Desmoronamiento

Isabelle se había ido. Hester se había ido. Charlie se había ido. La señorita Winter me habló entonces de otras pérdidas.

Arriba, en el desván, apoyé la espalda contra la crujiente pared y empujé para obligarla a ceder. Luego aflojé. Así una y otra vez. Estaba tentando a la suerte. ¿Qué ocurriría, me preguntaba, si la pared se desplomara? ¿Se hundiría el tejado? ¿Cederían las tablas del suelo con el peso de la caída? ¿Era posible que las tejas, las vigas y la piedra atravesaran los techos, hundiendo camas y cajas, como si de un terremoto se tratara? ¿Y qué pasaría luego? ¿Se detendría ahí? ¿Hasta dónde podría llegar? Seguí empujando, provocando a la pared, desafiándola a caer, pero no cayó. Incluso bajo coacción, resulta sorprendente lo que una pared muerta es capaz de aguantar.

En medio de la noche me desperté con un retumbo en los oídos. El estruendo ya había cesado, pero aún me resonaba en los tímpanos y el pecho. Salté de la cama y corrí hasta las escaleras seguida de Emmeline.

Alcanzamos el descansillo al mismo tiempo que John, que dormía en la cocina, llegaba a las escaleras. De pie, en medio del vestíbulo, estaba el ama, en camisón, mirando hacia arriba. A sus pies había un enorme bloque de piedra y en el techo, directamente encima de su cabeza, un agujero. En el aire flotaba un polvo gris que subía y bajaba, sin decidirse a aposentarse. Fragmentos de yeso, argamasa y madera seguían cayendo de arriba, con un sonido que hacía pensar en ratones dispersándose, y yo notaba los respingos de Emmeline cada vez que un tablón o un ladrillo se desplomaba en las plantas superiores.

Los escalones de piedra estaban fríos, luego astillas y pedacitos de yeso se me fueron clavando en los pies. En medio de los cascotes con los remolinos de polvo asentándose lentamente a su alrededor, el ama semejaba un fantasma. Polvo gris en el pelo, polvo gris en la cara y las manos, polvo gris en los pliegues de su largo camisón. Estaba completamente inmóvil, mirando hacia arriba. Me acerqué a ella y uní mi mirada a la suya. Vimos el agujero en el techo y a través de él otro agujero en otro techo y encima otro techo con otro agujero. Vimos el papel de peonías del primer dormitorio, el dibujo del enrejado de hiedra de la habitación superior y las paredes de color gris claro del pequeño cuarto del desván. Y por encima de todo eso, muy por encima de nuestras cabezas, vimos el agujero del tejado y el cielo. No había estrellas.

Le cogí la mano.

—Vamos —dije—, no sirve de nada mirar.

Tiré de ella y me siguió como una niña pequeña.

—Voy a acostarla —le dije a John.

Blanco como un fantasma, asintió con la cabeza.

—Sí —dijo con la voz espesa como el polvo. Casi no podía mirar al ama. Hizo un gesto lento en dirección al techo. Fue el gesto lento de un hombre a punto de ahogarse en una corriente—. Y yo empezaré a arreglar todo esto.

Una hora después, cuando el ama ya dormía bien arropada en su cama, con un camisón limpio y recién lavada, él seguía allí. Tal como lo había dejado, mirando fijamente el lugar donde el ama había estado.

A la mañana siguiente, cuando el ama no apareció en la cocina, fui yo quien entró en su cuarto para despertarla, pero no pude. Su alma se había marchado por el agujero del tejado.

—La hemos perdido —le dije a John en la cocina—. Está muerta.

El semblante de John no se alteró un ápice. Siguió mirando por encima de la mesa de la cocina, como si no me hubiera oído.

—Sí —dijo al fin con una voz que no esperaba ser oída—. Sí.

Parecía que el mundo se hubiera detenido. Yo solo deseaba una cosa: quedarme sentada como John, inmóvil, contemplando el vacío, sin hacer nada. Pero el tiempo no se había detenido. Todavía notaba los latidos de mi corazón midiendo los segundos. Notaba el hambre creciendo en mi estómago y la sed en mi garganta. Me sentía tan triste que pensé que me moriría, pero estaba escandalosa y absurdamente viva, tan viva que juro que podía notar cómo me crecían las uñas y el pelo.

Pese al peso insoportable que me aplastaba el corazón, no podía, como John, entregarme al sufrimiento. Hester se había ido; Charlie se había ido; el ama se había ido; John, a su manera, se había ido, aunque esperaba que encontrara la forma de volver. Entretanto, la niña en la neblina iba a tener que salir de las sombras. Había llegado el momento de dejar de jugar y crecer.

—Pondré agua a hervir —dije—. Te prepararé una taza de té.

No era mi voz. Otra muchacha, una muchacha sensata, competente y normal, se había abierto paso a través de mi piel y había tomado el mando. Parecía saber exactamente qué debía hacerse. Mi asombro era solo parcial. ¿Acaso no me había pasado media vida observando a la gente vivir sus vidas? ¿Observando a Hester, observando al ama, observando a los vecinos del pueblo?

Me replegué en silencio mientras la muchacha competente ponía agua a hervir, calculaba las hojas, las removía y servía el té. Puso dos cucharadas de azúcar en la taza de John, tres en la mía. Entonces bebí, y cuando el té dulce y caliente alcanzó mi estómago, dejé finalmente de temblar.