Suffolk, 2011
Llovía en Suffolk. En sus recuerdos de niñez no llovía nunca. El hospital estaba al otro lado del pueblo y el coche avanzó lentamente por una calle principal jalonada de charcos antes de girar en la calzada y detenerse tras dar media vuelta. Laurel sacó la polvera, la abrió para mirarse en el espejo y tiró de la piel de una mejilla hacia arriba, observando con calma cómo las arrugas se congregaban y, a continuación, volvían a caer cuando soltaba la piel. Repitió el mismo gesto al otro lado. La gente adoraba sus rasgos. Su agente se lo decía, los directores de casting se deshacían en elogios, los maquilladores canturreaban al blandir los cepillos con su juventud deslumbrante. Hacía unos meses, una de esas publicaciones de internet había creado una encuesta en la que invitaba a los lectores a votar por el rostro favorito de la nación, y Laurel había quedado segunda. Sus rasgos, se decía, inspiraban confianza en la gente.
Eso sería muy agradable para ellos. Pero a Laurel le hacía sentirse vieja. Y estaba vieja, pensó al cerrar la polvera. No a la manera de la señora Robinson. Ya habían pasado veinticinco años desde que actuó en El graduado, en el National Theatre. ¿Cómo era posible? Alguien había acelerado el maldito reloj cuando no estaba mirando, no cabía otra explicación.
El conductor abrió la puerta y la acompañó bajo el cobijo de un enorme paraguas blanco.
—Gracias, Mark —dijo al llegar al toldo—. ¿Tienes la dirección del viernes?
El hombre dejó en el suelo el bolso de viaje y sacudió el paraguas.
—Una casa de labranza al otro lado del pueblo, carretera estrecha, un camino al final. A las dos en punto, si le parece bien.
Laurel respondió que sí y el hombre asintió, tras lo cual se apresuró bajo la lluvia para llegar al asiento del conductor. El coche se puso en marcha y Laurel observó cómo se alejaba, presa de una súbita nostalgia por viajar en ese interior cálido, agradable y anodino a lo largo de la carretera mojada hacia ninguna parte en concreto. Ir a cualquier lado, en realidad, con tal de no estar ahí.
Laurel contempló la puerta de entrada, pero no cruzó el umbral. En su lugar, sacó los cigarrillos y encendió uno. Dio una calada con más deleite del que sería decoroso. Había pasado una noche malísima. Había tenido sueños inconexos con su madre, y con este lugar, y con sus hermanas cuando eran pequeñas, y con Gerry de niño. Un niño pequeño y entusiasta, que sostenía una nave espacial de hojalata que él mismo había hecho y le decía que algún día iba a inventar una cápsula del tiempo con la que arreglar las cosas. ¿Qué cosas?, había preguntado en el sueño. Vaya, pues todas las cosas que habían salido mal, claro… Ella podría acompañarlo si quería.
Claro que quería.
Las puertas del hospital se abrieron de golpe y salieron dos enfermeras a toda prisa. Una de ellas echó un vistazo a Laurel y sus ojos se abrieron de par en par al reconocerla. Laurel asintió con un gesto parecido a un vago saludo y tiró lo que quedaba del cigarrillo mientras la enfermera se acercaba a su amiga para susurrarle algo al oído.
Rose esperaba en uno de los asientos del vestíbulo y, durante una fracción de segundo, Laurel la miró como habría mirado a una desconocida. Iba envuelta en un chal púrpura de ganchillo que al frente conformaba un lazo rosado, y su pelo rebelde, ya cano, estaba recogido en una trenza que caía sobre un hombro. Laurel sufrió un arrebato de cariño casi insoportable cuando notó que su hermana se había sujetado la trenza con el cordel de la bolsa del pan.
—Rosie —dijo, y ocultó su emoción tras una máscara perfectísima de niña buena, sana y feliz, odiándose un poco por ello—. Dios, parece una eternidad. Somos como un par de barcos en la oscuridad, tú y yo.
Se abrazaron y a Laurel le sobresaltó el aroma a lavanda, tan familiar como fuera de lugar. Era el olor de las tardes de las vacaciones de verano en una habitación del Mar Azul, la pensión de la abuela Nicolson, no el olor de su hermana pequeña.
—Cómo me alegra que hayas podido venir —dijo Rose, que estrechó las manos de Laurel antes de guiarla por el pasillo.
—No me lo habría perdido por nada.
—Claro que no.
—Habría venido antes si no hubiera sido por la entrevista.
—Lo sé.
—Y me quedaría más tiempo de no ser por los ensayos. La película empieza a rodarse en un par de semanas.
—Lo sé. —Rose apretó la mano de Laurel un poco más fuerte, como para realzar sus palabras—. Mamá estará encantada de verte. Está orgullosísima de ti, Lol. Todos lo estamos.
Era angustioso recibir elogios de un familiar, así que Laurel no prestó atención.
—¿Y los otros?
—No han llegado. Iris está en un atasco y Daphne llega por la tarde. Viene directa a casa desde el aeropuerto. Nos llamará cuando esté en camino.
—¿Y Gerry? ¿A qué hora llega?
Era una broma e incluso Rose, la Nicolson amable, la única que no era aficionada a las tomaduras de pelo, no pudo evitar una risita tonta. Su hermano era capaz de construir calendarios de distancias cósmicas para calcular la ubicación de galaxias distantes, pero bastaba preguntarle a qué hora tenía pensado llegar para sumirlo en el desconcierto.
Doblaron la esquina y se encontraron ante una puerta con un rótulo que decía: «Dorothy Nicolson». Rose acercó la mano al pomo de la puerta, pero dudó.
—Tengo que avisarte, Lol —dijo—. Mamá ha ido a peor desde tu última visita. Tiene altibajos. A ratos es ella misma y de repente… —Los labios de Rose temblaron y apretó su largo collar de perlas. Bajó la voz al proseguir—: Se desorienta, Lol, a veces se altera y dice cosas del pasado, cosas que no siempre comprendo… Las enfermeras aseguran que no quiere decir nada, que ocurre a menudo cuando la gente… se encuentra en la fase en la que está mamá. Las enfermeras le dan píldoras que la tranquilizan, pero la dejan muy mareada. No me haría muchas ilusiones hoy.
Laurel asintió. El doctor había dicho algo parecido cuando llamó la semana anterior para preguntar por su estado. Empleó una letanía de eufemismos tediosos —una vida bien vivida, la hora de responder a la llamada final, el sueño eterno— con un tono tan empalagoso que Laurel fue incapaz de contenerse: «¿Quiere decir, doctor, que mi madre se está muriendo?». Lo preguntó con una voz majestuosa, por el mero placer de oír cómo tartamudeaba. La recompensa fue dulce pero breve, pues solo duró hasta que llegó la respuesta.
Sí.
La más traicionera de las palabras.
Rose abrió la puerta («¡Mira a quién he encontrado, mamaíta!») y Laurel reparó en que estaba conteniendo el aliento.
Durante su infancia hubo una época en la que Laurel tuvo miedo. De la oscuridad, de los zombis, de los desconocidos que, según la abuela Nicolson, se ocultaban tras las esquinas para raptar a las niñas pequeñas y hacerles cosas indescriptibles. (¿Qué tipo de cosas? Indescriptibles. Siempre era así, una amenaza más terrorífica por la escasez de detalles, por la vaga sugerencia de tabaco, sudor y vello en lugares extraños). Tan convincente había sido su abuela que Laurel sabía que era una cuestión de tiempo que el destino la encontrase y cumpliese sus perversos designios.
En ciertas ocasiones, sus mayores miedos se acumulaban, así que se despertaba por la noche gritando porque el zombi del armario la miraba por el ojo de la cerradura, a la espera de comenzar sus terroríficas obras. «Calla, angelito —la tranquilizaba su madre—. No es más que un sueño. Tienes que aprender a diferenciar entre lo que es real y lo que es mentira. A mí me llevó muchísimo tiempo comprenderlo. Demasiado». Y entonces se sentaba junto a Laurel y decía: «¿Y si te cuento una historia sobre una niña pequeña que se escapó para unirse a un circo?».
Era difícil creer que la mujer cuya poderosa presencia derrotaba todos los terrores nocturnos era esta misma pálida criatura extraviada bajo las sábanas del hospital. Laurel había pensado que estaba preparada. Algunos de sus amigos habían muerto, conocía el aspecto de la muerte cuando llegaba la hora, había ganado un premio BAFTA por interpretar a una mujer en las etapas finales de un cáncer. Pero esto era diferente. Se trataba de su madre. Quiso darse la vuelta y echar a correr.
No lo hizo. Rose, de pie junto a la estantería, asintió para darle ánimos, y Laurel se metió en el papel de la hija diligente que está de visita. Se movió con premura para tomar la frágil mano de su madre.
—Hola —dijo—. Hola, amor mío.
Los ojos de Dorothy parpadearon antes de cerrarse de nuevo. Su respiración prosiguió con un ritmo dulce cuando Laurel besó con delicadeza sus mejillas de papel.
—Te he traído algo. No podía esperar a mañana. —Dejó sus cosas en el suelo y sacó un pequeño paquete del bolso. Tras una breve pausa por respeto a las convenciones, comenzó a desenvolver el regalo—. Un cepillo —dijo, dando vueltas al objeto plateado entre los dedos—. Tiene unas cerdas suavísimas, de jabalí, creo; lo encontré en una tienda de antigüedades en Knightsbridge. Les pedí que grabasen tus iniciales, ¿ves?, aquí mismo. ¿Quieres que te cepille el pelo?
No esperaba respuesta, y no recibió ninguna. Con cuidado, Laurel pasó el cepillo a lo largo de esos mechones finos y canosos que formaban una corona sobre la almohada en torno a la cara de su madre, cabellera que en otro tiempo fue abundante, de un castaño muy oscuro, y ahora se disolvía en el aire.
—Ya está —dijo y dejó el cepillo en el estante, de tal modo que la luz daba en la floritura de la «D»—. Ya está.
Por alguna razón, Rose debió de sentirse satisfecha, pues le entregó el álbum que había cogido del estante y le indicó que iba a salir a preparar el té.
Había distintos papeles en las familias: ese era el de Rose, este era el suyo. Laurel se acomodó en un asiento que parecía de enfermos, junto a la almohada de su madre, y abrió el viejo libro con atención. La primera fotografía era en blanco y negro, ya desvaída, con una serie de puntos marrones a lo largo de la superficie. Bajo las manchas, una joven con un pañuelo sobre el pelo había quedado atrapada para siempre en un momento atribulado. Mientras alzaba la vista de lo que estuviese haciendo, levantaba la mano como si quisiese espantar al fotógrafo. Sonreía pícara, molesta y divertida al mismo tiempo, la boca abierta para pronunciar unas palabras ya olvidadas. Una broma, había preferido pensar siempre Laurel, un comentario ingenioso destinado a la persona detrás de la cámara. Era probable que se tratase de uno de los muchos huéspedes de antaño de la abuela: un vendedor ambulante, un veraneante solitario, algún burócrata silencioso de zapatos lustrosos a la espera del fin de la guerra mientras se dedicaba a una tarea segura. Detrás de la mujer, se veía la línea de un mar en calma, si quien veía la fotografía sabía que estaba ahí.
Laurel sostuvo el libro sobre el cuerpo inmóvil de su madre y comenzó:
—Mamá, aquí estás en la pensión de la abuela Nicolson. Es 1944 y la guerra ya toca a su fin. El hijo de la señora Nicolson todavía no ha vuelto, pero volverá. En menos de un mes, la abuela te enviará al pueblo con las cartillas de racionamiento y cuando vuelvas con la compra encontrarás a un soldado sentado a la mesa de la cocina, un hombre al que no has visto antes pero a quien reconoces gracias a la fotografía enmarcada sobre la repisa. Tiene más años cuando lo conoces que en ese retrato, y está más triste, pero viste de la misma manera, con sus pantalones de soldado, y te sonríe y sabes al instante que se trata del hombre a quien has estado esperando.
Laurel pasó la página, usando el pulgar para alisar la esquina de la lámina protectora de plástico, ya amarillenta. Con los años se había vuelto quebradiza.
—Te casaste con un vestido que cosiste tú misma con un par de cortinas de una habitación de invitados que la abuela Nicolson se resignó a sacrificar. Bien hecho, querida mamá; seguro que no fue nada fácil convencerla. Ya sabemos cómo era la abuela con esas cosas. Hubo una tormenta la noche anterior y te preocupaba que lloviese el día de tu boda. Sin embargo, no llovió. Brilló el sol y las nubes se dispersaron y la gente dijo que eso era un buen presagio. Aun así, no corriste riesgos: ahí está el señor Hatch, el deshollinador, a los pies de la escalera de la iglesia para traer suerte. Para él fue un placer darte el gusto: con la suma que papá le pagó compró unos zapatos nuevos para su hijo mayor.
No podía saber con certeza, estos últimos meses, si su madre la escuchaba, si bien la enfermera más amable dijo que no había motivos para pensar lo contrario, y en ocasiones, a medida que avanzaba por el álbum de fotos, Laurel se permitía la libertad de inventar… Nada demasiado discrepante: solo lo consentía cuando su imaginación se desviaba de la acción principal, hacia la periferia. A Iris le parecía mal, decía que esa historia era importante para su madre y que Laurel no tenía derecho a adornar la verdad, pero el doctor se había limitado a encogerse de hombros cuando le comentaron las transgresiones y dijo que lo que de verdad importaba era hablar con ella, no tanto la verdad de lo dicho. Se volvió hacia Laurel con un guiño: «De usted es de la que menos debería esperarse que se atuviese a la verdad, señorita Nicolson».
A pesar de que se había puesto de su lado, a Laurel le ofendió esa supuesta connivencia. Estuvo a punto de explicar la diferencia entre actuar sobre un escenario y decir mentiras en la vida real, para dejarle bien claro a ese doctor impertinente de pelo demasiado negro y dientes demasiado blancos que la verdad importaba en ambos casos, pero comprendió que era inútil mantener una discusión filosófica con alguien que llevaba una pluma con forma de palo de golf en el bolsillo de la camisa.
Pasó de página y se encontró, como siempre, con los retratos de ella misma de bebé. Narró con celeridad sus primeros años (la pequeñísima Laurel durmiendo en una cuna con estrellas y hadas pintadas en la pared; parpadeando adusta en los brazos de su madre; ya un poco crecida, tambaleándose entre los bajíos a orilla del mar) antes de llegar a ese punto en el que dejaba de recitar y comenzaban sus recuerdos. Pasó de página, lo que desató el ruido y las risas de las otras. ¿Era una coincidencia que sus primeros recuerdos estuviesen tan vinculados con sus hermanas? Llegaron una tras otra: se tiraban por la hierba, saludaban por la ventana de la casa del árbol, esperaban en fila ante Greenacres (su casa), bien peinadas e inmóviles, limpísimas y con ropa nueva, para comenzar una excursión ya olvidada.
Las pesadillas de Laurel habían cesado tras el nacimiento de sus hermanas. O, más bien, se habían transformado. Ya no recibía visitas de zombis, monstruos o desconocidos que se ocultaban por el día en el armario; en su lugar, comenzó a soñar con un maremoto que se aproximaba, o con el fin del mundo, o el comienzo de otra guerra, y ella sola tenía que mantener a sus hermanas a salvo. De las cosas que su madre le dijo durante la infancia, era una de las que recordaba con más claridad: «Cuida a tus hermanas. Tú eres la mayor, no las pierdas de vista». Por aquel entonces, no se le ocurrió a Laurel pensar que su madre hablaba por experiencia; que, implícito en esa advertencia, se hallaba el viejísimo dolor por un hermano pequeño a quien perdió durante un bombardeo en la Segunda Guerra Mundial. Los niños podían ser así de egoístas, en especial los felices. Y los Nicolson habían sido niños más felices que la mayoría.
—Aquí estamos en Pascua. Aquí está Dafne en la trona, así que será 1956. Sí, eso es. ¿Ves? Rose tiene el brazo escayolado, el brazo izquierdo esta vez. Iris está haciendo el payaso sonriendo al fondo, pero no por mucho tiempo. ¿Te acuerdas? Esa fue la tarde en que saqueó la nevera y devoró todos los cangrejos. Papá los había traído cuando fue de pesca el día anterior. —Fue la única vez que Laurel lo vio enfadado de verdad. Se había despertado de la siesta, bañado por el sol, con el capricho de comer algún cangrejo y en el frigorífico solo encontró los caparazones huecos. Aún podía ver a Iris escondiéndose tras el sofá, el único lugar donde su padre no podía alcanzarla con sus amenazas de darle una buena zurra (amenaza falsa, pero no por ello menos terrorífica), y negándose a salir. Rogaba a quien pasase cerca que se apiadase y, por favor, por favorcito, le acercase su ejemplar de Pippi Calzaslargas. El recuerdo conmovió a Laurel. Había olvidado lo divertida que podía ser Iris cuando no dedicaba todas sus energías a estar enfadada.
Algo se deslizó de la parte trasera del álbum y Laurel lo recogió del suelo. Era una fotografía que no había visto nunca, un retrato a la vieja usanza, en blanco y negro, de dos jóvenes cogidas de los brazos. Se reían de ella dentro de ese marco blanquecino, de pie en una sala de la que colgaban banderitas, a la luz del sol que entraba por una ventana que no quedaba a la vista. Le dio la vuelta en busca de una anotación, pero no había nada escrito salvo la fecha: mayo de 1941. Qué extraño. Laurel se sabía de memoria el álbum familiar y esta fotografía, estas mujeres, no formaban parte de él. Se abrió la puerta y apareció Rose, con dos tazas de té temblando sobre unos platitos.
—¿Has visto esto, Rose? —Laurel alzó la foto.
Rose dejó una taza en la mesilla, miró con los ojos entrecerrados la fotografía y sonrió.
—Sí, claro —dijo—. Apareció hace unos meses en Greenacres… Pensé que podrías buscarle un lugar en el álbum. ¿A que es preciosa? Qué maravilloso es descubrir algo nuevo de mamá, sobre todo ahora.
Laurel miró una vez más la fotografía. Las jóvenes lucían peinados tipo victory roll[1] de los años cuarenta, faldas a la altura de la rodilla; de la mano de una de ellas pendía un cigarrillo. Por supuesto, era su madre. Su maquillaje era diferente. Ella era diferente.
—Qué raro —dijo Rose—, nunca pensé en ella así.
—Así, ¿cómo?
—Joven, supongo. Divirtiéndose con una amiga.
—¿No? Me pregunto por qué. —Aunque, por supuesto, lo mismo era cierto para Laurel. En su mente (en la mente de todas ellas, al parecer), la madre había llegado al mundo cuando respondió el anuncio que la abuela había publicado en un periódico en busca de una empleada para todo, para trabajar en la pensión. Conocían lo esencial del pasado anterior: que había nacido y crecido en Coventry, que había ido a Londres justo antes del comienzo de la guerra, que su familia había muerto durante los bombardeos. Laurel sabía, además, que la muerte de su familia la había afectado profundamente. Dorothy Nicolson había aprovechado la menor oportunidad para recordar a sus hijos que la familia lo era todo: ese había sido el mantra de su infancia. Cuando Laurel atravesaba una fase especialmente dura de su adolescencia, su madre la tomó de las manos y dijo: «No seas como yo, Laurel. No esperes demasiado para comprender qué es lo importante. Quizás tu familia te vuelva loca a veces, pero es más importante para ti de lo que puedes imaginarte». No obstante, en cuanto a los detalles de su vida antes de conocer a Stephen Nicolson, Dorothy nunca les aburrió con ellos, y sus hijos nunca se molestaron en preguntar. No había nada raro en ello, supuso Laurel con cierto malestar. Los hijos no exigen que sus padres tengan un pasado y les resulta un tanto increíble, casi embarazoso, que estos aseguren haber tenido una existencia previa. Ahora, sin embargo, al mirar a esta desconocida de los tiempos de la guerra, Laurel lamentó vivamente esa falta de conocimiento.
Durante sus comienzos como actriz, un director muy conocido se había inclinado sobre el guion, se había enderezado las gafas de culo de vaso y le había dicho a Laurel que no tenía el aspecto necesario para interpretar papeles protagonistas. Fue una advertencia dolorosa y Laurel gimió y clamó, tras lo cual dedicó horas a mirarse en el espejo, casi sin querer, antes de cortarse la larga melena en un arrebato de ebria determinación. Sin embargo, fue un momento crucial en su carrera. Era una actriz de carácter. El director la escogió para interpretar a la hermana de la protagonista y recibió sus primeras críticas entusiastas. Al público le maravillaba su capacidad de crear personajes desde dentro, de sumergirse y desaparecer bajo la piel de otra persona, pero no había truco alguno; simplemente, se tomaba la molestia de aprender los secretos del personaje. Laurel sabía mucho acerca de guardar secretos. Sabía también que así se descubría de verdad a la gente, oculta tras sus manchas más negras.
—¿Sabías que nunca la habíamos visto tan joven? —Rose se encaramó al brazo del sillón de Laurel, su aroma a lavanda era más intenso que antes, y cogió la fotografía.
—¿De verdad? —Laurel iba a sacar los cigarrillos, recordó que se encontraba en un hospital y cogió el té en su lugar—. Supongo que sí. —Gran parte del pasado de su madre eran manchas negras. ¿Por qué nunca le había molestado antes? Una vez más, echó un vistazo a la fotografía, a esas dos mujeres que ahora parecían reírse de su ignorancia. Intentó hablar en un tono despreocupado—: ¿Dónde dices que la encontraste, Rose?
—Dentro de un libro.
—¿Un libro?
—En realidad, una obra de teatro: Peter Pan.
—¿Mamá salió en una obra? —Su madre había sido muy aficionada a los disfraces y a los juegos improvisados, pero Laurel no recordaba que hubiese actuado en una obra de verdad.
—Eso no lo sé con certeza. El libro era un regalo. Tenía una dedicatoria… Ya sabes, como nos pedía que hiciésemos cuando éramos pequeñas.
—¿Qué decía?
—«Para Dorothy». —Rose entrelazó los dedos en su esfuerzo por recordar—. «Una amistad verdadera es una luz entre las tinieblas. Vivien».
Vivien. El nombre tuvo un efecto extraño en Laurel. Sintió calor y a continuación frío en la piel y le retumbaron las sienes. Por su mente pasó una serie de imágenes vertiginosas: un filo que resplandecía, la cara asustada de su madre, una cinta roja que se desataba. Recuerdos viejos, recuerdos desagradables que el nombre de esa desconocida había avivado por alguna razón.
—Vivien —repitió, hablando más alto de lo que pretendía—. ¿Quién es Vivien?
Rose alzó la vista, sorprendida, pero Laurel no llegó a saber su respuesta, pues Iris entró por la puerta como una exhalación, con una multa de tráfico en la mano. Ambas hermanas se giraron hacia esa poderosa indignación y por tanto nadie notó la brusca respiración de Dorothy, la angustia que se reflejó en su rostro al oír el nombre de Vivien. Cuando las tres hermanas Nicolson se reunieron alrededor de su madre, Dorothy parecía dormir tranquila; en sus rasgos no había indicio alguno de que había abandonado el hospital, ese cuerpo agotado y a sus hijas para viajar en el tiempo hasta una noche oscura de 1941.