Capítulo 24

La invitación al almuerzo era para la una del viernes, 19 de junio, en el «Brook’s Club» de St. James. Preston entró en el vestíbulo a la hora en punto, pero antes de que pudiese anunciarse al portero del club en su garita, Sir Nigel salió a su encuentro para recibirle.

—¡Mi querido John, qué amable has sido al venir!

Se dirigieron al bar para tomar un aperitivo y conversar sin ceremonias. Preston dijo al Jefe que acababa de volver de Hereford, donde había visitado a Steve Bilbow en el hospital. El brigada se había salvado por los pelos. Al retirar del chaleco antibalas los aplastados proyectiles de la pistola del ruso uno de los médicos advirtió un fuerte olor y los hizo analizar. El cianuro no había entrado en el torrente sanguíneo; el hombre del SAS se había salvado gracias al peto. Por lo demás, había sufrido fuertes contusiones, pero estaba en buena forma.

—¡Excelente! —Exclamó Sir Nigel, con verdadero entusiasmo. Es terrible perder a un buen elemento.

La mayoría de los que se hallaban en el bar estaban discutiendo los resultados de las elecciones, y muchos de los presentes habían estado levantados la mitad de la noche esperando las últimas cifras en provincias de la igualada da contienda.

A la una y media se fueron a almorzar. Sir Nigel había reservado una mesa en un rincón, donde podrían hablar tranquilamente. Cuando se dirigían a ella se cruzaron con el secretario del Gabinete, Sir Martin Flannery, que venía en sentido contrario. Aunque se conocían, Sir Martin vio en seguida que su colega estaba «de conferencia». Los mandarines se saludaron con una imperceptible inclinación de cabeza, suficiente para dos graduados en Oxford. Las palmadas en la espalda son más propias de los forasteros.

—En realidad, John —dijo «C» mientras desdoblaba su servilleta de lino sobre las rodillas— te he pedido que vinieses para darte las gracias y felicitarte. Ha sido una operación notable y de excelente resultado. Te recomiendo el cordero asado, delicioso en esta época del año.

—En cuanto a su felicitación, señor, temo no poder aceptarla —replicó Preston a media voz.

Sir Nigel estudió el menú a través de sus gafas de media luna.

—¿De veras? ¿Quieres mostrarte admirablemente modesto o menos admirablemente descortés? —Y, dirigiéndose a la camarera—: Alubias, zanahorias y, tal vez, una patata asada, querida.

—Sólo sincero —observó Preston cuando se hubo marchado la camarera—. ¿Y si hablásemos del hombre al que conocimos como Franz Winkler?

—¿Aquél a quien seguiste tan brillantemente hasta Chesterfield?

—Permita que le sea franco Sir Nigel. Winkler no se habría quitado de encima un dolor de cabeza con una caja de aspirinas. Era incompetente y estúpido.

—Creo que casi os despistó a todos en la estación del ferrocarril de Chesterfield.

—Una chiripa —replicó Preston—. En una operación de vigilancia más amplia, habríamos tenido hombres en cada parada a lo largo de la línea. La cuestión es que sus maniobras eran torpes: nos indicaron que era un profesional, malo por cierto, que no pudo librarse de nosotros.

—Comprendo. ¿Qué más acerca de Winkler? ¡Ah! Aquí está el cordero, y asado a la perfección.

Esperaron a que la camarera les sirviese y se marchase. Preston empezó a comer a bocaditos, pues se sentía turbado. Sir Nigel comía con satisfacción.

—Franz Winkler llegó a Heathrow con un pasaporte austriaco auténtico y un visado británico válido.

—En efecto.

—Y los dos sabemos, como lo sabía el oficial de Inmigración, que los ciudadanos austriacos no necesitan visado para entrar en Gran Bretaña. Cualquiera de nuestros funcionarios consulares en Viena le habría dicho esto a Winkler. Fue precisamente el visado lo que indujo al oficial de control de pasaportes de Heathrow a pasar el número del pasaporte por la computadora. Y resultó ser falso.

—Todos cometemos errores —murmuró Sir Nigel.

—La KGB no comete esta clase de errores, señor. Su documentación es extraordinariamente correcta.

—No los valores en demasía, John. Todas las grandes organizaciones se equivocan a veces. ¿Más zanahoria? ¿No? Entonces, con tu permiso…

—La cuestión es, señor, que aquel pasaporte tenía dos defectos. La razón de que su número hiciera que se encendiesen las luces rojas fue la de que, tres años antes, otro presunto ciudadano austriaco que llevaba un pasaporte con el mismo número, fue detenido en California por el FBI y ahora está cumpliendo condena en Soledad.

—¿De veras? ¡Dios mío, yo diría que los soviet no se mostraron muy listos!

—Llamé al hombre del FBI en Londres y le pregunté cuál había sido la acusación. Al parecer, el otro agente trataba de coaccionar a un ejecutivo de la «ENTEL Corporación», de Silicon Valley, para que le vendiese secretos de tecnología.

—Una acción muy fea.

—Tecnología nuclear.

—Y tú sacaste la impresión…

—De que Franz Winkler había entrado en este país iluminado como un rótulo de neón. Y el rótulo era un mensaje, un mensaje ambulante.

El semblante de Sir Nigel rebosaba todavía buen humor, pero sus ojos habían perdido parte de su regocijado brillo.

—¿Y qué decía este notable mensaje, John?

—Pues, algo así: «No puedo entregaros el agente ilegal ejecutor, porque no sé dónde está. Pero seguid a este hombre; él os conducirá al transmisor». Y lo hizo. Por esto pude descubrir al transmisor y al agente que acudió al fin a verle.

—¿Qué tratas de decir, exactamente?

Sir Nigel dejó el tenedor y el cuchillo en el plato vacío y se limpió los labios con la servilleta.

—Creo, señor, que hicieron fracasar la operación. Me parece inevitable concluir que alguien del otro lado la hizo fracasar deliberadamente.

—Una sugerencia extraordinaria. Permite que te recomiende el flan de fresa. Comí uno la semana pasada. No de la misma hornada, desde luego. ¿Si? Dos, querida, por favor. Si, con un poco de crema fresca.

—¿Puedo hacerle una pregunta? —dijo Preston cuando la joven hubo retirado los platos.

—Estoy seguro de que la harás de todos modos —replicó Sir Nigel, sonriendo.

—¿Por qué tenía que morir el ruso?

—Según tengo entendido, se arrastraba en dirección a una bomba nuclear con visibles intenciones de hacerla estallar.

—Yo estaba allí —dijo Preston cuando llegaban los flanes de fresa. Esperaron a que les sirviesen la crema—. El hombre estaba herido en un muslo, en el vientre y en un hombro. El capitán Lyndhurst hubiese podido detenerle de una patada. No había necesidad de volarle la cabeza.

—Estoy seguro de que el buen capitán no quiso correr riesgos —sugirió el jefe.

—Si el ruso hubiese vivido, Sir Nigel, habríamos pillado a la Unión Soviética en flagrante delito. Sin él, no tenemos nada que no puedan negar de un modo convincente. Dicho en otras palabras: se echará tierra al asunto para siempre.

—Esto es cierto —asintió el maestro de espías, masticando reflexivamente un bocado de pastel con flan de fresa.

—Se da el caso de que el capitán Lyndhurst es hijo de Lord Frinton.

—¿Ah, si? ¿Frinton? ¿Le conozco?

—Supongo que si. Fueron juntos al colegio.

—¿De veras? ¡Éramos tantos! Es difícil recordarlos a todos.

—Y creo que Julian Lyndhurst es ahijado de usted.

—Mi querido John, te gusta comprobarlo todo, ¿no?

Sir Nigel había terminado el postre. Cruzó las manos, apoyó el mentón sobre los nudillos y contempló fijamente al investigador de MI5. La cortesía se mantuvo; pero el buen humor se estaba desvaneciendo.

—¿Algo más?

Preston asintió gravemente con la cabeza.

—Una hora antes de asaltar la casa, el capitán Lyndhurst recibió una llamada telefónica en el vestíbulo de la casa de enfrente. Comprobé esto con mi colega que se puso primero al aparato. El que llamaba lo hacía desde una cabina.

—Sin duda, uno de sus colegas.

—No, señor. Éstos empleaban radios. Y nadie ajeno a la operación sabía que nosotros estábamos dentro de la casa. Es decir, nadie, salvo unas poquísimas personas de Londres.

—¿Puedo preguntarte qué estás sugiriendo?

—Sólo otro detalle, Sir Nigel. Antes de morir, aquel ruso murmuró una palabra. Parecía resuelto a pronunciarla antes de fallecer. Yo tenía entonces mi oído junto a su boca. Lo que dijo fue: Philby.

—¿Philby? ¡Cielo santo! Me pregunto qué querría decir con eso.

—Creo saberlo. Supongo que creyó que Harold Philby le había traicionado, y creo que tenía razón.

—Entiendo. ¿Y puedo saber cuáles son tus deducciones?

La voz del jefe era suave, pero su tono había perdido toda su campechanía. Preston respiró hondo.

—Deduzco que Philby, el traidor, estaba metido en esta operación, posiblemente desde el principio. En tal caso, se habría hallado en una situación en la que no podía perder. He oído rumores de que, como otros, desea volver a casa, a Inglaterra, a pasar sus últimos días.

Si el plan hubiese tenido éxito, probablemente se habría ganado la libertad de sus amos soviéticos y el permiso de entrada por parte de un nuevo Gobierno de la izquierda dura en Londres. Quizá dentro de un año a partir de ahora. O bien podía contar a Londres las líneas generales del plan y traicionarlo.

—¿Y cuál de estas dos notables alternativas sospechosas fue la que eligió?

—La segunda, Sir Nigel.

—¿Con qué fin? Te ruego que me lo digas.

—Para comprar su billete de vuelta a casa. Desde aquí. Por medio de un trato.

—¿Y piensas que yo pude ser parte en este trato?

—No sé qué pensar, Sir Nigel. No sé qué más pensar. Han circulado rumores sobre sus antiguos colegas, sobre el circulo mágico, sobre la solidaridad del establishment del que fue antaño miembro…, sobre todas estas cosas. Preston observó su plato, el flan de fresa a medio comer. Sir Nigel contempló el techo durante largo rato, antes de lanzar un profundo suspiro.

—Eres un hombre notable, John. Dime, ¿qué vas a hacer esta semana?

—Creo que nada.

—Entonces, ten la bondad de reunirte conmigo en la puerta de Sentinel House a las ocho de la mañana. Trae tu pasaporte. Y ahora, si me perdonas, sugiero que prescindamos del café en la biblioteca…

El hombre que se hallaba tras la ventana del piso superior de la casa reservada de aquella apartada calle de Ginebra observó la partida de su visitante. La cabeza y los hombros de éste aparecieron debajo de él; el hombre recorrió el breve trecho que le separaba de la verja y salió a la calle, donde esperaba su coche.

El conductor se apeó, pasó por detrás del vehículo y abrió la portezuela para que subiese el caballero. Después volvió de nuevo a la portezuela del chófer.

Antes de subir, Preston levantó la mirada hacia la figura que había tras la ventana superior. Cuando se hubo colocado al volante, preguntó:

—¿Es él? ¿Es realmente él? ¿El hombre de Moscú?

—Si, es él. Y ahora, al aeropuerto, por favor —respondió Sir Nigel desde el asiento trasero.

El automóvil arrancó.

—Bueno, John, te prometí una explicación —dijo Sir Nigel, poco más tarde—. Puedes preguntar.

Preston podía ver la cara del Jefe en el espejo. El viejo contemplaba el paisaje que desfilaba junto a ellos.

—¿La operación?

—Tenías toda la razón. Fue montada personalmente por el secretario general, con el asesoramiento y la ayuda de Philby. Parece que lo llamaron «Operación Aurora». Alguien la hizo fracasar, pero no Philby.

—¿Por qué la hicieron fracasar?

Sir Nigel pensó durante varios minutos.

—Desde el principio pensé que tú podías tener razón. Tanto en tus hipotéticas conclusiones de lo que hoy llamamos Informe Preston del pasado diciembre, como en tus deducciones después del incidente de Glasgow. Aunque Harcourt-Smith no quería creer en ninguna de ambas cosas, yo no estaba seguro de que existiese relación entre ellas, pero tampoco me hallaba en condiciones de negarlo. Cuanto más pensaba en ello, más me convencía de que la «Operación Aurora» no era una verdadera operación de la KGB. No llevaba su marca, su laboriosa minuciosidad. Parecía una operación apresurada, montada por un hombre o un grupo que desconfiaban de la KGB. Sin embargo, había pocas esperanzas de que tú descubrieses a tiempo el agente.

—Andaba a tientas en la oscuridad, Sir Nigel. Y lo sabía. No había señales de correos soviéticos en ninguno de nuestros controles de Inmigración. De no haber sido por Winkler, no habría llegado a tiempo a Ipswich.

Se abrió un largo silencio. Preston esperó a que el Jefe continuase.

—Por consiguiente, envié un mensaje a Moscú —dijo al fin Sir Nigel.

—¿Personalmente?

—Claro que no. Eso no habría dado resultado. Demasiado evidente. Lo hice valiéndome de otra fuente, de una en cuya credibilidad confiaba. Temo que el mensaje no era muy verídico. A veces, en nuestro oficio, hay que decir mentiras. Pero pasó por un canal que pensé que sería creído.

—¿Y lo fue?

—Afortunadamente, si. Cuando llegó Winkler, estuve seguro de que el mensaje había sido recibido, comprendido y, sobre todo, considerado verdadero.

—¿Fue Winkler la respuesta? —preguntó Preston.

—Si. ¡Pobre hombre! Creía que estaba en una misión de rutina para comprobar la actuación de los griegos y su transmisor. A propósito, lo encontraron ahogado en Praga hace dos semanas. Supongo que sabía demasiado.

—¿Y el ruso de Ipswich?

—Acabo de saber que se llamaba Petrofski. Un profesional de primera clase y un patriota.

—Pero ¿también él tenía que morir?

—Fue una decisión terrible, John. Pero inevitable. La llegada de Winkler fue un ofrecimiento, la proposición de un trato. No un contrato formal, naturalmente. Sólo un acuerdo tácito. Petrofski no podía ser cogido vivo e interrogado. Yo tenía que cumplir el compromiso tácito con el hombre que has visto allí, detrás de la ventana.

—Si hubiésemos cogido vivo a Petrofski, habríamos puesto en un brete a la Unión Soviética.

—Si, John, es verdad. Les habríamos infligido una tremenda humillación internacional. ¿Y qué habríamos conseguido? La URSS no habría podido permanecer quieta. Habría tenido que replicar en cualquier otra parte del mundo. ¿Qué habrías querido tú? ¿Volver a los peores tiempos de la guerra fría?

—Es una lástima perder una oportunidad de apretarles las clavijas, señor.

Son fuertes y peligrosos y están armados, John. La URSS estará allí mañana, y la semana próxima, y el año que viene. De alguna manera, tenemos que compartir con ellos este planeta. Y es mejor que sean gobernados por hombres pragmáticos y prácticos que por fanáticos y exaltados.

—¿Y eso obliga a tratar con hombres como el de la ventana, Sir Nigel?

—A veces hay que hacerlo. Yo soy un profesional, lo mismo que él. Hay periodistas y escritores empeñados en que los de nuestra profesión vivimos en un mundo de en sueño. En realidad ocurre todo lo contrario. Son los políticos quienes sueñan, y a veces sus sueños son peligrosos, como el del secretario general, y pretenden cambiar la faz de Europa como un monumento a su persona.

—Un oficial importante del Servicio Secreto ha de tener la cabeza más fría que el más insensible hombre de negocios. Tiene que ceñirse a la realidad, John. Los sueños conducen a fracasos tales como el de la Bahía de los Cochinos. La primera interrupción en la escalada de los misiles en Cuba fue sugerida por el residente de la KGB en Nueva York. Fue Kruschev, no los profesionales, quien se pasó de la raya.

—¿Y qué ocurrirá ahora, señor?

El viejo maestro de espías suspiró.

—Esto lo dejamos para ellos. Se producirán algunos cambios. Y los harán a su propia e inimitable manera. El hombre que estaba en aquella casa marcará el rumbo. Avanzará en su carrera, mientras que se frustrarán las de otros.

—¿Y Philby? —preguntó Preston.

—¿Qué quieres saber de Philby?

—¿Trata de volver a casa?

Sir Nigel se encogió de hombros, con impaciencia.

—Desde hace años —dijo—. Y, si, de vez en cuando se pone en contacto, en secreto, con mis hombres en nuestra Embajada en Moscú. Criamos palomas…

—¿Palomas…?

—Algo muy anticuado, lo sé. Y sencillo. Pero todavía sorprendentemente eficaz. Así es como se comunica. Pero no lo hizo en lo tocante a la «Operación Aurora». Y aunque lo hubiese hecho…, por lo que a mí concierne…

—Por lo que a usted concierne…, ¿qué?

—¡Puede pudrirse en el infierno! —concluyó Sir Nigel en voz baja.

Guardaron silencio durante un rato.

—¿Qué vas a hacer ahora, John? ¿Te quedarás en «Cinco»?

—No lo creo, señor. El director general se jubila el primero de septiembre, pero tomará su último permiso el próximo mes. Creo que mis probabilidades serían muy pocas con su sucesor.

—Yo no puedo meterte en «Seis». Ya lo sabes. No aceptamos veteranos. ¿Has pensado en volver a Civvy Street?

—No es el tiempo mejor para que un hombre de cuarenta y seis años, sin una especialidad conocida, pueda conseguir un empleo —replicó Preston.

—Tengo algunos amigos —murmuró el Jefe—. Están en Protección de Recursos. Tal vez les interesase un buen elemento. Yo podría hablarles.

—¿Protección de Recursos?

—Pozos de petróleo, minas, depósitos, caballos de carreras. Cosas que la gente quiere mantener a salvo del robo o la destrucción. Incluso sus propias personas. Y el trabajo está bien pagado. Te permitiría mantener con desahogo a tu hijo.

—Por lo visto no soy el único que investiga a los demás —observó Preston, sonriendo.

El viejo miraba por la ventanilla, como sumido en la contemplación de algo lejano en el espacio y en el tiempo.

—Yo también tuve un hijo —dijo a media voz—. Un hijo único. Un muchacho estupendo. Le mataron en las Malvinas. Sé cómo te sientes.

Sorprendido, Preston miró al hombre en el espejo. Nunca se le había ocurrido pensar que aquel cortés y astuto maestro de espías hubiese jugado una vez a caballos y jinetes con un niño pequeño sobre la alfombra de un cuarto de estar.

—Lo siento. Quizá le tome la palabra.

Llegaron al aeropuerto, devolvieron el coche alquilado y volaron a Londres, tan de incógnito como habían venido.

Yevgueni Karpov tras la ventana de la casa privada contempló cómo se alejaba el coche del inglés. El suyo tardaría una hora en llegar. Dio media vuelta y se sentó a la mesa para estudiar de nuevo la carpeta que le habían traído y que tenía aún en la mano. Estaba satisfecho; había sido una buena reunión, y los documentos que tenía asegurarían su futuro.

Como profesional, el teniente general Yevgueni Karpov lamentaba lo de la «Operación Aurora». Había sido muy bueno, sutil, sencillo y eficaz. Pero sabía también, como profesional, que, cuando fallaba una operación, lo único que se podía hacer era cancelar y rechazar todo el asunto antes de que fuese demasiado tarde. La demora habría sido totalmente desastrosa.

Recordaba claramente el fajo de documentos que su recadero le había traído de Jan Marais, de Londres; el producto de su agente en Hampstead. Seis de ellos habían sido material corriente, datos secretos importantes como sólo podía obtenerlos un hombre tan bien situado como George Berenson. Pero el séptimo le había dejado pasmado.

Era un informe personal de Berenson a Marais, para ser comunicado a Pretoria. En él, el funcionario del Ministerio de Defensa manifestaba que, como director delegado de Abastecimientos, con responsabilidad especial sobre in genios nucleares, había estado presente en una sesión muy restringida presidida por el director general de MI5, Sir Bernard Hemmings.

El jefe de Contraespionaje había dicho al pequeño grupo que su organización había descubierto la existencia y la mayor parte de los detalles de una conspiración soviética para importar en piezas separadas una pequeña bomba atómica, montarla y hacerla estallar en Gran Bretaña. Todo estaba preparado: MI5 estaba apretando rápidamente el cerco sobre el «ilegal» ruso que dirigía la operación en Gran Bretaña, y confiaba en apresarle con todas las pruebas necesarias.

Debido sólo a la fuente de información, el general Karpov había creído el informe a pies juntillas. De momento sintió la tentación de dejar que los británicos siguiesen adelante; pero —pensándolo mejor— vio que esto sería desastroso. Si los ingleses triunfaban solos y sin ayuda, no se verían obligados a sofocar el terrible escándalo. Para crear esta obligación necesitaba enviar un mensaje a un hombre que comprendiese lo que había que hacer, alguien con 408 quien él pudiese tratar a pesar del abismo que les separaba.

Estaba luego la cuestión de su medro personal… Después de un largo paseo a solas por los verdes bosques primaverales de Peredelkino, había decidido realizar la apuesta más peligrosa de su vida. Resolvió visitar discretamente el despacho particular de Nubar Gevorkovich Vartanian.

Había escogido a su hombre con cuidado. Se creía que el miembro del Politburó por Armenia era quien presidía la facción secreta de aquel organismo que creía llegado el momento de un cambio en la cima.

Vartanian le escuchó sin decir palabra, seguro de que su posición era tan alta que no habría micrófonos ocultos en su despacho. Se había limitado a mirar fijamente con sus negros ojos de lagarto al general de la KGB mientras le escuchaba. Cuando Karpov hubo terminado, le preguntó:

—Camarada general, ¿está seguro de que su información es correcta?

—Tengo toda la explicación del profesor Krilov en cinta magnetofónica —dijo Karpov—. La máquina estaba en mi cartera.

—¿Y la información de Londres?

—Su fuente es infalible. He dirigido personalmente al hombre durante casi tres años.

El díscolo armenio le miró fijamente durante largo rato, como reflexionando en muchas cosas y, sobre todo, en la manera de aprovechar la información en su propio beneficio.

—Si lo que dice usted es verdad, la operación no podía ser más peligrosa y temeraria. Si pudiese demostrarse, se necesitarían pruebas, tendrían que producirse cambios en la cima. Buenos días.

Karpov había comprendido. Cuando caía en la Unión Soviética el hombre que estaba en el pináculo, todos sus auxiliares caían con él. Si había cambios en la cima, que daría vacante el cargo de presidente de la KGB, cargo que, según Karpov, era muy adecuado para él. Más para forjar su alianza de fuerzas del partido, Vartanian necesitaría pruebas, pruebas sólidas, irrefutables, documentales, de que la temeraria acción había estado a punto de acarrear un desastre.

Nadie había olvidado que Mijail Suslov había derribado a Kruschev en 1964, acusándole de temeridad en la crisis de los misiles cubanos de 1962.

Poco después de aquella reunión, Karpov envió a Winkler, el agente más inseguro que había podido encontrar en sus filas. Su mensaje fue captado y comprendido. Ahora tenía en las manos la prueba que necesitaba su patrono armenio. Estudió de nuevo los documentos.

El informe sobre los míticos interrogatorios y confesión del comandante Valeri Petrofski a los británicos necesitaría algunas correcciones, pero tenía gente en Yasiénevo que cuidarían de ello.

Los papeles donde constaba el interrogatorio eran absolutamente auténticos, y eso era lo principal. Incluso los informes de Mr. Preston sobre su actuación, debidamente enmendados para excluir toda mención de Winkler, eran fotocopias de los originales.

El secretario general no sería capaz ni estaría dispuesto a salvar al traidor Philby, ni más tarde, podría salvarse él mismo. Vartanian cuidaría de esto y no se mostraría desagradecido.

Llegó el coche de Karpov para llevarle a Zurich y al avión de Moscú. Se levantó. Había sido un buen encuentro. Y, como siempre, había sido ventajoso negociar con «Chelsea».