Londres, finales de enero de 1941
A Dolly no le cabía duda de que nunca la habían humillado tanto en toda su vida. Aunque llegase a los cien años, sabía que no olvidaría cómo la habían mirado Henry y Vivien Jenkins cuando se fue, esas expresiones burlonas que distorsionaban sus rostros bellos y espantosos. Casi habían logrado convencer a Dolly de que no era más que la criada de la vecina, de visita con un vestido viejo tomado del vestuario de su señora. Casi. Pero Dolly estaba hecha de buena madera. Como el doctor Rufus le decía siempre: «Eres una entre un millón, Dorothy, de verdad que sí».
En su último almuerzo, dos días después de lo sucedido, él se reclinó en su asiento en el Savoy y la observó tras un puro. «Dime, Dorothy —dijo—, ¿por qué crees que esa mujer, esa tal Vivien Jenkins, fue tan desdeñosa contigo?». Dolly negó con la cabeza, reflexiva, antes de decir lo que pensaba: «Creo que cuando nos vio a los dos juntos, al señor Jenkins y a mí, así, en el salón… —Dolly apartó la vista, un poco avergonzada por las miradas de Henry Jenkins—. Bueno, me había vestido con especial esmero ese día, ¿sabes?, y sospecho que Vivien no lo soportó». Él asintió, admirado, y sus ojos se estrecharon mientras se acariciaba el mentón. «Y ¿cómo te sentiste tú, Dorothy, cuando te despreció de ese modo?». Dolly pensó que iba a ponerse a llorar cuando el doctor Rufus formuló esa pregunta. No obstante, se contuvo; sonrió valerosa, clavándose las uñas en las palmas de la mano, orgullosa de su dominio de sí misma, y dijo: «Me sentí muy avergonzada, doctor Rufus, y muy, muy dolida. Creo que nunca me habían tratado tan vilmente, y menos aún alguien a quien solía considerar mi amiga. De verdad, me sentí…».
—¡Para! ¡Para ahora mismo! —En la soleada habitación del número 7 de Campden Grove, Dolly se sobresaltó cuando lady Gwendolyn soltó una pequeña patada y gritó—: Me vas a arrancar el dedo si no tienes cuidado, niña tonta.
Dolly observó con contrición el pequeño triángulo blanco donde tenía que encontrarse la uña del dedo meñique de la anciana. Había sido por estar pensando en Vivien. Dolly había empleado la lima más rápido y más fuerte de lo aconsejable.
—Lo lamento muchísimo, lady Gwendolyn —dijo—. Voy a tener más cuidado…
—Ya he tenido bastante. Tráeme mis golosinas, Dorothy. He pasado una noche nauseabunda. Malditas recetas… ¡Morcillo de ternera con lombarda guisada para cenar! No me extraña que diese vueltas y más vueltas y soñase cosas horrendas.
Dolly obedeció y esperó con paciencia mientras la anciana husmeaba en la bolsa en busca del caramelo de menta más grande.
La vergüenza no tardó en convertirse en humillación y escarnio para dar paso a la ira. Vaya, Vivien y Henry Jenkins casi la llamaron ladrona y mentirosa cuando solo pretendía devolver el precioso collar de Vivien. Era una ironía casi insoportable que Vivien (la que se escabullía a espaldas de su marido y mentía a todos los que se preocupaban por ella, rogando a los demás que no revelasen sus secretos) condenase así a Dolly, que siempre salía en su defensa cuando las otras hablaban mal de ella.
Bueno… (Dolly, el ceño fruncido, decidida, guardó la lima de uñas y limpió el tocador), eso se había acabado. Dolly tenía un plan. No había hablado con lady Gwendolyn, aún no, pero cuando la anciana supiese lo que había sucedido (que su joven amiga había sido traicionada, igual que ella), Dolly estaba segura de que recibiría su bendición. Iban a dar una gran fiesta cuando la guerra terminase, una gran mascarada con trajes, faroles y tragafuegos. Acudirían las personas más fabulosas, publicarían fotografías en The Lady y se hablaría de ello en los años venideros. Dolly podía ver a los invitados que llegaban a Campden Grove, vestidos de punta en blanco, desfilando ante el número 25, donde Vivien Jenkins miraría desde la ventana, excluida.
Mientras tanto, hacía lo posible para rehuirlos. A ciertas personas, sabía ahora Dolly, habría sido mejor no haberlas conocido. Evitar a Henry Jenkins no era difícil (Dolly apenas lo veía en el mejor de los casos) y logró mantenerse alejada de Vivien al retirarse del SVM. En realidad, había supuesto un alivio: de golpe se había librado de la señora Waddingham y podía dedicar más tiempo a mantener feliz a lady Gwendolyn. Menos mal, habida cuenta de los eventos. La otra mañana, a una hora en que normalmente habría estado trabajando en la cantina, Dolly masajeaba las piernas doloridas de lady Gwendolyn cuando sonó el timbre. La anciana giró la muñeca hacia la ventana y dijo a Dolly que echara un vistazo para ver quién había venido a molestarlas esta vez.
Al principio a Dolly le preocupó que se tratase de Jimmy (había venido ya unas cuantas veces, gracias a Dios cuando no había nadie más en casa, por lo que había evitado una escena), pero no era él. Al mirar por la ventana, cuyo cristal cruzaba la cinta contra las explosiones, Dolly vio a Vivien Jenkins, que miraba por encima del hombro, como si fuese indigno de ella llamar al número 7 y la avergonzase incluso encontrarse ante su puerta. La piel de Dolly se acaloró, pues supo al instante por qué había venido Vivien. Era justo el tipo de crueldad mezquina que Dolly esperaba de ella: iba a informar a lady Gwendolyn de los hábitos de ladronzuela de su «criada». Dolly podía imaginarse a Vivien, sentada elegantemente en el polvoriento sillón de cretona, junto a la cabecera de la anciana, las piernas cruzadas, inclinada hacia delante con aire de conspiradora, para lamentar la calidad del servicio. «Qué difícil es encontrar a alguien en quien se pueda confiar, ¿no es así, lady Gwendolyn? Vaya, nosotros también hemos sufrido contratiempos últimamente…».
Mientras Dolly observaba a Vivien, que aún lanzaba miradas a sus espaldas, de pie ante el umbral, la gran dama ladró desde la cama:
—Bueno, Dorothy, no voy a vivir para siempre. ¿Quién es?
Dolly contuvo los nervios y señaló, con un tono tan despreocupado como le fue posible, que era solo una mujer de aspecto antipático que recogía ropa para la caridad. Cuando lady Gwendolyn dio un resoplido y dijo: «¡Que no entre! No va a poner sus dedos mugrientos en mi vestidor», Dolly obedeció con gusto.
Pum. Dolly se sobresaltó. Sin darse cuenta, se había acercado a la ventana y contemplaba distraída el número 25. Pum, pum. Se dio la vuelta para ver a lady Gwendolyn con la mirada clavada en ella. Las mejillas de la anciana estaban hinchadas para dar cabida al caramelo enorme y golpeaba el suelo con el bastón para llamar la atención.
—¿Sí, lady Gwendolyn?
La anciana se pasó los brazos alrededor del cuerpo y fingió tiritar, helada.
—¿Tiene un poco de frío?
Asintió una vez, dos veces.
Dolly disimuló un suspiro con una sonrisa condescendiente (acababa de retirar las mantas porque se quejaba del calor) y se dirigió a la cabecera.
—Vamos a ver si podemos ponernos cómodas, ¿vale?
Lady Gwendolyn cerró los ojos y Dolly comenzó a extender las mantas, pero era más fácil decirlo que hacerlo. La vieja mujer se retorcía con el bastón, de modo que la cama era una maraña, y la manta estaba atrapada bajo su otra pierna. Dolly fue a toda prisa al otro lado de la cama y tiró con todas sus fuerzas para soltarla.
Más tarde, al recordar la escena, culparía al polvo de lo que sucedería a continuación. En ese momento, sin embargo, estaba demasiado ocupada empujando y dando tirones para notarlo. Por fin, la manta quedó libre y Dolly la sacudió, tras lo cual la subió hasta arriba para cubrir la barbilla de la mujer. Mientras recogía el dobladillo, Dolly estornudó con un ímpetu inusualmente llamativo. ¡Aaa-chúúúús!
La sacudida estremeció a lady Gwendolyn, que abrió los ojos de par en par.
Dolly pidió disculpas, frotándose la nariz, cosquilleante. Parpadeó para aclararse la vista y, entre brumas, vio que la gran dama agitaba los brazos; sus manos aleteaban como un par de pajarillos atemorizados.
—¿Lady Gwendolyn? —dijo, acercándose. La cara de la anciana estaba roja como una remolacha—. Lady Gwendolyn, querida, ¿qué ocurre?
De la garganta de lady Gwendolyn surgió un ruido áspero y la piel se oscureció como una berenjena. Se señalaba la garganta con aspavientos desmedidos. Algo le impedía hablar…
El caramelo de menta, comprendió Dolly con angustia; se había atravesado en la garganta de la anciana como un tapón. Dolly no supo qué hacer. Estaba desesperada. Sin pensar, metió los dedos en la boca de lady Gwendolyn, en un intento de extraer el dulce.
No lo consiguió.
Dolly sufrió un ataque de pánico. Tal vez si le diese unas palmaditas en la espalda o le apretase la tripa…
Intentó ambas cosas, el corazón desbocado, los latidos retumbando en los oídos. Trató de levantar a lady Gwendolyn, pero era tan pesada, el camisón de seda tan resbaladizo…
—Todo va bien —se oyó decir Dolly a sí misma mientras forcejeaba para no soltarla—. Todo va a salir bien.
Lo dijo una y otra vez, apretando con todas sus fuerzas, mientras lady Gwendolyn bregaba y se retorcía en sus brazos.
—Todo va bien, todo va a salir bien, todo va bien.
Hasta que al fin Dolly se quedó sin aliento y dejó de hablar, momento en el que reparó en que la anciana se había vuelto más pesada, que ya no agonizaba ni boqueaba en busca de aire, que reinaba una calma muy poco natural.
Todo quedó en silencio en el majestuoso dormitorio, salvo por la respiración de Dolly y el inquietante chirrido de la cama que salió de debajo de su señora muerta, y dejó que el cuerpo aún cálido se sumiese en su postura habitual.
Cuando llegó el médico, se situó al borde de la cama y decretó que se trataba de «un caso claro de extinción natural». Miró a Dolly, quien sostenía la fría mano de lady Gwendolyn y se limpiaba los ojos con un pañuelo, y añadió:
—Siempre había padecido de una debilidad del corazón. Tuvo escarlatina de niña.
Dolly contempló la cara de lady Gwendolyn, más severa aún tras la muerte, y asintió. No había mencionado ni el caramelo ni el estornudo; no le pareció necesario. Las cosas no cambiarían, ya no, y habría parecido una necia balbuceando sobre caramelos y polvo. De todos modos, el dulce ya se había disuelto antes de que el médico se abriese camino entre los escombros de los últimos bombardeos.
—Vamos, vamos, chiquilla —dijo el doctor, que dio unas palmaditas en la mano de Dolly—. Sé que le tenía cariño. Y ella a usted, debo decir. —Y se caló el sombrero, cogió el maletín y dijo que dejaría el nombre de la funeraria preferida de la familia Caldicott en la mesa de abajo.
La lectura del testamento de lady Gwendolyn tuvo lugar en la biblioteca del número 7 de Campden Grove el 29 de enero de 1941. En sentido estricto, no había necesidad alguna de una lectura pública; el señor Pemberly habría preferido una discreta carta a los herederos (el abogado sufría de un terrible miedo escénico), pero lady Gwendolyn, con su instinto para el drama, había insistido. No sorprendió a Dolly, quien, como una de los beneficiarios, recibió la invitación de asistir a la lectura. El odio de la anciana contra su único sobrino no era ningún secreto, y qué mejor manera de castigarlo desde la tumba que despojarlo de la herencia y obligarlo a asistir a la humillación pública de ver el legado en manos de otra persona.
Dolly se vistió con esmero, tal como habría querido lady Gwendolyn, deseosa de interpretar el papel de digna heredera, pero sin aparente esfuerzo.
Estaba nerviosa mientras esperaba a que el señor Pemberly comenzase. El pobre hombre tartamudeaba y balbuceaba durante los artículos preliminares, la marca de nacimiento más roja que nunca al recordar a los presentes (Dolly y lord Wolsey) que los deseos de su cliente, ratificados por él mismo, abogado titulado e imparcial, eran definitivos e inapelables. El sobrino de lady Gwendolyn era un bulldog enorme y Dolly deseó que estuviese escuchando con atención esas pomposas advertencias. Por lo que se imaginaba, no iba a estar demasiado feliz cuando cayese en la cuenta de lo que había hecho su tía.
Dolly tenía razón. Lord Peregrine Wolsey estaba a punto de sufrir una apoplejía cuando se terminó de leer el testamento. En el mejor de los casos, era un caballero impaciente y, mucho antes de que el señor Pemberly acabase el preámbulo, ya le salía humo de las orejas. Dolly lo oía rezongar y resoplar ante cada frase que no empezaba: «A mi sobrino, Peregrine Wolsey, lego…». Al final, sin embargo, el abogado respiró hondo, sacó un pañuelo para secarse la frente y pasó a administrar la generosidad de su cliente.
—«Yo, Gwendolyn Caldicott, que por el presente revoco todos los testamentos previos por mí realizados, lego a la esposa de mi sobrino, Peregrine Wolsey, la mayor parte de mi vestuario, y a mi sobrino, el contenido del vestidor de mi difunto padre».
—¿Qué? —rugió tan de repente que escupió el puro—. ¿Qué diablos significa esto?
—Por favor, señor Wolsey —se trastabilló el señor Pemberly, cuya marca se oscureció hasta un púrpura furioso—, le ruego, po-po-por favor, que guarde silencio un mo-mo-momento más mientras a-a-acabo.
—Le voy a demandar, gusano mugriento. Sé que era usted, cuchicheando al oído de mi tía…
—Señor Wolsey, po-po-por favor, se lo ruego.
El señor Pemberly continuó con la lectura, alentado por un gesto amable de Dolly:
—«Lego el resto de mis bienes y patrimonio, incluyendo la casa del número 7 de Campden Grove, en Londres, con la excepción de los pocos artículos mencionados en lo sucesivo, al albergue de animales Kensington». —El hombre alzó la vista—. Le ha sido imposible al representante de dicho albergue asistir hoy… —Más o menos en ese momento, Dolly dejó de oír nada salvo el ruido ensordecedor de las campanas de la traición.
Lady Gwendolyn, por supuesto, había dejado una disposición para «mi joven acompañante, Dorothy Smitham», pero Dolly estaba demasiado conmocionada para escuchar. Solo más tarde, en la intimidad de su propio dormitorio, al estudiar la carta que el señor Pemberly había dejado en sus manos temblorosas mientras sorteaba las amenazas de lord Wolsey, comprendió que su herencia constaba de una pequeña selección de abrigos del vestidor. Dolly reconoció los artículos mencionados al instante. Con la excepción de un abrigo de piel blanco más bien ajado, los había donado todos en las sombrereras que regalaba con alegría al dispositivo del SVM organizado por Vivien Jenkins.
Dolly estaba lívida de rabia. Le hervía la sangre. Después de todo lo que había hecho por esa anciana, las numerosas indignidades que hubo de soportar (esas uñas de los pies, esas orejas que debía limpiar), las raciones diarias de veneno que había aguantado. No lo había sufrido con gusto (ni Dolly trataría de negarlo), pero lo había sufrido de todos modos, y al final para nada. Lo había dado todo por lady Gwendolyn; creyó que era como de la familia; le habían hecho creer que una gran herencia le aguardaba, el señor Pemberly más recientemente, pero también lady Gwendolyn en persona. Dolly no lograba entender qué habría motivado ese cambio de opinión.
A menos que… La respuesta cayó como un hacha, rápida y fatídica. Las manos de Dolly comenzaron a temblar y la carta del abogado rodó por el suelo. Por supuesto, todo encajaba a la perfección. Vivien Jenkins, esa mujer rencorosa, había visitado a lady Gwendolyn después de todo; era la única explicación posible. Debió de sentarse junto a la ventana, a la espera de una ocasión propicia, una de esas raras ocasiones de las últimas semanas en que a Dolly no le quedó más remedio que salir de la casa para hacer un recado. Vivien había esperado y luego se lanzó sobre su presa; se sentó junto a lady Gwendolyn, llenando la cabeza de la anciana de mentiras sórdidas acerca de Dolly, quien no había hecho nada salvo velar por los intereses de la gran dama.
El primer acto del albergue de animales Kensington como propietario del número 7 de Campden Grove fue ponerse en contacto con el Ministerio de Guerra y solicitar que se buscase otro alojamiento para las oficinistas. La vivienda se iba a convertir de inmediato en una clínica veterinaria y centro de rescate. La medida no preocupó a Kitty y Louisa, las cuales se casaron con sendos pilotos a principios de febrero, con escasos días de diferencia; las otras dos chicas pasaron tan desapercibidas en la muerte como en la vida, pues el 30 de enero las alcanzó una bomba mientras iban juntas del brazo a un baile en Lambeth.
De modo que solo quedaba Dolly. No era fácil encontrar alojamiento en Londres, no para alguien acostumbrado a lo mejor de la vida, y Dolly miró tres miserables tugurios antes de regresar a la pensión de Notting Hill en la que había vivido dos años atrás, en sus días de tendera, cuando Campden Grove era apenas un nombre en un plano y no el origen de los mayores sueños y decepciones de su vida. La señora White, la viuda propietaria del 24 de Rillington Place, estaba encantada de ver a Dolly de nuevo (aunque «ver» era una descripción demasiado optimista: sin sus gafas, la viejecita estaba ciega como un murciélago), más encantada aún de informarla de que su antigua habitación estaba disponible…, en cuanto pagara la señal y le entregara su libreta de racionamiento, por supuesto.
No era de extrañar que la habitación aún estuviese libre. Ni siquiera en el Londres de los tiempos de la guerra, pensó Dolly, habría personas tan desesperadas como para pagar un buen dinero por dormir entre estas paredes. Era más una improvisación, en realidad, que un cuarto: lo que quedaba cuando la habitación de una casa era dividida en dos mitades desiguales. La ventana correspondió a la otra parte, lo cual dejó un área diminuta y lúgubre, muy similar a un armario, del lado de la pared de Dolly. Había espacio para una cama estrecha, una mesilla, un pequeño lavabo y poco más. No obstante, sin apenas luz ni ventilación, el precio era bajo y Dolly no necesitaba mucho espacio: todo lo que poseía cabía en la maleta con la que salió de la casa de sus padres tres años antes.
Una de las primeras cosas que hizo al llegar fue colocar sus dos libros, La musa rebelde y el Libro de Ideas de Dorothy Smitham, en el único estante, encima del lavabo. Una parte de ella no quería ni volver a ver el libro de Jenkins, pero tenía tan pocos bienes y a Dolly le gustaban tanto los objetos especiales que no logró prescindir de él. Al menos, no todavía. En cambio, dio la vuelta al libro, de modo que el lomo quedase contra la pared. Aun así, el estante ofrecía un aspecto tristón, de modo que Dolly añadió la cámara Leica que Jimmy le había regalado en un cumpleaños. La fotografía no llegó a despertar su interés (exigía demasiada inmovilidad y paciencia), pero la habitación era tan inhóspita y desolada que habría alardeado con orgullo del inodoro, de haberlo tenido. Al fin, tomó el abrigo de piel que había heredado y lo colgó de una percha que dejó en el gancho de la puerta: así lo veía bien desde cualquier lado del exiguo cuarto. Ese viejo abrigo blanco se había convertido en un emblema de todos los sueños de Dolly que habían acabado hechos jirones. Lo contemplaba, se soliviantaba y descargaba toda la furia que sentía contra Vivien Jenkins en esas pieles ajadas.
Dolly encontró trabajo en una fábrica de municiones cercana, pues la señora White no habría dudado en echarla a la calle en caso de no pagar el importe semanal, y porque era ese el tipo de trabajo que se podía hacer sin prestarle la menor atención. Con lo cual, la mente de Dolly podía regodearse en las afrentas sufridas. Llegaba a casa por la noche, se forzaba a engullir el estofado de ternera de la señora White, tras lo cual dejaba al resto de las jóvenes, que se reían juntas de sus novios y gritaban a lord Haw-Haw cuando aparecía en la radio, y se dirigía a su angosto lecho, donde fumaba el último paquete de cigarrillos y pensaba en todo lo que había perdido: la familia, lady Gwendolyn, Jimmy… Evocaba, también, cómo Vivien había dicho: «No conozco a esta mujer» (sus recuerdos siempre volvían a esas palabras) y veía a Henry Jenkins señalando la puerta, y sentía de nuevo olas de calor y frío a lo largo del cuerpo.
Y así era un día tras otro, hasta que una noche, a mediados de febrero, ocurrió algo diferente. La mayor parte del día fue como los otros: Dolly trabajó dos turnos en la fábrica y se detuvo a comprar la cena en un restaurante cercano, por la sencilla razón de que no aguantaba los estofados infames de la señora White. Se quedó ahí sentada, en un rincón, hasta la hora del cierre, observando a los otros comensales tras el humo del cigarrillo, en especial a las parejas y sus besos robados sobre los manteles, que reían como si el mundo fuera un buen lugar. Dolly apenas recordaba sentirse así, rebosante de alegría, felicidad y esperanza.
De regreso a la pensión, atajando por un estrecho callejón mientras los bombarderos sonaban en la distancia, Dolly se tropezó en pleno apagón (se había dejado la linterna en Campden Grove cuando hubo de marcharse, por culpa de Vivien) y cayó en el boquete de una explosión. Dolly se torció el tobillo y la rodilla manchó de sangre la nueva carrera de sus mejores medias, pero fue su orgullo lo que se llevó el peor golpe. Tuvo que recorrer el camino de regreso a la pensión de la señora White (Dolly se negaba a llamarlo hogar: no era su casa, pues su casa le había sido arrebatada… por culpa de Vivien) cojeando, sumida en el frío y la oscuridad, y, cuando al fin llegó a la puerta, ya estaba cerrada a cal y canto. El toque de queda era algo que la señora White se tomaba a rajatabla; no por Hitler (si bien albergaba el temor de que el 24 de Rillington Place figurase entre sus principales objetivos), sino para dar ejemplo a los inquilinos más bohemios. Dolly apretó los puños y cojeó hacia el callejón lateral. Sentía un dolor punzante en la rodilla e hizo una mueca de dolor al trepar por la pared, sirviéndose del viejo cerrojo de hierro para apoyarse. Durante el apagón la oscuridad era más intensa de lo habitual y aquella noche no había luna, pero, de alguna manera, consiguió encaramarse en lo alto de la montaña de escombros del jardín de atrás para llegar a la ventana del pestillo roto. Tan silenciosamente como le fue posible, Dolly presionó con el hombro hasta que el cerrojo cedió y pudo entrar.
El vestíbulo apestaba a aceite rancio y frituras de carne barata, y Dolly contuvo el aliento al subir las escaleras mugrientas. Cuando llegó a la primera planta, notó una fina franja de luz bajo la puerta de la señora White. Nadie sabía con certeza qué ocurría detrás de esa puerta, salvo que era rara la noche que la luz de la señora White se apagaba antes de que entrara la última chica. Por lo que Dolly imaginaba, quizás se comunicara con los muertos o enviara mensajes cifrados por radio a los alemanes, y francamente no le importaba. Mientras la mantuviese ocupada en tanto que los inquilinos más tunantes volvían a hurtadillas, todo el mundo estaba contento. Dolly continuó a lo largo del pasillo, con especial cuidado de evitar los tablones más ruidosos, abrió la puerta de la habitación y se encerró en el interior, a salvo.
Solo entonces, con la espalda apoyada contra la puerta, Dolly se entregó al fin al dolor punzante que se había acumulado dentro del pecho durante toda la noche. Sin ni siquiera soltar el bolso en el suelo, comenzó a llorar como una niña, lágrimas ardientes de vergüenza, dolor e ira. Se miró la ropa andrajosa, la rodilla herida, la sangre mezclada con arena por todas partes; intentó contener las lágrimas para observar la habitación espantosa, diminuta y parca, la colcha con agujeros, el lavabo con manchas marrones alrededor del desagüe; y comprendió, con una certeza aplastante, que no había nada en su vida que fuese bueno, bello o verdadero. Sabía, además, que todo era culpa de Vivien Jenkins…, todo: la pérdida de Jimmy, la indigencia de Dolly, el trabajo tedioso en la fábrica. Incluso el percance de esta noche (la rodilla desgarrada y las medias rotas, llegar a la pensión cuando ya estaba cerrada, sufrir la humillación de entrar a hurtadillas en un lugar donde pagaba un dineral) no habría sucedido si Dolly no se hubiese fijado en Vivien, si no se hubiese ofrecido a devolver ese collar, si no hubiese tratado de ser una buena amiga de esa mujer indigna.
La mirada llorosa de Dolly se posó en el estante que contenía su Libro de Ideas. Vio el lomo del libro doblado hacia dentro y en su interior el dolor aumentó hasta estallar. Dolly se abalanzó sobre el libro. Se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas, y los dedos pasaron frenéticos las páginas hasta llegar a la parte donde había recogido y pegado, con tanto cariño, las fotografías de sociedad de Vivien Jenkins. Eran fotografías que miraba absorta antaño, que memorizó y le sirvieron de modelo en cada detalle. No podía creer lo estúpida que había sido, cómo se había engañado.
Con todas sus fuerzas, Dolly arrancó esas páginas del libro. Las rasgó como una gata salvaje, redujo la imagen de esa mujer a los jirones más diminutos; canalizó toda su rabia en esa tarea. Esa Vivien Jenkins que miraba a la cámara con discreción (ras), sin ofrecer nunca una sonrisa plena (ras), a ver cómo se sentía cuando la trataban como a un trozo de basura (ras).
Dolly estaba lista para continuar con el destrozo (con mucho gusto lo habría hecho toda la noche) cuando algo le llamó la atención. Se quedó de piedra y miró más de cerca el trozo que tenía entre manos, con la respiración entrecortada… Sí, ahí estaba.
En una de las fotografías, el medallón se había salido del interior de la blusa de Vivien y era claramente visible, sobre el volante de seda. Dolly tocó ese lugar con un dedo y dio un grito helado al experimentar el dolor del día que devolvió el medallón.
Tras dejar ese fragmento en el suelo, junto a ella, Dolly apoyó la cabeza contra el colchón y cerró los ojos.
La cabeza le daba vueltas. La rodilla le dolía. Estaba exhausta.
Sin abrir los ojos, sacó el paquete de cigarrillos y encendió uno, que fumó abatida.
La herida aún estaba fresca. Dolly recreó de nuevo la escena entera: Henry Jenkins, que abre la puerta de modo imprevisto, las preguntas que le hizo, su sospecha evidente acerca del paradero de su esposa.
¿Qué habría ocurrido, se preguntó, si hubiesen dispuesto de un poco más de tiempo juntos? Ese día tuvo en la punta de la lengua corregirlo, explicarle cómo eran los turnos en la cantina. ¿Y si lo hubiese hecho? Podría haber dicho: «No, señor Jenkins, me temo que eso no es posible. No sé qué le dirá, pero Vivien no aparece por la cantina más de, eh…, una vez por semana».
Pero Dolly no dijo ni una palabra al respecto. Había desaprovechado su única oportunidad de decir a Henry Jenkins que no eran imaginaciones suyas, que su esposa se dedicaba a otros asuntos más de lo que le habría gustado. Había desaprovechado su única oportunidad de sumir a Vivien Jenkins en medio de un estupendo embrollo. Ya no era posible decírselo ahora. Henry Jenkins ni se dignaría a mirar a Dolly dos veces, no ahora que, gracias a Vivien, la consideraba una criada ladronzuela, no ahora que vivía en semejante precariedad y, ciertamente, no sin prueba alguna.
Era una situación desesperada… Dolly expulsó una larga y triste columna de humo. A menos que viese a Vivien abrazada a un hombre, a menos que lograse una fotografía de la pareja, una imagen que confirmase los miedos de Henry, era inútil. Y Dolly no tenía tiempo para esconderse en callejones oscuros, explorar hospitales desconocidos y encontrarse, casi de milagro, en el sitio justo, en el momento adecuado. Quizá, si supiese dónde y cuándo Vivien se vería con su doctor…, pero ¿qué posibilidades tenía?
Dolly dio un grito ahogado y se incorporó como un resorte. Era tan simple que podría haberse reído. Y se rio. Todo este tiempo mortificada por la injusticia, deseando poder arreglarlo todo, y siempre había tenido la oportunidad perfecta justo delante de las narices.