12

Al fin sábado por la noche, y Jimmy se peinaba el pelo hacia atrás, intentando convencer a un mechón del flequillo para que se quedara en su sitio. Sin Brylcreem era una batalla perdida, pero no había podido permitirse un nuevo frasco este mes. En su lugar, empleaba agua y zalamerías, pero los resultados no eran alentadores. La luz de la bombilla parpadeó y Jimmy miró hacia arriba, con la esperanza de que aguantase un poco más; ya había robado luces para el salón y las del baño serían las siguientes. No le apetecía bañarse en la oscuridad. La luz flaqueó y Jimmy se sumió en la penumbra, mientras se oía a lo lejos la música de la radio de abajo. Cuando recuperó la intensidad, se animó de nuevo y comenzó a silbar al compás de In the Mood, de Glenn Miller.

El traje pertenecía a su padre, de los días de W. H. Metcalfe & Sons, y era mucho más formal que la ropa de Jimmy. Se sintió un poco tonto, para qué negarlo: estaban en guerra y si ya era bastante malo, o eso pensaba, no ir de uniforme, mucho peor era ir de galán barato. Pero Dolly había dicho que se vistiese bien: «¡Como un caballero, Jimmy!», había escrito en la carta, un caballero de verdad…, y su guardarropa no le ofrecía muchas opciones. El traje los acompañó cuando se mudaron de Coventry, justo antes del inicio de la guerra; era uno de los pocos vestigios del pasado de los que Jimmy no pudo prescindir. Y menos mal: Jimmy sabía que era mejor no decepcionar a Dolly cuando se le metía una idea en la cabeza, más aún últimamente. En las últimas semanas, desde que perdió a su familia, se había creado una distancia entre ellos; ella evitaba su compasión: adoptaba un gesto valiente y se ponía rígida si trataba de abrazarla. Ni siquiera mencionaba sus muertes y desviaba la conversación hacia su señora, de quien hablaba de forma mucho más afectuosa que antes. Jimmy se alegraba de que hubiese encontrado a alguien que la ayudase a sobrellevar el dolor, cómo no; pero habría preferido que esa persona fuese él.

Negó con la cabeza. Qué granuja engreído era, compadeciéndose de sí mismo cuando Dolly trataba de superar esa enorme pérdida. Aun así, era impropio de ella encerrarse en sí misma; Jimmy tenía miedo: era como si el sol quedase oculto tras las nubes, y así pudiese vislumbrar lo fría que sería su existencia sin ella. Por eso esta noche era tan importante. La carta que le había enviado, su insistencia en que fuese todo encopetado… Era la primera vez, desde el bombardeo de Coventry, que la veía animada y no quería estropearlo. Jimmy volvió su atención al traje. No podía creer que le quedase tan bien: cuando su padre vestía esa prenda, Jimmy tenía la impresión de que era un gigante. Ahora cabía la posibilidad de que hubiese sido solo un hombre.

Jimmy se sentó en la manta desgastada de su estrecha cama y cogió los calcetines. Uno de ellos tenía un agujero que llevaba semanas pensando en zurcir, pero le dio la vuelta para que quedase abajo y decidió que así ya no quedaba mal. Desperezó los dedos de los pies y contempló los zapatos, pulidos, en el suelo, y luego miró el reloj. Aún quedaba una hora para la cita. Se había preparado demasiado pronto. No era de extrañar; Jimmy estaba inquieto como un gato.

Encendió un cigarrillo y se tumbó en la cama, con un brazo detrás de la cabeza. Había algo duro debajo de él; metió la mano bajo la almohada y sacó De ratones y hombres. Era un ejemplar de la biblioteca, el mismo que había sacado en el verano del 38, pero Jimmy prefirió pagar el libro perdido antes que devolverlo. Le gustaba la novela, pero no era ese el motivo por el que se la quedó. Jimmy era supersticioso: era el libro que llevaba ese día a la orilla del mar y bastaba mirar la portada para despertar sus más dulces recuerdos. Además, era el lugar perfecto para guardar su posesión más preciada. Escondida ahí dentro, donde nadie salvo él miraría nunca, estaba la fotografía de Dolly en ese campo junto al mar. Jimmy la sacó y alisó una esquina doblada. Dio una calada y soltó el humo, mientras recorría con el pulgar el contorno de su cabello, el hombro, la curva de sus senos…

—¿Jimmy? —Su padre hurgaba en el cajón de los cubiertos al otro lado de la pared. Jimmy sabía que debía ayudarle a encontrar lo que buscaba. Sin embargo, dudó. Gracias a esas búsquedas el anciano tenía algo que hacer, y Jimmy sabía por experiencia que era bueno que un hombre estuviese ocupado.

Volvió a fijarse en la fotografía, como ya había hecho un millón de veces. Se sabía de memoria hasta el menor de los detalles: cómo ensortijaba el pelo alrededor de un dedo, la inclinación de la barbilla, esa mirada desafiante tan propia de Dolly, siempre actuando con más audacia de la que sentía («Un recuerdo mío». Y cómo olvidarla así); casi podía oler la sal y sentir el sol en la piel, el peso de su cuerpo arqueado bajo el suyo cuando la besó…

—¿Jimmy? No encuentro la cosa esa, Jim.

Jimmy suspiró y se dispuso a ser paciente.

—¡Muy bien, papá! —exclamó—. Enseguida voy. —Sonrió compungido a la fotografía: no se sentía del todo cómodo contemplando los senos desnudos de su chica mientras su padre refunfuñaba al otro lado de la pared. Jimmy guardó el retrato entre las páginas del libro y se incorporó.

Se puso los zapatos y se ató los cordones, se quitó el cigarrillo de los labios y miró alrededor de las paredes de su pequeña habitación; desde el comienzo de la guerra no había dejado de trabajar, y el papel verde descolorido estaba cubierto con impresiones de sus mejores fotografías, o al menos sus favoritas. Eran las que había tomado en Dunkerque: un grupo de hombres tan exhaustos que apenas se tenían en pie, que se pasaban el brazo sobre los hombros, uno con un vendaje sucio que le cubría el ojo, y caminaban penosamente, en silencio, con la vista en el suelo, sin pensar en nada salvo el siguiente paso; un soldado dormido en la playa, sin botas, abrazado a una mugrienta cantimplora como si le fuese la vida en ello; unos barcos a la desbandada, aviones que disparaban en las alturas y hombres que habían logrado alejarse solo para caer tiroteados en el agua al intentar escapar del infierno.

Estaban las fotografías que había tomado en Londres desde el comienzo de los bombardeos. Jimmy contempló una serie de retratos en la pared más lejana. Se levantó y fue a echar un vistazo más de cerca. Una familia en el East End cargaba los restos de sus posesiones en una carretilla; una mujer en delantal tendía la ropa en una cocina donde faltaba la cuarta pared, un espacio íntimo de repente hecho público; una madre que leía cuentos a sus seis hijos en el refugio Anderson; el panda de peluche con la mitad de la pierna arrancada; la mujer sentada en una silla con una manta sobre los hombros y una llamarada detrás de ella, donde antes estaba su casa; un anciano que buscaba a su perro entre los escombros.

Esas imágenes lo obsesionaban. A veces sentía que les estaba robando un trozo del alma, que les arrebataba un momento íntimo al tomar la fotografía; pero Jimmy no se tomaba esa transacción a la ligera: quedaban unidos, él y los retratados. Lo observaban desde las paredes y se sentía en deuda con ellos, no solo por haber sido testigo de un instante perpetuado, sino también por la responsabilidad incesante de mantener vivas sus historias. A menudo Jimmy escuchaba los sombríos anuncios de la BBC: «Tres bomberos, cinco policías y ciento cincuenta y tres civiles han perdido la vida» (qué palabras tan pulcras, tan medidas, para describir el horror que había experimentado la noche anterior), y veía las mismas líneas en el periódico, pero eso sería todo. Ya no había tiempo para nada más esos días, no tenía sentido dejar flores o escribir epitafios, pues todo ocurriría de nuevo a la noche siguiente, y a la siguiente. La guerra no dejaba espacio para el dolor personal ni los recuerdos, a los que se habituó de niño en la funeraria de su padre, pero le gustaba pensar que sus fotografías ayudarían a dejar constancia de ello. Un día, cuando ya todo hubiese terminado, tal vez esas imágenes sobrevivirían y las personas del futuro dirían: «Así fue como ocurrió».

Cuando Jimmy llegó a la cocina, su padre ya había olvidado la búsqueda de esa cosa misteriosa y estaba sentado a la mesa, vestido con pantalones de pijama y una camiseta. Daba de comer al canario las migajas de galletas rotas que Jimmy le había comprado muy baratas.

—Toma, Finchie —decía, metiendo el dedo entre las barras de la jaula—. Aquí tienes, Finchie, precioso. Qué buen muchacho. —Giró la cabeza cuando oyó a Jimmy detrás de él—. ¡Hola! Qué elegante, chico.

—En realidad, no, papá.

Su padre lo miraba de arriba abajo y Jimmy rezó en silencio para que no se diese cuenta de la procedencia del traje. A su padre no le habría importado prestárselo (era generoso en extremo), pero era probable que le trajese recuerdos confusos que lo alterarían.

Al final su padre se limitó a asentir con aprobación.

—Estás muy guapo, Jimmy —dijo, con el labio inferior temblando con emoción paternal—. Muy guapo, claro que sí. Qué orgulloso estoy.

—Muy bien, papá, poco a poco —dijo Jimmy con amabilidad—. Me voy a poner cabezón si no tienes cuidado. Y no te gustaría vivir conmigo así.

Su padre, que aún asentía, sonrió levemente.

—¿Dónde está tu camisa, papá? ¿En tu dormitorio? Voy a buscarla, no sea que te resfríes.

Su padre arrastró los pies tras él, pero se detuvo en medio del pasillo. Todavía estaba ahí cuando Jimmy volvió de la habitación, con una expresión desconcertada en el rostro, como si tratara de recordar por qué se había levantado. Jimmy lo agarró del codo y lo guio con cuidado a la cocina. Le ayudó a ponerse la camisa y a sentarse en su asiento habitual; se confundía si utilizaba otro.

La tetera seguía medio llena y Jimmy la volvió a poner a hervir. Era un alivio tener gas de nuevo; unas noches atrás una bomba incendiaria alcanzó la red de suministro y el padre de Jimmy lo pasó mal por tener que acostarse sin su taza de té con leche. Jimmy echó una porción bien medida de hojas de té, con cuidado de no excederse. Quedaban pocas existencias en Hopwood y no quería arriesgarse a quedarse sin té.

—¿Vas a volver a tiempo para la cena, Jimmy?

—No, papá. Hoy voy a salir hasta tarde, ¿recuerdas? Te he dejado unas salchichas en la cocina.

—Vale.

—Salchichas de conejo, qué se le va a hacer, pero te he encontrado algo especial para el postre. Jamás lo adivinarías: ¡una naranja!

—¿Una naranja? —Un recuerdo fugaz iluminó la cara del anciano—. Una vez tuve una naranja en Navidad, Jimmy.

—¿De verdad, papá?

—Cuando yo era un chiquillo, en la granja. Qué naranja más grande y hermosa. Mi hermano Archie se la comió cuando yo no miraba.

La tetera comenzó a silbar y Jimmy la retiró del fuego. Su padre lloraba en silencio, como siempre que mencionaba a Archie, su hermano mayor, muerto en las trincheras hacía veinticinco años o más, pero Jimmy hizo caso omiso. Con el tiempo había aprendido que las lágrimas de su padre por las penas de antaño se secaban tan rápido como venían, que lo mejor era continuar con buen humor.

—Bueno, esta vez no, papá —dijo—. Nadie se va a comer esta salvo tú. —Sirvió un buen chorro de leche en la taza de su padre. Le gustaba el té con mucha leche, una de las pocas cosas que no escaseaban gracias al señor Evans y a las dos vacas que tenía en el granero, al lado de su tienda. El azúcar era otra historia, y Jimmy echó una pequeña ración de leche condensada en su lugar. Lo removió y llevó la taza en un platillo a la mesa—. Escucha, papá, las salchichas están hechas en la sartén para cuando tengas hambre, no es necesario que enciendas el fogón, ¿está bien? —Su padre movía las migas de Finchie por el mantel—. ¿Está bien, papá?

—¿Qué has dicho?

—Tus salchichas ya están cocinadas, no enciendas el fogón.

—Muy bien. —Su padre bebió un sorbo de té.

—Tampoco hace falta abrir los grifos, papá.

—¿Qué has dicho, Jim?

—Yo te ayudo a limpiarte cuando vuelva.

Su padre miró a Jimmy, perplejo por un instante, y dijo:

—Estás muy guapo, muchacho. ¿Vas a salir esta noche?

—Sí, papá. —Jimmy suspiró.

—A un lugar elegante, ¿a que sí?

—Solo voy a ver a alguien.

—¿Una amiga?

Jimmy no pudo contener una sonrisa ante la discreción de la palabra escogida por su padre.

—Sí, papá. Una amiga.

—¿Alguien especial?

—Mucho.

—Tráela a casa un día de estos. —Los ojos de su padre reflejaron por un momento su vieja astucia y picardía y Jimmy sintió una súbita nostalgia del pasado, cuando él era el niño y su padre era quien lo cuidaba. Se avergonzó de inmediato: tenía veintidós años, por el amor de Dios, ya estaba mayor para añorar la infancia. Su vergüenza no hizo sino aumentar cuando su padre sonrió, entusiasta pero inseguro, y dijo—: Trae a esa joven a casa una noche, Jimmy. Deja que tu madre y yo veamos si es bastante buena para nuestro hijo.

Jimmy se agachó para besar a su padre en la cabeza. Ya no se molestaba en explicar que su madre se había ido, que los había dejado solos hacía más de una década por un tipo con un coche elegante y una casa enorme. ¿Para qué decírselo? El viejo era feliz pensando que acababa de salir para esperar en las colas del racionamiento y ¿quién era Jimmy para recordarle la realidad? La vida ya era bastante cruel; no era necesario que la verdad la estropease aún más.

—Cuídate, papá —dijo—. Voy a cerrar con llave al salir, pero la señora Hamblin, la vecina, tiene la llave y te ayudará a ir al refugio cuando empiece el bombardeo.

—Nunca se sabe, Jimmy. Ya son las seis y ni rastro de Adolf. Quizás se ha tomado la noche libre.

—No apostaría por ello. Hay una luna llena que parece la linterna de un ladrón. La señora Hamblin vendrá a buscarte en cuanto suene la alarma.

Su padre jugueteaba con el borde de la jaula de Finchie.

—¿Todo bien, papá?

—Sí, sí. Todo bien, Jimmy. Diviértete y deja de preocuparte tanto. Este vejestorio no va a ir a ninguna parte. No me pasó nada en el último, no me va a pasar nada en este.

Jimmy sonrió y tragó ese bulto que últimamente llevaba siempre en la garganta, una bola de amor y tristeza a la que no podía dar palabras, una tristeza que abarcaba mucho más que a su padre enfermo.

—Así se habla, papá. Que disfrutes del té y de la radio. Estaré de vuelta antes de que notes que me he ido.

Dolly se apresuraba por una calle en Bayswater, a la luz de la luna. Dos noches atrás había caído una bomba en una galería de arte con un ático lleno de pinturas y barnices, y su dueño ausente no había tomado ninguna medida, por lo que todavía era un caos: ladrillos y trozos de madera carbonizada, puertas y ventanas arrancadas, montañas de cristales rotos por todas partes. En la azotea del número 7, donde solía sentarse, Dolly había visto el incendio, las llamaradas imponentes a lo lejos, feroces y espectaculares, que enviaban columnas de humo contra el cielo encendido.

Dirigió la linterna tapada al suelo, esquivó un saco de arena, casi se tropezó con un agujero causado por una explosión y tuvo que esconderse de un guardia diligente en exceso cuando tocó el silbato y le dijo que debería ser una chica sensata y entrar: ¿es que no veía esa luna de bombarderos en lo alto?

Al comienzo, Dolly había tenido miedo de las bombas como todo el mundo, pero últimamente disfrutaba al salir durante un bombardeo. Cuando se lo dijo, a Jimmy le preocupó que, después de lo ocurrido a su familia, Dolly buscara compartir su destino, pero no se trataba de eso, en absoluto. Era algo estimulante, y Dolly experimentaba una curiosa ligereza, un sentimiento muy similar a la euforia, al correr a lo largo de las calles por la noche. No habría querido estar en ningún otro lugar salvo en Londres; esta era su vida, esta guerra, nada así había ocurrido antes, y probablemente nunca volvería a suceder. No, Dolly ya no tenía ni pizca de miedo de ser alcanzada por una bomba; era difícil de explicar, pero, por alguna razón, sabía que no era ese su destino.

Afrontar el peligro y descubrir que no sentía miedo era emocionante. Dolly estaba radiante, y no era la única; una atmósfera especial se había apoderado de la ciudad y a veces parecía que todos en Londres estaban enamorados. Esta noche, no obstante, si se apresuraba entre los escombros era por algo que trascendía la emoción habitual. En realidad, no necesitaba ir corriendo: había salido con tiempo, tras administrar a lady Gwendolyn sus tres copitas de jerez de cada noche, que bastaban para abandonarla en los brazos de un sueño gozoso y dejarla ahí incluso en medio de los ataques aéreos más estrepitosos (la anciana era demasiado grandiosa y melancólica para acudir al refugio), pero Dolly estaba tan emocionada por lo que había hecho que caminar le resultaba físicamente imposible; impulsada por la fuerza de su propia audacia, podría haber corrido cien millas sin cansarse.

No lo hizo. Al fin y al cabo, tenía que pensar en sus medias. Era el último par que no tenía carreras y no había nada como los escombros tras un bombardeo para echar a perder unas buenas medias; Dolly lo sabía por experiencia. En ese caso, se vería obligada a dibujar líneas en la parte posterior de la pierna con un lápiz de cejas, al igual que la ordinaria Kitty. No, muchísimas gracias. Deseosa de no correr riesgo alguno, cuando un autobús aparcó cerca de Marble Arch, Dolly subió a bordo.

Había un pequeño resquicio al fondo, que ocupó, e intentó no oler el aliento salado de un hombre pomposo que soltaba un discurso sobre el racionamiento de la carne y la mejor manera de sofreír el hígado. Dolly resistió la tentación de decirle que la receta parecía repugnante y, en cuanto giraron en Piccadilly Circus, se bajó de nuevo.

—Diviértete, cielo —dijo un hombre de avanzada edad vestido con el uniforme de la brigada antiaérea mientras el autobús comenzaba a alejarse.

Dolly respondió con un gesto de la mano. Un par de soldados de permiso, que cantaban Nellie Dean con voces ebrias, la tomaron del brazo al pasar, uno a cada lado, y la llevaron dando un pequeño giro. Dolly se rio y le dieron un beso en las mejillas, uno a cada lado, tras lo cual dijeron adiós y prosiguieron felices su camino.

Jimmy la esperaba en la esquina de Charing Cross Road y Long Acre; Dolly lo vio a la luz de la luna, justo donde dijo que estaría, y se detuvo en seco. No cabía duda: Jimmy Metcalfe era un hombre apuesto. Más alto de lo que recordaba, un poco más delgado, pero el mismo pelo oscuro peinado hacia atrás, y esos pómulos que le daban el aspecto de estar a punto de decir algo divertido o ingenioso. No era, desde luego, el único hombre guapo que había conocido, claro que no (en estos tiempos era casi un deber patriótico hacerles ojitos a los soldados de permiso), pero tenía algo, tal vez una cualidad oscura, animal, una fuerza tanto física como de carácter que lanzaba el corazón de Dolly latiendo contra las costillas.

Era tan buena persona, tan honesto y franco que al estar con él Dolly se sentía la ganadora de una carrera. Al verlo esta noche, vestido con un traje negro, tal y como le había indicado, quiso gritar de puro gozo. Qué bien le quedaba: de no haberlo conocido, Dolly habría supuesto que se trataba de un verdadero caballero. Sacó el pintalabios y el espejo de mano del bolso, cambió de postura para que le diese la luz de la luna, y acentuó el arco de los labios. Imitó el movimiento de un beso ante el espejo y lo cerró.

Echó un vistazo al abrigo marrón por el que se había decidido, preguntándose de qué serían los ribetes; de visón, supuso, aunque tal vez fuesen de zorro. No era exactamente la última moda (tampoco lo era hace dos décadas), pero la guerra restaba importancia a ese tipo de cosas. Además, en realidad la ropa carísima nunca pasaba de moda; eso aseguraba lady Gwendolyn, y sabía mucho acerca de eso. Dolly olisqueó la manga. El olor a naftalina era abrumador cuando había rescatado el abrigo del vestidor, pero lo colgó de la ventana del cuarto de baño mientras se bañaba y lo roció con tanto perfume en polvo como podía permitirse, con lo cual había mejorado mucho. Apenas se notaba, con ese olor a quemado que impregnaba el aire de Londres por aquel entonces. Se ajustó el cinturón, con cuidado para que ocultase un agujero de polilla en la cintura, y se dio una pequeña sacudida. Estaba tan emocionada que sentía un nervioso hormigueo; no podía esperar a que Jimmy la viese. Dolly enderezó el broche de diamantes que había clavado a la suave piel del cuello, echó los hombros hacia atrás y se arregló los rizos de la nuca. Tras respirar hondo, salió de las sombras: una princesa, una heredera, una joven con el mundo a sus pies.

Hacía frío, y Jimmy acababa de encender un cigarrillo cuando la vio. Tuvo que mirar dos veces para asegurarse de que era Dolly quien se acercaba: el abrigo elegante, los rizos oscuros que resplandecían a la luz de la luna, las zancadas de esas largas piernas que taconeaban confiadas sobre la acera. Era una visión: tan hermosa, fresca y refinada que a Jimmy se le encogió el corazón. Había madurado desde la última vez que la vio. Más aún, comprendió de repente, al contemplar su porte y glamour, incómodo en el viejo traje de su padre, que había madurado lejos de él…, al alejarse de él. Percibió esa distancia como una sacudida.

Dolly llegó, sin palabras, rodeada de perfume. Jimmy quiso ser ingenioso, quiso ser sofisticado, quiso decirle que ella era la perfección en persona, la única mujer del mundo a la que podría amar. Quería decir la palabra justa que permitiese salvar esa horrenda nueva distancia que se abría entre ellos de una vez y para siempre; contarle los avances que había logrado en el trabajo, la opinión entusiasta de su editor cuando hablaban por la noche, tras cumplir el plazo de impresión, acerca de las oportunidades que le esperaban cuando acabase la guerra, la fama que podía alcanzar, el dinero que ganaría. Sin embargo, esa belleza y el contraste con la guerra y su crueldad, los cientos de noches que conciliaba el sueño imaginando su futuro, su pasado en Coventry y ese picnic junto al mar cada vez más lejano… Todo se juntó para aturdirlo, y las palabras no salieron. Atinó a sonreír a medias y luego, sin pensárselo dos veces, la agarró del pelo y la besó.

El beso fue como un pistoletazo de salida. Dolly sintió al unísono una bienvenida calma y una poderosa oleada de emoción acerca del porvenir. Sus planes, ya que era ella quien los había creado, la habían carcomido por dentro toda la semana y ahora, al fin, había llegado el momento. Dolly deseaba impresionarlo, mostrarle cómo había crecido, que ya era una mujer de mundo y no la colegiala de sus primeras citas. Se concedió un momento de descanso, para imaginarse dentro del papel, antes de apartarse para mirar su rostro.

—Hola —dijo, en el mismo tono susurrante de Escarlata O’Hara.

—Vaya, hola.

—Qué curioso encontrarte aquí. —Bajó los dedos despacio por las solapas del traje—. Y qué elegante.

Jimmy se encogió de hombros.

—¿Qué? ¿Este trapo viejo?

Dolly sonrió, pero intentó no reírse (siempre la hacía reír).

—Bueno —dijo, echándole un vistazo—, supongo que deberíamos empezar. Tenemos mucho que hacer esta noche, señor Metcalfe.

Pasó el brazo por el de Jim y trató de no arrastrarlo por Charing Cross Road hacia la cola serpenteante del Club 400. Se lanzaron adelante como pistolas disparadas al este y los reflectores se alzaron hacia el cielo como las escaleras de Jacob. Un avión cruzó las alturas cuando estaban casi a la puerta, pero Dolly hizo caso omiso; ni un escuadrón entero habría bastado para que cediese su lugar en la cola. Llegaron a lo alto de las escaleras, donde oyeron la música, las charlas, las risas, y una energía intensa, ajena al sueño, embriagó a Dolly de tal manera que hubo de sujetarse firmemente al brazo de Jimmy para no caerse.

—Te va a encantar —dijo—. Ted Heath y su banda son divinos y el señor Rossi, que dirige el lugar, es un encanto.

—¿Has estado aquí?

—Oh, claro, un montón de veces. —Una ligerísima exageración (había estado una vez), pero él era mayor que ella y tenía un trabajo importante en el que viajaba y conocía a todo tipo de personas y, a pesar de todo, ella era suya, y quería desesperadamente que pensase que era más sofisticada que la última vez, más deseable. Dolly se rio y le apretó el brazo—. Oh, vamos, Jimmy, no te pongas así. Kitty nunca me perdonaría si no le hiciese compañía a veces; ya sabes que yo solo te quiero a ti. —Al final de las escaleras pasaron junto a un guardarropa y Dolly se detuvo para dejar su abrigo. Su corazón latía a martillazos; cuánto había anhelado este momento, para el que había practicado tanto, y ahora, al fin, había llegado. Recordó todas las historias de lady Gwendolyn, las cosas que hacían juntas ella y Penelope, los bailes, las aventuras, los hombres apuestos que las cortejaban por todo Londres, y le dio la espalda a Jimmy y dejó caer el abrigo. Cuando Jimmy lo cogió, Dolly giró sobre sí misma, despacio, como en sus sueños, tras lo cual posó para mostrar (redoble de tambores, damas y caballeros) el Vestido.

Era rojo, elegante, incandescente, diseñado para realzar cada curva del cuerpo de una mujer, y Jimmy casi dejó caer el abrigo al verlo. Recorrió su figura con la mirada hasta llegar al suelo, tras lo cual subió de nuevo; el abrigo salió de su mano y lo sustituyó un vale, sin que supiese cómo.

—Estás… —comenzó—. Doll, estás… Ese vestido es increíble.

—¿Qué? —Alzó un hombro, imitando el gesto anterior de Jimmy—. ¿Este trapo viejo? —Sonrió, convertida en Dolly de nuevo, y dijo—: Venga. Vamos a entrar —Entonces Jimmy supo que era el único lugar donde quería estar.

Dolly echó un vistazo más allá del cordón rojo, a la sala de baile pequeña y atestada, a la mesa que Kitty había llamada la «mesa real», justo al lado de la banda; pensó que tal vez vería a Vivien (Henry Jenkins era amigo de lord Dumphee y ambos aparecían retratados juntos en The Lady a menudo), pero la inspección inicial no reveló ningún rostro conocido. No importaba: la noche era joven; los Jenkins quizás apareciesen más tarde. Condujo a Jimmy hacia el fondo de la sala, entre las mesas redondas, tras la gente que cenaba, bebía y bailaba, hasta que al fin llegaron al señor Rossi y el inicio de la zona acordonada.

—Buenas noches —dijo al verlos, juntando las manos y haciendo una ligera reverencia—. ¿Están aquí por la fiesta de los Dumphee?

—Qué club tan maravilloso —ronroneó Dolly, sin responder a la pregunta—. Cuánto tiempo, demasiado… Lord Sandbrook y yo precisamente estábamos diciendo que deberíamos venir a Londres más a menudo. —Miró a Jimmy, sonriendo de modo alentador—. ¿No es así, querido?

El ceño del señor Rossi amenazaba con fruncirse mientras se devanaba los sesos para ubicarlos, pero no duró mucho. Gracias a los años pasados al timón de su club nocturno, sabía cómo mantener el rumbo del buque de la alta sociedad y a los pasajeros halagados y satisfechos.

—Querida lady Sandbrook —dijo, tomando la mano de Dolly, cuyo dorso rozó con los labios—, estábamos sumidos en las tinieblas sin usted, pero ya está aquí y por fin la luz nos ilumina. —Centró su atención en Jimmy—. Y usted, lord Sandbrook. Espero que le haya ido bien.

Jimmy no dijo nada y Dolly contuvo el aliento; sabía qué pensaba de sus «jueguecitos», como él los llamaba, y sintió en la espalda que su mano se volvía rígida en cuanto comenzó a hablar. Para ser sinceros, esa incertidumbre era uno de los alicientes de la aventura. Hasta que respondió, todo se agigantó: mientras esperaba su respuesta, Dolly oyó los latidos de su corazón, un feliz chillido entre la multitud, la rotura de una copa en alguna parte, los compases de la banda al comenzar otra canción…

El italiano bajito que lo había llamado por el apellido de otro hombre aguardaba con suma atención la respuesta, y Jimmy tuvo una súbita visión de su padre, en casa vestido con su pijama de rayas, las paredes empapeladas con un verde tristón, Finchie en la jaula entre galletas rotas. Sentía la mirada fija de Dolly, que lo instaba a interpretar su papel; sabía que lo observaba, sabía qué deseaba que dijese, pero un peso aplastante le impedía contestar asumiendo un apellido como ese. Habría sido una deslealtad con su pobre padre, cuya mente erraba perdida, que esperaba a una esposa que no volvería nunca y lloraba a un hermano muerto hacía veinticinco años, y que había dicho al ver ese apartamento espantoso cuando llegaron a Londres: «Está realmente bien, Jimmy. Buen trabajo, muchacho: tu papá y tu mamá no podrían estar más orgullosos».

Miró a un lado, a la cara de Dolly, y vio lo que esperaba ver: la esperanza, innegable, perceptible en cada uno de sus rasgos. Estos juegos de ella lo exasperaban, y no era la razón menos importante que, cada vez más, resaltaba la distancia entre lo que ella quería de la vida y lo que él podía ofrecerle. Sin embargo, no hacían daño a nadie. Nadie iba a salir herido esta noche porque Jimmy Metcalfe y Dorothy Smitham pasasen al otro lado de un cordón rojo. Y lo deseaba, se había tomado tantas molestias con el vestido y todo, le había convencido para ir con traje: los ojos, a pesar del maquillaje abundante, estaban tan abiertos y expectantes como los de una niña, y cómo la quería, no podía defraudarla, no, por culpa de su propio orgullo insensato. No por una vaga idea según la cual su precaria posición social era algo de lo que enorgullecerse, y menos aún cuando era la primera vez desde la muerte de su familia que Dolly volvía a ser ella misma.

—Señor Rossi —dijo con una amplia sonrisa, dando un firme apretón de manos al hombrecillo—. Qué enorme alegría volver a verlo, amigo. —Era la voz más refinada de la que era capaz sin previo aviso; esperaba que fuese suficiente.

Estar en el otro lado resultaba tan maravilloso como Dolly había soñado. Era glorioso, al igual que las historias de lady Gwendolyn. No se trataba de diferencias obvias —las alfombras rojas y paredes cubiertas de seda eran iguales, las parejas bailaban mejilla con mejilla a ambos lados del cordón, los camareros llevaban comidas y bebidas de un lado a otro— y, de hecho, una observadora menos perspicaz ni habría percibido que había dos lados, pero Dolly lo sabía. Y cómo se alegraba de encontrarse en este.

Por supuesto, una vez encontrado el Santo Grial, no sabía muy bien qué hacer a continuación. A falta de una idea mejor, Dolly se hizo con una copa de champán, tomó a Jimmy de la mano y se dejó caer en una lujosa banqueta situada junto a la pared. Realmente, si dijera la verdad, mirar era suficiente: el constante carrusel de coloridos vestidos y rostros sonrientes la apasionaba. Un camarero se acercó y les preguntó qué deseaban, a lo que Dolly respondió que huevos y tocino, y llegaron al instante, su copa de champán nunca pareció vaciarse, la música no paraba.

—Es como un sueño, ¿a que sí? —dijo radiante—. ¿No son todos maravillosos?

A lo cual Jimmy, tras una pausa para encender una cerilla, respondió con un evasivo: «Cómo no». Dejó la cerilla encendida en un cenicero y dio una calada al cigarrillo.

—¿Y tú cómo estas, Doll? ¿Qué tal lady Gwendolyn? ¿Aún al mando de los nueve círculos del infierno?

—Jimmy, no hables así. Sé que quizás me quejase un poco al principio, pero en realidad es un encanto una vez que la conoces. Me llama mucho últimamente, hemos llegado a estar muy unidas, a nuestra manera. —Dolly se acercó para que Jimmy le encendiese un cigarrillo—. A su sobrino le preocupa que me deje la casa en el testamento.

—¿Quién te ha dicho eso?

—El doctor Rufus.

Jimmy gruñó de manera ambigua. No le gustaba que mencionase al doctor Rufus; por mucho que Dolly le asegurase que el médico era amigo de su padre y que era demasiado viejo, en realidad, para interesarse por ella de esa manera, Jimmy torcía el gesto y cambiaba de tema. Tomó su mano sobre la mesa.

—¿Y Kitty? ¿Cómo está?

—Oh, bueno, Kitty… —Dolly vaciló, recordando esas opiniones infundadas sobre Vivien y sus amoríos—. Está en plena forma; por supuesto, las mujeres como ella siempre lo están.

—¿Las mujeres como ella? —repitió Jimmy socarronamente.

—Quiero decir que le vendría bien prestar más atención a su trabajo y menos a lo que ocurre en la calle y en los clubes nocturnos. Supongo que algunas personas no pueden contenerse. —Miró a Jimmy—. No te caería bien, creo.

—¿No?

Dolly negó con la cabeza y dio una calada.

—Es una chismosa y, tengo que decirlo, inclinada a la indecencia.

—¿Indecencia? —Divertido, una sonrisa juguetona se asomaba a sus labios—. Vaya, vaya…

Dolly hablaba en serio: Kitty tenía el hábito de meter a sus amigos por la noche a hurtadillas; ella creía que Dolly no lo sabía, pero, qué diablos, con el ruido que armaban, debería haber estado sorda para no darse cuenta.

—Ah, sí, claro —dijo Dolly. En la mesa había una solitaria vela que parpadeaba en su vaso y ella la giraba, distraída, de un lado a otro.

Todavía no había hablado con Jimmy acerca de Vivien. No sabía por qué, exactamente; no se debía a que temiese que él no aprobase su relación con Vivien, claro que no, pero el instinto le pedía que mantuviese esa amistad naciente en secreto, como algo solo suyo. Esta noche, sin embargo, al verlo en persona, un poco achispada debido a ese champán dulce, Dolly sintió la necesidad de contarle todo.

—En realidad —dijo, nerviosa de repente—, no sé si lo he mencionado en mis cartas, pero he hecho una nueva amiga.

—¿Sí?

—Sí, Vivien. —Bastaba decir su nombre para que Dolly sintiese un poco de felicidad—. Casada con Henry Jenkins, ya sabes, el escritor. Viven al otro lado de la calle, en el número 25, y nos hemos hecho buenas amigas.

—¿Es eso cierto? —Jimmy se rio—. Qué extraña coincidencia, pero acabo de leer uno de sus libros.

Tal vez Dolly habría preguntado cuál, pero no estaba escuchando; en su mente se arremolinaban todas las cosas que quería decir acerca de Vivien y se había callado hasta ahora.

—De verdad, es alguien muy especial, Jimmy. Hermosa, por supuesto, pero no de una forma llamativa y vulgar; y es muy amable, siempre está ayudando al SVM… Te hablé de ese comedor que organizamos para los militares, ¿no? Eso pensaba. Además, comprende lo que pasó… a mi familia, en Coventry. Ella también es huérfana, ¿sabes?, criada por su tío tras la muerte de sus padres, en un gran colegio cerca de Oxford, construido en la finca familiar. ¿He dicho ya que es una heredera? Es la propietaria de la casa de Campden Grove, no el marido, es toda suya… —Dolly se detuvo a respirar, pero solo porque no estaba segura de los detalles—. Y no es que no pare de hablar de eso; ella no es una parlanchina de esas.

—Parece fantástica.

—Lo es.

—Me gustaría conocerla.

—Bu-bueno —balbuceó Dolly—, un día de estos. —Dio una calada al cigarrillo, preguntándose por qué sentía algo parecido al pavor ante esa sugerencia. Entre las muchas posibilidades que había previsto, no figuraba que Vivien y Jimmy se conociesen; por un lado, Vivien era muy reservada; por otro, bueno, Jimmy era Jimmy. Un encanto, por supuesto, inteligente y amable…, pero no la clase de persona que Vivien vería con buenos ojos, no para ser el novio de Dolly. No porque Vivien fuese una desalmada, sino porque pertenecía a otra clase, no a la de ellos, pero Dolly, bajo la protección de lady Gwendolyn, había aprendido lo suficiente para que la aceptase alguien como Vivien. Dolly detestaba mentir a Jimmy, pues lo quería; pero no estaba dispuesta a herir sus sentimientos por decir las cosas claras. Posó la mano en su brazo y retiró una pelusa de la desgastada manga de la chaqueta.

—Todo el mundo está demasiado ocupado por la guerra, ¿verdad? No hay mucho tiempo para quedar con nadie.

—Podría ir a…

—Jimmy, escucha: ¡es nuestra canción! ¿Bailamos? Anda, vamos a bailar.

Su pelo olía a perfume, ese olor embriagador que había notado al llegar, casi abrumador por su intensidad y sus promesas, y Jimmy podría haberse quedado así para siempre, con la mano en la parte baja de su espalda, la mejilla contra la de ella, ambos cuerpos moviéndose despacio. Le tentó olvidar sus evasivas cuando le propuso conocer a su amiga; sospechó que la distancia entre ellos no se debía solo a la pérdida de su familia, sino que esta Vivien, la vecina ricachona, quizás tenía algo que ver. Con toda probabilidad no sería nada: a Dolly le gustaban los secretos, siempre le habían gustado. Y, de todos modos, ¿qué importaba, aquí y ahora, mientras durase la música?

No importaba, por supuesto, pero nada dura para siempre y la canción, traicionera, terminó. Jimmy y Dolly se separaron para aplaudir y fue entonces cuando Jimmy percibió a un hombre de fino bigote observándolos desde el borde de la pista de baile. Este sencillo hecho no habría sido motivo de alarma, pero, además, el hombre mantenía una conversación con Rossi, quien se rascaba la cabeza con una mano mientras hacía gestos exagerados con la otra y consultaba una lista.

La lista de invitados, comprendió Jimmy, que se sobresaltó. ¿Qué otra cosa podía ser?

Había llegado el momento de hacer mutis por el foro. Jimmy tomó a Dolly de la mano y la llevó lejos, con aire despreocupado. Era muy posible, calculó, si se movían con rapidez y discreción, que pudiesen escabullirse bajo el cordón rojo, fundirse con la multitud y hacer una escapada silenciosa.

Dolly, por desgracia, tenía otros planes; una vez en la pista de baile, no estaba dispuesta a irse.

—Jimmy, no —decía—, no, escucha, es Moonlight Serenade.

Jimmy comenzó a explicarse y miró atrás, hacia el hombre de fino bigote, solo para descubrir que estaba casi a su lado, con un cigarro entre los dientes y la mano tendida.

—Lord Sandbrook —dijo el hombre a Jimmy, con la sonrisa amplia y confiada de quien guarda montones de dinero bajo la cama—, es un placer, viejo amigo.

—Lord Dumphee. —Jimmy sintió una punzada de dolor—. Enhorabuena a usted y a… su novia. Una fiesta estupenda.

—Sí, bueno, me habría gustado algo más íntimo, pero ya conoce a Eva.

—Sí, cómo no. —Jimmy se rio nervioso.

Lord Dumphee dio una calada al puro, que soltó humo como una locomotora; entrecerró los ojos muy ligeramente, y Jimmy comprendió que su anfitrión también daba palos de ciego, haciendo lo posible por ubicar a sus misteriosos visitantes.

—Son amigos de mi prometida —dijo.

—Sí, eso es…

—Cómo no, cómo no —asentía lord Dumphee. Y a continuación hubo más caladas, más humo y, justo cuando Jimmy pensó que estaban a salvo—: Será mi memoria, claro (pésima, amigo, la culpa es de la guerra y todas estas malditas noches sin dormir), pero no creo que Eva haya mencionado nunca a los Sandbrook. ¿Son viejos amigos?

—Oh, sí. Ava y yo nos conocimos hace muchísimo tiempo.

—Eva.

—Eso he dicho. —Jimmy empujó a Dolly hacia delante—. ¿Conoce a mi esposa, lord Dumphee, conoce a…?

—Viola —dijo Dolly, que sonrió como una mosquita muerta—. Viola Sandbrook. —Tendió la mano y lord Dumphee se sacó el puro para besarla. Se apartó, pero sin soltar la mano, que sostuvo en alto, y sus ojos recorrieron con avidez el vestido y todas las curvas de su figura.

—¡Querido! —La llamada provenía del otro lado de la sala—. Querido Jonathan.

Lord Dumphee soltó la mano de Dolly al instante.

—Ah —dijo, como un colegial a quien sorprende la niñera viendo fotografías de mujeres desnudas—, aquí viene Eva.

—Vaya, qué tarde es —dijo Jimmy. Agarró la mano de Dolly y la estrechó con fuerza para hacerle saber sus intenciones. Ella le devolvió el gesto enseguida—. Discúlpeme, lord Dumphee —dijo—. Mi más sincera enhorabuena, pero Viola y yo hemos de coger un tren.

Y, sin más preámbulos, salieron a toda prisa. Dolly contuvo la risa a duras penas mientras corrían y zigzagueaban entre el gentío, se detenían ante el guardarropa para que Jimmy mostrase el vale y recogiese el abrigo de lady Gwendolyn, antes de precipitarse escaleras arriba, que subieron de dos en dos peldaños, hacia el fresco de una noche oscura de Londres.

Alguien los persiguió por el Club 400 (Dolly volvió la vista y vio a un hombre de cara enrojecida que jadeaba como un sabueso) y no se detuvieron hasta dejar atrás Litchfield Street, mezclarse con la muchedumbre que salía del teatro de St. Martin’s y hallar refugio en la diminuta Tower Lane. Solo entonces se dejaron caer sobre la pared de ladrillo, ambos sin aliento, riendo a carcajadas.

—Su cara… —dijo Dolly, que casi no podía respirar—. Oh, Jimmy, creo que no lo voy a olvidar jamás. Cuando hablaste del tren, se quedó tan…, tan perplejo.

Jimmy se reía también: era un sonido cálido en la oscuridad. Ahí, donde estaban, la oscuridad era impenetrable; ni siquiera la luna llena había logrado adentrarse en ese estrecho callejón con su luz plateada. Dolly estaba aturdida, desbordante de vida y felicidad, y esa energía especial de haber sido otra persona. No había nada que la exaltase de ese modo: ese momento invisible en el que dejaba de ser Dolly Smitham y se convertía en otra. No importaba quién fuese; era el escalofrío de la actuación lo que adoraba, el placer sublime de la mascarada. Era como adentrarse en la vida de otra persona. Robarla por un tiempo.

Dolly miró el cielo estrellado. Durante los apagones había muchas más estrellas; era una de las cosas más bellas relacionadas con la guerra. Se oían enormes estallidos que retumbaban en la distancia, los cañones antiaéreos que replicaban como podían; pero en lo alto las estrellas seguían centelleando por todo lo que valía la pena. Eran como Jimmy, comprendió, fieles, perseverantes, algo en lo que confiar para toda la vida.

—Harías cualquier cosa por mí, ¿a que sí? —dijo con un suspiro de satisfacción.

—Ya sabes que sí.

Había dejado de reírse y, raudo como el viento, en el callejón cambió el ambiente. «Ya sabes que sí». Lo sabía, y saberlo la encandiló y asustó al mismo tiempo. O, más bien, cómo reaccionó su cuerpo. Al oír esa respuesta, Dolly sintió un desgarro en la parte baja del vientre. Tembló. Sin pensar, buscó su mano en la oscuridad.

Era cálida, suave, grande, y Dolly se la llevó a la boca para darle un beso en los nudillos. Oyó la respiración de Jimmy y Dolly acompasó su respiración con la de él.

Se sentía valiente, madura, poderosa. Se sentía bella y viva. Con el corazón desbocado, tomó su mano y se la llevó al pecho.

En la garganta de Jimmy, un sonido delicado, un suspiro.

—Doll…

Lo silenció con un beso. No podía consentir que hablase, no ahora; quizás nunca volviese a reunir el valor. Haciendo memoria de todo lo que había oído a las risueñas Kitty y Louisa en la cocina del número 7, Dolly bajó la mano para posarla en su cinturón. La dejó caer un poco más.

Jimmy gimió, se inclinó para besarla, pero ella movió los labios para susurrarle al oído:

—¿Es verdad que harías cualquier cosa por mí?

Él asintió contra el cuello de ella y respondió:

—Sí.

—¿Y si llevas a esta joven a casa y la dejas a salvo en la cama?

Jimmy se incorporó mucho después de que Dolly se quedara dormida. Había sido una noche gloriosa y no quería que se acabara tan pronto. No quería que nada rompiese el hechizo. Una bomba se estrelló en las cercanías y los marcos de las fotografías vibraron en la pared. Dolly se movió en sus sueños y Jimmy posó una mano en su cabeza con ternura.

Apenas habían hablado al volver a Campden Grove, ambos demasiado conscientes del significado implícito en sus palabras, de haber cruzado una línea y encontrarse en un rumbo del que no podrían desviarse. Jimmy nunca había estado en el lugar donde Dolly vivía y trabajaba; era una rareza suya: la anciana, explicaba, tenía ideas muy tajantes al respecto, y Jimmy siempre lo había respetado.

Cuando llegaron al número 7, ella lo dejó pasar entre los sacos de arena por la puerta principal, que cerró con delicadeza tras ellos. Dentro de la casa estaba a oscuras, más aún que en la calle debido a las cortinas, y Jimmy casi se tropezó antes de que Dolly encendiera una pequeña lámpara de mesa a los pies de la escalera. La bombilla emitió un inestable círculo de luz sobre la alfombra y la pared, y Jimmy vislumbró por primera vez qué grandiosa era esta casa de Dolly en realidad. No se entretuvieron, lo cual le alegró, pues tanto lujo era desconcertante. Era una muestra de todo lo que quería ofrecerle pero no podía, y no logró evitar la ansiedad al verla tan cómoda aquí.

Dolly se desabrochó las correas de los zapatos de tacón alto, los enganchó con un dedo y lo tomó de la mano. Con un dedo en los labios y la cabeza inclinada, comenzó a subir la escalera.

—Yo voy a cuidar de ti, Doll —susurró Jimmy cuando llegaron a su dormitorio. Ya no tenían más cosas que decirse el uno al otro y estaban de pie, junto a la cama, a la espera de que alguien hiciese algo. Ella se rio cuando lo dijo, pero esa risa delató sus nervios y él la quiso aún más por ese indicio de incertidumbre juvenil. Había ido a contrapié desde que Dolly lo invitó a la cama en ese callejón, pero ahora, al oírla reír así, al percibir su temor, Jimmy volvió a estar a cargo de la situación y de repente el mundo recuperó el orden.

Una parte de él quería arrancarle el vestido, pero, en vez de ello, deslizó un dedo por debajo de uno de los finos tirantes. Su piel estaba cálida, a pesar del frío de la noche, y sintió que se estremecía al tocarla. Ese movimiento sutil y repentino le cortó la respiración.

—Voy a cuidar de ti —dijo de nuevo—. Para siempre. —Ella no se rio esta vez, y Jimmy se agachó para besarla. Dios, qué dulce era. Desabotonó el vestido rojo, bajó los tirantes de los hombros y lo dejó caer con delicadeza al suelo. Ella se quedó de pie, mirándolo fijamente, los senos subiendo y bajando al compás de su aliento entrecortado, y sonrió, una de esas sonrisas insinuantes de Dolly que lo provocaban y le hacían sufrir, y, antes de que Jimmy supiese lo que estaba ocurriendo, le sacó la camisa de los pantalones…

Estalló otra bomba y cayó polvo de yeso de las molduras, por encima de la puerta. Jimmy encendió un cigarrillo mientras los cañones antiaéreos respondían al ataque. Las pestañas de Dolly, aún dormida, eran negras contra las mejillas húmedas. Jimmy le acarició el brazo con ternura. Qué tonto había sido, qué tonto de remate, al negarse a casarse con ella cuando casi se lo había rogado. Y aquí estaba él, enojado por la distancia entre ellos, sin detenerse un instante a pensar en su parte de culpa. Esas viejas ideas a las que se aferraba acerca del matrimonio y el dinero. Al verla esta noche, no obstante, al verla como no la había visto antes, al comprender qué fácil sería perderla en este nuevo mundo de ella, todo se volvió claro. Tenía suerte de que lo hubiese esperado, de que aún sintiese lo mismo. Jimmy sonrió, acariciándole el cabello oscuro y resplandeciente; estar aquí, junto a ella, era prueba suficiente.

Al principio tendrían que vivir en su apartamento: no era lo que había soñado para Dolly, pero su padre ya se había adaptado y no tenía mucho sentido mudarse en medio de una guerra. Cuando todo acabase podría alquilar algo en un barrio mejor, tal vez incluso hablar con el banco sobre un préstamo para su propio hogar. Jimmy había ahorrado un poco de dinero (durante años había guardado los centavos sueltos en una jarra) y su editor creía en sus fotografías.

Dio una calada al cigarrillo.

De momento, tendrían una boda de guerra, y no había nada de lo que avergonzarse. Era romántico, pensó: el amor en los tiempos de lucha. Dolly estaría bellísima en cualquier caso, sus amigas podrían ser las damas de honor (Kitty y la nueva, Vivien, cuya sola mención lo inquietaba) y tal vez lady Gwendolyn Caldicott, en lugar de sus padres; además, Jimmy ya tenía el anillo perfecto. Había pertenecido a su madre, y lo guardaba en una caja de terciopelo negro al fondo del cajón de su dormitorio. Lo había dejado cuando se fue, junto a una nota en la que explicaba por qué, sobre la almohada donde dormía su padre. Jimmy lo había cuidado desde entonces; al principio, para devolvérselo cuando regresase; más tarde, para recordarla; pero, cada vez más, a medida que pasaban los años, para poder comenzar de nuevo junto a la mujer que amaba. Una mujer que no lo abandonara.

Jimmy había adorado a su madre cuando era niño. Había sido su ídolo, su primer amor, la gran luna resplandeciente cuyos ciclos mantenían su diminuto espíritu humano bajo su poder. Solía contarle un cuento, recordó, cada vez que no podía dormir. Era acerca de La Estrella del Ruiseñor, un barco, decía, un barco mágico: un viejo galeón de velas amplias y mástil poderoso y seguro, que navegaba por los mares del sueño, noche tras noche, en busca de aventuras. Solía sentarse junto a él a un lado de la cama, acariciándole el pelo y tejiendo cuentos sobre la nave invencible, y su voz, mientras hablaba de esos viajes maravillosos, lo calmaba como nada más podía calmarlo. Hasta que se encontrase flotando en las orillas del sueño, en ese barco que lo llevaba hacia la gran estrella de Oriente, no se reclinaría a susurrarle al oído: «Ya te vas, cariño. Te veré esta noche en La Estrella del Ruiseñor. ¿Me vas a esperar? Vamos a vivir una gran aventura».

Durante mucho tiempo, lo creyó. Tras marcharse con el otro, ese ricachón de lengua sibilina y automóvil grande y costoso, se contó ese cuento a sí mismo cada noche, con la certeza de verla en sus sueños, donde la agarraría y la traería de vuelta a casa.

Pensó que nunca habría una mujer a la que amase tanto. Y entonces conoció a Dolly.

Jimmy se terminó el cigarrillo y miró el reloj; eran casi las cinco. Tenía que irse si quería llegar a tiempo para cocer el huevo del desayuno de su padre.

Se levantó tan silenciosamente como pudo, se puso el pantalón y se abrochó el cinturón. Se entretuvo un momento para contemplar a Dolly, tras lo cual se agachó para darle el más ligero de los besos. «Te veré en La Estrella del Ruiseñor», dijo en voz baja. Aunque se movió, Dolly no llegó a despertarse, y Jimmy sonrió.

Bajó por las escaleras y salió al frío gris invernal que precedía el amanecer en Londres. La nieve flotaba en el aire, podía olerla, y sopló grandes bocanadas de niebla al caminar, pero Jimmy no tenía frío. No esta mañana. Dolly Smitham lo amaba, se iban a casar y nunca nada más volvería a salir mal.