Dolly no lo vio al principio. No veía casi nada. Estaba demasiado ocupada limpiándose las lágrimas de humillación y desesperanza mientras caminaba por la playa hacia el paseo marítimo. Todo era un remolino furioso de arena y gaviotas y rostros sonrientes y detestables. Sabía que no se reían de ella, en realidad no, pero no le importaba en absoluto. Su jovialidad era un ataque personal; todo era cien veces peor así. Dolly no podía ir a trabajar a esa fábrica de bicicletas; simplemente no podía. ¿Casarse con una versión joven de su padre y, poco a poco, convertirse en su madre? Era inconcebible… Oh, estaría bien para ellos, que se conformaban con lo que tenían, pero Dolly aspiraba a algo más… Si bien aún no sabía a qué ni dónde encontrarlo.
Se paró en seco. Una ráfaga de viento, más fuerte que las anteriores, eligió precisamente ese momento, cuando pasó junto a la caseta de la playa, para levantar el vestido de satén, desasirlo de la barandilla y dejarlo caer sobre la arena. Se posó justo delante de ella, un lujo de plata derramada. Vaya, suspiró incrédula, la muchacha rubia de los hoyuelos no se habría molestado en colgarlo bien. Pero ¿cómo podía ser tan poco cuidadosa con una prenda de semejante belleza? Dolly negó con la cabeza; una muchacha que tenía en tan poca estima sus bienes a duras penas los merecía. Era el tipo de vestido que podría haber llevado una princesa… o una estrella de cine estadounidense, una modelo en una revista, una heredera de vacaciones en la Riviera francesa… Si Dolly no hubiese aparecido en ese momento, quizás habría seguido su vuelo por la arena hasta perderse para siempre.
Volvió a soplar el viento y el vestido siguió dando vueltas por la playa, desapareciendo detrás de las casetas. Sin dudarlo un momento, Dolly se lanzó tras él; la muchacha había sido una insensata, era cierto, pero Dolly no iba a consentir que ese divino pedazo de plata corriese peligro.
Podía imaginar lo agradecida que se sentiría la muchacha cuando se lo devolviese. Dolly explicaría lo sucedido, con delicadeza, para que la muchacha no se sintiese aún peor de lo que ya estaría, y ambas comenzarían a reírse y a decir qué suerte, y la muchacha invitaría a Dolly a una limonada fría, una limonada de verdad, no esa bebida acuosa que la señora Jennings servía en Bellevue. Hablarían y descubrirían que tenían muchísimo en común y al fin el sol se escondería tras el horizonte y Dolly diría que tenía que irse y la chica sonreiría decepcionada, antes de animarse y acariciar el brazo de Dolly. «¿Por qué no te vienes con nosotros mañana por la mañana? —preguntaría—. Algunos vamos a jugar un poco al tenis en la playa. Será divertidísimo… Di que vas a venir».
Ya con prisas, Dolly rodeó la esquina de la caseta en busca del vestido plateado, solo para descubrir que ya había cesado de dar vueltas, doblado entre los tobillos de alguien. Era un hombre con sombrero, que se agachó a recoger el vestido y, cuando sus dedos rodearon el tejido, junto a la arena que se desprendía del satén cayeron las esperanzas de Dolly.
Por un instante, Dolly pensó que podría asesinar al hombre del sombrero, gozar arrancándole las piernas y los brazos. Le latía con furia el corazón, le ardía la piel y se le nubló la vista. Miró atrás, al mar: a su padre, que avanzaba impávido hacia el pobre y desconcertado Cuthbert; a su madre, todavía petrificada en esa actitud de doliente súplica; a los otros, los acompañantes de la muchacha rubia, que ahora reían, dándose palmadas en las rodillas y señalando esa escena ridícula.
El burro soltó un rebuzno lastimero y perplejo, que reflejó con tal perfección los sentimientos de Dolly que, antes de saber qué estaba haciendo, masculló al hombre:
—¡Un momento! —Estaba a punto de robar el vestido de la muchacha rubia y solo Dolly podía detenerlo—. Usted. ¿Qué cree que está haciendo? —El hombre alzó la vista, sorprendido, y cuando Dolly vio ese apuesto rostro bajo el sombrero por un momento se sintió aturdida. Se quedó ahí, respirando rápido, preguntándose qué hacer, pero, en cuanto las comisuras de la boca del hombre comenzaron a moverse de forma sugerente, lo supo de inmediato—. Ya se lo he dicho. —Dolly estaba mareada, presa de unos nervios extraños—. ¿Qué cree que está haciendo? Ese vestido no es suyo.
El joven abrió la boca para hablar y justo en ese momento un policía de apellido desafortunado, el agente Suckling, quien había estado paseando su corpulento cuerpo por la playa, llegó junto a ellos.
El agente Suckling había estado recorriendo el paseo marítimo toda la mañana, sin quitar ojo a esta playa. Se había fijado en esa niña morena en cuanto llegó y la había estado observando desde entonces. Se apartó solo un momento por ese endiablado asunto del burro, pero, cuando volvió la vista, la niña había desaparecido. El agente Suckling tardó unos tensos minutos en encontrarla de nuevo, detrás de las casetas, inmersa en lo que parecía sospechosamente una discusión acalorada. La acompañaba ni más ni menos que ese joven tosco que había estado agazapado tras el quiosco toda la mañana.
Con la mano apoyada en la porra, el agente Suckling andaba a empellones por la playa. Su avanzar sobre la arena era más desgarbado de lo que le hubiera gustado, pero persistió. Al acercarse la oyó decir: «Ese vestido no es suyo».
—¿Va todo bien? —preguntó el agente, que metió tripa en cuanto se detuvo. De cerca era incluso más hermosa de lo que había imaginado. Labios carnosos de comisuras juguetonas. Cutis de melocotón, suave, tierno; lo notó con una simple mirada. Rizos lustrosos que enmarcaban una cara con forma de corazón. Añadió—: ¿La está molestando este hombre, señorita?
—Oh. Oh, no, señor. De ningún modo. —Tenía el rostro encarnado y el agente Suckling comprendió que estaba ruborizándose. No solía tratar con hombres de uniforme, supuso. Era todo un encanto—. Este caballero estaba a punto de devolverme algo.
—¿Es eso cierto? —Miró al joven con cara de pocos amigos, observando la insolente expresión, el aire desenvuelto, los pómulos prominentes y los ojos negros y arrogantes. Esos ojos le otorgaban un aspecto claramente extranjero, un aspecto irlandés, y el agente Suckling entrecerró los suyos. El joven cambió de postura y emitió un pequeño ruido, similar a un suspiro, cuyo carácter quejumbroso enfadó al agente de forma desproporcionada. Dijo de nuevo, esta vez en voz más alta—: ¿Es eso cierto?
Siguió sin recibir respuesta alguna y la mano del agente Suckling agarró la porra con más fuerza. Apretó los dedos en torno a esa forma tan familiar. A veces pensaba que era el mejor compañero que había tenido, sin duda alguna el más constante. Con la punta de los dedos palpaba gratos recuerdos y fue casi una decepción cuando el joven, intimidado, asintió.
—Bien —dijo el agente—. Deprisa. Devuelva a la joven dama lo que le pertenece.
—Gracias, agente —dijo Dorothy—. Qué amable es usted. —Y sonrió una vez más, lo que despertó una sensación nada desagradable en los pantalones del agente—. Se lo llevó el viento, como ve.
El agente Suckling se aclaró la garganta y adoptó su expresión más policial.
—Muy bien, señorita —dijo—. Permítame que la acompañe a casa. Para dejar atrás el viento y el peligro.
Dolly logró eludir los concienzudos cuidados del agente Suckling cuando llegaron a la puerta de entrada de Bellevue. Por unos momentos la situación se volvió peliaguda (habló de acompañarla al interior y tomar una buena taza de té para «calmar esos nervios»), pero Dolly, tras un ímprobo esfuerzo, logró convencerlo de que sería una lástima desperdiciar su talento en tareas tan triviales, por lo que debería volver a hacer la ronda.
—Al fin y al cabo, agente, seguro que hay mucha gente que necesita su protección.
Dolly le agradeció profusamente la ayuda (él sostuvo su mano un poco más de lo necesario al despedirse) y, con grandes aspavientos, abrió la puerta y entró. No llegó a cerrar la puerta del todo y miró por la rendija al hombre, que volvía pavoneándose al paseo. Solo cuando se había convertido en un punto en la lejanía Dolly guardó el vestido plateado debajo de un cojín y salió de nuevo, por el mismo camino que había venido.
El joven andaba merodeando, a la espera de Dolly, apoyado contra el pilar de una de las casas de huéspedes más elegantes. Dolly ni siquiera le echó un vistazo al pasar a su lado y siguió caminando, los hombros erguidos, la cabeza bien alta. Él la siguió por la calle (ella lo notó) hasta un pequeño camino que se alejaba zigzagueando de la playa. Dolly sintió que sus latidos se aceleraban y, como los sonidos del mar se iban apagando contra las frías paredes de piedra de los edificios, también podía oírlos. Continuó caminando, más rápido que antes. Sus playeras dejaban marcas en el asfalto, su respiración se entrecortaba, pero no se detuvo y no miró atrás. Conocía un lugar, una oscura encrucijada donde una vez se perdió de niña, escondida para el mundo mientras su madre y su padre la llamaban y temían lo peor.
Dolly se paró al llegar, pero no se dio la vuelta. Se quedó ahí, muy quieta, a la escucha, esperando, hasta que él estuvo justo detrás de ella, hasta que sintió su aliento en la nuca y su cercanía le encendió la piel.
El hombre tomó su mano y ella se quedó sin aliento. Permitió que la girase, despacio, hacia él, y ella esperó, sin palabras, mientras él se llevó la muñeca de ella a la boca y la rozó con los labios para darle un beso que la estremeció desde lo más hondo.
—¿Qué haces aquí? —susurró Dorothy.
—Te echaba de menos. —Los labios aún tocaban su piel.
—Solo han pasado tres días.
El hombre se encogió de hombros, y ese mechón de pelo oscuro que se negaba a quedarse en su lugar cayó sobre la frente.
—¿Has venido en tren?
El hombre asintió una vez.
—¿Solo te vas a quedar un día?
Asintió de nuevo, con media sonrisa.
—¡Jimmy! Si es un viaje larguísimo.
—Tenía que verte.
—¿Y si me hubiese quedado con mi familia en la playa? Y si no hubiese vuelto sola, ¿qué?
—Te habría visto de todos modos, ¿a que sí?
Dolly negó con la cabeza, encantada, pero disimulándolo.
—Mi padre te va a matar si lo descubre.
—Creo que podría con él.
Dolly se rio; él siempre la hacía reír. Era una de las cosas que más le gustaban de él.
—Estás loco.
—Por ti.
Y también eso. Estaba loco por ella. El estómago de Dolly dio una voltereta.
—Vamos —dijo—. Hay un camino por aquí que va al campo. Ahí nadie nos va a ver.
—¿Te das cuenta de que me podrían haber detenido por tu culpa?
—¡Oh, Jimmy! No seas tonto.
—No viste la cara de ese policía… Estaba dispuesto a encerrarme y tirar la llave. Y mejor que ni hable sobre cómo te miraba. Jimmy volvió la cabeza para contemplarla, pero ella no le devolvió la mirada. La hierba estaba crecida y suave donde se habían tumbado y ella miraba al cielo, tarareando algún baile entre dientes y dibujando rombos con los dedos. Jimmy recorrió su perfil con la mirada: el delicado arco de la frente, la inclinación entre las cejas que se alzaba de nuevo para formar esa nariz resuelta, la repentina caída y la curva completa del labio superior. Dios, qué hermosa era. Ante ella su cuerpo entero se convertía en un doloroso deseo, y debía contenerse con todas sus fuerzas para no saltar encima de ella, agarrarla de los brazos y besarla como un loco.
Pero no lo hizo, nunca lo hacía, no así. Jimmy se mantenía casto aunque casi le costara la vida. Ella era aún una colegiala y él un hombre adulto, diecinueve años él, diecisiete ella. Dos años quizás no fuesen mucho, pero procedían de mundos diferentes. Ella vivía en una casa pulcra e intachable, con una familia pulcra e intachable; él había abandonado los estudios a los trece años, para cuidar de su padre, mientras trabajaba en lo que fuese para llegar a fin de mes. Había sido enjabonador en la barbería por cinco chelines a la semana, ayudante del panadero por siete y seis peniques, cargador en unas obras fuera de la ciudad por la voluntad; después, a casa por la noche para cocinar las sobras de la carnicería para su padre. Se ganaba la vida, no podían quejarse. Siempre había disfrutado con sus fotografías; pero ahora, por razones que Jimmy no entendía y no quería entender por temor a echarlo todo a perder, también tenía a Dolly, y el mundo era un lugar más radiante; con certeza, no iba a correr el riesgo de ir demasiado rápido y estropearlo todo.
Aun así, era muy difícil. Desde que la vio por primera vez, sentada con sus amigas en una mesa del café de la esquina, había estado perdido. Había alzado la vista para entregar su pedido al tendero, y ella le había sonreído, como si fueran viejos amigos, y luego se había reído y se sonrojó ante su taza de té, y él supo que nunca, aunque viviera cien años, volvería a ver nada tan hermoso. Fue la emoción electrizante del amor a primera vista. Esa risa de ella que le recordaba la alegría pura de la infancia; ese olor a azúcar caliente y aceite para bebé; el oleaje de sus senos bajo el vestido de algodón… Jimmy movió la cabeza, frustrado, y se concentró en una ruidosa gaviota que volaba bajo hacia el mar.
El horizonte era de un azul intachable, soplaba una brisa ligera y el olor a verano estaba por todas partes. Suspiró y todo quedó atrás: el vestido plateado, el agente de policía, la humillación de haber sido considerado una amenaza para ella. No tenía sentido. Era un día demasiado perfecto para discutir y, de todos modos, no había llegado a pasar nada. Nadie había salido mal parado. Los jueguecitos de Dolly lo confundían, no comprendía su necesidad de fantasear y no le gustaba demasiado, pero ella era feliz así, de modo que Jimmy le seguía la corriente.
Como si quisiese demostrar a Dolly que no guardaba rencor, Jimmy se incorporó de repente y sacó su fiel Brownie de la mochila.
—¿Y si te hago una fotografía? —dijo, rebobinando el carrete de película—. ¿Un pequeño recuerdo de nuestra cita junto al mar, señorita Smitham? —Ella se animó, tal como él esperaba (a Dolly le encantaba que la fotografiasen) y Jimmy miró alrededor para comprobar la posición del sol. Caminó hasta el otro extremo del pequeño descampado donde la familia Smithan había ido de picnic.
Dolly se había sentado y se estiraba como una gata.
—¿Te gusta así? —dijo. El sol bañaba sus mejillas y sus labios estaban rojos por las fresas que le había comprado en un puesto callejero.
—Perfecto —dijo, y era cierto: estaba perfecta—. Una luz maravillosa.
—¿Y qué te gustaría exactamente que hiciese bajo esta luz maravillosa?
Jimmy se rascó la barbilla y fingió reflexionar profundamente.
—¿Qué quiero que hagas? Piensa lo que vas a decir, Jimmy, es tu gran oportunidad, no la estropees… Piensa, maldita sea, piensa… —Dolly se rio, y él también. Entonces Jimmy se rascó la cabeza y dijo—: Quiero que seas tú misma, Doll. Quiero recordar este día tal como es. Si no puedo verte durante otros diez días, al menos así puedo llevarte en mi bolsillo.
Ella sonrió, con un enigmático y leve movimiento de los labios, y asintió.
—Un recuerdo mío.
—Exactamente —respondió—. Solo un momento, estoy arreglando la configuración. —Bajó la lente Diway y, como lucía tanto el sol, ajustó el diafragma para reducir la apertura. Mejor prevenir que lamentar. Por el mismo motivo, sacó un paño del bolsillo y frotó bien el cristal.
—Muy bien —dijo, y cerró un ojo y con el otro miró por el visor—. Estamos list… —Jimmy casi dejó caer la cámara, pero no osó alzar la vista.
Dolly lo miraba fijamente desde el centro del visor. El pelo, ondeado, mecido por el viento, rozaba su cuello, pero se había desabrochado el vestido y lo había dejado caer por los hombros. Sin desviar la mirada de la cámara, comenzó a bajarse el tirante del traje de baño, lentamente, por el brazo.
Dios. Jimmy tragó saliva. Debía decir algo; sabía que debía decir algo. Hacer una broma, ser ingenioso, ser inteligente. Pero ante Dolly, sentada así, la barbilla levantada, los ojos desafiantes, la curva del pecho expuesta… En fin, diecinueve años de habla se evaporaron al instante. Incapaz de recurrir a su ingenio, Jimmy hizo aquello en lo que siempre confiaba. Tomó la fotografía.
—Revélalas tú mismo —dijo Dolly, que se abotonaba el vestido con dedos temblorosos. El corazón de Dolly estaba desbocado y se sentía resplandeciente y viva, extrañamente poderosa. Su osadía, la cara de Jimmy al verla, lo difícil que le resultaba, incluso ahora, mirarla a los ojos sin sonrojarse… Era embriagador todo ello. Más que eso: era una prueba. Prueba de que ella, Dorothy Smitham, era excepcional, tal como había dicho el doctor Rufus. Su destino no era una fábrica de bicicletas, por supuesto que no; su vida iba a ser extraordinaria.
—¿Crees que permitiría que otro hombre te viese así? —dijo Jimmy, que prestaba una atención exorbitada a las correas de las que colgaba su cámara.
—No a propósito.
—Lo mataría primero. —Lo dijo con delicadeza y su voz, que se resquebrajó un poco con ese tono posesivo, derritió a Dolly. Se preguntó si sería capaz. ¿Pasaban esas cosas realmente? No en el mundo del que procedía Dolly, con sus semiadosados que imitaban con orgullo el estilo Tudor en esos nuevos barrios sin alma. No podía imaginarse a Arthur Smitham arremangándose para defender el honor de su esposa; pero Jimmy no era como su padre. Era lo opuesto: un trabajador de brazos fuertes, cara sincera y una sonrisa que surgía de la nada y le dejaba un nudo en el estómago. Ella fingió que no había oído, le quitó la cámara y la miró fijamente, con un gesto demasiado pensativo.
Sosteniéndola en una mano, ella le dedicó una mirada juguetona y dijo:
—Vaya, es una herramienta muy peligrosa lo que lleva aquí, señor Metcalfe. Piense en todas las cosas que podría captar aunque los demás no quieran.
—¿Como qué?
—Vaya —Dolly alzó un hombro—, personas haciendo cosas que no deberían, una inocente colegiala descarriada por culpa de un hombre más maduro… Piensa qué diría el padre de esa pobre muchacha si lo supiese. —Se mordió el labio inferior, nerviosa, aunque intentaba que no se notase, y se acercó más, casi tocando ese antebrazo firme y bronceado. Se había formado una corriente de electricidad entre ellos—. Alguien se podría meter en un lío si se lleva mal contigo y tu Box Brownie.
—Entonces, mejor que te lleves bien conmigo. —Le lanzó una sonrisa, pero desapareció con la misma rapidez con que había aparecido.
Jimmy no apartó la vista y Dolly notó que su respiración se aceleraba. En torno a ellos el ambiente había cambiado. En ese momento, bajo la intensidad de su mirada, todo había cambiado. La balanza del control se había inclinado y Dolly daba vueltas. Tragó saliva, insegura y entusiasmada. Algo iba a suceder, algo que ella había desencadenado, y era incapaz de evitarlo. No quería evitarlo.
Un ruido, un pequeño suspiro entre los labios entreabiertos, y Dolly se desvaneció.
Los ojos de él seguían clavados en ella y extendió la mano para acariciar el pelo detrás de su oreja. Dejó la mano ahí, donde estaba, pero sujetó con mayor firmeza la parte posterior del cuello. Dolly se dio cuenta de que le temblaban los dedos. La proximidad la hizo sentirse joven de repente, fuera de lugar, y abrió la boca para decir algo (¿para decir qué?), pero él negó con la cabeza, con un movimiento rápido, y Dolly desistió. A Jimmy le palpitaba un músculo de la mandíbula. Respiró hondo y, a continuación, la acercó hacia él.
Dolly había imaginado una y mil veces su primer beso, pero nunca había soñado que sería así. En el cine, entre Katherine Hepburn y Fred MacMurray, parecía bastante agradable, y Dolly y su amiga Caitlin habían practicado con los brazos para saber qué hacer llegado el momento, pero esto fue diferente. Había calor, peso y urgencia; podía saborear el sol y las fresas, oler la sal en su piel, sentir la presión del calor a medida que el cuerpo de él se estrechaba contra el suyo. Lo más emocionante de todo era notar cuánto la deseaba, su respiración irregular, su cuerpo fuerte y musculoso, más alto que ella, más grande, forcejeando contra su propio deseo.
Jimmy se apartó del beso y abrió los ojos. Se rio entonces, aliviado y sorprendido, y su risa fue un sonido cálido y ronco.
—Te quiero, Dorothy Smitham —dijo, apoyando la frente contra la de ella. Tiró con suavidad de uno de los botones del vestido—. Te quiero y algún día me voy a casar contigo.
Dolly no dijo nada al bajar por la colina, pero los pensamientos se agolpaban en su mente. Le iba a pedir que se casara con él: el viaje a Bournemouth, el beso, la fuerza de lo que había sentido… ¿A qué otra cosa podían deberse? Lo comprendió con una claridad abrumadora y deseó que dijese aquellas palabras en voz alta, que se volviese oficial. Hasta los dedos de los pies se estremecían de emoción.
Era perfecto. Iba a casarse con Jimmy. ¿Cómo no había pensado en ello cuando su madre le preguntó qué quería hacer en lugar de trabajar en la fábrica de bicicletas? Era lo único que quería hacer. Lo que debía hacer.
Dolly miró a un lado, observando la feliz distracción del rostro de Jimmy, su silencio inusual, y supo que estaba pensando lo mismo; que se esforzaba en encontrar la mejor manera de pedirlo. Dorothy estaba eufórica; quería saltar y girar y bailar.
No era la primera vez que decía que quería casarse con ella; ya habían bromeado con ese tema antes, se habían dicho entre susurros «Te imaginas si…» en rincones de cafés en penumbra en esas partes de la ciudad a las que sus padres nunca iban. Era un tema siempre emocionante; nunca mencionada pero implícita en sus descripciones de la casa de labranza y la vida que compartirían, había una sugerencia de puertas cerradas, de una cama compartida y una promesa de libertad (física y moral) irresistible para una colegiala como Dolly, cuya madre seguía planchando y almidonando las camisas de su uniforme.
La cabeza le daba vueltas al imaginarse así, junto a él, y se agarró del brazo de Jimmy al salir de los campos soleados y avanzar por un callejón sombrío. Cuando notó el contacto, él se detuvo y la llevó contra el muro de piedra de un edificio cercano.
Jimmy sonrió en las sombras, nerviosamente, pensó ella, y dijo:
—Dolly.
—Sí. —Iba a ocurrir. Dolly apenas podía respirar.
—Hay algo de lo que quería hablar contigo, algo importante.
Ella sonrió, y su rostro era tan glorioso en su esperanzada entrega que Jimmy sintió un ardor en el pecho. No podía creer que por fin lo hubiera hecho, besarla como siempre había querido, y había sido tan dulce como en sus fantasías. Lo mejor de todo fue que ella le devolvió el beso; había un futuro en ese beso. Procedían de lados opuestos de la ciudad, pero no eran tan diferentes, no en lo que importaba, no en lo que sentían el uno por el otro. Las manos de ella eran suaves entre las suyas cuando dijo lo que había tenido en mente todo el día:
—El otro día recibí una llamada de teléfono de Londres, de un hombre llamado Lorant.
Dolly asintió para darle ánimos.
—Va a lanzar una revista llamada Picture Post, dedicada a imprimir fotografías que cuentan historias. Vio mis fotografías en The Telegraph, Doll, y me ha pedido que vaya a trabajar para él.
Esperó a que Dolly diese un grito de alegría, saltase, lo agarrase de los brazos con emoción. Era el trabajo con el que soñaba desde que descubrió la vieja cámara y el trípode de su padre en la buhardilla, la caja llena de fotografías sepia. Pero Dolly no se movió. Su sonrisa se había torcido, petrificada.
—¿A Londres? —dijo.
—Sí.
—¿Te vas a ir a Londres?
—Sí. Ya sabes, donde el palacio enorme, el reloj enorme, la nube de humo enorme.
Trataba de ser gracioso, pero Dolly no se rio; pestañeó un par de veces y dijo sin respirar:
—¿Cuándo?
—En septiembre.
—¿Te vas a quedar a vivir ahí?
—Y a trabajar. —Jimmy vaciló; algo iba mal—. Una revista de fotografía —dijo vagamente, antes de fruncir el ceño—. ¿Doll?
El labio inferior de Dorothy había comenzado a temblar y Jimmy pensó que quizás iba a llorar.
—¿Doll? ¿Qué pasa? —Jimmy se alarmó.
No obstante, Dorothy no lloró. Dejó caer los brazos a los costados y luego los subió de nuevo para posar las manos en las mejillas.
—Íbamos a casarnos.
—¿Qué?
—Tú dijiste… y yo pensé…, pero luego…
Estaba enfadada con él y Jimmy no sabía por qué. Ella gesticulaba con ambas manos, tenía las mejillas sonrosadas y hablaba de forma acelerada, sin separar las palabras, de modo que Jimmy solo comprendió «casa», «padre» y, qué curioso, «fábrica de bicicletas».
Jimmy intentó seguir sus palabras, pero no lo logró, y se sentía desvalido cuando al fin Dolly dio un enorme suspiro y plantó las manos en las caderas, con un aspecto tan exhausto, tan indignado que no supo qué hacer salvo tomarla entre los brazos y acariciarle el pelo como habría hecho con un niño. Podría haber ocurrido cualquiera cosa, por lo que Jimmy sonrió al notar que se calmaba. Las emociones de Jimmy eran muy estables y las pasiones de Dolly lo pillaban desprevenido a veces. Sin embargo, eran embriagadoras: nunca estaba satisfecha si era posible estar encantada, no se molestaba si podía enfurecerse.
—Pensaba que querías casarte conmigo —dijo, levantando la cara para mirarlo—, pero, en vez de eso, te vas a Londres.
Jimmy no pudo contener la risa.
—«En vez de eso», no, Doll. El señor Lorant me va a pagar y voy a ahorrar todo lo que pueda. Casarme contigo es lo que más quiero en el mundo… ¿Me estás tomando el pelo? Solo quiero hacerlo bien.
—Pero ya está bien, Jimmy. Nos queremos; queremos estar juntos. La casa…, las gallinas y la hamaca, los dos bailando juntos y descalzos…
Jimmy sonrió. Le había hablado a Dolly acerca de la infancia de su padre en la granja, esos mismos relatos de aventuras que lo hipnotizaban de niño, pero ella los había adornado y hecho suyos. Le fascinaba cómo una simple verdad en sus manos se transformaba en algo maravilloso gracias a los luminosos hilos de su increíble imaginación. Jimmy le acarició la mejilla.
—Aún no puedo comprar una casa, Doll.
—Una caravana de gitanos, entonces. Con margaritas en las cortinas. Y una gallina… Quizás dos, para que no se sienta sola.
No pudo evitarlo: la besó. Era joven, era romántica y era suya.
—No será mucho tiempo, Doll, y tendremos todo lo que hemos soñado. Voy a trabajar muchísimo… Espera y verás.
Un par de gaviotas cruzaron graznando sobre el callejón, y él pasó los dedos por sus brazos, cálidos por el sol. Ella dejó que le agarrase la mano y él la estrechó con fuerza, tras lo cual la llevó hacia el mar. Le encantaban los sueños de Dolly, su espíritu contagioso; Jimmy nunca se había sentido tan vivo antes de conocerla. Pero era a él a quien correspondía actuar con sensatez en cuanto al futuro, ser bastante precavido para ambos. No podía consentir que cayesen en las garras de sus fantasías y sueños. Jimmy era inteligente, todos sus profesores se lo habían dicho, cuando aún iba a la escuela, antes de que su padre empeorase. Además, aprendía rápido; tomaba prestados libros de la biblioteca Boots y casi los había leído todos. Lo único que le había faltado era una oportunidad y ahora, al fin, ahí la tenía.
Recorrieron el resto del callejón en silencio, hasta que volvieron a ver el paseo marítimo, rebosante de viandantes, ya acabados los sándwiches de paté de gamba, de regreso a la arena. Jimmy se detuvo y agarró a Dolly la otra mano también, entrelazando los dedos.
—Entonces… —dijo en voz baja.
—Entonces…
—Te veo dentro de diez días.
—No si yo te veo antes.
Jimmy sonrió y se inclinó para darle un beso de despedida, pero un niño pasó corriendo, gritando y persiguiendo una pelota que rodaba por el callejón, y se estropeó el momento. Se apartó de ella, extrañamente avergonzado por la intrusión del muchacho.
—Supongo que debería volver. —Dolly señaló con un gesto el paseo marítimo.
—No te metas en líos, ¿vale?
Ella se rio y, a continuación, le plantó un beso justo en los labios. Con una sonrisa que lo dejó contrito, Dorothy volvió corriendo hacia la luz. El dobladillo de su vestido ondeaba contra las piernas desnudas.
—Doll —la llamó, justo antes de que desapareciese. Ella se volvió y el sol dibujó un halo oscuro sobre su cabello—. No necesitas ropa de lujo, Doll. Tú eres mil veces más hermosa que esa chica.
Dorothy sonrió (al menos él pensó que sonreía, pero su rostro estaba en la sombra), levantó una mano, saludó y se fue.
Entre el sol, las fresas y el hecho de haber corrido para no perder el tren, Jimmy durmió durante la mayor parte del viaje de regreso. Soñó con su madre, el mismo sueño que había tenido durante años. Estaban en la feria, los dos juntos, viendo el espectáculo de magia. El mago acababa de encerrar a su atractiva ayudante dentro de la caja (siempre tan similar a los ataúdes que su padre hacía en W. H. Metcalfe & Sons, Pompas Fúnebres) cuando su madre se agachó y dijo: «Va a intentar que mires a otro lado, Jim. Va a intentar distraer la atención del público. No apartes la mirada». Jimmy, que tendría unos ocho años, asintió muy serio y abrió los ojos de par en par. Se negó a parpadear, ni siquiera cuando los ojos comenzaron a escocerle. Pero hizo algo mal, pues la puerta de la caja se abrió y (¡zas!) la mujer ya no estaba, había desaparecido, y Jimmy, por alguna razón, se lo había perdido. Su madre se rio y Jimmy se sintió raro, preso del frío, las piernas temblorosas, pero cuando alzó la vista su madre ya no estaba junto a él. Ahora estaba dentro de la caja, le decía que debía de haber soñado despierto, y su perfume era tan fuerte que…
—El billete, por favor.
Jimmy se despertó sobresaltado y la mano se dirigió directamente a la mochila, que había dejado en el asiento. Aún estaba ahí. Gracias a Dios. Qué insensatez quedarse dormido así, sobre todo porque ahí llevaba la cámara. No podía permitirse el lujo de perderla; la cámara de Jimmy albergaba la llave de su futuro.
—Le he pedido el billete, señor. —Los ojos del inspector se entrecerraron como una rendija.
—Sí, disculpe. Un momento. —Lo sacó del bolsillo y se lo entregó para que lo perforase.
—¿Sigue hasta Coventry?
—Sí, señor.
Con el ligero pesar de no haber descubierto a un tramposo, el inspector le devolvió el billete y saludó tocándose el ala del sombrero antes de proseguir su camino.
Jimmy sacó de la mochila el libro de la biblioteca, pero no leyó. Exaltado por los recuerdos de Dolly y del día, por las ideas respecto a Londres y el futuro, era incapaz de concentrarse en De ratones y hombres. Aún se sentía un poco confuso acerca de lo sucedido entre ellos. Había querido impresionarla con la noticia, no molestarla (era casi un sacrilegio decepcionar a alguien tan cívica y ardiente como Doll), pero Jimmy sabía que había hecho lo correcto.
Ella no querría casarse con un hombre que no tuviese nada, no realmente. Doll adoraba las «cosas»: baratijas, adornos, recuerdos que coleccionar. Hoy la había estado observando y había visto cómo miraba a esos jóvenes de la playa, a la muchacha del vestido plateado; sabía que, a pesar de fantasear con la granja, anhelaba la emoción, el glamour y todas las cosas que el dinero podía comprar. ¿Y por qué no? Era hermosa, divertida, encantadora; tenía diecisiete años. Dolly no sabía qué era vivir con carencias, y no debía averiguarlo. Merecía un hombre capaz de ofrecerle lo mejor de todo, no una vida con las sobras más baratas de la carnicería y una gota de leche condensada en el té porque no podían permitirse el azúcar. Jimmy trabajaba muchísimo para convertirse en ese hombre y, en cuanto lo lograse, por Dios, iba a casarse con ella y nunca la abandonaría.
Pero no antes.
Jimmy sabía por experiencia qué deparaba el destino a las personas que no tenían nada y se casaban por amor. Su madre había desobedecido a su adinerado padre al casarse con el padre de Jimmy, y fueron muy felices durante algún tiempo. Pero no duró mucho. Jimmy aún recordaba su confusión al despertarse y descubrir que su madre se había ido. «Desapareció sin más», oyó a la gente susurrando por la calle, y Jimmy recordó ese espectáculo de magia que habían visto juntos la semana anterior. Maravillado, se imaginaba a su madre al desaparecer, la cálida carne de su cuerpo desintegrada en partículas de aire ante su mirada. Si alguien era capaz de realizar esa magia, pensó Jimmy, era su madre.
Al igual que en tantos asuntos importantes de la infancia, fueron sus compañeros quienes le mostraron la luz, mucho antes de que un adulto se dignase a hacerlo. «Jimmy Metcalfe tenía una madre cabizbaja; se escapó con un rico y dejó al pobre sin una migaja». Jimmy cantó en casa la cancioncilla que había oído en el recreo, pero su padre tenía poco que decir al respecto; estaba cada vez más delgado y consumido, y había comenzado a pasar mucho tiempo junto a la ventana, fingiendo que esperaba al cartero por una importante carta de negocios. Daba golpecitos en la mano de Jimmy y decía que todo iba a salir bien, que los dos se las arreglarían juntos, que todavía se tenían el uno al otro. A Jimmy le ponía nervioso que su padre dijese eso una y otra vez, como si tratase de convencerse a sí mismo en vez de a su hijo.
Jimmy apoyó la frente contra la ventanilla del tren y contempló los raíles que pasaban a toda velocidad. Su padre. El anciano era el único escollo en sus planes londinenses. No podía quedarse solo en Coventry, no en su estado actual, pero era un sentimental cuando se trataba de la casa donde Jimmy había crecido. Últimamente, su padre había comenzado a desvariar. A veces Jimmy lo encontraba poniendo la mesa para la madre de Jimmy o, peor aún, sentado ante la ventana, como solía hacer antes, esperando que volviera a casa.
El tren se detuvo en la estación de Waterloo y Jimmy se echó la mochila al hombro. Ya encontraría una solución. Lo sabía. El futuro se extendía ante él y Jimmy se había exigido estar a la altura de las circunstancias. Con la cámara firmemente en la mano, saltó del vagón y se dirigió al metro para volver a Coventry.
Mientras tanto, de pie ante el espejo del armario de su habitación, en Bellevue, Dolly contemplaba un magnífico vestido plateado de satén. Iba a devolverlo más tarde, por supuesto, pero habría sido un crimen no probárselo primero. Se enderezó y se observó un momento a sí misma. El movimiento de los senos al respirar, el contorno del escote, la forma en que el vestido ondeaba con vida propia por toda su piel. No se parecía a nada que hubiese llevado antes, a nada que hubiese visto en el aburrido armario de su madre. Ni siquiera la madre de Caitlin tenía un vestido como este. Dolly se había transfigurado.
Ojalá Jimmy pudiese verla ahora, así. Dolly se tocó los labios y se quedó sin aliento al recordar el beso, el peso de sus ojos al mirarla, su gesto al tomar la fotografía. Había sido su primer beso de verdad. Ahora era una persona diferente a la que había sido por la mañana. Se preguntó si sus padres se darían cuenta, si era evidente para todos que un hombre como Jimmy, un adulto con callos, de manos endurecidas por el trabajo, fotógrafo en Londres, la había mirado con deseo y la había besado con toda el alma.
Dolly se alisó el vestido sobre las caderas. Saludó con una leve sonrisa a un invisible conocido. Se rio de un chiste mudo. Y así, tras un giro repentino, se dejó caer en esa cama estrecha, con los brazos abiertos. «Londres», dijo en voz alta a la pintura descascarillada del techo. Dolly había tomado una decisión, y la emoción casi la ahogaba. Iba a ir a Londres; se lo diría a sus padres en cuanto se acabasen las vacaciones y estuviesen de vuelta en Coventry.
Su madre y su padre odiarían la idea, pero era la vida de Dolly y se negaba a sucumbir ante los convencionalismos; una fábrica de bicicletas no era lugar para ella; iba a hacer exactamente lo que quisiese. Una gran aventura la esperaba en el ancho mundo. Dolly solo tenía que ir y encontrarla.