Fui a casa.
A la librería.
—La señorita Winter ha muerto —le dije a mi padre.
—¿Y tú? ¿Cómo estás tú? —preguntó.
—Viva.
Sonrió.
—Háblame de mamá —le pedí—. ¿Por qué es como es?
Y me lo contó:
—Estaba muy enferma cuando os dio a luz. No pudo veros antes de que se os llevaran. Nunca vio a tu hermana. Tu madre estuvo a punto de morir. Cuando volvió en sí, ya os habían operado y tu hermana…
—Mi hermana había muerto.
—Sí. Era imposible saber qué sería de ti. Yo iba de su cabecera a la tuya… Temí perderos a las tres. Recé a todos los dioses de los que había oído hablar para que os salvaran. Y atendieron a mis oraciones, en parte. Tú sobreviviste. Tu madre en realidad nunca volvió.
Había otra cosa que necesitaba saber.
—¿Por qué no me dijisteis que tenía una hermana gemela?
Me miró con el rostro devastado. Tragó saliva y cuando habló, tenía la voz ronca.
—La historia de tu nacimiento es triste. Tu madre pensó que era demasiado dura para que una niña cargara con ella. Yo habría cargado con ella por ti, Margaret, si hubiera podido. Habría hecho cualquier cosa por ahorrártela.
Nos quedamos callados. Pensé en todas las demás preguntas que habría formulado, pero ya no necesitaba hacerlo.
Busqué la mano de mi padre al mismo tiempo que él buscó la mía.
En tres días asistí a tres entierros.
Al primero acudió una multitud llorosa por la pérdida de la señorita Winter. La nación lamentaba la muerte de su narradora favorita y miles de lectores acudieron a presentar sus respetos. Me marché en cuanto tuve la oportunidad de hacerlo, pues yo ya me había despedido de ella.
El segundo fue un entierro discreto. Tan solo estábamos Judith, Maurice, el médico y yo para presentar nuestros respetos a la mujer a la que se refirieron durante todo el oficio como Emmeline. Después nos despedimos y cada uno se fue por su lado.
El tercero fue aún más solitario. En un crematorio de Banbury solo yo estuve presente cuando un clérigo de rostro desabrido supervisó el traspaso a las manos de Dios de una colección de huesos sin identificar. A las manos de Dios, aunque fui yo quien recogió la urna más tarde «en nombre de la familia Angelfield».
Había campanillas de invierno en Angelfield. Al menos los primeros brotes, abriéndose paso en el suelo helado y mostrando sus puntas verdes y frescas por encima de la nieve.
Al levantarme oí un ruido. Aurelius llegaba a la entrada del cementerio. La nieve cubría sus hombros y llevaba un ramo de flores.
—¡Aurelius! —¿Cómo podía su rostro haberse vuelto tan triste, tan pálido?—. Has cambiado —dije.
—Me he dejado la piel en una búsqueda inútil. —El azul de sus ojos siempre afables había adquirido el tono descolorido del cielo de enero; eran tan transparentes que pude ver su decepcionado corazón—. Toda mi vida he querido encontrar a mi familia. Quería saber quién era yo. Y últimamente me había hecho ilusiones. Creía que existía alguna posibilidad, pero me temo que estaba equivocado.
Caminamos entre las tumbas por el sendero herboso, sacudimos la nieve del banco y nos sentamos antes de que volviera a cubrirse. Aurelius hurgó en su bolsillo y sacó dos trozos de bizcocho. Me alargó uno distraídamente e hincó los dientes en el suyo.
—¿Eso es todo lo que tienes para mí? —me preguntó mirando la urna—. ¿Eso es todo lo que queda de mi historia?
Le tendí la urna.
—Es ligera, ¿verdad? Ligera como el aire. Y sin embargo…
Se llevó la mano al corazón; buscó un gesto para mostrar cuánto le pesaba, pero al no encontrarlo, dejó la urna a un lado y dio otro mordisco a su bizcocho.
Cuando hubo digerido el último bocado, habló y se puso en pie:
—Si era mi madre, ¿por qué no estaba con ella? ¿Por qué no perecí con ella en este lugar? ¿Por qué me dejó en casa de la señora Love y regresó luego aquí, a una casa incendiada? ¿Por qué? No tiene sentido.
Le seguí mientras abandonaba el camino principal y se adentraba en el laberinto de estrechos arriates dispuestos entre las sepulturas. Se detuvo frente a una tumba que yo ya había visto y dejó sobre ella las flores. La lápida era sencilla.
Jane Mary Love
Siempre recordada
Pobre Aurelius. Estaba agotado. Cuando me cogí de su brazo apenas pareció notarlo, pero luego se volvió para mirarme de frente.
—Tal vez sea mejor no tener una historia a tener una que cambia constantemente. Me he pasado la vida persiguiendo mi historia sin llegar nunca a darle alcance; corriendo tras ella sin darme cuenta de que tenía a la señora Love. Ella me quería, ¿sabes?
—Nunca lo he dudado. —Había sido una buena madre. Mejor de lo que lo habría sido cualquiera de las gemelas—. Tal vez sea mejor no conocer la historia de uno —sugerí.
Desvió la mirada de la lápida y contempló el cielo blanquecino.
—¿Realmente eso crees?
—No.
—Entonces, ¿por qué lo dices?
Retiré el brazo y metí mis ateridas manos en las mangas de mi abrigo.
—Es lo que diría mi madre. Cree que una historia ingrávida es preferible a una historia demasiado pesada.
—Entonces la mía es una historia pesada.
No respondí, y cuando el silencio se alargó, no le conté su historia, sino la mía.
—Yo tenía una hermana —comencé—. Una hermana gemela.
Se volvió para mirarme. Sus hombros se alzaban anchos y sólidos contra el cielo. Aurelius escuchó serio la historia que vertí sobre él.
—Nacimos unidas. Por aquí… —Y deslicé una mano por mi costado izquierdo—. No podía vivir sin mí. Ella necesitaba que mi corazón latiera para poder vivir, pero yo no podía vivir con ella. Me estaba chupando la fuerza. Nos separaron y ella murió.
Mi otra mano se unió a la primera y apreté fuerte mi cicatriz.
—Mi madre nunca me lo dijo. Creyó que sería mejor para mí no saberlo.
—Una historia ingrávida.
—Sí.
—Pero lo sabes.
Apreté más fuerte.
—Lo descubrí por casualidad.
—Lo siento —dijo.
Tomó mis manos en la suya, envolviéndolas con su enorme puño. Luego me atrajo con su otro brazo. A través de las capas de ropa sentí la ternura de su barriga y un ruido ajetreado resonó en mi oído. Son los latidos de su corazón, pensé. Un corazón humano. A mi lado. De modo que esto es lo que se siente. Escuché.
Luego nos separamos.
—¿Y es mejor saber? —me preguntó.
—No sé qué decirte, pero en cuanto sabes, ya no puedes dar marcha atrás.
—Y tú conoces mi historia.
—Sí.
—Mi verdadera historia.
—Sí.
Apenas titubeó, simplemente respiró hondo y pareció agrandarse un poco más.
—En ese caso, harás bien en contármela —dijo.
Se la conté. Y mientras lo hacía anduvimos paseando; cuando terminé de contársela habíamos llegado al lugar donde las campanillas de invierno descollaban sobre el blanco de la nieve.
Con la urna en las manos, Aurelius titubeó.
—Me temo que estamos infringiendo las normas.
Yo también lo creía así.
—¿Qué podemos hacer?
—Las normas no son válidas para este caso, ¿verdad?
—Nada sería más adecuado.
—Entonces, adelante.
Con el cuchillo del pastel cavamos un hoyo en la tierra congelada que cubría el féretro de la mujer que yo conocía como Emmeline. Aurelius volcó las cenizas en el hoyo y volvimos a taparlo con tierra. Aurelius la apretó con todo el peso de su cuerpo y encima colocamos las flores para ocultar nuestra obra.
—Se igualará cuando se derrita la nieve —dijo, y se sacudió la nieve de las perneras del pantalón.
—Aurelius, debo contarte algo más sobre tu historia.
Lo llevé a otra zona del cementerio.
—Ahora ya sabes quién es tu madre, pero también tenías un padre. —Le señalé la lápida de Ambrose—. La A y la S en el trozo de papel que me enseñaste correspondían a su nombre. Y el zurrón también era suyo. Lo utilizaba para echar dentro las aves que cazaba. Así se explica que hubiera una pluma.
Callé. Aurelius tenía que asimilar demasiada información. Cuando después de un largo rato asintió, continué.
—Era un buen hombre. Te pareces mucho a él.
Aurelius tenía la mirada atónita, aturdida. Más información. Más pérdida.
—Está muerto.
—Eso no es todo —proseguí en voz baja.
Se volvió lentamente hacia mí y en sus ojos leí el miedo a que la historia de su abandono no tuviera fin.
Le tomé una mano y sonreí.
—Después de que tú nacieras, Ambrose se casó. Tuvo otro hijo.
Aurelius tardó unos instantes en comprender lo que eso implicaba, pero después un espasmo de entusiasmo reavivó su cuerpo.
—Eso significa que tengo… Y que ella… él… ella…
—¡Sí! ¡Una hermana!
Una enorme sonrisa se dibujó en su cara.
Proseguí.
—Y ella tuvo a su vez dos hijos. ¡Un niño y una niña!
—¡Una sobrina! ¡Y un sobrino!
Tomé sus manos en las mías para que dejaran de temblar.
—Una familia, Aurelius. Tu familia. Ya los conoces, te están esperando.
Apenas podía seguirle cuando cruzamos la entrada del cementerio y caminamos por la avenida hasta la casa blanca del guarda. Aurelius no miró atrás ni un sola vez. Solo al llegar a la casa del guarda nos detuvimos; fui yo quien le hizo parar.
—¡Aurelius! Casi se me olvida darte esto.
Cogió el sobre blanco y lo abrió, distraído por la alegría.
Sacó la tarjeta y me miró.
—¿Qué? ¿En serio?
—Sí, en serio.
—¿Hoy?
—¡Hoy! —Algo me poseyó en ese momento. Hice algo que no había hecho antes en mi vida y que no esperaba llegar a hacer jamás. Abrí la boca y grité a voz en cuello—: ¡FELIZ CUMPLEAÑOS!
Probablemente había perdido la cabeza. Sentí vergüenza, pero a Aurelius no le importó. Él estaba totalmente inmóvil, con los brazos caídos, los ojos cerrados y la cara apuntando al cielo. Toda la felicidad del mundo estaba cayendo sobre él junto a la nieve.
En el jardín de Karen la nieve mostraba las huellas de juegos y carreras, huellas pequeñas y otras aún más pequeñas persiguiéndose en amplios círculos. No podíamos ver a los niños, pero al acercarnos oímos sus voces saliendo del nicho abierto en el tejo.
—Representemos Blancanieves.
—Es una historia de niñas.
—¿Qué historia quieres representar?
—Una historia sobre cohetes.
—Yo no quiero ser un cohete. Seamos barcos.
—Ayer ya fuimos barcos.
Al oír el pestillo de la verja sacaron la cabeza del árbol. Con las capuchas ocultándoles el pelo eran difíciles de distinguir.
—¡Es el señor de los pasteles!
Karen salió de la casa y se acercó por el césped.
—¿Queréis saber quién es? —preguntó a los niños mientras sonreía tímidamente a Aurelius—. Es vuestro tío.
Aurelius miró a Karen, después a los niños y de nuevo a Karen. Sus ojos apenas le alcanzaban para abarcar todo lo que deseaba. Se había quedado sin palabras, pero Karen le tendió una mano vacilante y él se la estrechó.
—Todo esto es un poco… —comenzó.
—Lo sé —coincidió ella—. Pero nos acostumbraremos, ¿verdad?
Él asintió.
Los niños contemplaban con curiosidad aquella escena de los mayores.
—¿Qué vais a representar? —preguntó Karen para distraerlos.
—No lo sabemos —dijo la niña.
—No nos ponemos de acuerdo —añadió su hermano.
—¿Conoces alguna historia? —le preguntó Emma a Aurelius.
—Solo una —dijo.
—¿Solo una? —La niña le miró sorprendida—. ¿Salen ranas?
—No.
—¿Dinosaurios?
—No.
—¿Pasadizos secretos?
—No.
Los niños se miraron. Estaba claro que no sería una buena historia.
—Nosotros conocemos un montón de historias —dijo Tom.
—Un montón —le secundó su hermana con ojos soñadores—. De princesas, ranas, castillos encantados, hadas madrinas…
—Orugas, conejos, elefantes…
—Toda clase de animales.
—Sí.
Guardaron silencio, absortos en su recreación de incontables mundos diferentes.
Aurelius los miraba como si fueran un milagro.
Finalmente regresaron al mundo real.
—Millones de historias —dijo el muchacho.
—¿Quieres que te cuente una historia? —preguntó la niña.
Pensé que quizá Aurelius ya había tenido suficientes historias aquel día, pero asintió con la cabeza.
Emma recogió un objeto imaginario y lo colocó en la palma de su mano derecha. Con la izquierda hizo ver que abría la tapa de un libro. Levantó la vista para asegurarse de que sus compañeros la atendían. Entonces devolvió la mirada al libro que sostenía en la mano y comenzó.
—Érase una vez…
Karen, Tom y Aurelius: tres pares de ojos concentrados en Emma y su narración. Seguro que les iría bien juntos.
Con sigilo, retrocedí hasta la verja y me alejé por la calle.