Capítulo 22

Poco después de las cinco, los manifestantes formaron por fin una columna de siete hombres de frente y de más de kilómetro y medio de longitud. La cabeza de la columna empezó a subir por la estrecha carretera A-1088 que, par tiendo del cruce de Ixworth, se dirige al pueblo de Little Fakenham y, desde allí, por un camino aún más estrecho, a la base de la Royal Air Force en Honington.

Era una mañana clara y soleada, y todo el mundo estaba muy animado, a pesar de lo temprano de la hora, decretada por los organizadores para llegar antes que los transportes de «American Galaxy» que traían los misiles «Cruise». Al surgir la cabeza de la columna entre los setos que flanqueaban el camino, la multitud inició el canto ritual: ¡No al «Cruise»! ¡Yanquis fuera!

Años antes, RAF Honington había sido una base para bombarderos «Tornado» y no había llamado la atención a la nación en su conjunto. Sólo los lugareños de Little Fakenham, Honington y Sapiston, tenían que sufrir los rugidos de los «Tornados» sobre sus cabezas. La decisión de crear en Honington la tercera base de misiles «Cruise» en Gran Bretaña había cambiado toda la situación.

Los «Tornados», habían pasado a Escocia, pero, en su lugar, la paz del rústico vecindario había sido perturbada por los que protestaban, principalmente mujeres de rarísimas costumbres personales que habían infestado los campos y montado tiendas de campaña en sectores de tierras comunales. Esto hacía dos años que duraba.

Con anterioridad se habían producido ya manifestaciones, pero ésta iba a ser la más grande. La Prensa y la Televisión enviaron nutridas representaciones; los hombres de las cámaras corrían de espaldas carretera arriba para filmar a los dignatarios en primera fila. Entre ellos había tres miembros del Gabinete en la sombra, dos obispos, un prelado católico, varios miembros destacados de las Iglesias reformadas, cinco líderes sindicales y dos famosos académicos.

Detrás de ellos seguía la columna de pacifistas, objetores de conciencia, clérigos, cuáqueros, estudiantes, marxistas-leninistas prosoviéticos, trotskistas antisoviéticos, conferenciantes y activistas laborales, y una mezcolanza de parados, punks, gays y ecologistas barbudos. También había centenares de amas de casa, obreros, maestros y niños en edad escolar, todos ellos igualmente excitados.

A ambos lados del camino se hallaban desparramadas las mujeres que se habían instalado en el lugar, la mayoría de ellas con pancartas y banderas, algunas con anoraks y los cabellos muy cortos, y que estrechaban la mano a sus amigas más jóvenes o daban palmadas en la espalda a los manifestantes que llegaban. Toda la columna iba precedida por dos motoristas de la Policía.

A las cinco y cuarto, Valeri Petrofski salió de Thetford y, como de costumbre, rodaba tranquilamente hacia el Sur por la A-1088, para tomar la carretera principal de Ipswich y volver a casa. Había estado toda la noche levantado y estaba fatigado. Pero sabía que su mensaje habría sido enviado a las tres y media y que Moscú sabría que él había cumplido su misión.

Cruzó el límite de Suffolk cerca de Euston Hall y observó a un motorista de la Policía que estaba parado junto a la carretera, a horcajadas en su máquina. Algo impropio de la carretera y de la hora; había pasado muchas veces por aquélla en los meses anteriores y nunca había visto a un policía patrullando por allí.

Casi dos kilómetros más adelante, en Little Fakenham, todos sus sentidos animales se pusieron alerta. Dos «Rover» blancos de la Policía estaban aparcados en el lado norte del pueblo. Junto a ellos, un grupo de oficiales conferenciaban con otros dos motoristas. Levantaron la mi rada al pasar él por su lado, pero nadie hizo ademán de detenerle.

La dificultad se produjo más tarde en Ixworth Thorpe. Acababa de salir del pueblo y se acercaba a la iglesia situada a mano derecha, cuando vio una moto apoyada en el seto y la figura de un guardia en el centro de la carretera, con la mano levantada, para que se detuviese. Empezó a reducir la marcha e introdujo la mano derecha en la bolsa de los mapas de la portezuela, donde, bajo un suéter de lana enrollado, estaba su pistola finlandesa.

Si era una trampa, alguien le cortaría la retirada por la espalda. Pero el guardia parecía estar solo. Por allí no había nadie más, nadie que pudiese comunicar por radio. Detuvo el coche. La imponente figura con chaqueta negra de vinilo se acercó a la ventanilla del conductor y se inclinó. Petrofski se encontró frente a un rostro colorado de Suffolk, en el que no había rastro de malicia.

—¿Tiene la bondad de colocar el coche en el arcén? Allí delante de la iglesia. Así estará a salvo.

Era una trampa. La amenaza estaba clara. Pero ¿por qué no había alguien más allí?

—¿Qué sucede, agente?

—Siento decirle que la carretera está bloqueada algo más abajo, señor. Habrá que despejarla.

¿Era verdad o se trataba de un truco? Podía haber allí un tractor volcado. Decidió no disparar contra el policía, ni alejarse a toda velocidad. Todavía no. Asintió con la cabeza, soltó el freno y llevó el coche al arcén delante de la iglesia. Luego esperó. Por el espejo retrovisor pudo ver que el guardia se desentendía de él y hacía señales a otro coche para que se detuviese en el mismo arcén. «Podía ser esto —pensó—. Contraespionaje». Pero sólo iba un hombre en el otro coche. Éste se detuvo detrás de él. El hombre se apeó.

—¿Qué pasa? —gritó al policía.

Petrofski podía oírles a través de la ventanilla abierta.

—¿No se ha enterado, señor? Es la manifestación. Todos los periódicos han hablado de ella. Y la tele.

—¡Caray! —exclamó el otro conductor—. No sabía que fuese en esta carretera. Ni a esta hora.

—No tardarán mucho tiempo en pasar —dijo el guardia consolándole—. No más de una hora.

En aquel momento, la cabeza de la columna apareció en el recodo. Petrofski observó las pancartas a lo lejos y oyó los débiles gritos con repugnancia y desprecio. Se apeó de su coche para mirar.

La plaza asfaltada junto a Magdalen Street, con sus treinta garajes individuales, empezaba a llenarse de gente. Minutos después del descubrimiento del garaje abandonado, Preston envió a Barney con el segundo coche, por Grove Lane, a la Jefatura de Policía para pedir ayuda. A aquella hora sólo estaba el agente de guardia en el despacho y un sargento que tomaba té en la parte trasera del edificio.

Simultáneamente, Preston llamó a Londres por la radio de la Policía y, aunque era un circuito abierto y normalmente habría empleado el lenguaje «encubierto» de una empresa de alquiler de automóviles, prescindió de toda precaución y habló con claridad al propio Sir Bernard.

—Necesito apoyo de las fuerzas de Policía de Norfolk y Suffolk —dijo—. También un helicóptero, señor. Y muy de prisa. Si no, todo habrá terminado.

Había pasado los veinte minutos de espera estudiando el mapa de carreteras de East Anglia, a gran escala, extendido sobre el capó del coche de Joe.

Al cabo de cinco minutos, un guardia motorista de Thetford, avisado por el sargento de su Comisaría, llegó a la plaza, cerró el motor y aparcó su máquina. Se acercó a Preston, quitándose el casco.

—¿Es usted el caballero de Londres? —preguntó—. ¿Puedo hacer algo para ayudarle?

—No, a menos que sea usted un mago —suspiró Preston.

Barney volvió de la Jefatura de Policía.

—Aquí está la fotografía, John. Llegó mientras yo estaba hablando con el sargento.

Preston estudió aquella cara joven y hermosa fotografiada en una calle de Damasco.

—¡Bastardo! —murmuró.

Ésta palabra quedó ahogada por el ruido y nadie la ovó. Dos bombarderos norteamericanos «F.111» cruzaron sobre la ciudad en apretada formación, volando bajo y rumbo al Este. El zumbido de sus motores rompió la tranquilidad de la población que despertaba. El guardia no miró hacia arriba. Barney, en pie al lado de Preston, los siguió con la mirada hasta que se perdieron de vista.

—¡Escandalosos imbéciles! —rezongó.

—¡Oh, siempre vuelan sobre Thetford! —comentó el guardia local—. Al cabo de un tiempo, apenas si reparamos ya en ello. Vienen de Lakenheath.

—El aeropuerto de Londres es bastante molesto —dijo Barney, que vivía en Hounslow—, pero al menos los aviones de línea no vuelan tan bajos. Creo que yo no lo soportaría mucho tiempo.

—A mí no me importa, con tal de que permanezcan en el aire —terció el policía, desenvolviendo una pastilla de chocolate—. Aunque no quisiera que uno de ellos se estrellase. Llevan bombas atómicas, vaya que sí. Bombas pequeñas.

Preston se volvió despacio.

—¿Qué ha dicho? —preguntó.

En Cork Street, MI5 había trabajado de prisa. Prescindiendo de la acostumbrada intervención de su asesor jurídico, Sir Bernard Hemmings telefoneó personalmente a los dos comisarios auxiliares (Brigada Criminal) de los Condados de Norfolk y Suffolk. El oficial de Norwich estaba aún en la cama, pero su colega de Ipswich se hallaba ya en su despacho, debido a la manifestación que tenía ocupada a la mitad de la fuerza de Suffolk.

El comisario de Norfolk recibió la llamada al mismo tiempo que le telefoneaba desde la comisaría de Policía de Thetford. Autorizó una colaboración total; el papeleo podría hacerse más tarde.

Brian Harcourt-Smith buscaba un helicóptero. Las dos Agencias británicas de Información pueden requerir vuelos especiales de los llamados helicópteros «consagrados», que se encuentran en Northolt, en las afueras de Londres. Es posible llamar a uno de ellos con urgencia, pero normalmente se hacen trámites previos. El requerimiento urgente del director general delegado fue contestado en el sentido de que un helicóptero podría elevarse dentro de cuarenta minutos y estar en Thetford al cabo de otros cuarenta. Harcourt-Smith pidió a Northolt que esperase.

—Ochenta minutos —dijo a Sir Bernard.

Se dio el caso de que el director general estaba hablando con el comisario de Suffolk, que se hallaba en su despacho de Ipswich.

—¿Hay un helicóptero de la Policía disponible? Tendría que ser en seguida —pidió al oficial de Suffolk.

Hubo una pausa mientras el comisario consultaba con su colega de Control de Tráfico por una línea interior.

—Tenemos uno en el aire sobre Bury St. Edmunds —replicó.

—Por favor, haga que vaya a Thetford y recoja a uno de nuestros oficiales —dijo Sir Bernard—. Es un asunto de seguridad nacional, se lo aseguro.

—Daré inmediatamente la orden —concluyó el comisario de Suffolk.

Preston llamó al guardia de Thetford para que se acercase a su coche.

—Señáleme las bases norteamericanas en estos parajes —dijo.

El guardia puso uno de sus gordos dedos sobre el mapa.

—Bueno, las hay en varios sitios, señor. Aquí, en North Norfolk, está Sculthorpe; hacia el Oeste, Lakenheath y Mildenhall; en Bedfordshire, tenemos Chicksands, aunque me parece que ya no vuelan allí. Y, además, está Bentwaters en la costa de Suffolk, cerca de Woodbridge.

Eran las seis. Los manifestantes pasaron por delante de los dos coches aparcados frente a la iglesia de Todos los Santos, pequeño pero bello edificio, tan antiguo como el pueblo, con cubierta de ramaje de Norfolk y sin luz eléctrica, por lo cual las vísperas se celebraban todavía a la luz de las velas.

Petrofski permaneció en pie junto a su coche, viéndoles pasar, con los brazos cruzados e impertérrito el semblante. Sus pensamientos secretos estaban cargados de veneno. Detrás de él, un helicóptero de control de tráfico voló sobre los campos hacia el Norte, pero los cánticos de los manifestantes le impidieron oírlo.

El otro conductor —vendedor de galletas que volvía a casa después de asistir a un seminario cuya finalidad era facilitar la venta de las pastas con mantequilla—, se acercó a él. Señaló con la cabeza a los manifestantes.

—Son unos imbéciles —farfulló, mientras aquéllos seguían con su canturreo de ¡No al «Cruise»! ¡Yanquis fuera!».

El ruso sonrió y asintió con la cabeza. En vista de su silencio, el vendedor volvió a su coche, montó en él y empezó a leer una serie de folletos de propaganda.

Si Valeri Petrofski hubiese tenido más desarrollado el sentido del humor, habría sonreído al considerar su situación. Estaba delante de una iglesia de un Dios en el que no creía, en un país al que estaba tratando de destruir y viendo pasar a una gente a la que despreciaba de todo corazón. Sin embargo, si su misión tenía éxito, todas las exigencias de los manifestantes serían satisfechas.

Suspiró al pensar en la rapidez con que los hombres de la MVD disolverían en su país la manifestación, antes de entregar a sus cabecillas a los muchachos del Quinto Directorio Principal para una prolija sesión de preguntas y respuestas en Lefórtovo.

Preston observó el mapa en el que había marcado las cinco bases aéreas norteamericanas. «Si yo fuese un ilegal que viviese clandestinamente en un país extranjero para realizar una misión —pensó—, trataría de ocultarme en una ciudad o en una población importante».

En Norfolk estaban King’s Lynn, Norwich y Yarmouth. En Suffolk, Lowestoft, Bury St. Edmunds, Colchester e Ipswich. Para volver a King’s Lynn, cerca de la base de Sculthorpe, el hombre al que perseguía se habría cruzado con él en Gallows Hill. Y nadie lo había hecho. Quedaban, pues, cuatro bases, tres hacia el Oeste y una en el Sur.

Consideró la dirección que había seguido su presa desde Chesterfield hacia Thetford. Siempre hacia el Sudeste. Sería lógico situar el punto de cambio de la moto por el coche en algún lugar a lo largo del trayecto. Para ir de Lakenheath y Mildenhall a la casa del transmisor en Chesterfield, habría sido más lógico alquilar un garaje individual en Ely o en Petersborough, en route hacia las Midlands.

Siguió la línea de las Midlands a Thetford y la prolongó, siempre hacia el Sudeste. Le llevó directamente a Ipswich. A diecinueve kilómetros de Ipswich, en un espeso bosque cerca de la costa, estaba Bentwaters. Recordó haber leído en alguna parte que allí volaban modernos bombarderos «F-5», con bombas nucleares tácticas capaces de detener una embestida de 29.000 tanques.

Detrás de él sonó la radio del guardia. Éste respondió a la llamada.

—Es un helicóptero que viene del Sur —dijo.

—Es para mí —se adelantó Preston.

—¡Oh! ¿Dónde quiere que aterrice?

—¿Hay alguna zona llana cerca de aquí? —preguntó Preston.

—Un lugar al que llamamos The Meadows —respondió el guardia—. Más allá de Castle Street, por la carretera de circunvalación. Supongo que estará bastante seco.

—Dígale que aterrice allí —ordenó Preston—. Y que yo me reuniré con él.

Llamó a su equipo, algunos de cuyos miembros dormitaban en los coches.

—¡Todos arriba! Vamos a ir a The Meadows.

Mientras se apretujaban en los dos coches, mostró el mapa al guardia.

—Dígame: si estuviese aquí, en Thetford, y quisiese ir a Ipswich, ¿qué camino seguiría?

Sin vacilar el motorista señaló un punto del mapa.

—Tomaría la A-1088, bajaría directamente hacia Ixworth y atajaría en este cruce para salir a la carretera general de Ipswich por aquí, por el pueblo de Elmswell.

Preston asintió con la cabeza.

—Lo mismo haría yo. Esperemos que Chummy piense igual que nosotros. Quiero que se quede aquí y trate de localizar a algún otro arrendatario de un garaje que pueda haber visto el coche desaparecido. Necesito saber su número de matrícula.

El helicóptero ligero «Bell» estaba esperando en el prado próximo a la carretera de circunvalación. Preston se apeó con su radio.

—Quédate aquí —dijo a Harry Burkinshaw—. El viaje será largo. Probablemente, el hombre está a muchos kilómetros de aquí. Nos lleva al menos cincuenta minutos de ventaja. Iré hasta Ipswich y veré si puedo descubrir algo. De lo contrario, todo dependerá de ese número de matrícula. Alguien puede haberlo visto. Si la Policía de Thetford descubre a alguno que se haya fijado en él, yo estaré allá arriba.

Se agachó al pasar por debajo de los rotores y subió a la estrecha cabina, mostró su tarjeta de identidad al piloto y saludó con la cabeza al controlador de tráfico, que se había acomodado en la parte de atrás.

—¡Ha venido muy de prisa! —gritó al piloto.

—Estaba ya en el aire —gritó a su vez el piloto.

El helicóptero se elevó y se alejó de Thetford.

—¿Adónde quiere ir?

—A la A-1088.

—Quiere ver la manifestación, ¿eh?

—¿Qué manifestación?

El piloto le miró como si Preston acabase de llegar de Marte. El helicóptero, bajando morro, giró hacia el Sudeste y siguió la línea de la A-1088, pero dejando ésta a estribor para que Preston pudiese verla.

—La manifestación contra la base de la RAF en Honington —explicó el piloto—. Todos los periódicos han hablado de ella. Y también la tele.

Desde luego, se había enterado de la proyectada manifestación contra la base. Había pasado dos semanas observando la televisión en Chesterfield. Pero no había ad vertido que la base estaba junto a la A-1088, entre Thetford e Ixworth. Al cabo de treinta segundos, pudo ver lo que pasaba.

Lejos, a su derecha, el sol de la mañana brillaba sobre las pistas de la base. Un gigantesco transporte «Galaxy» norteamericano rodaba alrededor del perímetro después de aterrizar. Frente a las diferentes puertas de la base podían verse las negras hileras de policías de Suffolk, cientos de ellos, de espaldas a la alambrada y de cara a los manifestantes.

Separándose de la enorme multitud ante el cordón de policías, una oscura hilera de manifestantes, con banderas ondeando al viento sobre sus cabezas, volvieron por el camino de acceso a la A 1088, llegaron a ésta y corrieron hacia el Sudeste, en dirección a la encrucijada de Ixworth.

Justo debajo de él, Preston pudo ver el pueblecito de Fakenham, con el pueblo de Honington en lontananza. Pudo distinguir los heniles de Honington Hall y los rojos ladrillos de Malting Row al otro lado de la carretera. La masa de manifestantes era aquí más copiosa, al desfilar por el estrecho camino que conducía a la base. El corazón le dio un salto.

En la carretera más arriba del centro del pueblo de Honington había una hilera de automóviles que se extendía a lo largo de ochocientos metros; sus conductores no se habían enterado de que la carretera estaría bloqueada a primeras horas de la mañana, o bien habían confiado en que tendrían tiempo de pasar. Había más de cien vehículos.

Más abajo, precisamente en el corazón de la columna en marcha, pudo ver el brillo de los techos de dos o tres coches; se trataba, por lo visto, de conductores que habían podido pasar antes de que se cerrase la carretera, pero que no habían llegado a la encrucijada de Ixworth a tiempo de no verse atrapados. También había algunos en el centro del pueblo de Ixworth Thorpe, y dos, aparcados cerca de una pequeña iglesia algo más lejos.

—Me pregunto si… —murmuró Preston.

Valeri Petrofski vio que el policía que antes le había detenido avanzaba en dirección a él. La columna era ahora algo más clara; sin duda se trataba de la cola de la manifestación.

—Lamento que haya tenido que esperar tanto, señor. Parece que han venido más de los que se había previsto.

Petrofski se encogió amablemente de hombros.

—Nada podemos hacerle, oficial. Fui un tonto al tratar de pasar. Creí que tendría tiempo.

—Bueno, otros muchos se han visto sorprendidos. Pero ahora es cuestión de poco tiempo. Unos diez minutos para los manifestantes, después, unos cuantos camiones gran de la Radio cerrando la marcha. En cuanto hayan pasado, abriremos de nuevo la carretera.

Delante de ellos un helicóptero de la Policía describió un amplio círculo sobre los campos. En la portezuela abierta, Petrofski pudo ver al controlador de tráfico hablando por su radio manual.

—Harry, ¿puedes oírme? Contesta, Harry. Soy John.

Preston estaba sentado junto a la puerta del helicóptero, tratando de comunicar con Burkinshaw al pasar sobre Ixworth Thorpe. La voz del vigilante, áspera y débil, respondió desde Thetford:

—Aquí, Harry. Te oigo, John.

—Harry, aquí abajo se está desarrollando una manifestación contra los «Cruise». Existe una posibilidad, sólo una posibilidad, de que Chummy haya quedado atrapado en ella. Espera un momento.

Se volvió al piloto.

—¿Cuánto tiempo hace que dura eso?

—Aproximadamente una hora.

—¿Cuándo cerraron la carretera en Ixworth?

El oficial de tráfico, que iba detrás, se inclinó hacia delante.

—A las cinco y veinte —respondió.

Preston miró su reloj. Eran las seis y veinticinco.

—Harry, baja a toda prisa por la A-134 hasta Bury St. Edmunds; sigue por la A-45 y reúnete conmigo en el cruce de la A-1088 con la A-45 en Elmswell. Dile al policía que está en los garajes que te abra paso. Y ordena a Joe que conduzca como jamás lo hizo en su vida.

Dio unas palmadas en el hombro del piloto.

—Lléveme a Elmswell y déjeme en un campo próximo al cruce de carreteras.

Eran sólo cinco minutos de vuelo. Al pasar por el cruce de Ixworth por encima de la A-143, Preston pudo ver la larga y ondulada columna de coches aparcados en el arcén; eran los que habían traído a la mayoría de los manifestantes a este parte rural y pintoresca del país. Dos minutos más tarde pudo distinguir la A-45, de dos carriles, que llevaba de Bury St. Edmunds a Ipswich.

El piloto dio una vuelta, buscando un sitio para aterrizar. Había prados cerca del punto en que la estrecha A-1088 desembocaba en la más amplia A-45.

—¡Los prados podrían estar encharcados! —gritó el piloto—. Mantendré el aparato parado sin tocar el suelo. Sólo tendrá que saltar desde una altura de setenta centímetros.

Preston asintió con la cabeza. Se volvió al controlador de tráfico, que iba de uniforme.

—Coja su gorra. Vendrá usted conmigo.

—¡Éste no es mi trabajo! —protestó el sargento—. Yo sólo debo regular el tráfico.

—Para eso le necesito. Vamos allá.

Saltó los setenta centímetros que separaban el tren de aterrizaje del «Bell» de las altas y espesas hierbas. El sargento —sosteniéndose la gorra para defenderse del viento de los rotores—, le siguió. El piloto se elevó y giró hacia Ipswich y su base.

Con Preston en cabeza, la pareja cruzó trabajosamente el prado, saltó la valla y se dejó caer en la A-1088. A cien metros de allí, desembocaba en la A-45. En el cruce pudieron ver la interminable corriente de tráfico en dirección a Ipswich.

—¿Y ahora qué? —preguntó el sargento de la Policía.

—Quédese aquí y detenga a todos los coches que se dirijan al Sur por esta carretera. Pregunte a los conductores si han venido por ella desde Honington. Si la tomaron al sur del cruce de Ixworth o en éste, déjeles marchar. Avíseme cuando encuentre el primero que haya venido a través de la manifestación.

Se dirigió a la A-45 y miró en dirección a Bury St. Edmunds.

—Ven, Harry. Ven.

Los coches que iban hacia el Sur se detuvieron al cerrarles el paso el policía uniformado, pero todos declararon que habían entrado en la carretera al sur de la manifestación antinuclear. Veinte minutos más tarde, Preston vio el coche del guardia de Thetford, que, haciendo sonar la sirena para abrirse paso, avanzaba hacia él a toda velocidad, seguido de los dos automóviles de los vigilantes. Todos se detuvieron en la entrada de la A-1088. El policía levantó la visera de su casco.

—Confío en que sepa lo que está haciendo, señor. Sospecho que nadie había hecho nunca tan de prisa este trayecto. Me preguntarán acerca de esto.

Preston le dio las gracias y ordenó que sus dos coches avanzaran unos metros por la carretera secundaria. Señaló un margen herboso.

—Estréllelo, Joe.

—¿Qué?

—Que lo estrelle. No con bastante fuerza para destrozarlo pero sí de manera que parezca un accidente.

Los dos policías de Suffolk contemplaron, asombrados, cómo embestía Joe su coche contra el arcén. La parte trasera bloqueaba la mitad de la calzada. Preston hizo senas al otro coche, que estaba quince metros más arriba.

—¡Qué se apeen todos! —ordenó al conductor—. Vamos, muchachos. Hay que volcarlo.

Tuvieron que dar siete empujones antes de que el coche de MI5 rodase sobre un costado. Preston cogió una piedra de la cuneta y rompió el cristal de una ventanilla del coche de Joe; luego desparramó sobre la carretera los fragmentos de cristal.

—Ginger, túmbate en el suelo, aquí, cerca del coche de Joe. Barney, saca una manta del portaequipajes y cúbrelo con ella. Hasta la cara —dijo Preston—. Bueno, todos los demás saltad el seto y ocultaos.

Preston llamó a los dos policías.

—Sargento, se ha producido un grave accidente. Quiero que se quede junto al cuerpo y dirija el tráfico. Usted, agente, deje su moto, camine un poco carretera arriba y haga que los coches que vengan reduzcan la marcha.

Los dos policías habían recibido órdenes de Ipswich y Norwich, respectivamente. Había que colaborar con los hombres de Londres. Aunque estuviesen locos.

Preston se sentó en el arcén, apretando un pañuelo en su cara como si quisiese detener la hemorragia de la nariz aplastada.

No hay nada como un cuerpo tendido al lado de la carretera para que los conductores reduzcan la marcha o se asomen a la ventanilla para mirar. Preston había cuidado de que el «cadáver» de Ginger estuviese en el lado correspondiente a los conductores que bajasen hacia el Sur por la A-1088.

El comandante Valeri Petrofski iba en el decimoséptimo automóvil. Igual que los que le habían precedido, el modesto coche familiar frenó ante la señal del policía de tráfico y luego pasó despacio por el lugar del accidente. En el margen herboso, con los párpados entornados y la imagen de ]a foto que llevaba en el bolsillo impresa en su memoria, Preston miró al ruso desde unos cinco metros, al pasar lentamente el automóvil entre los dos coches que casi bloqueaban la carretera.

Por el rabillo del ojo vio que el pequeño vehículo giraba a la izquierda para entrar en la A-45, se detenía en espera de un hueco en el tráfico y se incorporaba a la caravana en dirección a Ipswich. Entonces se levantó de un salto y echó a correr.

Los dos conductores y los dos vigilantes acudieron, saltando el seto, a su llamada. Un asombrado motorista que estaba reduciendo la marcha vio que el muerto se levantaba del suelo y ayudaba a los otros a enderezar un coche accidentado, que cayó con un chasquido sobre sus cuatro ruedas.

Joe saltó al volante de su coche y lo apartó del arcén. Barney quitó el barro y las hierbas de los faros antes de subir a su vez. Harry Burkinshaw tomó, no uno, sino tres tragos de menta, agotando su provisión. Preston se acercó al guardia de la moto.

—Será mejor que vuelva a Thetford, y muchas, muchísimas gracias por su ayuda.

Luego dijo al sargento de a pie:

—Lamento tener que dejarle aquí. Su uniforme es demasiado llamativo para que pueda venir con nosotros. Pero muchas gracias por su colaboración.

Los dos coches de MI5 se dirigieron a la A45 y giraron a la izquierda, hacia Ipswich. El ingenuo motorista que lo había presenciado todo preguntó al abandonado sargento:

—¿Están haciendo una película para la tele?

—No me sorprendería nada —replicó el sargento—. A propósito, ¿podría llevarme hasta Ipswich?

El tráfico industrial y cotidiano hacia Ipswich era denso, y lo fue aún más al acercarse a la población. Era una buena pantalla para los dos coches de los vigilantes, que constantemente cambiaban de posición para poder observar alternativamente la parte trasera del «Ford».

Entraron en la ciudad más allá de Whitton, pero, poco antes de llegar al centro, el pequeño automóvil al que iban siguiendo torció por Chevallíer Street y se dirigió al puente de Handford, sobre el río Orwell. Al sur del río, el perseguido siguió por Ranelagh Road y después giró hacia la derecha.

—Va a salir de nuevo de la ciudad —dijo Joe, que se mantenía a cinco coches de distancia de su presa.

Estaban entrando en Belstead Road, que sale de Ipswich en dirección al Sur. De pronto, el cochecito giró a la izquierda y entró en una pequeña urbanización particular.

—Despacio —advirtió Preston a Joe—. No debe vernos ahora.

Dijo al segundo coche que esperase en el cruce de la calle de acceso y Belstead, por si el perseguido daba la vuelta y volvía atrás. Joe avanzó despacio por el complejo de siete culs de sac que constituyen The Hayes. Pasaron por delante de la entrada de Cherrihayes Close justo a tiempo de ver al hombre al que iban persiguiendo aparcado delante de una casita a medio camino del Close. El hombre se apeaba del coche. Preston ordenó a Joe que continuase hasta perderse de vista y se detuviese.

—Harry, dame tu sombrero y mira si hay en la guantera una insignia del Partido Conservador.

Estaba allí desde que dos semanas atrás el equipo la había usado para entrar y salir de la casa de los Royston sin despertar sospechas. Preston se la prendió en la solapa, se quitó el impermeable que llevaba cuando había visto por primera vez a Petrofski cara a cara en la carretera, se caló el sombrero de fieltro de Harry y se apeó.

Entró en Cherrihayes Close y echó a andar por el lado opuesto a la casa del agente soviético. Frente al número 12 estaba el 9. Tenía en la ventana un cartel del Partido Socialdemócrata. Preston se dirigió a la puerta de la entrada y llamó.

La abrió una mujer joven y bonita. Preston pudo oír, en el interior, la voz de un niño y, después, la de un hombre. Eran las ocho; ]a familia estaba desayunando. Preston se quitó el sombrero.

—Buenos días, señora.

Al ver su insignia, dijo la mujer:

—¡Oh, lo siento, pero está usted perdiendo el tiempo. Nosotros votamos al PSD!

—Lo comprendo perfectamente, señora. Pero traigo aquí una propaganda que le agradecería muchísimo que mostrase a su marido.

Le tendió su tarjeta de plástico, que le acreditaba como oficial de MI5. Ella no la miró, limitándose a suspirar.

—Está bien. Pero le aseguro que esto no va a cambiar las cosas.

Le dejó plantado en la puerta, se retiró al interior de la casa y, segundos más tarde, Preston oyó una conversación en voz baja en la cocina. Después, un hombre llegó por el pasillo con la tarjeta en la mano. Era un joven ejecutivo de pantalón oscuro, camisa blanca y corbata de un club. No llevaba chaqueta; se la pondría cuando saliese para ir al trabajo. Todavía con la tarjeta en la mano, frunció el ceño.

—¿Qué diablos es esto? —preguntó.

—Exactamente lo que parece, señor. La tarjeta de identidad de un oficial de MI5.

—¿No es una broma?

—No; es del todo auténtica.

—Ya lo veo. Bueno, ¿qué desea?

—¿Tiene la bondad de dejarme entrar y cerrar la puerta?

El joven vaciló un momento; después asintió con la cabeza. Preston se descubrió de nuevo y cruzó el umbral. Cerró la puerta a su espalda.

Al otro lado de la calle, Valeri Petrofski se había sentado en su cuarto de estar, detrás de las cortinas opacas. Estaba cansado, le dolían los músculos de tanto conducir, y se sirvió un whisky.

Mirando a través de la cortina, pudo ver cómo uno de los al parecer infinitos propagandistas políticos hablaba con los vecinos del número 9. Él mismo había recibido la visita de tres de ellos en los últimos diez días y, cuando llegó encontró sobre la esterilla de la entrada un montón de literatura del Partido. Observó cómo el dueño de la casa hacía pasar al hombre al vestíbulo. Otro converso —pensó—. ¡Para lo que les va a servir…!

Preston suspiró aliviado. El joven le observó con aire de duda. Detrás, su esposa miraba desde la puerta de la cocina. La cara de una niña de unos tres años apareció junto a la jamba de la puerta, a la altura de la rodilla de su madre.

—¿Es usted realmente de MI5? —preguntó el hombre.

—Sí. No tenemos dos cabezas y las orejas verdes, ¿sabe?

Por primera vez, el joven sonrió.

—No. Claro que no. Ha sido una sorpresa. Pero ¿qué quiere de nosotros?

—En realidad, nada —respondió Preston, haciendo un guiño—. Ni siquiera sé quiénes son ustedes. Mis colegas y yo seguimos a un hombre al que creemos agente extranjero, y ha entrado en la casa del otro lado de la calle. Quisiera que me dejase usar su teléfono y permitiese a un par de hombres observar la casa desde la ventana de su cuarto de arriba.

—¿El número doce? —preguntó el hombre—. ¿Jim Ross? No es extranjero.

—Creemos que puede serlo. ¿Podría usar su teléfono?

—Bueno, sí. Supongo que sí. —Se volvió a su familia—. Vamos, volved a la cocina.

Preston telefoneó a Charles Street, y desde allí le pusieron en comunicación con Sir Bernard Hemmings, que aún estaba en «Cork». Burkinshaw había usado ya la radio de la Policía para informar a «Cork», en lenguaje disimulado, de que el «cliente» se hallaba en su casa de Ipswich y los «taxis» estaban en la vecindad, dispuestos para acudir.

—¿Preston? —dijo el director general desde el otro extremo de la línea—. ¿John? ¿Dónde estás, exactamente?

—En un pequeño cul de sac residencial llamado Cherryhayes Close, en Ipswich —respondió Preston—. Hemos acorralado a Chummy. Ésta vez estoy seguro de que es su base.

—¿Crees que es hora de actuar?

—Sí, señor, lo creo. Temo que pueda estar armado. Pienso que ya sabe lo que quiero decir. No creo que esto corresponda a la Rama Especial ni a la fuerza local.

Dijo al director general lo que quería; después colgó el aparato e hizo una llamada privada a Sir Nigel, en Sentinel House.

—Sí, John, de acuerdo —replicó «C» cuando hubo recibido la misma información—. Si lleva consigo lo que pensamos, será mejor hacer lo que tú dices. El SAS.