeca y se preguntó vagamente dónde habría dejado el reloj.
—¿Qué hora es, Rosie? Qué luz tan indiscreta.
—Son las diez pasadas.
¿Las diez? Oh, Dios. Se había quedado dormida.
—Rosie, voy a colgar, pero voy directa al hospital. ¿Vas a estar ahí?
—Hasta el mediodía, que voy a la guardería a recoger a la pequeña de Sadie.
—Vale. Te veo ahora… Vamos juntas a hablar con el médico.
Rose estaba con el médico cuando Laurel llegó. En la recepción una enfermera dijo a Laurel que la esperaban y le indicó la dirección de la cafetería. Rose habría estado buscándola con la mirada, pues la saludó con la mano incluso antes de que Laurel entrase. Laurel se abrió paso entre las mesas y, al acercarse, vio que Rose había estado llorando, y no poco. Había pañuelos de papel arrugados por toda la mesa y tenía manchas negras bajo los ojos húmedos. Laurel se sentó junto a ella y saludó al doctor.
—Le decía a su hermana —afirmó, precisamente en el tono profesional y atento que Laurel habría utilizado para interpretar a una doctora que debía dar noticias malas e inevitables— que, en mi opinión, hemos agotado todos los posibles tratamientos. No les sorprenderá, creo, si les digo que ahora lo importante es controlar el dolor y mantenerla tan cómoda como sea posible.
Laurel asintió.
—Mi hermana me ha dicho que nuestra madre quiere volver a casa, doctor Cotter. ¿Es eso posible?
—No nos parece un problema. —Sonrió—. Naturalmente, si desease quedarse en el hospital, nos gustaría complacer ese deseo… De hecho, la mayoría de nuestros pacientes permanecen con nosotros hasta el final…
El final. La mano de Rose buscó la de Laurel bajo la mesa.
—Pero si están dispuestas a cuidar de ella en casa…
—Lo estamos —dijo Rose en el acto—. Claro que sí.
—… En ese caso, creo que ahora es probablemente el mejor momento para hablar de la vuelta a casa.
Los dedos de Laurel le cosquillearon por la falta de un cigarrillo. Dijo:
—A nuestra madre no le queda mucho. —Más que una pregunta, era una afirmación, parte del proceso de asimilación de Laurel, pero el médico respondió de todos modos.
—Me he llevado sorpresas antes —dijo—, pero, para responder a su pregunta, no, no le queda mucho tiempo.
—Londres —dijo Rose, mientras caminaban juntas por el pasillo del hospital hacia la habitación de su madre. Habían pasado quince minutos desde que se despidieron del doctor, pero Rose aún empuñaba un pañuelo húmedo—. Una reunión de trabajo, ¿es eso?
—¿Trabajo? ¿Qué trabajo? Ya te lo he dicho, Rose, estoy de vacaciones.
—Ojalá no hablaras así, Lol. Me pones nerviosa cuando dices esas cosas. —Rose levantó una mano para saludar a una enfermera que pasaba.
—¿Qué cosas?
—Tú, de vacaciones. —Rose se detuvo y se estremeció; su pelo, lanoso y encrespado, tembló con ella. Llevaba una túnica vaquera con un broche en forma de huevo frito—. No es natural, no es normal. Ya sabes que no me gustan los cambios… Me preocupan.
Laurel no pudo contener la risa.
—No hay nada de qué preocuparse, Rosie. Solo voy a Euston a mirar un libro.
—¿Un libro?
—Para una investigación que estoy haciendo.
—¡Ja! —Rose comenzó a caminar de nuevo—. ¡Una investigación! Sabía que no habías dejado de trabajar del todo. Oh, Lol, qué alivio —dijo, pasándose la mano por la cara manchada de lágrimas—. Tengo que decirlo, me siento mucho mejor.
—Muy bien —dijo Laurel, sonriendo—, me alegra haber servido de ayuda.
Fue idea de Gerry iniciar las pesquisas en la Biblioteca Británica. Sus indagaciones nocturnas en Google solo habían proporcionado páginas del rugby galés y otros callejones sin salida en remotos y curiosos rincones de la red, pero la biblioteca, insistió Gerry, no les defraudaría. «Tres millones de artículos nuevos al año, Lol —dijo mientras rellenaba el formulario—. Eso son nueve kilómetros de estanterías; seguro que tienen algo». Se entusiasmó al describir el servicio en línea —«Te envían por correo copias de lo que encuentres»—, pero Laurel pensó (perversamente, aseguró Gerry con una sonrisa) que era más fácil ir en persona. La perversidad no tenía nada que ver: Laurel había actuado en series policiacas y sabía que a veces no quedaba más remedio que patear la ciudad para buscar pistas. ¿Y si la información que hallaba conducía a otras pistas? Mucho mejor encontrarse in situ que tener que hacer otro pedido electrónico y esperar; mucho mejor hacer que esperar.
Llegaron a la puerta de Dorothy y Rose la abrió. Su madre estaba dormida en la cama, aparentemente más delgada y débil que la mañana anterior, y a Laurel le impresionó que su deterioro fuera cada vez más rápido. Las hermanas se sentaron juntas un rato, observando el dulce movimiento del pecho de Dorothy, y Rose sacó un paño del bolso y comenzó a limpiar las fotografías enmarcadas.
—Supongo que deberíamos meterlas en una caja —dijo en voz baja—. Para llevarlas a casa.
Laurel asintió.
—Son muy importantes para ella estas fotos. Siempre lo han sido, ¿a que sí?
Laurel asintió de nuevo, pero no dijo nada. Al mencionar las fotografías sus pensamientos volvieron al retrato de Dorothy y Vivien en Londres durante la guerra. Databa de mayo de 1941, el mismo mes en que su madre empezó a trabajar en la pensión de la abuela Nicolson y Vivien Jenkins murió en un ataque aéreo. ¿Dónde se hicieron la fotografía?, se preguntó. ¿Y quién la hizo? ¿Era el fotógrafo alguien a quien las dos conocían? ¿Henry Jenkins, quizás? ¿O el novio de mamá, Jimmy? Laurel frunció el ceño. La mayor parte del enigma aún estaba fuera de su alcance.
La puerta se abrió en ese momento y los sonidos del mundo exterior irrumpieron tras la enfermera de su madre: gente que reía, timbres estridentes, llamadas de teléfono. Laurel miró a la enfermera, que se movía eficazmente por la habitación, comprobando el pulso de Dorothy, la temperatura, anotando cosas en el historial que colgaba de la cama. Sonrió amablemente a Laurel y a Rose cuando terminó y les dijo que iba a guardar el almuerzo de su madre por si acaso se despertaba con hambre. Laurel le dio las gracias y la enfermera se marchó, cerrando la puerta detrás de sí. La habitación se sumió de nuevo en la quietud y el silencio de una sala de espera. Pero ¿a qué esperaban? No era de extrañar que Dorothy quisiese volver a casa.
—¿Rose? —dijo Laurel de repente, observando cómo su hermana limpiaba los marcos de las fotografías.
—¿Hum?
—Cuando te pidió que le buscases ese libro, el de la fotografía, ¿se te hizo raro mirar dentro de su baúl? —O, para ser más precisos, ¿había algo ahí dentro que pudiese ayudar a Laurel a resolver el misterio? Se preguntó si habría alguna manera de indagar sin poner a Rose sobre aviso.
—En realidad, no. No lo pensé mucho, para serte sincera. Fui tan rápido como pude, por miedo a que subiera detrás de mí las escaleras si tardaba demasiado. Por fortuna, fue razonable y permaneció en la cama. —Rose se quedó sin aliento.
—¿Qué? ¿Qué pasa?
Rose suspiró aliviada, apartándose el pelo de la frente.
—No, nada —dijo, con un gesto de la mano—. Es que no podía recordar qué había hecho con la llave. Ella estaba un poco insufrible; se alteró mucho cuando vio que había encontrado el libro. Estaba contenta, creo (eso supongo, al menos fue ella quien pidió el libro), pero también estaba insolente, bastante irascible; ya sabes cómo se pone.
—Pero ¿al final lo recordaste?
—Ah, sí, claro… La volví a dejar en la mesilla. —Movió la cabeza y sonrió sin malicia—. De verdad, a veces me pregunto dónde tengo la cabeza.
Laurel le devolvió la sonrisa. Su querida e inocente Rose.
—Lo siento, Lol… ¿Me ibas a preguntar algo… sobre el baúl?
—Oh, no, no era nada. Era hablar por hablar.
Rose miró al reloj y anunció que tendría que irse a buscar a su nieta a la guardería.
—Vuelvo esta noche y creo que Iris viene mañana por la mañana. Entre las tres deberíamos tener todo preparado para llevárnosla el sábado… ¿Sabes? Casi me hace ilusión. —Pero en ese momento su gesto se ensombreció—. Imagino que es terrible sentir eso, dadas las circunstancias.
—No creo que haya reglas al respecto, Rosie.
—No, supongo que tienes razón. —Rose se agachó para besar a Laurel en la mejilla y se fue, dejando tras ella el rastro de su aroma de lavanda.
Con Rose en la habitación, otro cuerpo en movimiento, era distinto. Sin ella, Laurel fue incluso más consciente de lo apagada e inmóvil que se había quedado su madre. Su teléfono señaló la llegada de un mensaje y lo miró de inmediato, agradecida por estar en contacto con el mundo exterior de nuevo. Se trataba de un correo electrónico de la Biblioteca Británica, que confirmaba que el libro que había solicitado estaría disponible a la mañana siguiente y le recordaba que llevase su identificación para obtener un pase de lectora. Laurel lo leyó dos veces y guardó el teléfono a regañadientes en el bolso. El mensaje le había ofrecido un bienvenido momento de distracción; ahora estaba de vuelta al principio, en la quietud aletargada de una habitación de hospital.
No lo aguantaba más. El doctor había dicho que su madre probablemente dormiría toda la tarde debido a los sedantes, pero Laurel sacó el álbum de fotos de todos modos. Se sentó cerca de la cabecera y comenzó por el principio, por esa fotografía tomada cuando Dorothy era una mujer joven que trabajaba para la abuela Nicolson en una pensión junto al mar. Hizo un recorrido a lo largo de los años narrando la historia de la familia, escuchando el reconfortante sonido de su propia voz, con la vaga idea de que hablar así, en un tono normal, de alguna forma preservaría la vida dentro de la habitación.
Al fin, llegó a una fotografía de Gerry durante su segundo cumpleaños. Era temprano, mientras preparaban el picnic juntos en la cocina, antes de salir al arroyo. La adolescente Laurel (qué flequillo) tenía a Gerry apoyado en la cadera y Rose le hacía cosquillas en la barriguita, para hacerle reír y gorjear; el dedo de Iris aparecía en la fotografía señalando algo (enfadada, sin duda), y mamá estaba al fondo, con la mano en la cabeza contemplando el contenido de la cesta. En la mesa (el corazón de Laurel casi se detuvo, no lo había notado antes) se encontraba el cuchillo. Junto al jarrón de dalias. «No lo olvides, mamá —pensó Laurel—. Lleva el cuchillo y no tendrás que volver a casa. No ocurrirá nada. Yo bajaré de la casa del árbol antes de que el hombre recorra el camino y nadie sabrá que vino ese día».
Pero era una lógica infantil. ¿Quién podría asegurar que Henry Jenkins no habría vuelto si la casa se hubiese encontrado vacía? Y quizás su siguiente visita habría sido peor. Quizás hubiese muerto la persona equivocada.
Laurel cerró el álbum. Había perdido las ganas de narrar el pasado. Entonces alisó la sábana y dijo:
—Anoche fui a ver a Gerry, mamá.
De la nada, como si fuese un sonido traído por el viento:
—Gerry…
Laurel miró los labios de su madre. Aún estaban entreabiertos. Los ojos, cerrados.
—Eso es —dijo, ansiosamente—, Gerry. Fui a verlo a Cambridge. Está muy bien, siempre tan inteligente. Está haciendo un mapa del cielo, ¿lo sabías? ¿Alguna vez pensaste que ese pequeño nuestro haría cosas tan increíbles? Dice que están pensando en enviarlo a investigar durante algún tiempo a Estados Unidos, lo que sería una oportunidad magnífica.
—Oportunidad… —Mamá exhaló la palabra. Tenía los labios secos. Laurel buscó la taza de agua y llevó con delicadeza la pajita a su boca.
Su madre bebió trabajosamente, solo un poco. Abrió los ojos levemente.
—Laurel —dijo en voz baja.
—Estoy aquí, no te preocupes.
Los delicados párpados de Dorothy se estremecieron por el esfuerzo de permanecer abiertos.
—Parecía… —Su respiración era poco profunda—. Parecía inofensivo.
—¿El qué?
Más que caer, las lágrimas habían comenzado a filtrarse por sus ojos. Las profundas arrugas de su rostro se llenaron de luz. Laurel sacó un pañuelo de la caja y lo pasó por las mejillas de su madre, con la ternura con que limpiaría a una niña pequeña atemorizada.
—¿Qué parecía inofensivo, mamá? Dímelo.
—Era una oportunidad, Laurel. Yo tomé… Yo tomé…
—¿Qué tomaste? —¿Una joya, una fotografía, la vida de Henry Jenkins?
Dorothy apretó la mano de Laurel con más fuerza y abrió los ojos llorosos tanto como pudo. Había una nueva nota de desesperación en su voz cuando continuó, y decisión, como si hubiera estado esperando mucho tiempo para decir estas cosas y, a pesar del esfuerzo sobrecogedor, iba a decirlas.
—Era una oportunidad, Laurel. No pensé que fuese a hacer daño a nadie, la verdad es que no. Solo quería…, pensé que merecía… lo que era justo. —Al oír la respiración ronca de Dorothy, un escalofrío recorrió la espalda de Laurel. Sus siguientes palabras se extendieron como una tela de araña—: ¿Crees en la justicia, en que si nos roban deberíamos poder tomar algo para nosotros mismos?
—No lo sé, mamá. —A Laurel le dolía ver a su madre, esa mujer anciana y enferma que había expulsado monstruos y disipado lágrimas, consumida por la culpa y el arrepentimiento. Quería desesperadamente reconfortarla; con la misma intensidad, deseaba saber qué había hecho. Dijo con ternura—: Supongo que depende de lo que nos hayan robado y de lo que nos proponemos tomar.
La intensidad de la expresión de su madre se disolvió y sus ojos bañados en lágrimas se dirigieron a la luz de la ventana.
—Todo —dijo—. Sentí que lo había perdido todo.
Esa misma tarde, Laurel se sentó a fumar en medio de la buhardilla de Greenacres. El suelo de madera era suave bajo ella, sólido, y el último sol de la tarde caía por la diminuta ventana de cuatro cristales iluminando como un foco el baúl cerrado de su madre. Laurel dio una lenta calada al cigarrillo. Llevaba sentada allí media hora, a solas con el cenicero, la llave del baúl y su conciencia. Fue muy sencillo encontrarla, guardada donde dijo Rose, al fondo del cajón de la mesilla de su madre. Laurel no tenía más que introducirla en el candado, girar, y lo sabría.
Pero ¿qué es lo que sabría? ¿Más acerca de esa oportunidad que Dorothy había vislumbrado? ¿Qué era lo que había tomado o había hecho?
No era que esperase encontrar una confesión por escrito; nada de eso. Solo que era un lugar importante, casi obvio, donde buscar pistas respecto al misterio de su madre. Sin duda, si ella y Gerry estaban dispuestos a recorrer el país molestando a la gente en busca de información que les ayudase a rellenar los espacios en blanco, sería un descuido evidente no empezar por casa. Y, en realidad, no suponía una mayor invasión de la intimidad de su madre que las indagaciones que ya habían hecho en otros lugares. Abrir el baúl no era peor que hablar con Kitty Barker o perseguir las notas del doctor Rufus o ir a la biblioteca mañana en busca de Vivien Jenkins. Aun así, sentía que era peor.
Laurel observó el candado. Con su madre fuera de casa, Laurel casi logró convencerse de que no era tan importante: al fin y al cabo, mamá había dejado a Rose que le buscase el libro, y ella no tenía favoritos (excepto en lo que se refería a Gerry, pero era una debilidad que todas ellas compartían); por tanto, a mamá no le importaría que Laurel echase un vistazo. Un razonamiento endeble, tal vez, pero era todo lo que tenía. Y una vez que Dorothy volviese a Greenacres todo se echaría a perder. Era del todo imposible, Laurel lo sabía, proseguir la búsqueda mientras su madre estuviera abajo. Era ahora o nunca.
—Lo siento, mamá —dijo Laurel, que apagó el cigarrillo con un gesto decidido—, pero tengo que saberlo.
Se levantó despacio y, al acercarse al borde inclinado de la buhardilla, se sintió gigantesca. Se arrodilló para meter la llave y abrir el candado. Había llegado el momento, lo sintió en lo más hondo; aunque no abriera la tapa, ya había cometido el crimen.
Ya puestos, ¿no sería mejor hacerlo del todo? Laurel se levantó y comenzó a levantar la tapa del viejo baúl; aun así, no miró. Las bisagras de cuero chirriaban por el poco uso y Laurel contuvo el aliento. Era de nuevo una niña que quebrantaba una regla escrita a fuego. Se mareó un poco. Y la tapa se abrió, tanto como era posible. Laurel apartó la mano y las bisagras se tensaron por el peso. Tras respirar hondo para hacer acopio de valor, cruzó el Rubicón y miró.
Había algo encima, un sobre, viejo y un poco amarillento, dirigido a Dorothy Nicolson, en Greenacres. El sello era de color verde oliva y mostraba a una joven Isabel durante su coronación; Laurel sintió un temblor repentino al ver esa imagen de la reina, como si fuera importante aunque no supiese el motivo. No figuraba la dirección del remitente y se mordió el labio cuando abrió el sobre y una tarjeta color crema cayó del interior. Había una palabra escrita en tinta negra: «Gracias». Laurel le dio la vuelta y no vio nada más. Sacudió la tarjeta a un lado y otro, pensativa.
A lo largo de los años muchas personas habrían tenido motivos para dar las gracias a su madre, pero hacerlo así, de forma tan anónima (sin dirección, sin nombre alguno), era, sin duda, extraño; que Dorothy la guardase bajo llave, más extraño todavía. Y eso probaba, pensó Laurel, que su madre sabía muy bien quién la había enviado; más aún, que el motivo por el cual esa persona estaba agradecida era un secreto.
Todo ello era sumamente misterioso (tanto que el corazón de Laurel se aceleró), pero no necesariamente significativo en su búsqueda. (Por otra parte, existía la posibilidad de que fuese la pista crucial, pero Laurel no tenía manera alguna de saberlo, no por ahora; no a menos que le preguntase a su madre directamente, y no tenía intención de hacerlo. De momento). Devolvió la tarjeta al sobre, que deslizó por un lado del baúl, donde cayó junto a una pequeña figurilla de madera; Laurel comprendió con una sonrisa que se trataba del títere Mr. Punch, lo que le recordó las vacaciones en la pensión de la abuela.
Había otro objeto en el baúl tan grande que casi ocupaba todo el espacio. Parecía una manta, pero cuando Laurel lo sacó y lo extendió, vio que era un abrigo de piel ajado que antaño sería blanco. Laurel lo sostuvo por los hombros, al igual que habría mirado una chaqueta en una tienda.
Al otro lado de la buhardilla había un armario con espejo. Solían jugar dentro de ese armario cuando eran niños, al menos Laurel; a los otros les daba miedo, con lo cual era el lugar ideal para esconderse cuando necesitaba la libertad de desaparecer dentro de sus historias inventadas.
Laurel llevó el abrigo hacia el armario y deslizó los brazos dentro de las mangas. Se contempló a sí misma, girando lentamente de un lado a otro. El abrigo caía por debajo de las rodillas, con botones al frente y un cinturón en medio. Por la atención a los detalles, por la línea, era de un corte bello, a pesar de lo que pensaba de los abrigos de pieles. Laurel estaba dispuesta a apostar que alguien había pagado mucho dinero por este abrigo, cuando era nuevo. Se preguntó si fue su madre y, en ese caso, cómo se lo habría podido permitir una joven que trabajaba como doncella.
Al observar su reflejo, la asaltó un recuerdo lejano. No era la primera vez que Laurel se ponía el abrigo. Fue un día de lluvia, cuando era niña. Habían vuelto loca a su madre toda la mañana, subiendo y bajando las escaleras, y Dorothy las desterró a la buhardilla para que jugaran a disfrazarse. Las niñas Nicolson disponían de un enorme vestidor que su madre reponía con viejos sombreros, camisetas y bufandas, cosas curiosas que encontraba por ahí y que la magia infantil podía convertir en algo fascinante.
Mientras sus hermanas se vestían con los favoritos de siempre, Laurel vio una bolsa en un rincón de la buhardilla, de la que salía algo blanco y peludo. Sacó el abrigo y se lo puso al instante. Se situó ante este mismo espejo, a admirarse, sorprendida de lo majestuosa que se veía: como una pérfida pero maravillosa Reina de las Nieves.
Laurel era una niña y, por tanto, no se fijó en los claros de la piel, ni en las manchas oscuras en torno al dobladillo; pero sí reconoció el suntuoso poder inherente a semejante prenda. Pasó unas horas maravillosas ordenando a sus hermanas que entrasen en las jaulas, bajo la amenaza de soltar los lobos contra ellas si no obedecían, a lo que seguía una carcajada maléfica. Cuando su madre las llamó para que bajasen a comer, Laurel estaba tan encariñada con el abrigo y su curioso poder que ni pensó en quitárselo.
La expresión de Dorothy cuando vio a su hija mayor llegar a la cocina fue difícil de interpretar. No se mostró satisfecha, pero tampoco gritó. Fue peor que eso. Su rostro perdió el color y habló con voz temblorosa. «Quítatelo —dijo—. Quítatelo ahora mismo». Como Laurel no reaccionó, su madre se acercó enseguida y comenzó a quitarle el abrigo por los hombros, murmurando acerca del calor que hacía, del abrigo tan largo, de la escalera a la buhardilla, demasiado inclinada para llevar tal cosa. Vaya, tenía suerte de no haber tropezado y haberse matado. Se quedó mirando a Laurel entonces, el abrigo de piel entre los brazos, y su mirada fue casi una acusación, mezcla de angustia y de traición, casi miedo. Durante un momento único y terrible, Laurel pensó que su madre iba a llorar. No lo hizo; mandó a Laurel que se sentase a la mesa y desapareció, llevándose el abrigo consigo.
Laurel no volvió a verlo. Una vez preguntó por él, unos meses más tarde, cuando necesitaba un disfraz para la escuela, pero Dorothy se limitó a decir, sin mirarla a los ojos: «¿Esa cosa vieja? La tiré. No era más que comida para las ratas de la buhardilla».
Pero ahí estaba, oculto en el baúl de su madre, bajo llave durante décadas. Laurel suspiró pensativa y metió las manos en los bolsillos del abrigo. Uno de ellos tenía un agujero y sus dedos se colaron en la parte de dentro. Tocó algo; parecía la esquina de un trozo de cartón. Laurel lo agarró y lo sacó a través del orificio.
Era un trozo de cartulina blanca, limpio, rectangular, con algo impreso. La tinta estaba descolorida y Laurel tuvo que acercarse al último rayo de sol para descifrar las palabras. Era un billete de tren, comprendió, con un trayecto solo de ida desde Londres hasta la estación más cercana al pueblo de la abuela Nicolson. La fecha que figuraba en el billete era el 23 de mayo de 1941.