15

Suffolk, 2011

Más tarde, Laurel se preguntaría cómo era posible que hubiese tardado tanto en buscar el nombre de su madre en Google. Sin embargo, por lo que sabía de Dorothy Nicolson, era imposible sospechar ni por un segundo que apareciese en internet.

No esperó a llegar a la casa de Greenacres. Se sentó en el coche, que se hallaba aparcado junto al hospital, sacó el teléfono y tecleó «Dorothy Smitham» en la ventana de búsqueda. Lo hizo demasiado rápido, por supuesto, lo escribió mal y hubo de comenzar de nuevo. Tras armarse de valor ante lo que pudiese encontrar, pulsó la tecla. Había 127 resultados. Una página estadounidense sobre genealogía, una Thelma Dorothy Smitham que buscaba amigos en Facebook, una entrada de las páginas amarillas de Australia y, a mitad de página, una mención en el archivo sobre la guerra de la BBC, con el subtítulo Una telefonista de Londres recuerda la Segunda Guerra Mundial. El dedo de Laurel tembló al seleccionar esa opción.

La página contenía los recuerdos de la guerra de una mujer llamada Katherine Frances Barker, quien había trabajado como telefonista para el Ministerio de Guerra en Westminster durante los bombardeos. Según una nota en la cabecera del texto, fue Susanna Barker quien lo había enviado en nombre de su madre. En la parte superior aparecía la fotografía de una anciana vivaz que posaba con cierta coquetería en un sofá con reposacabezas de ganchillo. El pie de foto decía:

Katherine Kitty Barker, descansando en casa. Cuando estalló la guerra, Kitty se mudó a Londres, donde trabajó como telefonista. Kitty se hubiera alistado en la Marina Real, pero las comunicaciones se consideraban un servicio esencial y no se lo permitieron.

El artículo era bastante largo y Laurel lo leyó por encima en busca del nombre de su madre. Lo encontró unos párrafos más abajo.

Yo crecí en Midlands y no tenía familia en Londres, pero durante la guerra había servicios para encontrar alojamiento a los trabajadores de la guerra. Comparada con otras, yo tuve suerte, pues me enviaron a la casa de una mujer de cierta importancia. La casa estaba en el número 7 de Campden Grove, en Kensington, y, aunque tal vez no lo crea, el tiempo que pasé ahí durante la guerra fue muy feliz. Había otras tres oficinistas, y un par de mujeres del personal de lady Gwendolyn Caldicott que se habían quedado cuando estalló la guerra, una cocinera y una muchacha llamada Dorothy Smitham, que era una especie de señorita de compañía de la señora de la casa. Nos hicimos amigas, Dorothy y yo, pero perdimos el contacto cuando me casé con mi marido, Tom, en 1941. Las amistades se forjaban enseguida durante la guerra (supongo que eso no es sorprendente) y con frecuencia me pregunto qué fue de mis amigos de entonces. Espero que sobrevivieran.

Laurel se sentía extasiada. Era increíble el efecto de ver el nombre de su madre, su nombre de soltera, por escrito. Especialmente en un documento como este, que hacía referencia al periodo y al lugar que más despertaban su curiosidad.

Leyó el párrafo de nuevo y su entusiasmo no decayó. Dorothy Smitham había sido real. Trabajó para una mujer llamada lady Gwendolyn Caldicott y vivió en el número 7 de Campden Grove (la misma calle de Vivien y Henry Jenkins, observó Laurel con un estremecimiento), y había tenido una amiga llamada Kitty. Laurel buscó la fecha de la publicación del artículo: el 25 de octubre de 2008… Una amiga que muy posiblemente aún vivía y estaría dispuesta a hablar con Laurel. Cada descubrimiento era una estrella más en el cielo enorme y oscuro que formaba el dibujo que llevaría a Laurel a casa.

Susanna Barker invitó a Laurel a visitarla por la tarde. Encontrarla resultó tan sencillo que Laurel, que nunca había creído en los golpes de suerte, sintió una razonable desconfianza. Bastó teclear los nombres de Katherine Barker y Susanna Barker en la página del directorio de Numberway y, a continuación, marcó los números resultantes. Dio en el clavo a la tercera. «Mi madre juega al golf los jueves y charla con los estudiantes de la escuela primaria del barrio los viernes —dijo Susanna—. Pero hoy tiene un hueco en su agenda a las cuatro». Laurel aceptó la sugerencia con mucho gusto, y ahora seguía las minuciosas instrucciones de Susanna a lo largo de unos campos verdes empapados a las afueras de Cambridge.

Una mujer gordita y jovial, con una mata de pelo cobrizo encrespado por la lluvia, la esperaba junto a la puerta principal. Llevaba una alegre rebeca amarilla sobre un vestido pardo y empuñaba un paraguas con ambas manos con una actitud de educada ansiedad. A veces, pensaba la actriz que Laurel llevaba dentro («Oídos, ojos y corazón, todos al unísono»), era posible saberlo todo acerca de una persona gracias a un solo gesto. La mujer del paraguas era nerviosa, digna de confianza y agradecida.

—Vaya, hola —dijo con voz cantarina cuando Laurel se acercó al cruzar la calle. Su sonrisa dejó al descubierto unas enormes encías resplandecientes—. Soy Susanna Barker y es un placer enorme conocerla.

—Laurel. Laurel Nicolson.

—Cómo no, ya sé quién es. Venga, venga, por favor. Qué horror de tiempo, ¿verdad? Mi madre dice que es porque maté una araña en casa. Qué tonta soy, ya debería haber aprendido. Siempre llueve por eso, ¿no es cierto?

Kitty Barker era más lista que el hambre y aguda como la espada de un pirata.

—La hija de Dolly Smitham —dijo, dando un golpecito en la mesa con sus puños diminutos—. Qué maravillosa sorpresa. —Cuando Laurel intentó presentarse, explicar cómo había hallado el nombre de Kitty en internet, la frágil mano se agitó con impaciencia y su dueña bramó—: Sí, sí, mi hija ya me lo ha dicho… Se lo contaste por teléfono.

Laurel, quien había sido acusada de ser brusca más de una vez, concluyó que el tono eficiente de la mujer era refrescante. Supuso que, a los noventa y dos años, ya no se tenían pelos en la lengua ni se perdía el tiempo con nimiedades. Sonrió y dijo:

—Señora Barker, mi madre nunca habló mucho acerca de la guerra cuando era niña… Imagino que deseaba olvidarlo todo, pero ahora está enferma y es importante para mí averiguar todo lo posible acerca de su pasado. Pensé que tal vez usted podría hablarme un poco de Londres durante la guerra, en particular acerca de la vida de mi madre por aquel entonces.

Kitty Barker estaba más que dispuesta a cumplir su deseo. En otras palabras: se lanzó con presteza a satisfacer la primera parte del ruego de Laurel con una conferencia sobre la guerra, mientras su hija servía té y pastas.

Laurel prestó toda su atención durante un rato, pero comenzó a distraerse cuando resultó evidente que a Dorothy Smitham solo le correspondía un papel muy secundario en esa historia. Observó los recuerdos de la guerra que se alineaban en la pared del salón, carteles que imploraban a la gente que no derrochase al ir de compras y no olvidase las legumbres.

Kitty seguía describiendo los accidentes que se podían sufrir durante el apagón y, mientras Laurel contemplaba el avance de la aguja del reloj, que marcaba la media hora, su atención se desvió hacia Susanna Barker, que observaba a su madre embelesada y movía los labios para repetir cada palabra en silencio. La hija de Kitty ya había oído estas anécdotas muchísimas veces, intuyó Laurel, y de repente comprendió a la perfección la mecánica: los nervios de Susanna, su deseo de complacer, la reverencia con que hablaba de su madre. Kitty era lo opuesto a su madre: había creado de los años de la guerra una mitología de la cual su hija nunca podría escapar.

Tal vez todos los niños cayesen presos, de un modo u otro, del pasado de sus padres. Al fin y al cabo, ¿a qué podría aspirar la pobre Susanna en comparación con las historias de heroísmo y sacrificio de su madre? Por primera vez, Laurel agradeció a sus padres haber evitado a sus hijos una carga tan insufrible. (Por el contrario, Laurel era presa de una historia de su madre que no existía. Era imposible no apreciar la ironía).

Algo dichoso ocurrió entonces: mientras Laurel perdía la esperanza de averiguar nada importante, Kitty hizo un alto en su relato para regañar a Susanna por haber tardado demasiado tiempo en servir el té. Laurel aprovechó la oportunidad para centrar la conversación de nuevo en Dorothy Smitham.

—Qué tremenda historia, señora Barker —dijo, recurriendo a su tono más señorial—. Fascinante… Qué dechado de valor. Pero ¿qué hay de mi madre? ¿Me podría hablar un poco de ella?

Evidentemente, las interrupciones no formaban parte del ritual, y un silencio anonadado planeó sobre la reunión. Kitty inclinó la cabeza como si tratara de adivinar el motivo de tal descaro, mientras Susanna, con sumo cuidado, evitó la mirada de Laurel mientras servía temblorosa el té.

Laurel se negó a hacerse la tímida. Esa pequeña niña que llevaba dentro disfrutó al interrumpir el monólogo de Kitty. Le caía bien Susanna, cuya madre era una prepotente; a Laurel le habían enseñado a hacer frente a ese tipo de personas. Prosiguió de buen humor:

—¿Ayudaba mi madre en la casa?

—Dolly hacía su parte —admitió Kitty a regañadientes—. En la casa todas hacíamos turnos para sentarnos en la azotea con un cubo de arena y una bomba de mano.

—¿Y hacía vida social?

—Se lo pasó bien, como todas nosotras. Estábamos en guerra. Una tenía que disfrutar donde pudiese.

Susanna le ofreció una bandeja con leche y azúcar, pero Laurel la rechazó con un gesto.

—Supongo que dos jóvenes bonitas como ustedes tendrían un montón de pretendientes.

—Por supuesto.

—¿Sabe si hubo alguien especial para mi madre?

—Había un tipo —dijo Kitty, que tomó un sorbo de té negro—. Por más que lo intento, no logro recordar su nombre. —Laurel tuvo una idea: se le ocurrió de repente. El jueves pasado, durante la fiesta de cumpleaños, la enfermera dijo que su madre había preguntado por alguien, extrañada por no haber recibido su visita. En ese momento, Laurel supuso que la enfermera había oído mal, que preguntaba por Gerry; ahora, sin embargo, tras haber visto cómo su madre vagaba entre el presente y el pasado, Laurel supo que se había equivocado.

—Jimmy —dijo—. ¿Se llamaba Jimmy?

—¡Sí! —dijo Kitty—. Sí, eso es. Ahora lo recuerdo, solía bromear con ella y decirle que tenía su propio Jimmy Stewart. No es que yo lo conociese, ojo; solo me figuraba su aspecto por lo que me había dicho.

—¿No llegó a conocerlo? —Era extraño. Dorothy y Kitty habían sido amigas, habían vivido juntas, eran jóvenes… ¿Presentarse a los novios no era parte de las reglas del juego?

—Ni siquiera una vez. Era muy particular respecto a eso. Él era piloto y estaba demasiado ocupado para hacer visitas. —La boca de Kitty se frunció de forma taimada—. O eso decía ella, al menos.

—¿Qué quiere decir?

—Solo que mi Tom era piloto y él, sin duda, tenía tiempo para visitarme, ya sabe a qué me refiero. —Rio diabólicamente y Laurel sonrió para mostrar que sí, que la comprendía a la perfección.

—¿Cree que mi madre tal vez mintió? —insistió.

—Mentir exactamente, no, pero adornar la verdad… Con Dolly siempre era difícil saberlo. Tenía una gran imaginación.

Laurel lo sabía muy bien. Aun así, le parecía extraño que mantuviese en la sombra al hombre a quien amaba. Los jóvenes enamorados solían querer gritarlo al viento desde los tejados y su madre nunca había sido dada a ocultar sus emociones.

A menos que, por algún motivo, la identidad de Jimmy debiese permanecer en secreto. Estaban en guerra… Tal vez fuera un espía. Sin duda, eso explicaría la reserva de Dorothy, la imposibilidad de casarse con el hombre al que amaba, su propia huida. Relacionar a Henry y Vivien Jenkins en ese caso iba a ser un poco más problemático, a menos que Henry hubiese descubierto que Jimmy representaba una amenaza para la seguridad nacional.

—Dolly nunca trajo a Jimmy a casa porque la vieja señora, la dueña de la casa, no veía con buenos ojos que recibiéramos visitas de hombres —dijo Kitty, que pinchó con una aguja el globo de la grandiosa teoría de Laurel—. La vieja lady Gwendolyn tenía una hermana… De jóvenes eran como uña y carne; vivían en la casa de Campden Grove y siempre iban juntas a todas partes. Todo se echó a perder cuando la más joven se enamoró y se casó. Se mudó a otro lugar con su marido y su hermana nunca la perdonó. Se encerró en su dormitorio durante décadas y se negó a ver a nadie. Odiaba a la gente, aunque evidentemente no a la madre de usted. Estaban muy unidas; Dolly fue leal a la vieja y respetó esa regla. No tenía problemas en romper casi todas las demás, ojo (nadie como ella para obtener nailon y pintalabios en el mercado negro), pero respetó esa como si su vida dependiese de ello.

Algo en la forma de expresar ese último comentario dio que pensar a Laurel.

—¿Sabe usted? Ahora que lo pienso, creo que eso fue el comienzo de todo. —Kitty frunció el ceño debido al esfuerzo de escudriñar el túnel de los viejos recuerdos.

—¿El comienzo de qué? —dijo Laurel, con un hormigueo expectante en las manos.

—Su madre cambió. Dolly era divertidísima cuando llegamos a Campden Grove, pero luego se volvió muy rara queriendo hacer feliz a la vieja.

—Bueno, lady Gwendolyn era quien pagaba. Supongo que…

—Había algo más. Comenzó a decir sin parar que la vieja la consideraba de la familia. Empezó a actuar como una niña rica, además, y nos trataba como si no fuéramos lo bastante buenas para ella… Hasta hizo nuevos amigos.

—Vivien —dijo Laurel, de repente—. Se refiere a Vivien Jenkins.

—Ya veo que su madre sí le ha hablado de ella —dijo Kitty, con un movimiento mordaz de los labios—. Se olvidó del resto de nosotras, cómo no, pero no de Vivien Jenkins. No me sorprende, por supuesto, no me sorprende en absoluto. Era la esposa de un escritor, sí, y vivía al otro lado de la calle. Bien presumida, guapa, claro, eso no se podía negar, pero fría. No se dignaba a pararse y hablar con una en la calle. Una terrible influencia para Dolly…, pensaba que Vivien era el no va más.

—¿Se veían a menudo?

Kitty cogió un bollito y echó una cucharada de mermelada reluciente encima.

—¿Cómo iba a saber yo esos detalles? —preguntó con aspereza, untando la mermelada roja—. A mí nunca me invitaron a ir con ellas y Dolly ya había dejado de contarme sus secretos por entonces. Supongo que por eso no supe que algo iba mal hasta que fue demasiado tarde.

—¿Demasiado tarde para qué? ¿Qué iba mal?

Kitty echó una porción de nata en el bollito y observó a Laurel.

—Algo pasó entre ellas, entre su madre y Vivien, algo malo. A principios de 1941; lo recuerdo porque acababa de conocer a mi Tom… Quizás por eso no me molestó tanto. Dolly siempre tenía un humor de perros: despotricaba todo el tiempo, se negaba a salir con nosotras, evitaba a Jimmy. Como si fuese una persona diferente, sí… Ni siquiera iba a la cantina.

—¿La cantina del SVM?

Kitty asintió, preparada para dar un delicado mordisco al bollito.

—Le encantaba trabajar ahí, siempre se escabullía para hacer un turno a escondidas… Qué valiente su madre, nunca tuvo miedo de las bombas… Pero de repente dejó de ir. Y no volvía ni por todo el té de China.

—¿Por qué no?

—No lo dijo, pero sé que tuvo que ver con esa, con la que vivía al otro lado de la calle. Las vi juntas el día que discutieron, ¿sabe?; yo volvía del trabajo, un poco antes de lo normal debido a una bomba sin estallar que apareció cerca de mi oficina, y vi a su madre saliendo de la casa de los Jenkins. ¡Vaya! ¡Qué mirada tenía! —Kitty negaba con la cabeza—. Ni bombas ni nada… Por su mirada, pensé que era Dolly quien estaba a punto de estallar.

Laurel tomó un sorbo de té. Se le ocurría una situación en la que una mujer dejaría de ver tanto a su amiga como a su novio al mismo tiempo. ¿Jimmy y Vivien habían tenido una aventura? ¿Por eso su madre había roto el compromiso y había huido para comenzar una nueva vida? Sin duda, explicaría el enojo de Henry Jenkins, aunque no con Dorothy; y tampoco concordaba con los recientes lamentos de su madre por el pasado. No había nada que lamentar por haber comenzado de nuevo: era un acto de valentía.

—¿Qué cree que pasó? —apremió con delicadeza, posando la taza en la mesa.

Kitty alzó esos hombros huesudos, pero había algo taimado en el gesto.

—Dolly nunca le dijo nada al respecto, ¿verdad? —Su expresión de sorpresa disimulaba un placer profundo. Suspiró teatralmente—. Bueno, supongo que siempre le gustó guardar secretos. No todas las madres e hijas están tan unidas, ¿verdad?

Susanna resplandeció; su madre dio un bocado al bollito.

Laurel tenía la poderosa sensación de que Kitty ocultaba algo. Siendo la mayor de cuatro hermanas, sabía muy bien cómo sonsacárselo. No había muchos secretos que resistiesen la tentación de la indiferencia.

—Ya le he robado mucho tiempo, señora Barker —dijo, mientras doblaba la servilleta y dejaba la cuchara en su sitio—. Gracias por hablar conmigo. Ha sido una gran ayuda. Si recuerda algo más que pueda explicar lo que sucedió entre Vivien y mi madre, hágamelo saber. —Laurel se levantó y metió la silla bajo la mesa. Se dirigió hacia la puerta.

—¿Sabe? —dijo Kitty, que la siguió—. Hay algo más, ahora que lo pienso.

No fue fácil, pero Laurel consiguió contener una sonrisa.

—¿Sí? —dijo—. ¿Qué es?

Kitty se chupó los labios como si estuviera a punto de hablar en contra de su voluntad y no supiese muy bien qué le había impulsado a ello. Exigió a Susanna que se llevara la tetera y, cuando se hubo ido, llevó a Laurel de vuelta a la mesa.

—Le he hablado del mal humor de Dolly —dijo—. Espantoso. Muy sombrío. Y duró todo el tiempo que pasamos en Campden Grove. Luego, una noche, un par de semanas después de mi boda, mi marido había vuelto al servicio y yo quedé con algunas de las muchachas del trabajo para ir a bailar. A Dolly casi ni le pregunté (había estado muy pesada últimamente), pero se lo dije y, aunque no me lo esperaba, decidió venir.

»Llegó al club de baile vestida de punta en blanco y riéndose como si ya le hubiese dado al whisky. Además, trajo a una amiga con ella, una chica de Coventry, Caitlin o algo así, muy estirada al principio pero que enseguida entró en calor… Con Doll no había otra opción. Era una de esas personas llenas de vida, que provocaba ganas de divertirse con su mera presencia.

Laurel sonrió levemente al reconocer a su madre en esa descripción.

—Esa noche, sin duda, se lo estaba pasando muy bien, déjeme que lo diga. Tenía una mirada alocada y se reía y bailaba y decía unas cosas muy raras. A la hora de marcharnos, me agarró por los brazos y me dijo que tenía un plan.

—¿Un plan? —Laurel sintió que se le erizaban todos los pelos de la nuca.

—Dijo que Vivien Jenkins le había hecho algo repugnante, pero que tenía un plan para arreglarlo todo. Ella y Jimmy iban a vivir felices para siempre; todos iban a recibir su merecido.

Era lo mismo que su madre le había dicho en el hospital. Pero el plan no había salido como tenía previsto y no llegó a casarse con Jimmy. En cambio, Henry Jenkins se había enfurecido. Laurel tenía el corazón desbocado, pero hizo lo posible para parecer indiferente.

—¿Le dijo en qué consistía el plan?

—No y, para ser sincera, no le di demasiada importancia entonces. Las cosas eran diferentes con la guerra. La gente decía y hacía cosas que ni se les habrían ocurrido en otras circunstancias. Nunca sabía una qué le depararía el día siguiente, ni siquiera si llegarías a verlo… Esa incertidumbre disminuía los escrúpulos de las personas. Y su madre siempre tuvo un don para lo teatral. Me imaginé que toda esa palabrería sobre la venganza no era más que eso: palabrería. Más tarde me pregunté si habló más en serio de lo que yo pensaba.

Laurel se acercó un poco.

—¿Más tarde?

—Se desvaneció en el aire. Esa noche, en el club de baile, fue la última vez que la vi. Nunca más supe de ella, ni una palabra, y no respondió a ninguna de mis cartas. Pensé que tal vez la había herido una bomba, hasta que recibí una visita de una mujer mayor, justo después del fin de la guerra. Era muy misteriosa: preguntaba por Doll, quería saber si había algo «innombrable» en su pasado.

Laurel vio la habitación oscura y fresca de la abuela Nicolson.

—¿Una mujer alta, guapa, que parecía haber estado chupando limones?

Kitty arqueó una sola ceja.

—¿Una amiga de usted?

—Mi abuela. Por parte de padre.

—Ah —Kitty sonrió mostrando los dientes—, la suegra. No lo dijo, solo dijo que había contratado a su madre y estaba comprobando sus antecedentes. Entonces, al final se casaron, su padre y su madre… Él debía de estar loco por ella.

—¿Por qué? ¿Qué le dijo a mi abuela?

Kitty pestañeó, la viva imagen de la inocencia.

—Yo estaba dolida. Como no sabía nada de ella, me había preocupado, pero entonces descubrí que se había ido sin más, sin decir palabra. —Hizo un vago gesto con la mano—. Quizás adorné la verdad un poquito, dije que Dolly había tenido unos pocos novios más de los que tuvo, cierta afición a la bebida… Nada grave.

Pero más que suficiente para explicar la actitud de la abuela Nicolson: lo de los novios ya era bastante malo, pero ¿la afición a la bebida? Eso era casi un sacrilegio.

De repente, Laurel se sintió impaciente por salir de esa casa atestada de recuerdos y estar a solas con sus pensamientos. Le dio las gracias a Kitty Barker y comenzó a recoger sus cosas.

—Dele recuerdos a su madre, ¿vale? —dijo Kitty, que acompañó a Laurel a la puerta.

Laurel le aseguró que lo haría y se puso el abrigo.

—No tuve la oportunidad de despedirme. Me acordé de ella a lo largo de los años, sobre todo cuando supe que había sobrevivido a la guerra. No había nada que hacer… Dolly era muy decidida, una de esas chicas que siempre consiguen lo que quieren. Si quería desaparecer, nadie podía impedirlo ni encontrarla.

Salvo Henry Jenkins, pensó Laurel cuando Kitty Barker cerró la puerta detrás de sí. Había sido capaz de encontrarla y Dorothy se aseguró de que sus razones para buscarla desaparecieran junto a él aquel día en Greenacres.

Laurel se sentó en el Mini verde, frente a la casa de Kitty Barker, con el motor en marcha. Deseó que la calefacción caldeara rápidamente el interior del coche. Ya eran las cinco pasadas y la oscuridad había comenzado a cernirse a su alrededor. Los chapiteles de la Universidad de Cambridge relucían contra el cielo oscuro, pero Laurel no los vio. Estaba demasiado concentrada en imaginar a su madre (a esa joven de la fotografía que había encontrado) en un club de baile, agarrando a Kitty Barker por las muñecas para decirle en un tono impetuoso que tenía un plan, que iba a arreglar las cosas. «¿Qué era, Dorothy? —masculló Laurel entre dientes, mientras buscaba un cigarrillo—. ¿Qué diablos hiciste?».

Su teléfono móvil sonó mientras hurgaba en el bolso, y lo sacó, con la súbita esperanza de que fuese Gerry, para devolverle por fin sus llamadas.

—¿Laurel? Soy Rose. Phil tiene una reunión esta noche, y he pensado que te vendría bien un poco de compañía. Podría llevar la cena, quizás una película.

Laurel, decepcionada, vaciló, intentando encontrar una excusa. Se sentía mal por mentir, especialmente a Rose, pero aún no estaba preparada para compartir esta búsqueda, al menos no con sus hermanas; ver una comedia romántica y charlar mientras se devanaba los sesos para desenmarañar el pasado de su madre sería agobiante. Una lástima: le habría encantado entregar el embrollo a alguien y decir: «A ver qué puedes hacer con esto»; pero la carga era suya y, aunque acabaría contando todo a sus hermanas, se negaba a hacerlo (en realidad, no podía) hasta saber bien qué debía decir.

Se mesó los cabellos, rastreando en su cerebro un motivo para no aceptar la cena (Dios, qué hambre tenía, ahora que pensaba en ello) y en ese momento distinguió las orgullosas torres de la universidad, majestuosas en la sombría distancia.

—¿Lol? ¿Estás ahí?

—Sí. Sí, aquí estoy.

—No se oye muy bien. Te estaba preguntando si querías que te preparase algo de cenar.

—No —dijo Laurel enseguida, vislumbrando de repente el borroso perfil de una buena idea—. Gracias, Rosie, pero no. ¿Te parece bien si te llamo mañana?

—¿Va todo bien? ¿Dónde estás?

Cada vez había más interferencias y Laurel tuvo que gritar:

—Todo va bien. Es que… —Sonrió cuando su plan adquirió forma, claro y nítido—. No voy a estar en casa esta noche, voy a llegar tarde.

—¡Ah!

—Eso me temo. Acabo de recordar, Rose, que hay alguien a quien tengo que ir a ver.