Al día siguiente tomé el tren a Banbury y las oficinas del Banbury Herald. Un hombre joven me enseñó los archivos. Quizá la palabra archivo impresione a quien no los ha frecuentado apenas, pero a mí, que durante años he pasado mis vacaciones en ellos, no me sorprendió que me invitaran a pasar a una especie de armario sin ventanas metido en un sótano.
—El incendio de una casa en Angelfield —expliqué brevemente—, hace unos sesenta años.
El muchacho me mostró el estante donde guardaban los legajos del período en cuestión.
—Le bajaré las cajas.
—Y la sección de literatura de hace unos cuarenta años, pero no estoy segura del año exacto.
—¿Páginas de literatura? No sabía que el Herald hubiera tenido en otra época sección de literatura. —Desplazó la escalera de mano, rescató otra colección de cajas y las colocó junto a la primera sobre una larga mesa, debajo de una potente luz—. Aquí las tiene —dijo animadamente, y me dejó a solas con mi tarea.
El incendio de Angelfield, averigüé, probablemente fue accidental. En aquellos tiempos la gente solía almacenar combustible y eso fue lo que hizo que el fuego se extendiera con tanta virulencia. En aquel momento solo se hallaban en la casa las dos sobrinas del propietario; ambas habían escapado al fuego y se encontraban en el hospital. Se creía que el propietario estaba de viaje. (Se creía… me dije extrañada. Anoté las fechas: todavía tendrían que pasar seis años para la declaración de fallecimiento). La noticia terminaba con algunos comentarios sobre el valor arquitectónico de la casa y señalaba que su estado era ruinoso.
Copié la historia y eché un vistazo a los titulares de números posteriores en busca de más información, pero como no encontré nada guardé los periódicos y me concentré en las demás cajas.
«Cuénteme la verdad», había dicho él; el joven del traje anticuado que había entrevistado a Vida Winter para el Banbury Herald hacía cuarenta años. Y ella no había olvidado sus palabras.
La entrevista no aparecía por ningún lado. Ni siquiera había nada que pudiera llamarse sección de literatura. Los únicos artículos literarios eran algunas que otras reseñas de libros tituladas «Quizá le gustaría leer…», escritas por una crítica llamada señorita Jenkinsop. Mis ojos tropezaron en dos ocasiones con el nombre de la señorita Winter. Era evidente que la señorita Jenkinsop había leído las novelas de la señorita Winter y que le habían gustado; sus elogios, aunque expresados con escasa erudición, eran entusiastas y merecidos, pero estaba claro que la mujer no había conocido a la escritora y que ella no era el hombre del traje marrón.
Cerré el último periódico, lo doblé y lo devolví cuidadosamente a su caja.
El hombre del traje marrón era una invención suya; un recurso para atraparme; la mosca con la que el pescador ceba su sedal para atraer a los peces. Era de esperar. Quizá fuera la confirmación de la existencia de George y Mathilde, de Charlie e Isabelle, lo que me había llevado a hacerme la ilusión de su veracidad. Ellos, por lo menos, eran reales; pero el hombre del traje marrón, no.
Me puse el sombrero y los guantes, abandoné las oficinas del Banbury Herald y salí a la calle.
Mientras recorría las invernales aceras buscando un café recordé la carta que la señorita Winter me había enviado. Recordé las palabras del hombre del traje marrón y la forma en que habían resonado en las vigas de mis habitaciones bajo el alero. Pero el hombre del traje marrón era un producto de su imaginación. Debí haberlo supuesto. ¿Acaso la señorita Winter no era una inventora de historias? Una cuentista, una fabulista, una embustera. Y el ruego que tanto me había conmovido —«Cuénteme la verdad»— había sido pronunciado por un hombre que ni siquiera era real.
No supe explicarme el sabor tan amargo de mi decepción.