Londres, diciembre de 1940
Demasiado fuerte, niña tonta. ¡Demasiado fuerte, maldita sea! —La vieja descargó el mango del bastón, que produjo un golpe sordo a su lado—. ¿Necesito recordarte que soy una dama y no un caballo de tiro al que hay que herrar?
Dolly sonrió con dulzura y se alejó un poco, fuera del peligro. Había varias cosas de su trabajo que no le gustaban, pero no se lo habría pensado dos veces si le hubieran preguntado qué era lo peor de ser la señorita de compañía de lady Gwendolyn Caldicott: limpiarle las uñas de los pies. Esa tarea semanal parecía sacar lo peor de ambas, pero era un mal necesario, así que Dolly lo llevaba a cabo sin queja. (Al menos, en el momento; más tarde, en la sala de estar, junto a Kitty y las otras, se quejaba con tal lujo de detalles que tenían que rogarle, con lágrimas de tanto reír, que parase).
—Ya está —dijo, guardando la lima en su funda y frotándose los dedos—. Perfecto.
—¡Ejem! —Lady Gwendolyn se enderezó el turbante con una mano, de tal modo que derramó la ceniza de la colilla que sostenía olvidada en la mano. Miró por encima del hombro a lo largo del vasto océano de su cuerpo ataviado con gasas mientras Dolly levantaba esos pulcros piececitos para examinarlos—. Espero que así esté bien —dijo, tras lo cual refunfuñó acerca de los viejos tiempos, cuando una tenía una criada de verdad a su entera disposición.
Dolly adhirió una sonrisa a la cara y fue a buscar los periódicos. Hacía poco más de dos años que había salido de Coventry y el segundo año prometía ser mucho mejor que el primero. Qué ingenua era cuando llegó… Jimmy la ayudó a encontrar una pequeña habitación (en un barrio mejor que el suyo, añadió él con una sonrisa) y un puesto en una tienda de vestidos; al poco tiempo, comenzó la guerra y Jimmy desapareció. «La gente quiere historias del frente —le explicó antes de partir hacia Francia, sentados juntos cerca del lago Serpentine, mientras él jugaba con barquitos de papel y ella fumaba taciturna—. Alguien tiene que contarlas». Para Dolly lo más emocionante o sofisticado de ese primer año fueron los vistazos ocasionales a las mujeres elegantes que pasaban por John Lewis de camino a Bond Street, y las miradas absortas de los otros inquilinos en la pensión de la señora White cuando, acabada la cena, se reunían en el salón y rogaban a Dolly que les contase una vez más cómo su padre le había gritado cuando se fue de casa, cómo le dijo que nunca más mancharía esa puerta. Se sentía interesante e intrépida al describir cómo había cerrado la puerta detrás de sí, cómo se había pasado la bufanda sobre el hombro y se había dirigido a la estación sin mirar atrás, hacia la casa de su familia, ni una sola vez. Pero más tarde, ya en la cama estrecha de su pequeña habitación a oscuras, los recuerdos la estremecían tanto como el frío.
Todo cambió, sin embargo, cuando perdió el puesto de vendedora en John Lewis. (Un estúpido malentendido, en realidad: ¿qué culpa tenía Dolly si algunas personas no apreciaban la sinceridad? Y era indiscutible que las faldas cortas no sientan bien a todo el mundo). Fue el doctor Rufus, el padre de Caitlin, quien acudió al rescate. Al conocer el incidente, mencionó que un conocido buscaba una señorita de compañía para una tía suya.
—Una anciana tremenda —dijo durante un almuerzo en el Savoy. Cada mes, cuando visitaba Londres, invitaba a Dolly a un festín, por lo general cuando su esposa andaba de compras con Caitlin—. Un tanto excéntrica, creo, solitaria. Nunca se recuperó una vez que su hermana se mudó para casarse. ¿Te llevas bien con los ancianos?
—Sí —dijo Dolly, concentrada en su cóctel de champán. Era la primera vez que bebía uno y estaba un poco mareada, si bien de una forma inesperadamente agradable—. Eso creo. ¿Por qué no? —Lo cual fue respuesta más que satisfactoria para el risueño doctor Rufus. Le escribió una recomendación y habló con su amigo; incluso se ofreció a llevarla en coche a la entrevista. El sobrino habría preferido cerrar la casa solariega durante la guerra, explicó el doctor Rufus al acercarse a Kensington, pero su tía lo había impedido. Ese vejestorio obstinado (en verdad había que admirar su espíritu, dijo) se había negado a ir con la familia de un sobrino a la seguridad de una casa de campo, se negó en redondo y amenazó con llamar a su abogado si no la dejaban en paz.
Desde entonces, durante los diez meses que había trabajado para lady Gwendolyn, Dolly había escuchado esa historia muchísimas veces. La anciana, quien se regodeaba evocando las pequeñas ofensas que había sufrido, dijo que esa rata de sobrino trató de llevársela —«en contra de mi voluntad»—, pero insistió en permanecer «en este lugar, donde siempre he sido feliz. Aquí es donde crecimos Henny Penny y yo. Tendrán que sacarme con los pies por delante si quieren que me vaya de aquí. Me atrevo a decir que, incluso en ese caso, sabría cómo atormentar a Peregrine, si tuviese la osadía». A Dolly, por su parte, le emocionaba la postura de lady Gwendolyn, pues, gracias a esa insistencia en quedarse, Dolly vivía ahora dentro de esa maravillosa mansión en Campden Grove.
Y era sin duda maravillosa. La fachada del número 7 era clásica: tres pisos y un sótano, estuco blanco con acabados en negro, separada de la acera por un pequeño jardín; el interior, sin embargo, era sublime. Paredes empapeladas con diseños de William Morris, espléndido mobiliario que soportaba la mugre divina de generaciones, estantes que gruñían bajo el peso exquisito del cristal, la plata y la porcelana. No podía ser mayor el contraste con la pensión de la señora White, en Rillington Place, donde Dolly había entregado más de la mitad de su salario semanal de vendedora a cambio del privilegio de dormir en lo que antes era un armario, impregnado de un olor permanente a picadillo de carne. En cuanto cruzó por primera vez el umbral de la casa de lady Gwendolyn, Dolly supo que haría todo lo posible, que se entregaría por completo, con tal de vivir entre esos muros.
Y lo logró. La única pega fue lady Gwendolyn: el doctor Rufus estaba en lo cierto cuando la calificó de excéntrica; se le olvidó mencionar que había estado marinándose en los amargos jugos del abandono durante casi tres décadas. Los resultados eran un tanto aterradores, y los primeros seis meses Dolly no dudó de que su patrona tenía la tentación de enviarla a B. Cannon & Co. para que la convirtieran en cola de pegar. Ahora la comprendía mejor: lady Gwendolyn podía ser brusca en ocasiones, pero era su forma de ser. Dolly también había descubierto recientemente, con gran satisfacción, que, en cuanto a la señorita de compañía se trataba, esa rudeza enmascaraba un afecto real.
—¿Leemos los titulares de la prensa? —preguntó Dolly en tono jovial, de vuelta al pie de la cama.
—Como quiera. —Lady Gwendolyn se encogió de hombros y dio unos golpecitos con una zarpa húmeda a la otra, sobre la panza—. A mí me da igual una cosa que la otra.
Dolly abrió la última edición de The Lady y buscó las páginas de sociedad; se aclaró la garganta, adoptó un tono de reverencia adecuado y comenzó a leer las andanzas de personas cuyas vidas eran como sueños. Era un mundo desconocido para Dolly; ah, había visto casas grandiosas a las afueras de Coventry y en ocasiones su padre hablaba, dándose importancia, acerca de un pedido especial para una de las «mejores familias», pero las historias que contaba lady Gwendolyn (cuando estaba de humor) sobre las aventuras vividas junto a su hermana, Penelope (visitaban el Café Royal, vivieron juntas un tiempo en Bloomsbury, posaron para un escultor enamorado de ambas), no estaban al alcance de las fantasías más alocadas de Dolly, lo cual era mucho decir.
Mientras Dolly leía sobre la actualidad de los mejores y más brillantes, lady Gwendolyn, recostada placenteramente sobre las almohadas de satén, fingía desinterés mientras escuchaba absorta cada palabra. Era siempre lo mismo; tal era su curiosidad que nunca resistía mucho tiempo.
—Cielo santo. Parece que las cosas no les van nada bien al señor y la señora Horsquith.
—Divorcio, ¿a que sí? —La anciana resopló.
—Lo dice entre líneas. Ella se ha ido otra vez con ese tipo, el pintor.
—No es ninguna sorpresa. Qué falta de discreción la de esa mujer, siempre sometida a sus espantosas —el labio de lady Gwendolyn se arqueó al escupir el culpable— pasiones. —Salvo que dijo pesiones, pronunciación encantadora y elegante que Dolly gustaba de practicar cuando se sabía sola—. Igual que su madre antes que ella.
—¿Quién dijo que era?
Lady Gwendolyn plantó los ojos en el medallón burdeos del techo.
—De verdad, estoy segura de que Lionel Rufus no dijo que fueses tan lenta. No apruebo totalmente a las mujeres inteligentes, pero, ciertamente, no voy a tolerar una necia. ¿Es usted una necia, señorita Smitham?
—Creo que no, lady Gwendolyn.
—Ejem —dijo, en un tono que sugería que aún no había llegado a una conclusión definitiva.
—La madre de lady Horsquith, lady Prudence Dyer, fue una parlanchina pesadísima que nos tenía aburridísimos a todos con sus proclamas sobre el voto femenino. Henny Penny solía imitarla de maravilla: era divertidísima cuando le venía en gana. Como suele ocurrir, lady Prudence agotó la paciencia de la gente hasta tal punto que nadie toleraba ni un minuto más su compañía. Sea egoísta, sea grosera, sea audaz o malvada, pero nunca, Dorothy, nunca sea tediosa. Al cabo de un tiempo, desapareció sin más.
—¿Desapareció?
Con una floritura, lady Gwendolyn movió la muñeca, perezosa, y la ceniza cayó como polvo mágico.
—Se fue en barco a la India, Tanzania, Nueva Zelanda… Quién sabe. —Su boca se comprimió como si hiciese un mohín y pareció masticar algo; un pedacito de comida atrapado entre los dientes o una información secreta y jugosa, era difícil de adivinar. Hasta que, al fin, con una sonrisa pícara, añadió—: Dios, claro, y un pajarito me confesó que vivía con un nativo en un horror de lugar llamado Zanzíbar.
—No puede ser.
—Pues sí. —Lady Gwendolyn dio una calada tan enfática al cigarrillo que sus ojos se estrecharon como ranuras de dos peniques. Para ser una mujer que no se había aventurado fuera de su tocador en los treinta años transcurridos desde la partida de su hermana, se mantenía muy bien informada. Había muy pocas personas en las páginas de The Lady que no conociese, y se le daba de maravilla que hiciesen precisamente lo que ella deseaba. Incluso Caitlin Rufus se había casado con su marido por decreto de lady Gwendolyn: un vejete aburrido, decían, pero riquísimo. Caitlin, a su vez, se había convertido en la peor clase de pesada y dedicaba horas a lamentar la estupidez que había sido casarse («Tú muy bien, Doll») y comprar una casa justo cuando los mejores tapices eran retirados de las tiendas. Dolly había visto al esposo una o dos veces y llegó a la conclusión de que debía de haber mejor manera de adquirir riquezas que casarse con un hombre que creía que una partidita de whist y un revolcón con la doncella tras las cortinas del comedor eran los mejores pasatiempos.
Lady Gwendolyn movió la mano con impaciencia para que Dolly continuara y Dolly obedeció con prontitud:
—Oh, vaya, aquí hay una más alegre. Lord Dumphee se ha prometido con la honorable Eva Hastings.
—¿Qué hay de alegre en un compromiso?
—Nada, por supuesto, lady Gwendolyn. —Se trataba de un tema en el que convenía ir con tiento.
—Estará bien para una muchacha tonta enganchar su rueda al vagón del marido, pero quedas avisada, Dorothy: a los hombres les gusta cierto deporte y todos quieren el mejor premio, pero ¿y una vez que lo logran? Ahí es cuando la diversión y los juegos se terminan. Los juegos de él, la diversión de ella. —Giró la muñeca—. Continúe, lea el resto. ¿Qué dice?
—Hay una fiesta para celebrar el compromiso este sábado por la noche.
Esa noticia despertó un gruñido que delataba cierto interés.
—¿En la mansión Dumphee? Gran lugar. Henny Penny y yo una vez asistimos ahí a un baile. Al final todos se quitaron los zapatos y bailaron en la fuente… Porque se va a celebrar en la mansión Dumphee, ¿no es así?
—No. —Dolly estudió el anuncio—. No parece ser el caso. Van a dar una fiesta solo por invitación en el Club 400.
Mientras lady Gwendolyn lanzaba una encendida diatriba contra la vulgaridad de esos lugares («¡clubes nocturnos!»), Dolly fantaseó. Solo había ido una vez al 400, con Kitty y unos soldados amigos de ella. Al fondo de los sótanos, al lado de donde antes se hallaba el teatro Alhambra, en Leicester Square, reinaba el rojo oscuro, íntimo y profundo hasta donde alcanzaba la vista: la seda en las paredes, los lujosos bancos con una única vela encendida, las cortinas de terciopelo que se derramaban como vino hasta la alfombra escarlata.
Hubo música, risas y soldados por todas partes, y parejas que se mecían soñadoras en la pequeña pista de baile sumida en la penumbra. Y cuando un soldado, con demasiado whisky en las entrañas y una incómoda protuberancia en el pantalón, se inclinó hacia ella y le explicó, con una excitada torpeza, todas las cosas que le haría cuando estuviesen a solas, Dolly vio por encima del hombro un grupo de jóvenes guapos (más elegantes, más hermosos, más de todo que el resto de los presentes), los cuales se adentraban tras un cordón rojo, donde les recibía un hombre menudo de bigote negro y enorme. («Luigi Rossi —dijo Kitty con aire de entendida mientras bebían una copa de ginebra con limón bajo la mesa de la cocina, de vuelta en Campden Grove—. ¿No lo conocías? Él lleva todo el tinglado»).
—Ya basta —dijo lady Gwendolyn, que aplastó la colilla del cigarrillo en el envase abierto de pomada que había en la mesilla—. Estoy cansada y no me siento bien… Necesito uno de mis caramelos. Ah, me temo que ya no me queda mucho. Apenas pegué ojo anoche, con todo ese ruido, ese ruido espantoso.
—Pobre lady Gwendolyn —dijo Dolly, que dejó The Lady y sacó la bolsa de caramelos de fruta de la gran dama—. La culpa es de ese asqueroso señor Hitler, de verdad que sus bombarderos…
—No me refiero a los bombarderos, niña tonta. Hablo de ellas. Las otras, con sus risitas —se estremeció teatralmente y bajó la voz— infernales.
—Oh —dijo Dolly—. Ellas.
—Qué grupo de niñas más espantoso —declaró lady Gwendolyn, que aún no las conocía—. Niñas oficinistas, encima, tecleando para los ministerios… Seguro que van rápido. ¿Qué estarían pensando los del departamento de Guerra? Comprendo, cómo no, que necesitan un lugar, pero ¿tiene que ser aquí? ¿En mi preciosa casa? Peregrine está fuera de sus cabales… ¡Qué cartas he recibido! No soporta que esas criaturas vivan entre las reliquias de la familia. —La contrariedad de su sobrino casi le dibujó una sonrisa, pero la profunda amargura en el corazón de lady Gwendolyn la extinguió. Estiró la mano para agarrar la muñeca de Dolly—. ¿No estarán viéndose con hombres en mi casa, Dorothy?
—Oh, no, lady Gwendolyn. Conocen su opinión al respecto, me aseguré yo misma.
—Porque no lo consentiría. No habrá fornicación bajo mi techo.
Dolly asintió con sobriedad. Esta era, lo sabía, la gran espina en el áspero corazón de su señora. El doctor Rufus le había explicado todo sobre la hermana de lady Gwendolyn, Penelope. Habían sido inseparables cuando eran jóvenes, dijo, con tal parecido, tanto en aspecto como en modales, que la mayoría de la gente las tenía por gemelas, si bien una era dieciocho meses mayor. Iban a bailes, a pasar fines de semana en casas de campo, siempre juntas…, pero entonces Penelope cometió el crimen por el cual su hermana no la perdonaría nunca. «Se enamoró y se casó —dijo el doctor Rufus, dando una calada al puro con la satisfacción del narrador que ha llegado al punto culminante—. Y, de esa forma, rompió el corazón de su hermana».
—No, no —dijo Dolly, con voz tranquilizadora—. Eso no va a ocurrir, lady Gwendolyn. Antes de que se dé cuenta, la guerra habrá terminado y todas volverán por donde han venido. —Dolly no tenía ni idea de si eso era cierto; por su parte, esperaba que no: esa casa enorme era demasiado silenciosa por las noches, y Kitty y las otras la entretenían un poco, pero qué iba a decir, sobre todo con la anciana tan alterada. Pobrecita, debía de ser horrible perder una alma gemela. Dolly era incapaz de imaginar su vida sin la suya.
Lady Gwendolyn se recostó contra la almohada. La diatriba contra los clubes nocturnos y sus vilezas, sus vívidas imaginaciones de las babilónicas andanzas que ahí se vivían, los recuerdos de su hermana y el riesgo de fornicación bajo su propio techo…, todo había hecho mella. Estaba agotada y demacrada, tan arrugada como el globo cautivo que había caído en Notting Hill el otro día.
—Vamos, lady Gwendolyn —dijo Dolly—. Mire este precioso caramelo que he encontrado. Vamos a saborearlo y descansar un rato, ¿vale?
—Bueno, vale —refunfuñó la anciana—. Pero una hora más o menos, Dorothy. No me dejes dormir pasadas las tres… No quiero perderme nuestra partida de cartas.
—Ni pensarlo —dijo Dolly, que depositó el caramelo entre los labios fruncidos de su señora.
Mientras la anciana chupaba de modo frenético, Dolly se acercó a la ventana para correr las cortinas. Al desatar los lazos de las cortinas, su atención se centró en la casa de enfrente, y lo que vio le dio un vuelco al corazón.
Vivien estaba ahí de nuevo. Sentada ante su escritorio tras la ventana, inmóvil como una estatua salvo por los dedos de una mano, que retorcían el final de su largo collar de perlas. Dolly saludó con entusiasmo, deseosa de ser vista por la otra mujer, pero ella no alzó la vista: estaba absorta en sus propios pensamientos.
—¿Dorothy?
Dolly parpadeó. Vivien (se escribía igual que Vivien Leigh, qué suerte) era quizás la mujer más bella que jamás había visto. Tenía un rostro con forma de corazón, pelo castaño oscuro resplandeciente con su peinado victory roll y labios carnosos pintados de escarlata. Sus ojos eran amplios, coronados por unas cejas espectaculares, como las de Rita Hayworth o Gene Tierney, pero no era ese el secreto de su belleza. No eran las faldas ni las blusas elegantes que vestía, era el modo en que las llevaba, con sencillez, sin darles importancia; era el collar de perlas que rodeaba el cuello con ligereza, el Bentley marrón que solía conducir antes de donarlo, como un par de botas viejas, al servicio de ambulancias. Era esa historia trágica que Dolly había descubierto a cuentagotas: niña huérfana, criada por un tío, casada con un apuesto y rico autor llamado Henry Jenkins, que tenía un puesto importante en el Ministerio de Información.
—¿Dorothy? Ven a estirar las sábanas y trae la mascarilla.
Normalmente, Dolly habría sentido envidia por vivir tan cerca de una mujer semejante, pero con Vivien era diferente. Dolly había deseado, toda su vida, tener una amiga como ella. Alguien que la comprendiese de verdad (no como la aburrida Caitlin o la frívola Kitty), alguien con quien pudiese pasear del brazo por Bond Street, elegante y animada, mientras la gente se volvía a mirarlas y cuchicheaba sobre esas beldades morenas y de piernas esbeltas, qué encanto tan natural. Y ahora, al fin, había encontrado a Vivien. Desde la primera vez que se cruzaron, caminando por Grove, cuando se miraron y sonrieron (una sonrisa reservada, comprensiva, cómplice), quedó claro para ambas que tenían mucho en común y serían grandes amigas.
—¡Dorothy!
Dolly se sobresaltó y se apartó de la ventana. Lady Gwendolyn había acabado en medio de una maraña de gasa púrpura y almohadas de pato y rezongaba, acalorada, en el centro.
—No encuentro mi mascarilla por ningún lado.
—Vamos —dijo Dolly, que echó otro vistazo a Vivien antes de correr las cortinas—. A ver si la encontramos juntas.
Después de una breve pero exitosa búsqueda, apareció la mascarilla, aplastada y caliente bajo el considerable muslo izquierdo de lady Gwendolyn. Dolly retiró el turbante bermellón y lo colocó sobre el busto de mármol de la cómoda, tras lo cual puso la máscara en la cabeza de su señora.
—Con cuidado —advirtió lady Gwendolyn—. Me vas a cortar la respiración si la pasas así sobre la nariz.
—Oh, cielos —dijo Dolly—. No querríamos que pasase eso.
—¡Ejem! —La anciana dejó que la cabeza se hundiese entre las almohadas y su rostro pareció flotar sobre el resto de su cuerpo, una isla en un mar de pliegues cutáneos—. Setenta y cinco años, todos ellos larguísimos, y ¿de qué me han servido? Abandonada por mis seres más queridos, lo más cercano que tengo es una muchacha que me cobra por las molestias.
—Vaya, vaya —dijo Dolly, como a un niño díscolo—, ¿qué molestias? Ni de broma hable así, lady Gwendolyn. Ya sabe que la seguiría cuidando aunque no me pagase ni un penique.
—Sí, sí —refunfuñó la anciana—. Bueno. Ya vale.
Dolly arropó con las mantas a lady Gwendolyn. La anciana apoyó el mentón sobre el satén ribeteado y dijo:
—¿Sabes qué debería hacer?
—¿Qué, lady Gwendolyn?
—Debería dejar todas mis cosas para ti. Así aprendería una lección el manipulador de mi sobrino. Al igual que su padre, ese jovencito está dispuesto a robarme todo lo que me es preciado. Me tienta llamar a mi abogado y hacerlo oficial.
Qué decir ante esos comentarios; naturalmente, era emocionante saber que lady Gwendolyn la tenía en tan alta estima, pero mostrarse complacida habría sido terriblemente vulgar. Desbordante de orgullo, Dolly se apartó y se puso a alisar el turbante de la anciana.
Fue el doctor Rufus quien informó a Dolly de las intenciones de lady Gwendolyn. Habían ido a uno de sus almuerzos hacía unas semanas y, tras una larga charla acerca de la vida social de Dolly («¿Y de novios, Dorothy? Sin duda, una joven como tú debe de tener decenas de pretendientes. Mi consejo: busca un tipo maduro con un buen trabajo, alguien que te pueda ofrecer todo lo que te mereces»), le preguntó cómo le iba en Campden Grove. Cuando le dijo que pensaba que todo iba bien, él movió el whisky, de modo que los cubitos de hielo tintinearon, y le guiñó un ojo.
—Mejor que bien, por lo que oigo. Recibí una carta de Peregrine Wolsey la semana pasada. Escribió que su tía se había encariñado tanto con «mi muchacha», como él dijo —el doctor Rufus pareció adentrarse en sus propias ensoñaciones hasta que recobró la compostura y continuó—, que le preocupaba su herencia. Estaba molestísimo conmigo por haberte enviado a casa de su tía. —Se rio, pero Dolly solo atinó a sonreír pensativa. No dejó de pensar acerca de lo que le había contado el resto de ese día ni a lo largo de toda la semana.
El hecho es que Dolly le había dicho la verdad al doctor Rufus. Tras un inicio titubeante, lady Gwendolyn, cuya reputación (acrecentada por sus propios relatos) de despreciar a todos los seres humanos era sobradamente conocida, se había quedado prendada de su joven acompañante. Lo cual era una gran noticia. Lástima que Dolly hubiese tenido que pagar un precio tan alto por el afecto de la anciana.
La llamada telefónica llegó en noviembre; la cocinera respondió y exclamó que era para Dorothy. Ahora era un recuerdo doloroso, pero Dolly se alegró tanto al saber que la llamaban por teléfono en esa grandiosa mansión que bajó las escaleras a toda prisa, agarró el receptor y adoptó su tono más solemne: «Diga. Al habla Dorothy Smitham». Y entonces oyó a la señora Potter, amiga de su madre, vecina de Coventry, que hablaba a gritos sobre su familia: «Todos muertos, todos. Una bomba incendiaria… No hubo tiempo para ir al refugio».
Se abrió un abismo en el interior de Dolly en ese momento: era como si, en vez de estómago, tuviese un gran torbellino esférico de dolor, desamparo y miedo. Dejó caer el teléfono, y se quedó ahí, en el enorme vestíbulo del número 7 de Campden Grove; se sentía diminuta y sola, a merced de los caprichos del viento. Todas las partes de Dolly, los recuerdos de diferentes momentos de su vida, cayeron como una baraja de cartas, desordenadas, cuyos dibujos ya palidecían. La ayudante de la cocinera llegó en ese momento y dijo: «Buenos días», y Dolly quiso gritarle que era un día horrendo, que todo había cambiado, ¿o acaso no lo veía aquella estúpida? Pero no lo hizo. Le devolvió la sonrisa y dijo: «Buenos días», y se obligó a subir las escaleras, donde lady Gwendolyn repicaba con furia su campanilla de plata y tanteaba en busca de las gafas que había perdido en un descuido.
Al principio, Dolly no habló con nadie acerca de su familia, ni siquiera con Jimmy, quien, por supuesto, lo sabía y se moría de ganas de consolarla. Cuando Dolly le dijo que estaba bien, que esto era una guerra y todos sufrían pérdidas, Jimmy pensó que trataba de ser valiente, pero no era el valor lo que silenciaba a Dolly. Sus emociones eran tan complejas, tan descarnados los recuerdos de su salida de la casa que consideró mejor no empezar a hablar por miedo a lo que podría decir y sentir. No había visto a sus padres desde que se fue a Londres: su padre le había prohibido hablar con ellos a menos que fuese a «empezar a comportarse de forma decente», pero su madre le había escrito cartas secretas, con frecuencia si no con cariño, en la más reciente de las cuales insinuaba un viaje a Londres para ver por sí misma «esa mansión y a esa gran dama que tanto mencionas». Pero ya era demasiado tarde para todo eso. Su madre jamás conocería a lady Gwendolyn, ni entraría en el número 7 de Campden Grove, ni vería que la vida de Dolly era un gran éxito.
En cuanto al pobre Cuthbert… Para Dolly era demasiado doloroso pensar en él. Recordó también su última carta, palabra por palabra: cómo describía con todo detalle el refugio que estaban construyendo en el jardín, las fotografías de Spitfires y Hurricanes que coleccionaba para decorar el interior, qué planes tenía para los pilotos alemanes que capturase. Qué orgulloso y engañado estaba, qué emocionado con la parte que iba a desempeñar en la guerra, tan regordete y desgarbado, tan feliz y pequeño, y ahora se había ido. La tristeza que embargó a Dolly, la soledad de saberse huérfana, era tan inmensa que no vio más alternativa que dedicarse a trabajar para lady Gwendolyn y no hablar más de ello.
Hasta que un día la anciana se puso a evocar la bonita voz que tuvo de niña, y Dolly se acordó de su madre y de esa caja azul oculta en el garaje, llena de sueños y recuerdos que ahora no eran más que escombros, y rompió a llorar, ahí mismo, al borde de la cama de la anciana, con la lima en la mano.
—¿Qué te ocurre? —dijo lady Gwendolyn, cuya boca, tan pequeña, se quedó abierta de par en par, muestra de la impresión recibida, como si Dolly se hubiese quitado la ropa y empezase a bailar por la habitación.
Sorprendida en un momento de descuido, Dolly se lo contó todo a lady Gwendolyn. Su madre, su padre y Cuthbert, cómo eran, qué cosas decían, cómo la sacaban de sus casillas, cómo su madre le cepillaba el pelo y Dolly se resistía, los viajes a la playa, el cricket y el burro. Por último, Dolly confesó cómo se fue de la casa, sin pararse apenas cuando su madre la llamó —Janice Smitham, quien habría preferido pasar hambre antes que alzar la voz cerca de los vecinos— y salió corriendo con el libro que le había comprado como regalo de despedida.
—Ejem —dijo lady Gwendolyn cuando Dolly terminó de hablar—. Es doloroso, sin duda, pero no eres la primera que pierde a su familia.
—Lo sé. —Dolly respiró hondo. El eco de su propia voz parecía recorrer la habitación, y Dolly se preguntó si estaba a punto de ser despedida. A lady Gwendolyn no le gustaban los arrebatos (a menos que fueran suyos).
—Cuando me despojaron de Henny Penny, pensé que iba a morir.
Dolly asintió, esperando, aún, la caída del hacha.
—Pero tú eres joven; vas a salir adelante. Solo tienes que mirarla a ella, al otro lado de la calle.
Era cierto: al final, la vida de Vivien se había convertido en un camino de rosas, pero había unas cuantas diferencias entre ambas.
—Ella tenía un tío rico que se hizo cargo de ella —dijo Dolly en voz baja—. Es una heredera, casada con un escritor famoso. Y yo soy… —Se mordió el labio inferior, para no llorar de nuevo—. Yo soy…
—Bueno, no estás completamente sola, ¿a que no, niña tonta?
Lady Gwendolyn alzó la bolsa de caramelos y, por primera vez, ofreció uno a Dolly. Tardó un momento en captar lo que la anciana estaba sugiriendo, pero, cuando lo hizo, Dolly ya había metido la mano, tímidamente, dentro de la bolsa para sacar un dulce enorme, rojo y verde. Lo sostuvo en la mano, los dedos cerrados alrededor, consciente de que se derretía contra su palma caliente. Dolly respondió solemnemente:
—La tengo a usted.
Lady Gwendolyn resopló y apartó la vista.
—Nos tenemos la una a la otra, supongo —dijo con la voz aflautada por la emoción imprevista.
Dolly llegó a su dormitorio y añadió el número más reciente de The Lady al montón de ejemplares. Más tarde, echaría un vistazo y recortaría las mejores fotos para pegarlas dentro de su Libro de Ideas, pero ahora tenía cosas más importantes de las que ocuparse.
Se puso a gatas y tanteó bajo la cama en busca del plátano que le había dado el señor Hopton, el verdulero, que lo había «encontrado» para ella bajo el mostrador. Tarareando una melodía para sí misma, salió sigilosa por la puerta hacia el pasillo. En un sentido estricto, no existía razón alguna para ser sigilosa (Kitty y las otras estaban ocupadas aporreando máquinas de escribir en el Ministerio de Guerra, la cocinera hacía cola en una carnicería armada con un puñado de cartillas de racionamiento y lady Gwendolyn roncaba plácidamente en la cama), pero era mucho más divertido esfumarse que caminar. Sobre todo porque disponía de una maravillosa hora de libertad por delante.
Subió corriendo las escaleras, sacó la llavecita que había duplicado y entró en el vestidor de lady Gwendolyn. No ese cuchitril diminuto donde Dolly escogía una bata por las mañanas para cubrir el cuerpo de la gran señora; no, no, ese no. El vestidor constaba de un amplio espacio que albergaba innumerables vestidos, zapatos, abrigos y sombreros, de una calidad que Dolly rara vez había visto salvo en las páginas de sociedad. Sedas y pieles colgaban en enormes armarios empotrados, y zapatos de raso hechos a medida reposaban coquetos en los imponentes estantes. Las cajas circulares de sombreros, que lucían con orgullo los nombres de las sombrererías de Mayfair (Schiaparelli, Coco Chanel, Rose Valois), se alzaban hacia el techo en columnas tan altas que se había instalado una escalera blanca con el fin de poder sacarlos.
En el arco de la ventana, con unas lujosas cortinas de terciopelo que rozaban la alfombra (siempre echadas contra los aviones alemanes), una mesilla albergaba un espejo ovalado, un juego de cepillos de plata de ley y una serie de fotografías con marcos lujosos. Mostraban a un par de jóvenes, Penelope y Gwendolyn Caldicott, la mayoría retratos oficiales con el nombre del estudio en la esquina inferior, pero unos pocos tomados en el momento mientras asistían a esta o aquella fiesta de la alta sociedad. Había una fotografía en particular que siempre llamaba la atención de Dolly. Las dos hermanas Caldicott eran mayores que en las otras (treinta y cinco por lo menos) y habían sido fotografiadas por Cecil Beaton en una magnífica escalera de caracol. Lady Gwendolyn estaba de pie con una mano en la cadera mirando a la cámara, mientras su hermana echaba un vistazo a algo (o alguien) que no estaba a la vista. Era una fotografía de la fiesta en la que Penelope se enamoró, la noche en la que el mundo de su hermana se derrumbó.
Pobre lady Gwendolyn; no sabía que su vida iba a cambiar para siempre esa noche. Y estaba tan bonita…; era imposible creer que esa anciana había sido tan joven o tan deslumbrante. (Dolly, tal vez como cualquier joven, ni siquiera imaginaba que a ella le esperaba la misma suerte). Era una muestra, pensó melancólica, de cómo la pérdida y la traición podían corroer a una persona, tanto por dentro como por fuera. El vestido de noche de satén que lady Gwendolyn llevaba en la fotografía era de un color oscuro y luminoso, tan ajustado que realzaba con ligereza sus curvas. Dolly registró los armarios hasta que al fin lo encontró, tendido en una percha entre muchos otros: cuál fue su placer al descubrir que era de un rojo intenso, el más magnífico de los colores.
Fue el primer vestido de lady Gwendolyn que se probó, pero, desde luego, no el último. No, antes de la llegada de Kitty y las otras, cuando las noches de Campden Grove le pertenecían y podía hacer lo que le viniese en gana, Dolly pasó mucho tiempo aquí, con una silla bajo el picaporte, mientras se quedaba en ropa interior y jugaba a los disfraces. A veces también se sentaba a la mesa y se esparcía nubes de talco en el escote desnudo, husmeaba en los cajones con broches de diamantes, se peinaba con el cepillo de cerdas de jabalí… ¡Lo que habría dado a cambio de un cepillo como ese, con su nombre grabado a lo largo del mango…!
Sin embargo, hoy no tenía tiempo para todo eso. Dolly se sentó con las piernas cruzadas en el sofá de terciopelo, bajo la araña de luz, y peló el plátano. Cerró los ojos al dar el primer mordisco, con un suspiro de satisfacción suprema. Era cierto: las frutas prohibidas (o al menos racionadas) eran las más dulces. Lo comió entero, saboreando cada bocado, tras lo cual dejó la cáscara delicadamente en el asiento de al lado. Gratamente saciada, Dolly se limpió las manos y acometió la tarea. Había hecho una promesa a Vivien y tenía intención de cumplirla.
Arrodillada junto a los estantes de vestidos que se mecían, sacó el sombrerero de su escondite. Ya había dado un primer paso el día anterior, al meter el casquete junto a otro y usar la caja vacía para albergar el pequeño montoncito de tela que había reunido. Era una de esas cosas que Dolly imaginaba que habría hecho por su madre si todo hubiese ido de otro modo. El Servicio Voluntario de Mujeres, a cuyas filas se había sumado recientemente, recogía prendas para remendarlas y ajustarlas, y Dolly anhelaba hacer su parte. De hecho, deseaba que quedasen encantados con su contribución y, ya que estaba en ello, ayudar a Vivien, quien organizaba la unidad.
En la última reunión, hubo un debate acalorado acerca de todo lo que era necesario ahora que los ataques aéreos eran más frecuentes (vendas, juguetes para los niños sin hogar, pijamas de hospital para soldados) y Dolly había ofrecido un montón de ropa para cortar en retazos y arreglar lo que hiciese falta. Mientras las otras discutían sobre quién era la mejor costurera y qué patrón debían emplear para las muñecas de trapo, Dolly y Vivien (¡a veces tenía la impresión de que eran las únicas que no habían cumplido cien años!) intercambiaron una mirada cómplice y siguieron trabajando en silencio, murmurando cuando necesitaban más hilo u otro pedazo de material, y trataron de hacer caso omiso de las acaloradas disputas que las rodeaban.
Fue precioso pasar tiempo juntas; era una de las principales razones por las cuales Dolly se había inscrito en el Servicio Voluntario de Mujeres (la otra, la esperanza de que la Oficina de Empleo no la reclutase para algo horroroso, como fabricar municiones). Ahora que lady Gwendolyn estaba tan apegada a ella (se negaba a conceder a Dolly más de un domingo al mes) y Vivien vivía atrapada en el ajetreado horario de esposa perfecta y voluntaria, era casi imposible que se viesen.
Dolly, que trabajaba con rapidez, estudiaba una blusa más bien sosa a fin de decidir si la marca Dior que lucía dentro de la costura le ayudaría a evitar la reencarnación en forma de venda, cuando la sobresaltó un golpe procedente de abajo. La puerta se cerró y enseguida la cocinera llamó a gritos a la chica que venía por la tarde a ayudar con la limpieza. Dolly miró el reloj de pared. Eran casi las tres y, por tanto, hora de despertar al oso durmiente. Cerró el sombrerero y lo escondió, se alisó la falda y se preparó para pasar otra tarde jugando a las solteronas.
—Otra carta de tu Jimmy —dijo Kitty, que la blandió ante Dolly cuando entró en el salón por la noche. Estaba sentada con las piernas cruzadas en la chaise longue mientras, junto a ella, Betty y Susan hojeaban un viejo ejemplar de Vogue. Habían apartado el piano de cola hacía meses, para horror de la cocinera, y la cuarta muchacha, Louisa, ataviada apenas con ropa interior, llevaba a cabo una desconcertante serie de ejercicios calisténicos sobre la alfombra de Besarabia.
Dolly encendió un cigarrillo y dobló las piernas bajo su cuerpo en el viejo sillón de cuero. Las demás siempre dejaban ese sillón a Dolly. Nadie lo había admitido nunca, pero su posición como doncella de lady Gwendolyn le confería cierto prestigio entre el personal de la casa. Si bien solo había vivido en el 7 de Campden Grove uno o dos meses más que ellas, las chicas siempre acudían a Dolly, con todo tipo de preguntas acerca de cómo eran las costumbres o si les permitía explorar la casa. Al principio le había divertido, pero ahora no entendía por qué: así era como tenían que comportarse.
Con un cigarrillo en la boca, abrió el sobre. Era una carta breve, escrita, decía, de pie en un tren del ejército abarrotado en el que iban como sardinas, y Dolly recorrió esos garabatos en busca de lo importante: había tomado fotografías de los desastres de la guerra en algún lugar del norte, estaba de regreso en Londres unos días y se moría de ganas de verla. ¿Estaba libre el sábado por la noche? Dolly casi gritó de placer.
—Ahí está el que se ha llevado el gato al agua —dijo Kitty—. Vamos, cuéntanos qué dice.
Dolly siguió sin mirarlas. La carta no era picante, ni mucho menos, pero qué mal había en hacerles pensar que sí, sobre todo a Kitty, que siempre les contaba detalles morbosos sobre sus últimas conquistas.
—Es personal —dijo al fin, con una enigmática sonrisa para rematar el efecto.
—Qué aguafiestas. —Kitty hizo un mohín—. Mira que guardarte un atractivo piloto de la RAF solo para ti… Y ¿cuándo lo vamos a conocer?
—Sí —intervino Louisa, con las manos en las caderas, inclinando el torso—. Tráelo una noche para que veamos si es el tipo indicado para nuestra Doll.
Dolly observó el busto palpitante de Louise, que sacudía las caderas de un lado a otro. No recordaba bien cómo habían llegado a la conclusión de que Jimmy era piloto, una idea surgida hacía muchos meses que dejó sin palabras a Dolly. No las sacó de su error y ahora ya parecía demasiado tarde.
—Lo siento, niñas —dijo, doblando la carta por la mitad—. Está demasiado ocupado: vuela en misiones secretas, cosas de la guerra, en realidad no puedo divulgar los detalles… Y, aunque no fuese así, ya conocéis las reglas.
—Oh, vamos —dijo Kitty—. La vieja criticona no lo sabrá nunca. La última vez que bajó, los carruajes aún estaban de moda, y nosotras no vamos a decir ni pío.
—Sabe más de lo que crees —dijo Dolly—. Además, créeme. Soy lo más parecido que tiene a una familia, pero me despediría en cuanto sospechase que ando con un hombre.
—¿Y eso sería tan malo? —dijo Kitty—. Podrías venir a trabajar con nosotras. Una sonrisa y mi supervisor te contrataría en un santiamén. Un poco pegajoso, pero muy divertido cuando sabes cómo manejarlo.
—¡Oh, sí! —dijeron Betty y Susan, que tenían una curiosa habilidad para hablar al unísono. Alzaron la mirada de su revista—. Ven a trabajar con nosotras.
—¿Y abandonar mi tortura diaria? Ni loca.
Kitty se rio.
—Estás loca, Doll. Estás loca o eres valiente, no estoy segura.
Dolly se encogió de hombros; desde luego no iba a hablar de sus razones para quedarse con una cotilla como Kitty.
En vez de eso, cogió su libro. Estaba en la mesilla donde lo había dejado la noche anterior. Era un libro nuevo, su primer libro (con la excepción de un tomo nunca leído de El libro de las tareas domésticas de la señora Beeton, que una vez su madre dejó esperanzada en sus manos). Fue un domingo libre a Charing Cross Road con la intención de comprárselo a un librero.
La musa rebelde. Kitty se inclinó para leer la portada.
—¿Ese no te lo has leído ya?
—Sí, dos veces.
—¿Tan bueno es?
—Pues sí.
Kitty arrugó su bonita nariz.
—No soy de leer libros.
—¿No? —Tampoco Dolly, normalmente no, pero Kitty no necesitaba saberlo.
—¿Henry Jenkins? Ese nombre me resulta familiar… Oh, vaya, ¿no es el tipo que vive al otro lado de la calle?
Dolly hizo un vago gesto con el cigarrillo.
—Creo que vive por aquí cerca.
Por supuesto, esa era la principal razón por la que había elegido el libro. En cuanto lady Gwendolyn mencionó que Henry Jenkins era muy conocido en los círculos literarios por incluir tal vez demasiada realidad en sus novelas («Podría mencionar a un tipo furioso por ver sus trapos sucios a la vista de todos. Amenazó con llevarlo a los tribunales, pero murió antes de poder hacerlo —era propenso a los accidentes, al igual que su padre—. Por fortuna para Jenkins…»), la curiosidad de Dolly se volvió tan incisiva como una lima. Tras una minuciosa charla con el librero, adivinó que La musa rebelde era una historia de amor sobre un apuesto autor y su esposa, mucho más joven, así que Dolly le entregó con entusiasmo sus queridos ahorros. Dolly pasó una deliciosa semana con los ojos clavados en el matrimonio Jenkins, con lo cual aprendió todo tipo de detalles que nunca se habría atrevido a preguntar a Vivien.
—Un tipo de muy buen ver —dijo Louisa, tumbada ahora sobre la alfombra, con la espalda arqueada como una cobra para mirar a Dolly—. Está casado con esa morena, esa que siempre va por ahí como si tuviese un palo metido en el…
—Oh —gritaron Betty y Susan, con los ojos abiertos—. Ella.
—Una mujer con suerte —dijo Kitty—. Yo mataría por tener un marido así. ¿Os habéis fijado en cómo la mira? Como si ella fuese la perfección en persona y él no se creyese su suerte.
—No me importaría nada que me echase una ojeadita —dijo Louisa—. ¿Cómo creéis que podríamos conocer a un hombre así?
Dolly sabía la respuesta, sabía cómo Vivien había conocido a Henry, pues salía en el libro, pero no lo reveló. Vivien era su amiga. Hablar acerca de Vivien así, saber que las otras también se habían fijado en ella, que habían conjeturado, preguntado y extraído sus propias conclusiones indignó de tal modo a Dolly que las orejas le ardían. Era como si hurgasen en algo que le pertenecía, algo precioso, íntimo, importante, como si fuese un sombrerero que contenía ropa usada.
—He oído que ella no está del todo bien —dijo Louisa—. Por eso nunca le quita los ojos de encima.
Kitty se burló:
—A mí me parece que no tiene ni un resfriado. Todo lo contrario. La he visto en el comedor del SVM de Church Street cuando llego por la noche. —Bajó la voz y las otras chicas se inclinaron para escucharla—: He oído que era porque a ella se le van los ojos detrás de los hombres.
—¡Oh! —Betty y Susan susurraron juntas—. ¡Un amante!
—¿No os habéis fijado en lo cuidadosa que es? —continuó Kitty, ante el embeleso de sus oyentes—. Siempre lo saluda en la puerta cuando él llega a casa, vestida de punta en blanco, y le pone un vaso de whisky en la mano. ¡Por favor! Eso no es amor, eso es una conciencia culpable. Oídme bien: esa mujer oculta algo y creo que todas sabemos qué.
Dolly ya no lo soportaba más; de hecho, no podía estar más de acuerdo con lady Gwendolyn cuando decía que, cuanto antes se fuesen del 7 de Campden Grove, mejor. Sin duda, qué poco sofisticadas eran.
—Vaya, es tardísimo —dijo, cerrando el libro—. Me voy a bañar.
Dolly esperó a que el agua alcanzase los diez centímetros y cerró el grifo con el pie. Metió el dedo gordo dentro del grifo para impedir que gotease. Sabía que debía pedir a alguien que lo arreglase, pero ¿a quién? Los fontaneros estaban demasiado ocupados con los incendios y las cañerías reventadas para preocuparse por un pequeño goteo y, de todos modos, siempre parecía arreglarse solo. Apoyó el cuello en el borde frío de la bañera, de tal modo que los rulos y las horquillas no cayeran sobre la cara. Se había cubierto el pelo con un pañuelo para que el vapor no lo encrespase: vana ilusión, por supuesto; Dolly no recordaba la última vez que había visto vapor durante un baño.
Miró al techo mientras llegaba música de baile de la radio de abajo. Era un baño precioso, con baldosas blancas y negras y muchos pasamanos y grifos metálicos y brillantes. El horroroso sobrino de lady Gwendolyn, Peregrine, sufriría un ataque si viese las braguitas, los sostenes y las medias tendidas en un cordel. Ese pensamiento agradó a Dolly.
Estiró un brazo fuera de la bañera y sostuvo el cigarrillo en una mano, La musa rebelde en la otra. Manteniendo ambos fuera del agua (no era difícil, diez centímetros no cubrían mucho), pasó páginas hasta encontrar la escena que estaba buscando. Humphrey, ese escritor inteligente pero desdichado, ha recibido una invitación de su viejo director para volver al colegio y hablar a los chicos sobre literatura, a lo cual seguiría una cena en el hogar del maestro. Tras excusarse con los comensales y salir de la residencia para volver paseando por el jardín en penumbra al lugar donde había aparcado el coche, piensa en el rumbo que ha tomado su vida, los lamentos y el «cruel paso del tiempo», cuando llega al viejo lago y algo le llama la atención:
Humphrey atenuó la luz de la linterna y se quedó donde estaba, inmóvil y en silencio, entre las sombras de la sala de baños. En un claro cercano a la ribera del lago, colgaban unos faroles de vidrio de las ramas y las velas oscilaban en la brisa cálida de la noche. Una muchacha, en el umbral de la edad adulta, estaba en medio de las luces, los pies descalzos y apenas un sencillísimo vestido de verano que le llegaba a las rodillas. Su pelo moreno y ondulado caía suelto sobre los hombros y la luz de la luna bañaba la escena y daba lustre a su perfil. Humphrey vio que sus labios se movían, como si recitase un poema entre dientes.
Era un rostro exquisito, pero fueron las manos las que le cautivaron. Mientras el resto de su cuerpo permanecía en una inmovilidad perfecta, sus dedos formaban frente al pecho los pequeños pero elegantes movimientos de una persona que teje hilos invisibles.
Había conocido a otras mujeres, a mujeres hermosas que halagaban y seducían, pero esta joven era diferente. Su concentración la volvía más bella, la pureza de sus intenciones recordaba a la de un niño, si bien ella era ya, sin duda, una mujer. Encontrarla en estos parajes naturales, observar el libre movimiento de su cuerpo, el intenso romanticismo de su rostro, lo hechizaron.
Humphrey salió de las sombras. La joven lo vio, pero no se sobresaltó. Sonrió como si lo hubiese estado esperando y señaló con un gesto el lago.
—Hay algo mágico en el hecho de nadar a la luz de la luna, ¿no cree?
Dolly llegó al final de un capítulo y al final de su cigarrillo, así que se deshizo de ambos. El agua estaba quedándose fría y quería lavarse antes de que se volviese gélida. Se enjabonó los brazos pensativa y, al aclararse, se preguntó si eso era lo que Jimmy sentía por ella.
Dolly salió de la bañera y cogió una toalla del estante. De forma inesperada, se vio en el espejo y se quedó muy quieta, tratando de imaginar qué vería un desconocido al mirarla. Cabello castaño, ojos castaños (no demasiado juntos, menos mal), naricilla respingona. Sabía que era bonita, lo sabía desde que tenía once años y el cartero comenzó a comportarse de forma extraña al verla en la calle, pero ¿era su belleza de un tipo distinto de la de Vivien? ¿Se habría detenido un hombre como Henry Jenkins, embelesado, para verla susurrar a la luz de la luna?
Porque, por supuesto, Viola (el personaje del libro) era Vivien. Aparte de las similitudes biográficas, estaba esa descripción de la joven, a la luz de la luna, junto al lago, los labios carnosos, los ojos felinos, esa mirada fija en algo que nadie podía ver. Vaya, si así era como Dolly veía a Vivien desde la ventana de lady Gwendolyn.
Se acercó al espejo. Oía su respiración en el baño en silencio. ¿Qué habría sentido Vivien, se preguntó, al saber que había cautivado a un hombre como Henry Jenkins, mayor, con más experiencia y miembro de los mejores círculos literarios y de la alta sociedad? Habría sido como volverse una princesa cuando le pidió la mano, cuando la alejó de la monotonía de su vida cotidiana y se la llevó de vuelta a Londres, a una vida en la que dejó atrás a la joven medio asilvestrada para ser una belleza de collares de perlas, Chanel n.º 5, deslumbrante del brazo del marido en los clubes y restaurantes más lujosos. Esa era la Vivien que Dolly conocía; y, sospechaba, a la que más se parecía.
Toc, toc.
—¿Queda algún superviviente ahí dentro? —La voz de Kitty, al otro lado de la puerta, pilló a Dolly por sorpresa.
—Un minuto —replicó.
—Ah, bien, estás ahí. Empezaba a pensar que te habías ahogado.
—No.
—¿Vas a tardar mucho?
—No.
—Es que son casi las nueve y media, Doll, y he quedado con un espléndido piloto en el Club Caribe. En Biggin Hill, toda la noche. ¿No te apetece ir a bailar? Dijo que iba a llevar a algunos amigos. Uno de ellos preguntó por ti en concreto.
—No esta noche.
—¿Me has oído bien? He dicho pilotos, Doll. Heroicos y valientes.
—Ya tengo uno de esos, ¿recuerdas? Además, haré mi turno en el comedor del SVM.
—¿Es que las solteronas, viudas y marimachos no pueden vivir sin ti ni una noche? —Dolly no respondió y, al cabo de un momento, Kitty dijo—: Bueno, como quieras. Louisa se muere de ganas de ocupar tu lugar.
Como si eso fuese posible, pensó Dolly.
—Diviértete —dijo, y esperó a que los pasos de Kitty se alejaran.
Solo cuando la oyó bajando las escaleras desató el nudo del pañuelo y se lo quitó. Sabía que tendría que volver a arreglarse el pelo, pero no le importó. Comenzó a quitarse los rulos, que dejaba en el lavabo vacío. A continuación, se peinó con los dedos, pasando el pelo en torno a los hombros en suaves ondas.
Listo. Giró la cabeza de lado a lado; comenzó a susurrar entre dientes (Dolly no se sabía ningún poema, pero supuso que la letra de una canción de moda, Chattanooga Choo Choo, sería suficiente); levantó las manos y movió los dedos ante ella como si tejiera hilos invisibles. Dolly sonrió al verse. Era igual que la Viola del libro.