No es tan fácil, como sugieren las más audaces series de la Televisión, que intervenga el Special Air Service, el grupo de élite que tiene múltiples funciones y cuyos miembros son expertos en penetración profunda, observación y, eventualmente, asalto urbano.
El SAS nunca opera por iniciativa propia. Según la Constitución, sólo puede operar en el Reino Unido, como cualquier otra fuerza armada, en apoyo de la autoridad civil, es decir, de la Policía. Así, pues, la Policía local lleva aparentemente el mando de la operación. Pero realidad cuando los hombres del SAS han recibido la orden de «actuar», lo mejor que puede hacer la Policía local es mantenerse discretamente al margen.
Según la ley, quien debe pedir formalmente al Ministerio del Interior la intervención del SAS es el jefe de Policía de un Condado en el que se ha producido una emergencia que la Policía local no se considera capaz de resolver sin ayuda. Pero es muy posible que alguien «aconseje» al jefe de Policía que haga la petición, y éste sería muy imprudente si se negase a aceptar el consejo, cuando el que lo formula ocupa una posición lo bastante elevada.
Cuando el jefe de Policía ha hecho su petición formal al subsecretario permanente del Ministerio del Interior, éste transmite la petición al que ocupa el mismo cargo en el Ministerio de Defensa, el cual, a su vez, informa al director de Operaciones Militares, y el DOM avisa al SAS en su campamento de Hereford.
Que todos estos trámites puedan realizarse en unos minutos se debe, en parte, al hecho de que han sido ensaya dos una y otra vez hasta convertirlos en un arte, y, en par te, a la circunstancia de que, cuando el establishment británico tiene que moverse de prisa, las relaciones personales son tan fuertes, que permiten hacer verbalmente casi todos los trámites, dejando para más adelante el inevitable papeleo. La burocracia británica puede parecerle lenta y engorrosa a los ingleses, pero es muy rápida en comparación con las europeas y norteamericanas.
La mayoría de los jefes de Policía británicos han estado en Hereford para conocer a la unidad conocida simplemente como «el Regimiento» y para saber exactamente qué clase de ayuda puede éste prestarles cuando sea requerido para ello. Casi todos salieron de allí impresionados.
Aquélla mañana, el jefe de Policía de Suffolk fue informado desde Londres de la crisis que se cernía sobre él en forma de un presunto agente extranjero, al que se consideraba armado, quizá con una bomba y que se ocultaba en Cherryhayes Close, Ipswich. Telefoneó a Sir Hubert Villiers, en Whitehall, donde se esperaba su llamada. Sir Hubert informó a su ministro y a su colega el secretario del Gabinete, el cual informó, a su vez, a la Primera Ministra. Obtenida la conformidad de Downing Street, Sir Hubert formuló la petición —ahora políticamente autorizada—, a Sir Peregrine Jones, del Ministerio de Defensa, el cual estaba ya enterado porque había sostenido una charla con Sir Martin Flannery. A los sesenta minutos del primer contacto entre el Ministerio del Interior y el jefe de Policía de Suffolk, el director de Operaciones Militares hablaba por una línea secreta con el jefe del SAS en Hereford.
La fuerza combatiente del SAS se funda en el módulo cuatro. Cuatro hombres forman una patrulla; cuatro patrullas, una compañía, y cuatro compañías, un escuadrón. Los cuatro escuadrones «sable» son A, B, D, y G. Se alternan para las diversas misiones del SAS: Irlanda del Norte, Oriente Medio, Instrucción para la Jungla y Proyectos Especiales, aparte las continuas tareas relacionadas con la OTAN y el mantenimiento de un escuadrón en estado de alerta en Hereford.
Las misiones suelen durar de seis a nueve meses, y aquel mes era el escuadrón B el que estaba acuartelado en Hereford. Como de costumbre, había una compañía presta a actuar a la media hora y otra a las dos horas. Las cuatro compañías de cada escuadrón son siempre éstas: Compañía del Aire (paracaidistas expertos en caída libre), Compañía de Botes (marinos expertos en canoas y operaciones subacuáticas), Compañía de Montaña (escaladores) y Compañía Móvil («Land Rovers», armados).
Cuando el general de brigada Jeremy Cripps acabó de hablar desde Londres, la tarea de ir a Ipswich recayó en la VII Compañía, formada por paracaidistas del Escuadrón B.
—¿Qué suelen hacer ustedes a esta hora? —preguntó Preston al dueño de la casa, Mr. Adrián.
El joven ejecutivo acababa de sostener una conversación telefónica con el comisario auxiliar (Brigada Criminal), que se hallaba en su oficina de la Jefatura de Policía de Ipswich, en la esquina de Civic Drive y Elm Street. Si Mr. Adrian tenía aún alguna duda sobre la identidad de su inesperado huésped, llegado media hora antes, se desvaneció por completo. Preston había sugerido a Adrian que hiciese la llamada, y el hombre estaba plenamente convencido de que la Policía de Suffolk apoyaba al oficial de MI5.
También le habían dicho que el hombre de la casa de enfrente podía estar armado y ser peligroso, y que la detención se haría aquel mismo día a hora más avanzada.
—Bueno, salgo en coche para el trabajo a eso de las nueve menos cuarto, es decir, dentro de diez minutos. Mi esposa, Lucinda, lleva a Samantha a la guardería alrededor de las diez. Generalmente hace la compra, recoge a Samantha al mediodía y regresa a casa. A pie. Yo vuelvo del trabajo alrededor de las seis y media, naturalmente en coche.
—Quisiera que se tomase un día libre —dijo Preston—. Llame a su oficina y diga que no se encuentra bien. Pero salga de la casa a la hora de costumbre. Encontrará un coche de la Policía en el punto de la carretera donde Belstead Road coincide con el acceso a The Hayes.
—¿Y mi esposa y mi hija?
—Quisiera que Mrs. Adrian esperase aquí hasta la hora acostumbrada y, después, saliese con Samantha y la cesta de la compra y fuesen a reunirse con usted. ¿Hay algún lugar adónde puedan ir a pasar el día?
—Mi madre vive en Relixstowe —respondió un poco nerviosa Mrs. Adrian.
—¿Podrían pasar el día con ella? Tal vez incluso la noche.
—¿Y nuestra casa?
—Le aseguro, Mr. Adrian, que nada le ocurrirá —le tranquilizó Preston, haciendo gala de optimismo. Habría podido añadir que, o no sufriría ningún daño, o desaparecería si las cosas iban mal—. Debo pedirle que nos permita, a mí y a mis colegas, utilizarla como puesto de observación de la casa de enfrente. Entraremos y saldremos por la parte de atrás. No causaremos el menor daño.
—¿Qué piensas tú, querida? —preguntó Mr. Adrian a su esposa.
Ésta asintió con la cabeza.
—Lo único que deseo es sacar de aquí a Samantha —dijo.
—Podrá hacerlo dentro de una hora, se lo prometo —replicó Preston—. El vecino de enfrente, Mr. Ross, ha estado despierto toda la noche; lo sé porque le hemos estado siguiendo. Probablemente está ahora durmiendo y, en todo caso, la Policía no emprenderá ninguna acción contra la casa antes de la tarde o, tal vez, a primeras horas de la noche.
—Está bien —accedió Adrian—. Lo haremos.
Telefoneó a la oficina para excusarse y salió en su coche cuando faltaban quince minutos para las nueve. Desde la ventana de su dormitorio en el piso superior, Valeri Petrofski le vio marchar. El ruso se disponía a dormir unas horas. En la calle no ocurría nada fuera de lo acostumbrado. Adrian siempre salía a aquella hora para el trabajo.
Preston observó que había un descampado detrás del número 9. Llamó a Harry Burkinshaw y a Barney, los cuales entraron por la puerta trasera, saludaron a la confusa Mrs. Adrian y subieron al dormitorio de delante para dedicarse de nuevo a su profesión: vigilar. Ginger había encontrado un trozo de tierra elevado a unos cuarenta metros de distancia, y desde él podía observar el estuario del Orwell y los muelles a un lado, y la pequeña urbanización allá abajo. Con gemelos podía ver la parte trasera del número 12 de Cherryhayes Close.
—Linda con el jardín trasero de otra casa situada en Brackenhayes —dijo por radio a Preston—. No hay el menor movimiento en la casa ni en el jardín. Todas las ventanas están cerradas; cosa extraña en este tiempo.
—Sigue observando —ordenó Preston—. Yo estaré aquí. Si tengo que salir, Harry ocupará mi puesto.
Una hora más tarde, Mrs. Adrian y su hija salieron tranquilamente de la casa y se alejaron.
En la población propiamente dicha se estaba desarrollando otra operación. El jefe de Policía, que procedía de la rama uniformada, había confiado los detalles de aquélla a su auxiliar (de la Brigada Criminal), superintendente Peter Low.
Low había enviado dos detectives al Ayuntamiento, en cuya oficina de Catastro habían descubierto que la casa en cuestión era propiedad de un tal Mr. Johnson, pero que los recibos de la contribución eran presentados a la agencia de la propiedad inmobiliaria «Oxborrow’s». Una llamada a los agentes permitió saber que Mr. Johnson se encontraba en Arabia Saudí y que la casa había sido alquilada a un tal Mr. James Duncan Ross. Una segunda foto de Ross, alias Timothy Donnelly, en las calles de Damasco, fue enviada por télex a Ipswich y mostrada a los Oxborrow’s, los cuales identificaron al inquilino.
El Departamento de Urbanismo del Ayuntamiento facilitó las señas de los arquitectos que habían hecho los planos de la urbanización llamada The Hayes, y ellos proporcionaron los de la casa señalada con el número 12. Su ayuda fue más valiosa aún; otras casas idénticas hasta el último detalle habían sido construidas en otros lugares de Ipswich, y una de ellas estaba desocupada. Sería muy útil para el equipo del SAS que de este modo conocería exactamente la geografía dé la casa al penetrar en ella.
Otra función de Peter Low era la de encontrar un «alojamiento» para los hombres del SAS cuando llegasen. Tal alojamiento tenía que ser privado, disimulado y rápidamente utilizable, tener accesos para vehículos y comunicación telefónica. Se encontró un almacén vacío en Eagle Wharf, y el dueño se avino a prestarlo a la Policía para un «ejercicio de adiestramiento».
Tenía grandes puertas correderas que podían abrirse para dejar entrar los vehículos y cerrarse para evitar las miradas indiscretas una nave lo bastante amplia para construir una copia de la casa de The Hayes con tablas y paredes de arpillera, y una pequeña oficina con vidrieras laterales para emplearla como cuarto de operaciones.
Poco antes del mediodía, un helicóptero «Scout» del Ejército aterrizó en la parte más alejada del aeropuerto municipal de Ipswich, y de él se apearon tres hombres. Uno de ellos era el jefe del Regimiento SAS, general de brigada Cripps; otro era el oficial de Operaciones, comandante de Estado Mayor del Regimiento, y el tercero era el jefe del equipo, capitán Julian Lyndhurst. Todos vestían de paisano, llevaban sacos de mano con sus uniformes dentro de ellos y fueron recibidos por un coche de la Policía sin distintivos, que les condujo directamente al «alojamiento», donde la Policía estableció su centro de operaciones.
El superintendente Low informó a los tres oficiales lo mejor que pudo, es decir, dentro de los límites de lo que le había informado Londres. Había hablado por teléfono con John Preston, pero aún no se había entrevistado con él.
—Tengo entendido que un tal John Preston es controlador de campo de MI —dijo el general de brigada Cripps—. ¿Está por allí?
—Creo que se encuentra aún en el puesto de observación —dijo Low—, la casa que está enfrente de la vivienda del sospechoso. Puedo llamarle y pedirle que salga por la puerta trasera y venga a reunirse con nosotros.
—Me pregunto, señor —terció el capitán Lyndhurst a su jefe—, si no sería mejor que subiese yo allí en seguida. Así tendría oportunidad de echar un primer vistazo a la «fortaleza», y podría volver aquí con el tal Preston.
—Está bien, ya que un coche tiene que ir allí de todos modos —accedió el jefe.
Quince minutos más tarde, en la falda de la colina al otro lado del estuario, el policía señaló al capitán la puerta trasera del número 9. Vestido aún de paisano, el capitán, de veintinueve años, cruzó el descampado, saltó la valla del jardín y entró por la puerta trasera de la casa. En la cocina se encontró con Barney, que estaba preparando una taza de té en el hornillo de Mrs. Adrian.
—Soy Lyndhurst —se presentó el oficial—, del Regimiento. ¿Está Mr. Preston aquí?
—John —susurró roncamente Barney desde el pie de la escalera, pues se presumía que la casa estaba vacía—, uno de los pardos ha venido a verte.
Lyndhurst subió al dormitorio de delante, donde encontró a John Preston, y se presentó. Harry Burkinshaw murmuró algo sobre una taza de té y se marchó. El capitán contempló la casa número 12, al otro lado de la calle.
—Parece que todavía hay lagunas en nuestra información —dijo Lyndhurst, arrastrando las palabras—. ¿Quién piensa usted exactamente que está allí?
—Creo que es un agente soviético —respondió Preston—, un ilegal que vive allí bajo el nombre supuesto de James Duncan Ross. Tiene unos treinta y cinco años, es de estatura y complexión medianas, probablemente muy en forma, como corresponde a un gran profesional.
Tendió a Lyndhurst la fotografía tomada en la calle de Damasco. El capitán la estudió con interés.
—¿Hay alguien más?
—Es posible. No lo sabemos. Lo único seguro es que Ross está. Podría tener un ayudante. No podemos hablar con los vecinos. En una zona como ésta, no podríamos impedir sus indiscreciones. Las personas que viven aquí dijeron, antes de marcharse, que estaban seguras de que vivía solo. Pero no podemos demostrarlo.
—Y según nuestros informes, creen ustedes que está armado y puede ser peligroso. Demasiado para los muchachos de la localidad, aunque lleven metralletas, ¿no?
—Sí, creemos que tiene una bomba en la casa. Habría que impedirle que llegase a ella.
—Una bomba, ¿eh? —murmuró Lyndhurst, con aparente falta de interés. Había estado dos veces en Irlanda del Norte—. ¿Lo bastante grande como para destruir la casa o arrasar toda la calle?
—Mucho más potente —observó Preston—. Si estamos en lo cierto, se trata de una pequeña bomba nuclear.
El alto oficial apartó la mirada de la casa de enfrente, y sus pálidos ojos azules se fijaron en los de Preston.
—¡Por mil diablos! —exclamó—. Estoy impresionado.
—Bueno, así están las cosas —resumió Preston—. A propósito, quiero a ese hombre vivo.
—Vayamos al muelle y hablemos con el jefe —dijo Lyndhurst.
Mientras estaban en Cherryhayes Close otros dos helicópteros, un «Puma» y un «Chinook», llegaron al aeropuerto procedentes de Hereford. El primero transportaba al grupo de asalto, y el segundo, sus numerosas y misteriosas piezas de equipo.
El grupo estaba temporalmente al mando del jefe delegado, un brigada veterano llamado Steve Bilbow. Era bajo, moreno y nervudo, correoso como el cuero de una bota vieja, dos ojos negros, pequeños y brillantes y sonrisa fácil. Como todos los suboficiales del Regimiento, llevaba largo tiempo en éste: en su caso quince años.
El SAS es también singular en este sentido: casi todos sus oficiales están en destino temporal, cedidos por sus regimientos «padres», y permanecen en él dos o tres años antes de volver a sus propias unidades. Sólo los grados inferiores permanecen en el SAS, y aun no todos, sino los mejores. Incluso el jefe superior desempeña poco tiempo esta función, aunque probablemente haya servido en el Regimiento en una etapa anterior de su carrera. Muy pocos oficiales permanecen durante un plazo largo, y todos ellos ocupan puestos técnicos, de logística o de Intendencia, en el Cuartel General del SAS.
Steve Bilbow había ingresado como soldado, procedente del regimiento de paracaidistas, y, por méritos propios, se le prolongó el tiempo de servicio y fue ascendido a brigada. Había combatido en dos ocasiones en Dhofar, sudado en las selvas de Belice, pasado frío en incontables noches de emboscada en las tierras altas de Cameron, en malaya. Había ayudado a adiestrar a los equipos de GSG 9 de Alemania Federal y trabajado con el grupo Delta de Charlie Beckwith en Norteamérica.
Había conocido el tedio de aquella instrucción interminablemente repetida que llevaba a los hombres del SAS a la cima de su adecuación y preparación, y a las operaciones de alta segregación de adrenalina: correr bajo el fuego de los rebeldes en busca del refugio de un sangar en las colinas de Omán; dirigir un pelotón de asalto contra los pistoleros republicanos en el este de Belfast y hacer quinientos saltos en paracaídas, la mayor parte de ellos desde gran altura y en caída libre.
Para su pesar, había permanecido en el equipo de reserva cuando sus colegas asaltaron la Embajada de Irán en Londres, en 1981, y no le habían llamado.
El resto del equipo lo componían un fotógrafo, tres agentes de información, ocho tiradores y nueve soldados de asalto. Steve confió y rezó para que le confiasen el mando del grupo de asalto. Varias furgonetas de la Policía, sin distintivos, habían ido a recogerles al aeropuerto y los habían traído a su alojamiento. Cuando Preston y Lyndhurst volvieron al almacén, el equipo había llegado y esparcía sus herramientas por el suelo, ante los ojos asombrados de varios policías de Ipswich.
—¡Hola, Steve! —dijo el capitán Lyndhurst—. ¿Todo bien?
—Hola, jefe. Sí, muy bien. Estamos preparando las cosas.
—He visto la fortaleza. Es una casita particular. Un ocupante conocido, aunque pueden ser dos. Y una bomba. Será limitado; no hay sitio para más. Me gustaría que tú entrases el primero.
—Trate de impedírmelo, jefe —replicó Bilbow, haciendo un guiño.
En el SAS se da más importancia a la autodisciplina que a la disciplina impuesta desde fuera. El hombre que no pueda tener la autodisciplina necesaria para realizar lo que exige el SAS, no estará mucho tiempo en éste. En cambio, los que la consiguen no necesitan observar unas formalidades tan rígidas en las relaciones personales como las que se exigen en los regimientos «ordinarios».
Así, los oficiales suelen llamar por su nombre de pila a los hombres que tienen a su mando y tutearse entre ellos. Las clases de tropa acostumbran dar a sus oficiales el tratamiento de «jefe», aunque el que tiene el mando supremo recibe el de «señor». Cuando hablan entre ellos, los soldados rasos del SAS llaman «Rupert» a cualquier oficial.
El brigada Bilbow vio a Preston, y su rostro se iluminó con una sonrisa de satisfacción.
—¡Comandante Preston! ¡Cielo santo, cuánto tiempo sin verle!
Preston alargó una mano y sonrió a su vez.
Había visto por última vez a Steve Bilbow cuando, después del tiroteo de Bogside, se había refugiado en una casa donde cuatro hombres del SAS, al mando de Bilbow, organizaban operaciones secretas. Además, los dos habían sido paracaidistas, lo cual constituye siempre un fuerte lazo.
—Ahora estoy en «Cinco» —dijo Preston—. Soy controlador de campo en esta operación, al menos por lo que atañe a «Cinco».
—¿Qué tiene para nosotros? —preguntó Steve.
—Un ruso. Agente de la KGB. Profesional de primera. Probablemente habrá hecho el curso de Spetsnaz, por lo cual tiene que ser bueno y rápido, y probablemente estará armado.
—Estupendo. Spetsnaz, ¿eh? Ahora veremos si son tan buenos como dicen.
Los tres que estaban presentes conocían a los Spetsnaz la élite de los saboteadores rusos, equivalente soviético del SAS.
—Lamento interrumpir la fiesta, pero tenemos que recibir las instrucciones —dijo Lyndhurst.
Él y Preston subieron la escalera hasta la oficina del piso superior, donde encontraron al general de brigada Cripps, al comandante de Operaciones, al jefe auxiliar de la Brigada Criminal, superintendente Low, y a los agentes de Información del SAS. Preston tardó una hora en hacer un relato lo más completo posible de los hechos, y el ambiente se hizo extraordinariamente tenso.
—¿Tiene alguna prueba de que hay allí un ingenio nuclear? —preguntó, al fin, el superintendente.
—No, señor. Interceptamos en Glasgow una pieza que debía ser entregada a alguien que trabajaba en secreto en este país. Los técnicos de laboratorio dicen que no puede tener otro uso en el mundo. Sabemos que el hombre que está en aquella casa es un ilegal soviético, «educado» en las calles de Damasco por el Losad. Su asociación con el transmisor secreto de Chesterfield confirma lo que es. La deducción es evidente.
Si el componente aprehendido en Glasgow no es para la construcción de una pequeña bomba en Gran Bretaña, ¿para qué diablos puede ser? Yo no encuentro otra explicación posible. En cuanto a Ross, a menos que la KGB esté montando dos importantes operaciones secretas en Gran Bretaña, aquel componente iba destinado a él. Que es lo que se trataba de demostrar.
El superintendente Low estaba viviendo una pesadilla. Había de reconocer que no había más remedio que tomar la casa por asalto, pero se imaginaba lo que pasaría en Ipswich si estallaba la bomba.
—¿No podríamos evacuar la población? —preguntó, sin grandes esperanzas.
—Se daría cuenta —respondió Preston secamente—. Y creo que, si sabe que ha sido derrotado, se nos llevará a todos por delante.
Los soldados asintieron con la cabeza. Sabían que si ellos se encontrasen en la Rusia soviética tendrían que hacer lo mismo.
Pasó la hora del almuerzo sin que nadie se diera cuenta. La comida habría sido superflua. Se empleó la tarde en reconocimientos y preparativos.
Steve Bilbow volvió al aeropuerto con el fotógrafo y un policía. Los tres subieron al «Scout» para un viaje único sobre el estuario del Orwell, lejos de la urbanización The Hayes, pero en una dirección desde la que podían verla. El policía señaló la casa; el fotógrafo tomó cincuenta fotos, mientras Steve filmaba una larga película en video para proyectarla en el alojamiento.
Todo el equipo de asalto, vestido aún de paisano, fue con otro policía a ver la casa construida por los mismos arquitectos y según los mismos planos de la que era su objetivo. Cuando regresaron al alojamiento, pudieron ver esta última en video y en diapositivas.
Pasaron el resto de la tarde encerrados en el almacén haciendo prácticas con la maqueta de la casa que los policías habían ayudado a construir en la nave, bajo la supervisión del SAS. Estaba hecha sólo de tablas y de arpillera, pero sus dimensiones eran perfectas y revelaban un factor importantísimo: el espacio dentro de la casa era muy limitado. La puerta de entrada era estrecha; el recibidor, pequeño; la escalera, empinada, y las habitaciones, reducidas.
El capitán Lyndhurst decidió emplear sólo seis asaltantes, con gran disgusto por parte de los cuatro excluidos. Habría también tres tiradores: dos en la habitación delantera del piso alto de los Adrian, y uno en la colina que dominaba el jardín de atrás.
La parte trasera de la casa número 12 de Cherryhayes Close sería vigilada por dos de los seis soldados de asalto de Lyndhurst. Irían perfectamente equipados, pero su indumentaria de combate quedaría disimulada bajo impermeables de paisano. Serían llevados a Brackenhayes Close, en un coche de la Policía sin distintivos. Allí se apearían y, sin pedir permiso a los dueños, cruzarían el jardín delantero de la casa que lindaba por detrás con la que era su objetivo, se deslizarían por el pasadizo entre la casa y el garaje y llegarían al jardín trasero.
Ya en él, se quitarían los impermeables, saltarían la valla y ocuparían posiciones en el jardín posterior de la «fortaleza».
—Puede haber un alambre o un hilo de pescar tendidos a través del jardín —observó Lyndhurst—. Pero probablemente estará cerca de la parte trasera de la casa propiamente dicha. Manteneos a distancia. Cuando se dé la señal, quiero que lancéis una granada de gases a través de la ventana del dormitorio y otra a través de la cocina. Después preparad las metralletas y conservad la posición. Pero no disparéis al interior de la casa; Steve y sus muchachos entrarán por la parte delantera.
Los hombres del «acceso de atrás» asintieron con la cabeza. El capitán Lyndhurst sabía que él no participaría en el asalto. Teniente de la Guardia de Dragones del Rey, realizaba su primer turno en el SAS y ostentaba el grado de capitán porque el SAS no tiene oficiales de graduación inferior. Cuando volviese a su regimiento de origen, dentro de un año, lo haría de nuevo con el grado de teniente, aunque confiaba en volver más tarde al SAS como jefe de escuadrón.
Conocía también una tradición del SAS, que es distinta de la del resto del Ejército: los oficiales participan en los combates en el desierto o en la jungla, pero nunca en me dio urbano. Sólo los suboficiales y los soldados realizan los asaltos.
Lyndhurst había convenido con su jefe y con el oficial de operaciones en que el ataque principal se realizaría por la parte delantera de la casa. Una furgoneta llegaría sin ruido, y cuatro soldados de asalto bajarían de ella. Dos tomarían la puerta principal: uno, con la «Wingmaster», y el otro con un mazo de tres kilos y-o un cortafríos en caso necesario.
En cuanto fuese derribada la puerta, Steve Bilbow y un cabo entrarían en la casa. Los de la puerta soltarían sus herramientas, se sacarían las metralletas del pecho y entrarían en el recibidor para cubrir a la primera pareja.
Una vez en el recibidor, Steve se dirigía inmediatamente a la puerta del cuarto de estar, situada a su izquierda. El cabo subiría corriendo la escalera para «tomar» el dormitorio delantero. De los dos hombres de refuerzo, uno seguiría al cabo escalera arriba por si Chummy estaba en el cuarto de baño, y el otro seguiría a Steve al cuarto de estar.
La señal para que los hombres del jardín posterior lanzasen sus granadas de gases a la cocina y al dormitorio trasero, sería el estampido de la «Wingmaster» delante de la casa. Por consiguiente, cuando se realizase la penetración, cualquiera que estuviese en la cocina o en el dormitorio posterior correría de un lado para otro preguntándose qué había sucedido.
Preston, que se había ofrecido para volver a su puesto de observación, pudo escuchar los detalles del asalto.
Sabía ya que el SAS era el único regimiento del Ejército británico que podía elegir sus armas en el mercado mundial. Para el asalto de cerca había elegido la metralleta alemana «Heckler y Koch» de cañón corto y balas de nueve milímetros: era rápida, ligera, fácil de manejar, muy segura y de cañón plegable.
Generalmente llevaban la HK cruzada sobre el pecho, sostenida por dos cierres de muelle, cargada y amartillada. Esto les dejaba los brazos libres para abrir las puertas, entrar por ventanas o arrojar granadas de gases. Una vez hecho esto, podían sacar la HK del pecho y disparar en menos de medio segundo.
Para derribar las puertas, la práctica había demostrado que era más rápido hacer saltar los dos goznes que atacar la cerradura. Para ello empleaban la escopeta de repetición «Remington Wingmaster», con cartuchos de cabeza sólida en vez de perdigones.
Aparte estos juguetes, uno de los atacantes de la puerta podía necesitar un mazo y un cortafríos para el caso de que la puerta, tras saltar los goznes, conservase algún cerrojo o cadena en la parte posterior. También llevaban granadas destinadas a cegar temporalmente con su resplandor y ensordecer con su estallido, pero no a matar. Por último, cada uno llevaba en la cadera una «Browning» de 13 proyectiles de 9 milímetros.
Lyndhurst recalcó que, en el asalto, lo esencial era el tiempo. Había fijado el ataque a las diez menos cuarto de la noche, cuando la oscuridad fuese intensa y, por ende, desorientadora en el Close, pero sin ser todavía noche cerrada.
Él estaría en la casa de los Adrian, al otro lado de la calle, observando el objetivo y en contacto por radio con la furgoneta que traería a los asaltantes. Si pasaba algún transeúnte por el Close a las 9.44, podría decir al conductor de la furgoneta que «esperase» hasta que aquél hubiese dejado atrás la puerta de la casa que había que asaltar. De este modo podría regular la aproximación del equipo. El coche de la Policía que traería a los dos hombres que habían de ocupar el jardín posterior, estaría también en la misma longitud de onda y los dejaría noventa segundos antes de que fuese derribada la puerta de la entrada.
Había previsto un último detalle importante. Al acercarse la furgoneta al Close, él telefonearía a Ross desde la casa de los Adrian. Sabía ya que en todas aquellas casas el teléfono estaba sobre una mesita del recibidor. Con ello pretendía alejar al agente soviético de su bomba, dondequiera que estuviese, y dar a los asaltantes la oportunidad de disparar rápidamente.
Como de costumbre, el fuego se haría según la fórmula de dos rápidas ráfagas, de dos disparos cada una. Aunque la HK puede vaciar en un par de segundos su cargador de treinta proyectiles, los hombres del SAS son lo bastante hábiles, incluso en la confusa situación de un terrorista atrapado, para limitar su fuego a dos disparos repetidos. Si una de las balas alcanza a alguien, lo herirá pero no lo matará.
Inmediatamente después de la operación, la Policía entraría en grupo en el Close para calmar a la inevitable multitud que saldría de las casas contiguas. Un cordón de policías rodearía la parte delantera de la casa, mientras que los asaltantes saldrían por la parte trasera, cruzarían los jardines y subirían a su furgoneta, que estaría esperando en Brackenhayes Close. La autoridad civil ocuparía también el interior de la casa. Un equipo de seis hombres de Aldermaston debía llegar a Ipswich aquella tarde a la hora del té.
A las seis, Preston salió del alojamiento y volvió al puesto de observación, la casa de los Adrian, en la que entró por la puerta de atrás sin ser observado.
—Acaban de encenderse las luces —dijo Harry Burkinshaw, cuando Preston se reunió con él en el dormitorio delantero.
Preston pudo ver que estaban corridas las cortinas del cuarto de estar de la casa de enfrente, pero había un resplandor detrás de ellas, y la luz se reflejaba también a través de los paneles de la puerta principal.
—Después de marcharte tú me pareció ver movimiento tras las cortinas del dormitorio del piso superior —dijo Barney—. Pero no encendió la luz; bueno, no tenía motivo para hacerlo. Era después de la hora del almuerzo. Lo cierto es que no ha salido de casa.
Preston llamó a Ginger, que estaba en su puesto de observación de la falda de la colina; pero su información fue idéntica. No había movimiento en la parte posterior de la casa.
—Empezará a oscurecer dentro de un par de horas —le dijo Ginger por radio—. La visión será entonces muy defectuosa.
Valeri Petrofski había dormido mal y a intervalos. Poco antes de la una se despertó del todo, se incorporó en la cama y miró hacia la casa de enfrente a través de la habitación y de la cortina de malla.
Diez minutos después se levantó, se dirigió al cuarto de baño y se duchó.
A las dos se preparó unos bocadillos y se los comió sentado a la mesa de la cocina, mirando de vez en cuando hacia el jardín de atrás, donde un fino e invisible hilo de pescar, tendido de un lado a otro, pasaba por una pequeña polea sujetada a la valla del jardín y penetraba por debajo de la puerta posterior de la casa. Estaba fijado a la base de un columna de botes de hojalata vacíos. Petrofski lo aflojaba cuando salía de la casa y lo tensaba cuando estaba en ella. Hasta ahora, nadie había hecho caer los botes.
La tarde transcurría lentamente. Como es natural, habida cuenta de lo que guardaba, montado y a punto, en el cuarto de estar, el hombre estaba en tensión, con todos los sentidos alerta. Trató de leer, pero no podía concentrar su atención. Moscú debió de haber recibido su mensaje haría ahora doce horas. Escuchó un poco de música por la radio, y a las seis se instaló en el cuarto de estar. Aunque podía ver la luz de la tarde de verano reflejándose en las fachadas de las casas de enfrente, la suya miraba al Este y, por tanto, ahora estaba en la sombra. A partir de este momento, la oscuridad sería cada vez mayor en su cuarto de estar. Corrió las cortinas, como hacía siempre antes de encender las lámparas de pie, y luego, al no tener nada mejor que hacer, encendió el televisor. Como de costumbre, la mayor parte de los programas estaban ocupados por la campaña electoral.
La tensión aumentaba en el almacén que servía de alojamiento. Se estaban haciendo los últimos preparativos en la furgoneta de los asaltantes, una vulgar «Volkswagen» gris de puerta lateral corredera. Dos soldados de asalto vestidos de paisano ocuparían los asientos delanteros, uno de ellos al volante y el otro comunicándose por radio con el capitán Lyndhurst. Comprobaron una y otra vez las radios, así como todas las otras piezas del equipo.
La furgoneta sería conducida a la entrada de The Hayes por un coche de la Policía sin distintivos; el conductor de aquélla se había aprendido de memoria el plano de The Hayes y sabía dónde encontrar Cherryhayes Close. Al entrar en la urbanización quedarían bajo el control de la radio del capitán sentado junto a la ventana. La parte posterior de la furgoneta había sido forrada de espuma de poliestireno para amortiguar los chasquidos de metal contra metal.
El equipo de asalto se estaba vistiendo y preparando sus «herramientas». Cada hombre se puso encima de su ropa interior el clásico traje negro de una pieza de tejido refractario. En el último momento se completaría con una capucha de tela negra. Después venía el chaleco antibalas, una malla ligera «Kevlar» tejida por «Bristol Armour» y destinada a absorber el impacto de la bala desviándola hacia fuera y hacia un lado del punto de penetración. De bajo del «Kevlar», los hombres se ponían el «peto» para amortiguar aún más el golpe del proyectil.
Y, sobre todo ello, el correaje para sujetar el arma de asalto, la HEC, y colgar las granadas y la pistola. Calzaban las tradicionales «botas de desierto», altas hasta los tobillos, con gruesa suela de goma y de un color que sólo puede describirse como «sucio».
El capitán Lyndhurst dio las últimas instrucciones a cada uno de sus hombres, entreteniéndose un poco más con su segundo, Steve Bilbow. Desde luego, no les deseó buena suerte; podía decirles cualquier cosa menos «suerte»: . Después se dirigió a su puesto de observación.
Entró en la casa de los Adrian inmediatamente después de las ocho. Preston pudo percibir la tensión que emanaba de aquel hombre. A las ocho y media sonó el teléfono. Barney, que estaba en el recibidor, se puso al aparato. Preston creyó que sería peor no contestar: alguien podía venir a la casa. Aquél día se habían recibido varias llamadas, y siempre habían dicho al que llamaba que los Adrian habían ido a pasar el día a casa de la madre de la señora y que el que respondía era uno de los obreros que estaban pintando el cuarto de estar. Nadie había dejado de aceptar la explicación. Cuando Barney levantó el auricular, el capitán Lyndhurst salía de la cocina con una taza de té.
—Es para usted —dijo, y volvió al piso de arriba.
La tensión creció a partir de las nueve. Lyndhurst pasó la mayor parte del tiempo comunicando por radio con el alojamiento de la tropa, de donde salieron a las nueve y quince la furgoneta gris y el coche de la Policía en dirección a The Hayes. A las nueve y treinta y tres, los dos vehículos habían llegado al acceso de Belstead Road, a dos cientos metros del objetivo. Tuvieron que detenerse y esperar. A las nueve y cuarenta y un minutos, Mr. Armitage salió de su casa y dejó cuatro botellas vacías para el lechero. Con irritante calma, se entretuvo observando en la creciente penumbra el macizo de flores del centro de su jardín. Después saludó a un vecino del otro lado de la calle.
—¡Entra en casa, viejo imbécil! —murmuró Lyndhurst que se hallaba en el cuarto de estar mirando las luces tras las cortinas de la casa de enfrente.
A las nueve y cuarenta y dos minutos, el coche de la Policía en el que iban los dos hombres que habían de ocupar el jardín posterior estaba en posición y esperando en Branckenhayes. Diez minutos más tarde, Mr. Armitage dio las buenas noches a su vecino y entró de nuevo en su casa.
A las nueve y cuarenta y tres, la furgoneta gris entró en el callejón llamado Gorsehayes, vía de acceso a todo el complejo. De pie en el recibidor, junto al teléfono, Preston podía oír la charla entre el conductor de la furgoneta y Lyndhurst. El vehículo rodaba lentamente y sin ruido hacia la entrada de Cherryhayes.
No había ningún transeúnte en la calle. Lyndhurst ordenó a los dos hombres destinados al jardín posterior que se apeasen del coche de la Policía y se pusiesen en movimiento.
—Entraremos en Cherryhayes dentro de quince segundos —murmuró el conductor de la furgoneta.
—Más despacio; faltan treinta segundos —respondió Lyndhurst. Y veinte segundos más tarde, dijo—: Entren ya en el callejón.
La furgoneta dobló la esquina muy despacio, con luces de ciudad.
—Ocho segundos —murmuró Lyndhurst y, volviéndose a Preston, le ordenó en voz baja, pero apremiante—: Llame ahora.
La furgoneta subió por el callejón, pasó por delante del número 12 y se detuvo ante el macizo de flores de Mr. Armitage. Era una maniobra deliberada; los asaltantes que rían acercarse al objetivo desde un lado. La puerta lateral se abrió sin ruido, y cuatro hombres de negro se apearon en la oscuridad, en un silencio absoluto. No hubo carreras ni pisadas ruidosas, ni gritos roncos. Con un orden previamente ensayado, cruzaron despacio el jardín de Mr. Armitage, dieron la vuelta al cochecito de Mr. Ross y llegaron ante la puerta del número 12. El hombre de la «Wingmaster» sabía en qué lado estaban los goznes. Antes de detenerse, se había llevado ya la escopeta al hombro. Comprobó la posición de los goznes y apuntó. A su lado, otra figura esperaba blandiendo un mazo. Detrás de ellos estaban Steve y el cabo, con las HK preparadas…
En su cuarto de estar, el comandante Valeri Petrofski estaba intranquilo. No podía concentrarse en la televisión sus sentidos captaban demasiadas cosas: las pisadas de un hombre que sacaba unas botellas de leche el maullido de un gato, el zumbido de una motocicleta a lo lejos, la sirena de un carguero entrando en el estuario del Orwell al otro lado del valle.
A las nueve y media había empezado otro programa de actualidad de entrevistas con ministros y aspirantes a ministros curiosamente, puso el canal de BBC 2, donde daban un documental sobre aves. Suspiró. Valía más esto que la política.
Apenas habían pasado diez minutos cuando oyó que su vecino Armitage sacaba sus botellas vacías de leche. «Siempre la misma cantidad y a la misma hora de la noche», pensó. Entonces, el viejo estúpido llamó a alguien del otro lado de la calle. Una imagen en la pequeña pantalla captó su atención y la miró asombrado. La presentadora hablaba con un hombre flaco y de gorra plana acerca de la pasión de éste, al parecer las palomas. Sostenía una ante la cámara, una criatura suave cuyos pico y cabeza tenían una forma singular.
Petrofski se irguió súbitamente, concentrando casi toda su atención en el ave y escuchando la conversación. Estaba seguro de que aquella paloma era idéntica a otra que había visto antes en alguna parte.
—Ésa adorable ave, ¿va a participar en algún concurso? —preguntó la joven presentadora.
Era nueva, demasiado despabilada y trataba de sacar a la entrevista más de lo que ésta daba de si.
—¡Dios mío, no! —exclamó el hombre de la gorra—. No es un ave de fantasía. Es una «Westcott».
En un súbito destello del recuerdo, Petrofski volvió a ver aquella habitación en la suite de los invitados de la dacha del secretario general en Usovo. «La encontré en la calle el invierno pasado…», dijo el viejo y marchito inglés, y el ave había mirado desde su jaula con ojos brillantes y astutos.
—Bueno, no es de la clase que suele verse en la ciudad —dijo la presentadora de Televisión. Ahora vacilaba. En aquel momento sonó el teléfono en el recibidor de Petrofski…
Normalmente, habría ido a contestar, por si se trataba de un vecino. Simular que estaba fuera habría sido sospechoso, con las luces de la casa encendidas. Y no habría llevado su arma al vestíbulo. Pero se quedó mirando fijamente la pantalla. El teléfono siguió llamando con insistencia. Entre éste y el televisor sofocaban el ruido suave de unas suelas de goma sobre el pavimento.
—Supongo que no —respondió alegremente el hombre de la gorra—. La «Westcott» tampoco es un ave callejera. Probablemente es una de las especies que vuela más rápido. Y esta pequeña belleza vuelve siempre al palomar donde se crió. Por eso suelen llamarlas domésticas.
Petrofski se levantó de su sillón con un gruñido de rabia. Tomó del lado del cojín la gran pistola «Sako» de precisión que había llevado siempre consigo desde su entrada en Gran Bretaña. Murmuró una breve palabra en ruso. Nadie le oyó, pero aquella palabra era: «traidor».
En aquel momento se oyó un estampido, y después otro, tan inmediato, que parecieron uno solo. A este ruido se unió el de cristales rotos en la puerta principal, dos detonaciones sordas en la parte trasera de la casa y unas pisadas en el vestíbulo. Petrofski se volvió hacia la puerta del cuarto de estar y disparó tres veces. Su «Sako Triace», provista de tres cañones intercambiables, disparaba ahora por el de mayor calibre. Tenía también cinco balas en el cargador. Sólo disparó tres, pues podía necesitar las otras dos para él mismo.
Pero las tres que disparó perforaron la endeble llave de la puerta cerrada…
Los moradores de Cherryhayes Close comentarán aquella noche durante el resto de sus vidas, pero ninguno dará una versión exacta.
El estruendo de la «Wingmaster» al arrancar los dos goznes de la puerta hizo que todos se levantasen de un salto de sus sillones. En cuanto hubo disparos, el hombre de la escopeta se echó a un lado y atrás para dejar el sitio a su compañero. Bastó un golpe de mazo para que la cerradura, el cerrojo y la cadena saltaran por el aire en todas direcciones. Después se apartó también a un lado. Los dos hombres soltaron las armas que habían empleado y sacaron sus HK.
Steve y el cabo habían pasado ya por la abertura. El cabo se plantó en tres saltos en la escalera, con el hombre del mazo pisándole los talones. Steve pasó corriendo ante el teléfono, llegó a la puerta del cuarto de estar, se volvió de cara a ella y sintió que se elevaba del suelo. Tres proyectiles le habían alcanzado con un audible chasquido, lanzándole contra la escalera. El hombre de la «Wingmaster» se inclinó simplemente sobre la puerta todavía cerrada y disparó dos ráfagas de balas cada una. Después abrió la puerta de una patada, entró rodando y se quedó agachado dentro de la habitación.
Cuando disparó la escopeta, el capitán Lyndhurst abrió la puerta de la casa del otro lado de la calle y miró; Preston estaba detrás de él. El capitán vio que su delgado jefe de equipo cruzaba el iluminado vestíbulo y se acercaba a la puerta del cuarto de estar; entonces se vio lanzado a un lado como una muñeca de trapo. Lyndhurst avanzó, seguido de Preston.
Cuando el soldado que había disparado se puso en pie y observó la figura que yacía inerte sobre la alfombra, el capitán Lyndhurst apareció en el umbral. Captó la escena inmediatamente a pesar de la nube de humo de cordita.
—¡Ve al vestíbulo y ayuda a Steve! —ordenó.
El soldado no discutió. El hombre del suelo empezó a moverse. Lyndhurst sacó su «Browning» de debajo de la chaqueta.
El soldado había hecho bien las cosas. Petrofski había recibido un balazo en la rodilla izquierda, otro en el bajo vientre y otro en el hombro derecho. Su pistola salió proyectada al otro lado de la estancia. A pesar de la desviación causada por la madera, el soldado aprovechó tres de los cuatro proyectiles. Petrofski debía de sufrir terriblemente pero estaba vivo. Empezó a arrastrarse por el suelo. A cuatro metros de él, podía ver la caja de acero gris puesta de lado, los dos botones, uno amarillo y el otro rojo. El capitán Lyndhurst apuntó con cuidado y disparó.
John Preston pasó corriendo junto a él con tal precipitación, que golpeó la cadera del oficial al correr. Se arrodilló al lado del cuerpo que yacía en el suelo. Estaba sobre un costado, con la mitad de la parte posterior de la cabeza destrozada, boqueando todavía como un pez fuera del agua. Preston acercó la cabeza a la cara del moribundo. Lindhurst seguía apuntando con su pistola, pero el hombre de MI5 se había interpuesto entre él y el ruso. Se apartó a un lado para poder disparar mejor, pero entonces bajó la «Browning».
Preston se estaba levantando. No era necesario volver a disparar.
—Será mejor que digamos a los técnicos de Aldermaston que echen un vistazo a eso —dijo Lyndhurst, señalando la caja de acero.
—Yo le quería vivo —murmuró Preston.
—Lo siento, viejo. No pudo ser —replicó el capitán.
En aquel momento, los dos hombres se sobresaltaron al oír un fuerte chasquido y una voz que les hablaba desde el aparador. Vieron que el sonido procedía de un gran aparato de radio que se había puesto en marcha mediante un instrumento de relojería. La voz dijo:
Buenas noches. Aquí Radio Moscú, emisión en inglés. Vamos a dar las noticias de las diez.
En Cherry… Perdón, rectifico. En Teherán, el Gobierno ha declarado hoy…
El capitán Lyndhurst se acercó al aparato y lo apagó. El hombre del suelo contemplaba fijamente la alfombra con sus ojos ciegos, indiferente al mensaje cifrado destinado exclusivamente a él.