Llegó el día del examen médico y el doctor Maudsley se personó en la casa. Como de costumbre, Charlie no estaba allí para recibir al visitante. Hester le había informado de la visita del médico de la manera acostumbrada (una carta depositada fuera de sus aposentos, sobre una bandeja) y, como no había obtenido respuesta, supuso acertadamente que el asunto le traía sin cuidado.
La paciente se hallaba en uno de sus estados de ánimo huraños pero dóciles. Se dejó conducir hasta el cuarto elegido para el examen y aceptó que le dieran golpecitos y punzadas. Invitada a abrir la boca y sacar la lengua, se negó en redondo, pero al menos cuando el médico le introdujo los dedos para separar la mandíbula superior de la inferior, no le mordió. Tenía la mirada apartada de él y sus instrumentos, apenas parecía consciente de su presencia y del examen. Fue imposible sacarle una sola palabra.
El doctor Maudsley descubrió que su paciente estaba por debajo del peso adecuado y tenía piojos; por lo demás, físicamente gozaba de buena salud. Su estado psicológico, sin embargo, era más difícil de determinar. ¿Era la muchacha, como había insinuado John-the-dig, mentalmente deficiente? ¿O acaso la conducta de la chica se debía a la negligencia de su madre y la falta de disciplina? Ésa era la opinión del ama, quien, al menos en público, siempre estaba dispuesta a absolver a las gemelas.
No fueron ésas las únicas opiniones que el médico tuvo presentes mientras examinaba a la gemela salvaje. La noche anterior, en su propia casa, pipa en boca y con la mano sobre la chimenea, había estado cavilando en voz alta sobre el caso (le gustaba que su mujer le escuchara, pues estimulaba su elocuencia), enumerando los ejemplos de mala conducta de que había sido informado: los hurtos en las casas de los aldeanos, la destrucción del jardín de las figuras, la violencia vertida sobre Emmeline, la fascinación por las cerillas… Se hallaba reflexionando sobre las posibles explicaciones cuando la dulce voz de su esposa le interrumpió:
—¿No crees que simplemente es traviesa?
Por un instante la interrupción lo dejó demasiado pasmado para poder contestar.
—Solo era una sugerencia —continuó ella agitando una mano para restar importancia a sus palabras. Había hablado con suavidad, pero eso poco importaba. El hecho de que hubiera hablado bastó para que sus palabras fueran cortantes.
Y luego estaba Hester.
—Ha de tener presente —le había dicho— que dada la ausencia de un vínculo fuerte con los padres y de una orientación firme por parte de otras personas, el desarrollo de la niña hasta el día de hoy ha estado enteramente determinado por su experiencia como gemela. Su hermana es el único punto fijo y permanente en su conciencia, de modo que toda su visión del mundo se ha ido formando a través del prisma de su relación con ella.
Tenía razón, desde luego. El doctor Maudsley ignoraba de qué libro lo había sacado ella, pero debía de haberlo leído con detenimiento, porque había expuesto la idea con suma brillantez. Mientras la escuchaba, le había sorprendido su voz. Aunque claramente femenina, había en la institutriz un ligero tono de autoridad masculina. Hester era elocuente. Tenía una graciosa tendencia a expresar sus opiniones con el mismo dominio comedido que cuando explicaba una teoría de algún especialista sobre la que había leído. Y cuando hacía una pausa al final de una frase para recuperar el aliento, le lanzaba una mirada rauda —la primera vez la había encontrado desconcertante, pero después le resultó divertida— para indicarle si podía hablar o si tenía intención de seguir hablando ella.
—Debo investigar un poco más —le dijo a Hester cuando se reunieron para hablar de la paciente después del examen—. Y tenga por seguro que observaré con detenimiento la relevancia de su condición de gemela.
Hester asintió.
—Yo lo veo así —dijo—: En cierta manera podríamos considerar a las gemelas dos hermanas que se han repartido un conjunto de características. Mientras que una persona sana y normal experimenta todo un abanico de emociones diferentes y muestra una extensa variedad de comportamientos, podría decirse que las gemelas han dividido ese abanico de emociones y comportamientos en dos y cada una ha asimilado una parte. Una gemela es salvaje y propensa a los arrebatos; la otra es perezosa y pasiva. Una prefiere la limpieza; la otra adora la suciedad. Una tiene un apetito insaciable; la otra puede pasarse varios días sin comer. Ahora bien, si esa polaridad (podremos discutir más tarde en qué medida ha sido adoptada de forma consciente) es fundamental para el sentido de identidad de Adeline, ¿no es comprensible que inhiba dentro de ella todo lo que, desde su punto de vista, corresponde a Emmeline?
La pregunta no esperaba contestación; Hester no le indicó al médico que podía hablar, simplemente hizo una inspiración moderada y continuó:
—Ahora consideremos las cualidades del ser al que, de forma algo fantasiosa, nos referimos como la niña en la neblina. Esa niña escucha las historias, es capaz de comprender y emocionarse con un lenguaje que no es el de las gemelas. Eso sugiere una voluntad de relacionarse con otras personas. Pero de las dos gemelas, ¿a quién le ha sido asignada la tarea de relacionarse con la gente? ¡A Emmeline! De modo que Adeline ha de reprimir esa parte de su personalidad.
Hester se volvió hacia el médico y le brindó esa mirada que significaba que le cedía el turno de palabra.
—Es una idea curiosa —respondió él con cautela—. Yo habría imaginado lo contrario, ¿no le parece? Que por el hecho de ser gemelas cabría esperar que tuvieran más similitudes que diferencias.
—Pero hemos observado que no es así —se apresuró a replicar Hester.
—Hummm.
Hester le dejó rumiar. El médico contemplaba la pared desnuda, absorto en sus pensamientos, al tiempo que ella le lanzaba miradas nerviosas, tratando de leer en su rostro la acogida que estaba teniendo su teoría. Finalmente, estuvo listo para hacer su dictamen.
—Aunque su idea resulta interesante —esbozó una sonrisa afable para suavizar el efecto de sus desalentadoras palabras—, no recuerdo haber leído nada sobre esa división de la personalidad entre gemelos en ninguno de los especialistas en la materia.
Hester pasó por alto la sonrisa y le miró manteniendo la compostura.
—Los especialistas no lo consideran así, eso es cierto. De estar en algún lugar, estaría en Lawson, y no es el caso.
—¿Ha leído a Lawson?
—Naturalmente. Ni por un momento se me ocurriría exponer una opinión sobre un tema, el que fuera, sin estar primero segura de mis fuentes.
—Oh.
—Existe una referencia a unos niños gemelos peruanos en Harwood que sugiere algo similar, si bien el autor se queda corto en cuanto a las conclusiones que podrían extraerse.
—Recuerdo ese caso… —El médico dio un ligero respingo—. ¡Oh, ya veo la relación! Me pregunto si el estudio de Brasenby guarda alguna relación con este caso.
—No he podido obtener el estudio completo. ¿Cree que podría prestármelo?
Y así empezó todo.
Impresionado por la agudeza de las observaciones de Hester, el médico le prestó el estudio de Brasenby. Cuando ella se lo devolvió, llevaba adjunta una hoja con anotaciones y preguntas expuestas de manera sucinta. Mientras tanto, él había obtenido otros libros y artículos para completar su biblioteca sobre gemelos, trabajos de reciente publicación, ejemplares de investigaciones en curso de diferentes especialistas y ediciones extranjeras. Transcurrida una o dos semanas cayó en la cuenta de que podía ahorrarse mucho tiempo si primero le pasaba los trabajos a Hester y luego leía los concisos e inteligentes resúmenes que ella elaboraba. Cuando entre los dos hubieron leído cuanto era posible leer, regresaron a sus observaciones personales. Ambos habían recopilado notas, él médicas, ella psicológicas; había abundantes anotaciones con la letra de él en los márgenes del manuscrito de ella; ella, por su parte, había hecho aún más anotaciones en el manuscrito de él e incluso adjuntado sus convincentes ensayos en hojas aparte.
Leían, pensaban, escribían, se reunían, discutían. Así continuaron hasta que supieron todo lo que había que saber sobre gemelos, pero todavía había algo que desconocían, y ese algo era, en realidad, lo único que importaba.
—Todo este trabajo —dijo el médico una noche en la biblioteca—, todas estas hojas, y seguimos como al principio. —Se mesó el pelo con gesto nervioso. Le había dicho a su esposa que estaría de regreso a las siete y media e iba a llegar tarde—. ¿Es por Emmeline que Adeline contiene a la niña en la neblina? Creo que la respuesta a esa pregunta se halla fuera de los límites del conocimiento actual. —Suspiró y arrojó el lápiz sobre la mesa, entre irritado y resignado.
—Tiene razón. Así es. —Era comprensible que Hester pareciera molesta, pues él había tardado cuatro semanas en llegar a una conclusión que ella podría haberle brindado desde el principio solo con que él hubiera estado dispuesto a escucharla.
El médico se volvió hacia ella.
—Solo hay una forma de averiguarlo —prosiguió Hester con calma.
Él enarcó una ceja.
—Mi experiencia y mis observaciones me han llevado a creer que aquí existen posibilidades de realizar un proyecto de investigación pionero. Lógicamente, siendo una mera institutriz yo tendría dificultades para convencer a la revista adecuada de que publicara cualquier trabajo que pudiera ofrecerle. Echarían un vistazo a mi currículo y me tomarían por una estúpida con ideas que no son de mi competencia. —Se encogió de hombros y bajó la mirada—. Quizá tengan razón y así sea. Sin embargo —astutamente volvió a levantar la vista—, para un hombre con la formación y los conocimientos adecuados, estoy segura de que aquí hay un proyecto jugoso.
La primera reacción del médico fue de pasmo, pero después se le empañaron los ojos. ¡Una investigación pionera! La idea no era tan descabellada. Entonces pensó que después de todo lo que había leído en los últimos meses, ¡por fuerza tenía que ser el médico mejor informado del país sobre el tema de los gemelos! ¿Quién más sabía lo que él sabía? Y más importante aún, ¿quién más tenía el caso idóneo ante sus propias narices? ¿Una investigación pionera? ¿Por qué no?
Hester le permitió recrearse unos minutos más y cuando vio que su insinuación había calado hondo murmuró:
—Por supuesto, si necesitara una ayudante sería un placer para mí colaborar con usted en lo que precisara.
—Es usted muy amable —asintió él—. Naturalmente, usted ha trabajado con las niñas… Tiene experiencia de primera mano… Una experiencia inestimable… Ciertamente inestimable.
El doctor Maudsley se marchó de Angelfield y llegó flotando en una nube hasta su casa, donde no reparó en que la cena estaba fría y su esposa de mal humor.
Hester recogió los papeles de la mesa y salió de la biblioteca; su satisfacción podía oírse en sus pasos enérgicos y la firmeza con que cerró la puerta tras de sí.
La biblioteca parecía vacía, pero no era así.
Tendida cuan larga era en lo alto de las librerías, una muchacha se estaba mordiendo las uñas y pensando.
Investigación pionera.
«¿Es por Emmeline que Adeline contiene a la niña en la neblina?»
No hacía falta ser un genio para imaginar lo que estaba a punto de ocurrir.
Actuaron de noche.
Emmeline no se revolvió en ningún momento cuando la levantaron de la cama. Debía de sentirse segura en los brazos de Hester; quizá le tranquilizó reconocer, dormida, el olor a jabón mientras se la llevaban del cuarto por el pasillo. Fuera cual fuese el motivo, esa noche no se dio cuenta de lo que estaba sucediendo. Su despertar a la realidad se produciría muchas horas después.
Para Adeline fue diferente. Rápida y perspicaz, despertó de inmediato al sentir la ausencia de su hermana. Corrió como una flecha hasta la puerta, pero la rauda mano de Hester ya había girado la llave. En un instante lo supo todo, lo sintió todo. Separación. No gritó, no aporreó la puerta con los puños, no arañó la cerradura con las uñas. Su espíritu combativo la había abandonado por completo. Se derrumbó en el suelo, cayó echa un ovillo contra la puerta y allí permaneció toda la noche. Las tablas desnudas mordían sus prominentes huesos, pero no sentía el dolor. La chimenea estaba apagada y el camisón era fino, pero no sentía el frío. No sentía nada. Estaba destrozada.
Cuando a la mañana siguiente fueron a por ella, no oyó la llave en la cerradura, no reaccionó cuando la puerta la arrastró al abrirse. Tenía la mirada inerte, la piel pálida. Qué fría estaba. Podría haber sido un cadáver de no ser por los labios, que temblaban incesantemente, repitiendo un mantra silencioso que podría haber sido «Emmeline, Emmeline, Emmeline».
Hester levantó a Adeline en brazos. No fue difícil. La niña ya tenía catorce años pero estaba en los huesos. Sacaba toda su fuerza de su voluntad, y cuando ésta desapareció, se volvió inconsistente. La bajaron por la escalera con la misma facilidad que una almohada de plumas sacada a ventilar.
Conducía John. En silencio. De acuerdo o en desacuerdo, poco importaba. Hester tomaba las decisiones.
Le dijeron a Adeline que la llevaban a ver a Emmeline, una mentira que hubieran podido ahorrarse, pues Adeline no habría opuesto resistencia, independientemente de a dónde se la hubiesen llevado. Se sentía perdida, ausente de sí misma. Sin su hermana, no era nada y no era nadie. Lo que trasladaron a la casa del médico no era más que el caparazón de una persona. Y allí lo dejaron.
De nuevo en casa, sacaron a Emmeline de la cama de Hester y la devolvieron a su cama sin despertarla. Durmió otra hora y cuando al fin abrió los ojos, se sorprendió ligeramente al ver que su hermana no estaba. A lo largo de la mañana su sorpresa fue en aumento y por la tarde se transformó en ansiedad. Rastreó la casa, y también los jardines. Se internó en el bosque, se adentró en el pueblo, tanto como se lo permitió su coraje.
A la hora de la merienda Hester la encontró en el borde de la carretera, mirando en la dirección que la habría llevado, de haberla seguido, hasta la puerta de la casa del médico. No se había atrevido. Hester le posó una mano en el hombro y la atrajo hacia sí, luego la condujo de nuevo a la casa. De vez en cuando Emmeline se detenía y titubeaba, deseando volver, pero Hester la cogía de la mano y tiraba firmemente de ella. Emmeline la seguía con pasos obedientes pero perplejos. Después de la merienda se quedó mirando por la ventana. A medida que la luz decaía el miedo se fue apoderando de ella, pero la angustia no la asaltó hasta que Hester hubo cerrado las puertas con llave y comenzó la rutina de acostarla.
Lloró toda la noche. Sollozos solitarios que parecían no tener fin. Lo que en Adeline había estallado en un instante tardó veinticuatro angustiosas horas en prorrumpir en Emmeline, pero cuando llegó el alba estaba tranquila. Había llorado y temblado hasta perder la conciencia.
La separación de hermanos gemelos no es una separación cualquiera. Imagínate que sobrevives a un terremoto y al recuperar el conocimiento te encuentras ante un mundo irreconocible. El horizonte ha cambiado de lugar. El sol tiene otro color. Nada queda del terreno que conocías. Tú estás viva; pero estar viva no es lo mismo que vivir. No es extraño que los supervivientes de semejantes catástrofes suelan desear haber perecido con el resto de la gente.
La señorita Winter tenía la mirada perdida. Su célebre tinte cobrizo se había diluido en un tono asalmonado. Ya no utilizaba laca y los compactos rizos habían dado paso a una maraña suave e informe, pero tenía el semblante severo y el porte rígido, como si se estuviera preparando para un viento afilado que solo ella podía notar.
Lentamente, se volvió hacia mí.
—¿Se encuentra bien? —preguntó—. Judith dice que no come mucho.
—Nunca he comido mucho.
—Está pálida.
—Será que estoy un poco cansada.
Terminamos pronto. Creo que ninguna de las dos se sentía con ánimo de continuar.