Capítulo 21

Vassiliev decidió trabajar en el cuarto de estar, con las cortinas corridas y con luz eléctrica. Primero pidió los nueve envíos que había que montar.

—Necesitaremos una bolsa de basura —dijo.

Petrofski fue a buscarla a la cocina.

—Páseme los objetos recibidos a medida que se los pida —dijo el montador—. Primero, la caja de cigarros.

Rompió los sellos y levantó la tapa. La caja contenía dos capas de cigarros, trece en la de arriba y doce en la de abajo, cada uno de ellos con su funda de aluminio.

—Debería de ser el tercero de la izquierda, de la hilera superior.

Lo era. Sacó el cigarro de la funda y lo rajó con una navaja de afeitar. Del interior del cigarro sacó una delgada ampolla de cristal que tenía un extremo torcido y del que salían dos alambres enroscados. Un detonador eléctrico. Lo demás fue a parar a la bolsa de basura.

—El molde de escayola.

El molde se había confeccionado en dos capas, la primera de las cuales se había endurecido antes de ser aplicada la segunda. Entre las dos capas se había colocado otra de una sustancia gris y blanda, envuelta en politeno para evitar la adhesión, y enrollada en torno al brazo. Vassiliev separó las dos capas de escayola, extrajo la plasticina gris de su cavidad, desprendió las hojas protectoras de politeno e hizo con aquélla una pelota. Eran doscientos gramos de plástico explosivo.

Petrofski le dio los zapatos del señor Lichka, y Vassiliev arrancó los tacones de ambos. Uno de ellos contenía un disco de acero de cinco centímetros de diámetro y veinticinco milímetros de grueso. El borde estaba surcado a la manera de un tornillo ancho y plano, y una de las caras tenía una muesca a la que podía adaptarse un destornillador de punta ancha. Del otro tacón salió un disco más plano de metal gris, de cinco centímetros de ancho; era de litio, metal inerte que, al fundirse durante la explosión con el polonio, formaría el iniciador y haría que la reacción atómica alcanzase toda su fuerza.

El disco complementario de polonio estaba en la máquina de afeitar eléctrica, que tanto había preocupado a Karel Wosniak, y sustituía al que se había perdido en Glasgow. Quedaban los otros cinco artículos entrados de contrabando.

Al arrancar el revestimiento refractario del tubo de escape del «Hanomag», apareció un tubo de acero que pesaba veinte kilos. Su diámetro interior era de cinco centímetros y el exterior, de diez, pues el metal tenía un grosor de veinticinco milímetros; era de acero templado. Uno de los extremos tenía una pestaña y un hilo interior, y el otro, una caperuza, también de acero. La caperuza tenía un pequeño orificio en el centro, para que pudiese pasar por él el detonador eléctrico.

De la radio de transistores del primer oficial Romanov extrajo Vassiliev el aparato regulador del tiempo, una caja de acero plana y cerrada, del tamaño de dos paquetes de cigarrillos unidos por un extremo. Tenía dos botones gran desy redondos en una cara, uno rojo y el otro amarillo; de la otra cara salían dos alambres de colores, negativo y positivo. Cada ángulo tenía una especie de oreja con un agujero, para su conexión a la parte exterior del estuche de acero que contendría la bomba.

Tomando el extintor del «Saab» del señor Lundqvist, el montador desenroscó la base, que el equipo de preparación había cortado, juntado y pintado de nuevo, para disimular el corte. Del interior salió, no espuma contra el fuego, sino guata y una pesada varilla de metal parecida al plomo, de doce centímetros de longitud y cinco de diámetro. Aunque era pequeña, pesaba cuatro kilos y medio. Vassiliev se puso los gruesos guantes para manejarla. Era uranio 235 puro.

—¿No es radiactivo ese material? —preguntó Petrofski, que observaba fascinado.

—Sí, pero no peligroso. La gente cree que todos los materiales radiactivos son igualmente peligrosos. Y no es así. Los relojes luminosos son radiactivos, pero los llevamos. El uranio es un emisor alfa, de bajo nivel. En cambio, el plutonio es realmente mortal. Lo propio cabe decir de esto cuando llega al punto crítico. Y esto será momentos antes de la detonación, no ahora.

Tardó bastante en desmontar los dos faros del «Mini». Vassiliev sacó primero las bombillas, el filamento interior y la pantalla cóncava reflectora. Sólo quedaron un par de medias esferas huecas, de acero templado y de doce centímetros de grueso. Cada una de ellas tenía una pestaña alrededor del borde, con seis orificios para los tornillos y las tuercas. Al unirse formarían una esfera perfecta.

Una de ellas tenía en su base un orificio de cinco centímetros, por el que pasaría la espiga de acero del zapato izquierdo de Lichka. El otro tenía un trozo corto de tubo que salía de su base, de cinco centímetros de diámetro en su interior y con surcos espirales en el exterior para en roscarse con el tubo de acero del sistema de escape del «Hanomag».

El último elemento era la pelota transportada en la caravana de aquel hombre que hacía camping. Vassiliev arrancó la brillante cubierta de goma. Una bola de metal resplandeció a la luz.

—Esto es la envoltura de plomo —dijo—. La bola de uranio, el núcleo fisible de la bomba, está dentro. Lo sacaré más tarde. También es radiactivo, como aquella pieza de allí.

Tras comprobar que tenía sus nueve elementos, empezó a trabajar en el cajón archivador de acero. Volviéndolo boca arriba, levantó la tapa y, con los listones y palitos, dispuso un armazón interior en forma de cuña baja, que apoyó en el fondo de la caja. Luego lo cubrió con una gruesa capa de espuma de plástico absorbente del choque.

—Pondré más alrededor de los lados y encima cuando la bomba esté dentro —explicó.

Tomando las cuatro baterías, las empalmó, terminal con terminal, y luego las juntó en un bloque con cinta adhesiva. Por último, hizo cuatro pequeños agujeros en la tapa de la caja y conectó el bloque de baterías dentro de aquélla. Era mediodía.

—Muy bien —dijo—. Montemos el aparato. A propósito, ¿ha visto alguna vez una bomba nuclear?

—No —respondió Petrofski, con voz ronca.

Era experto en la lucha a manos limpias; no temía los puños, los cuchillos ni las pistolas. Pero le inquietaba la fría jovialidad de Vassiliev al manejar una fuerza capaz de arrasar una ciudad. Como la mayoría de la gente, consideraba la ciencia nuclear como una especie de arte oculto.

—Antaño eran muy complicadas —comentó el montador—. Muy grandes, incluso las de baja potencia, y sólo podían confeccionarse en condiciones de laboratorio muy complicadas. Actualmente todavía lo son las más perfeccionadas, es decir, las bombas de hidrógeno de muchos megatones. Pero la bomba atómica fundamental ha sido simplificada hasta el punto de que puede montarse en casi cualquier banco de trabajo. Contando, naturalmente, con los elementos adecuados y con un poco de técnica y precaución.

—¡Es formidable! —exclamó Petrofski.

Vassiliev estaba cortando la fina funda de plomo que envolvía la bola de uranio 235. El plomo había sido colocado en frío como papel de envolver, y cerrada la juntura con un soplete. Se desprendió con mucha facilidad. Dentro estaba la bola de doce centímetros de diámetro, con un orificio de veinticinco milímetros atravesándola por la mitad.

—¿Quiere saber cómo funciona? —preguntó Vassiliev.

—Desde luego.

—Ésta bola es de uranio. Pesa quince quilos y medio. Una masa insuficiente para que haya alcanzado el punto crítico. El uranio se vuelve crítico cuando su masa aumenta más allá de aquel punto.

—¿Qué quiere decir «crítico»?

—Es cuando empieza la fisión. Me refiero a la fisión en términos de radiactividad. Cuando se traspasa el umbral de la detonación. Ésta bola no ha llegado todavía a esa fase. ¿Ve aquella varita corta de allí?

—Sí.

Era la varilla de uranio del extintor de incendios hueco.

—La varilla se ajustará exactamente al orificio de cinco centímetros del centro de la bola. Cuando lo haga, toda la masa se volverá crítica. El tubo de acero de allí es como un cañón, en el que la varilla de uranio representa el papel de la bala. Al producirse la detonación, el explosivo de plástico empujará la varilla por el tubo hasta el corazón de esta bola.

—Y entonces estallará.

—Todavía no. Para ello se necesita el iniciador. El uranio, por sí solo, entraría en fisión hasta extinguirse, crearía un infierno de radiactividad, pero no estallaría. Para conseguir la explosión hay que bombardear el uranio crítico con una ráfaga de neutrones. Ésos dos discos, el de litio y el de polonio, forman el iniciador. Si se mantienen separados, son inofensivos; el polonio es un débil emisor de radiaciones alfa, y el litio es inerte. Pero si se juntan, se produce algo muy extraño. Se inicia una reacción emiten la ráfaga de neutrones que necesitamos. Al recibirla el uranio se descompone y produce una emisión gigantesca de energía; es la destrucción de la materia. Para ello se requiere una cienmillonésima de segundo. El envoltorio de acero es para sujetarlo todo durante ese brevísimo periodo.

—¿Quién deja caer el iniciador? —preguntó Petrofski, en un intento de humor macabro.

Vassiliev sonrió.

—Nadie. Los dos discos están ya allí, pero separados. Colocamos el polonio en un extremo del orificio de la bola de uranio, y el litio en la punta del que será proyectil de uranio. La bala desciende por el tubo hasta el corazón de la bola, y el litio que lleva en la punta es lanzado contra el polonio que espera al otro extremo del túnel. Esto es.

Vassiliev empleó una gota de supercola para pegar el disco de polonio a una cara del vástago plano de acero del tacón del zapato de Lichka. Después enroscó la barrita en el agujero de la base de una de las medias esferas. Tomando la bola de uranio la introdujo en ella. El interior de la concavidad tenía cuatro módulos, que se adaptaban a otras tantas muescas abiertas en el uranio. Cuando se acoplaron, la bola quedó sujeta en su sitio. Vassiliev tomó una de esas linternas que son como un lápiz y miró por el agujero a través del núcleo de la bola de uranio.

—Allí está —dijo—, esperando en el fondo del agujero.

Después colocó el segundo cuenco sobre el primero para formar una esfera perfecta, y pasó una hora apretando los dieciséis tornillos alrededor de la pestaña, para mantener unidas las dos mitades.

—Ahora, el cañón —observó.

Empujó el explosivo de plástico por el tubo de acero de cuarenta y cinco centímetros de largo, apretándolo con fuerza, pero con cuidado con un mango de escoba de la cocina, hasta que quedó bien compacto. A través del pequeño agujero de la base del tubo, Petrofski pudo distinguir cómo se combaba el explosivo de plástico. Con la misma supercola, Vassiliev sujetó el disco de litio a la punta plana de la varilla de uranio, lo envolvió en una tela para asegurarse de que no resbalaría por el tubo a causa de la vibración, y empujó la varilla hasta el explosivo del fondo. Entonces enroscó el tubo en la esfera. Ésta parecía ahora un melón gris, de diecisiete centímetros de diámetro, con un mango de cuarenta y cinco centímetros que salía de un extremo; una especie de enorme granada de mano.

—Casi he terminado —dijo Vassiliev—. E] resto es como en las bombas convencionales.

Tomó el detonador, separó los alambres de su extremo y los aseguró con cinta aislante. Si se tocaban, podría producirse una detonación prematura. Enrolló un trozo de cable de cinco amperios en cada alambre del detonador. Luego apretó el detonador a través del agujero en el extremo del tubo, hasta introducirlo en el explosivo de plástico.

Depositó la bomba en su cuna de espuma, como si fuese una criatura, y puso más espuma a su alrededor y encima de ella, como arropándola. Sólo los dos alambres quedaron libres. Sujetó uno de ellos al terminal positivo del bloque de baterías.

Un tercer alambre salía del terminal negativo de las baterías, de modo que Vassiliev tenía aún uno de cada uno en sus manos. Aisló los extremos descubiertos.

—Esto es sólo por si se tocasen —dijo, con un guiño—. Sería mala cosa.

El único componente que aún no había sido usado era el aparato de relojería. Vassiliev empleó el taladro para hacer cinco agujeros en un lado de la caja de acero, cerca de la parte superior. El agujero central era para los alambres que salían de la parte trasera del aparato de relojería y los introdujo en él. Los otros cuatro eran para unos finos tornillos, con los que fijó aquel aparato al exterior de la caja. Hecho esto, conectó los hilos de las baterías y del detonador a los del aparato de relojería, según sus colores. Petrofski contuvo el aliento.

—No se preocupe —dijo Vassiliev, al advertirlo—. Éste aparato de relojería fue comprobado repetidas veces en nuestro país. El cortacircuito está en el interior y funciona.

Colocó los últimos alambres, aisló las junturas y bajó la tapa de la caja, cerrándola con llave y arrojando ésta a Petrofski.

—Bueno, camarada Ross, ya está. Puede llevarlo en el portaequipajes de su cacharro y no se estropearán. Puede ir por donde quiera, la vibración no producirá ningún efecto. Una última cosa. Si aprieta con fuerza este botón amarillo, pondrá en marcha el reloj, pero no cerrará el circuito eléctrico. Esto lo hará dos horas más tarde el aparato de relojería. Apriete ese botón y tendrá dos horas para ponerse a salvo.

—El rojo es un disparador manual. Si lo apretase, se produciría la detonación en el acto.

No sabía que estaba equivocado. En realidad, creía lo que le habían dicho. Sólo cuatro hombres en Moscú sabían que ambos botones provocarían la detonación instantánea. Anochecía.

—Ahora, amigo Ross, quiero comer, beber un poco, dormir bien y volver a casa mañana por la mañana. ¿Qué le parece?

—Muy bien —replicó Petrofski—. Dejemos la caja en aquel rincón, entre el armario y la mesa de las bebidas. Sírvase un whisky. Yo prepararé algo para cenar.

Salieron para Heathrow a las diez, en el pequeño coche de Petrofski. En una zona de aparcamiento al sudoeste de Colchester donde los tupidos bosques llegan hasta la carretera, Petrofski se apeó para hacer sus necesidades. Segundos más tarde, Vassiliev oyó sus estridentes gritos de alarma y se apresuró a ir a ver qué sucedía. Detrás de una cortina de árboles terminó su vida con el cuello fracturado por un experto. El cadáver, despojado de toda identificación, fue arrojado a una profunda zanja y cubierto con ramas tiernas. Probablemente tardarían un día o tal vez más en descubrirlo. La Policía investigaría y, desde luego, publicaría una foto en los periódicos locales, que su vecino Armitage podría ver o dejar de ver, así como reconocer o no reconocer a la víctima. En todo caso, sería demasiado tarde. Petrofski regresó a Ipswich.

No le remordía la conciencia. Sus órdenes habían sido muy claras en lo tocante al montador. No se imaginaba cómo había podido creer Vassiliev que volvería a casa. Pero él tenía otros problemas. Todo estaba a punto, pero el tiempo apremiaba. Había visitado Rendlesham Forest y elegido el lugar; muy resguardado, pero apenas a cien metros de la cerca de alambre de la base estadounidense en Bentwaters. No habría nadie allí a las cuatro de la mañana, cuando apretase el botón amarillo para que se produjese la detonación a las seis. Unas ramas verdes cubrirían la caja mientras se desgranasen los minutos. Entretanto, él volvería a toda prisa a Londres.

Lo único que ignoraba era qué mañana lo haría. Sabía que la señal para la operación llegaría con el programa de noticias en inglés de Radio Moscú, de las diez de la noche anterior. Consistiría en un deliberado error de dicción por parte del locutor en la primera noticia. Pero como Vassiliev no podría decirlo, había que informar a Moscú de que todo estaba preparado. Esto significaba que había que enviar el último mensaje por radio. Después, los griegos ya no serían necesarios. En el crepúsculo de una cálida tarde de junio salió de Cherryhayes Close y se dirigió tranquilamente hacia el Norte en su motocicleta, en dirección a Thetford. A las nueve empezó a rodar hacia el Noroeste por las Midlands británicas.

El tedio de todas las noches para los vigilantes de la habitación delantera del piso alto de la casa de Royston fue interrumpido poco después de las diez, cuando Len Stewart llamó por radio desde la Jefatura de Policía.

—John, uno de mis muchachos estaba comiendo hace un momento en el figón. El teléfono llamó dos veces y se interrumpió. Sonó de nuevo dos veces y volvió a callar. Después hizo lo mismo por tercera vez. Los que estaban a la escucha lo confirman.

—¿Trataron los griegos de contestar?

—No llegaron a tiempo a la primera llamada. Después no se acercaron al aparato. Siguieron sirviendo… Espera un momento… ¿Estás ahí, John?

—Sí, desde luego.

—Los de fuera me informan de que uno de los griegos se dispone a salir. Por la parte trasera. Va en busca de su coche.

—Que le sigan dos coches y cuatro hombres —dijo Preston—. Que se queden dos en el restaurante. Puede que el que salga abandone la ciudad.

Pero no era así. Andreas Stephanides regresó a Compton Street, aparcó el coche y entró en la casa. Se encendieron las luces detrás de las cortinas. No ocurrió nada más. A las 11.20, más temprano que de costumbre, Spiridon cerró el figón y volvió andando a casa, a donde llegó a las doce menos cuarto.

El tigre de Preston llegó justo antes de la medianoche. La calle se veía muy tranquila. Casi todas las luces estaban apagadas. Preston distribuyó sus cuatro coches con sus hombres en un círculo muy amplio, y nadie le vio llegar. La primera noticia fue el murmullo de uno de los hombres de Stewart.

—Hay un hombre en el extremo superior de Compton Street, en el cruce con Cross Stewart.

—¿Qué hace? —preguntó Preston.

—Nada. Permanece inmóvil en la sombra.

—Espere.

La habitación delantera superior de la casa de los Royston estaba completamente a oscuras. Las cortinas habían sido descorridas, y los hombres se mantenían lejos de la ventana. Mungo estaba agazapado detrás de la cámara, provista ahora de su lente infrarroja. Preston sostenía su pequeña radio junto a un oído. El equipo de seis hombres de Stewart, y sus dos conductores, con sus coches, estaban allá fuera, en alguna parte, todos ellos en comunicación por radio. Se abrió una puerta calle abajo al sacar alguien un gato. Volvió a cerrarse.

—Se está moviendo —murmuró la radio—. En dirección a vosotros. Despacio.

—Le veo —susurró Ginger, que estaba en una de las ventanas laterales—. Estatura y complexión, medianas; impermeable oscuro y largo.

—Mungo, ¿podrás captarlo al pie de aquel farol, delante de la casa de los griegos? —preguntó Burkinshaw.

Mungo cambió un poco la posición del objetivo.

—Estoy enfocando la mancha de luz —dijo.

—Está a diez metros de distancia —informó Ginger.

Sin hacer el menor ruido, el hombre del impermeable entró en la zona iluminada por el farol. La cámara de Mungo tomó cinco instantáneas. El hombre pasó de nuevo a la oscuridad y llegó a la verja de la casa de los Stephanides Recorrió el corto sendero y, en vez de tocar el timbre, llamó con los nudillos a la puerta. Ésta se abrió al momento. No había luz en el vestíbulo. El oscuro impermeable entró. La puerta se cerró de nuevo.

Al otro lado de la calle se rompió la tensión.

—Mungo, saca esa película de ahí y llévala al labora torio de la Policía. Quiero que la revelen y la envíen directamente a Scotland Yard. Que la pasen en seguida a «Charles» y «Sentinel». Yo les diré que estén preparados para hacer una «imagen».

Algo preocupaba a Preston. Algo sobre la apariencia de aquel hombre. Si la noche era cálida, ¿por qué llevaba impermeable? ¿Para defenderse de la humedad? El sol había brillado todo el día. ¿Para ocultar algo? ¿Un traje claro, un traje distintivo?

—¿Qué llevaba, Mungo? Tú le has visto en primer plano.

Mungo salía por la puerta.

—Un impermeable —dijo—. Oscuro. Largo.

—Quiero decir debajo.

Ginger silbó.

—Botas. Ahora lo recuerdo. Botas altas.

—¡Caray, va en motocicleta! —exclamó Preston. Habló por la radio—: Salgan todos a la calle. Sólo a pie. Nada de coches. Recorran todas las calles del distrito salvo Compton Street. Estamos buscando una moto que tenga el motor caliente.

«El problema —pensó— es que no sé el tiempo que va a estar ahí. ¿Cinco minutos? ¿Diez? ¿Sesenta?». Llamó a Len Stewart.

—Len, te habla John. Si encontramos esa moto, quiero que se instale en ella un indicador de dirección. Mientras tanto, llama al superintendente King, él tendrá que montar la operación. Cuando salga Chummy, le seguiremos. El equipo de Harry y yo. Quiero que tú y tus chicos os ocupéis de los griegos. Cuando estemos una hora lejos, la Policía podrá apoderarse de la casa y de los griegos.

Len Stewart, que estaba en la Jefatura de Policía, asintió y telefoneó al superintendente King a su casa.

Pasaron veinte minutos hasta que un hombre del equipo de buscadores encontrara la moto. Informó a Preston, que seguía en la casa de los Royston:

—Hay una «BMW» grande en la punta superior de Queen Street. Un portapaquetes detrás del sillín; cerrado con llave. Una bolsa a cada lado de la rueda trasera; sin cerrar. El motor y el tubo de escape están aún calientes.

—Número de matrícula.

El hombre le dio el número. Preston lo transmitió a Len Stewart, que seguía en la Jefatura de Policía. Stewart pidió un informe inmediato sobre él. Resultó ser un número de Suffolk, registrado a nombre de un tal Mr. James Duncan Ross, de Dorchester.

—O es un vehículo robado, o la placa de matrícula es falsa, o lo falso es la dirección —murmuró Preston.

Horas más tarde, la Policía de Dorchester comprobó que la última alternativa era la verdadera.

El hombre que había encontrado la moto recibió la orden de fijar el micro en una de las bolsas, ponerlo en marcha y alejarse del vehículo. El hombre, Joe, era uno de los dos conductores de Burkinshaw. Volvió a su coche, se sentó al volante y comprobó que funcionaba el indicador de dirección.

—Está bien —dijo Preston—, vamos a hacer un cambio. Que todos los conductores vuelvan a sus coches. Que los tres de Len Stewart, se dirijan a la entrada trasera de nuestro puesto de observación, en West Street, y relévennos. Uno a uno, sin hacer ruido, pero de prisa.

Luego, dijo a los que estaban con él en la habitación:

—En marcha, Harry. Tú irás el primero. Toma el coche de delante y yo me reuniré contigo. Barney y Ginger, tomad el coche de atrás. Si Mungo puede alcanzarnos, irá conmigo.

Los hombres del equipo de Stewart llegaron uno a uno por la puerta trasera para sustituir a los de Burkinshaw. Preston rezó para que el agente que estaba al otro lado de la calle no saliese mientras se producía el relevo. Él fue el último en salir; asomó la cabeza a la puerta de los Royston para darles las gracias por su ayuda y asegurarles de que todo acabaría al amanecer. Le respondieron unos murmullos que revelaban bastante preocupación.

Preston se deslizó a través de los jardines, salió a West Street y, cinco minutos más tarde, se reunió con Burkinshaw y el chófer Joe en su coche, aparcado en Foljambe Road. Ginger y Barney llamaron desde el segundo coche situado en el extremo de Marsden Road, junto a Saltergate.

—Desde luego —dijo lúgubremente Burkinshaw—, si no es esa moto, nos habremos metido en un buen lío.

Preston iba en el asiento de atrás. Burkinshaw, al lado del conductor, observaba la pequeña pantalla que tenía delante. A semejanza de las de radar —aunque mucho más reducida—, mostraba unos destellos intermitentes de luz a intervalos regulares, en un cuadrante que daba su dirección respecto al eje del coche en el que iban, y su distancia aproximada: ochocientos metros. El segundo coche llevaba un aparato igual, y ello permitía a los dos operadores establecer las coordenadas, si así lo deseaban.

—Tiene que ser su moto —dijo desesperadamente Preston—. De lo contrario, no podríamos seguirle en estas calles. Están demasiado desiertas y él es demasiado bueno.

—Ahora sale.

El súbito ladrido de la radio interrumpió la conversación. Los hombres de Stewart que había en la casa de los Royston informaron de que el hombre del impermeable había salido por la puerta del otro lado de la calle. Confirmaron que subía por Compton Street en dirección a Cross Street y al lugar donde estaba la «BMW». Después lo perdieron de vista. Dos minutos más tarde, uno de los conductores de Stewart informó, desde St. Margaret Street, de que el agente había cruzado la punta de aquella calle y seguía en dirección a Queen Street. Después, nada. Pasaron cinco minutos. Preston rezaba.

—Se está moviendo.

Burkinshaw saltaba, excitado, en el asiento delantero; algo muy desacostumbrado en el flemático vigilante. El punto luminoso cruzó lentamente la pantalla al cambiar la moto de dirección en relación con el coche.

—El objetivo se mueve —confirmó el segundo coche.

—Dejad que se aleje dos kilómetros y después arrancad —ordenó Preston—. Poned los motores en marcha.

La señal se movió hacia el Sur y el Este a través del centro de Chesterfield. Cuando estuvo cerca de la desviación de Lordsmill, los coches empezaron a seguirle. Al llegar a la desviación, ya no les cupo la menor duda. La señal de la moto era regular y firme: iba por la A-617, hacia Mansfield y Newark. Distancia: casi dos kilómetros. Ni siquiera las luces de los faros podían ser vistas por el motorista que les precedía. Joe hizo una mueca.

—¡Trata de despistarnos ahora, bastardo! —gruñó.

A Preston le habría gustado más que el hombre hubiese viajado en coche. Las motos eran difíciles de seguir. Rápidas y con facilidad de maniobra, podían deslizarse entre el intenso tráfico que bloqueaba al coche perseguidor, meter se en callejones estrechos o entre postes que impedían el paso a cualquier automóvil. Incluso en el campo, podían salirse de la carretera y rodar sobre la hierba en parajes donde un coche difícilmente podría seguirlas. Lo importante era que el hombre que les precedía no se diese cuenta de la persecución.

El motorista sabía lo que se hacía. Se mantenía dentro del límite de velocidad, pero raras veces rodaba por debajo de él, tomando las curvas sin reducir la marcha. Siguió por la A-617, pasando por debajo del puente de la autopista M-1; cruzó la dormida Mansfield a primeras horas de la madrugada y siguió hasta Newark. Derbyshire dio paso a las ricas tierras labrantías de Nottinghamshire, y el hombre no redujo su velocidad.

Antes de llegar a Newark, se detuvo.

—La distancia se está acortando mucho —dijo de pronto Joe.

—Apague las luces y deténgase —ordenó Preston.

En realidad, Petrofski había entrado en una carretera lateral, apagado el motor y las luces, y ahora estaba sentado en la encrucijada, mirando en la dirección por la que había venido. Un gran camión pasó zumbando y se perdió en dirección a Newark. Esto fue todo. A kilómetro y me dio de allí, los dos coches perseguidores estaban estacionados en el arcén. Petrofski permaneció inmóvil durante cinco minutos; luego puso el motor en marcha y rodó por la carretera hacia el Sudeste. Cuando vieron que se movía la luz en la pantalla, los vigilantes le siguieron, manteniendo siempre al menos kilómetro y medio de distancia.

La caza prosiguió a lo largo del río Trent, donde las luces de la enorme refinería de azúcar brillaron a lo lejos, a su derecha, y después en la propia Newark. Eran poco menos de las tres de la madrugada. Dentro de la ciudad, la señal osciló locamente mientras el coche perseguidor daba vueltas por las calles. El punto luminoso pareció marcar la A-46 en dirección a Lincoln, y los coches habían recorrido ochocientos metros por aquella carretera cuando Joe pisó el freno.

—Se ha desviado a nuestra derecha —dijo—. La distancia está aumentando.

—¡Vuelva atrás! —ordenó Preston.

Encontraron la desviación dentro de Newark; el sujeto había bajado por la A-17, de nuevo hacia el Sudeste, en dirección a Sleaford.

En Chesterfield, la Policía lanzó su operación contra la casa de los Stephanides a las tres menos cinco. Eran diez agentes de uniforme al mando de dos hombres de la Rama Especial en traje de paisano. De haberse anticipado diez minutos, habrían pillado desprevenidos a los dos agentes soviéticos. Fue sólo cuestión de mala suerte. En el momento en que los hombres de la RE se acercaban a la puerta, ésta se abrió.

Por lo visto, los dos hermanos griegos se disponían a salir en su coche con la radio para hacer la transmisión grabada en clave en su aparato emisor. Andreas Stephanides iba a poner el coche en marcha cuando vio a los policías. Spiridon iba detrás de él, llevando el aparato. Andreas lanzó un grito de alarma, retrocedió y cerró la puerta. El policía cargó, con los hombros por delante.

Cuando se hundió la puerta, Andreas estaba detrás y debajo de ella. Se levantó y empezó a luchar como un animal en el estrecho pasillo, y se necesitaron dos agentes para derribarle de nuevo.

Los hombres de la Rama Especial saltaron por encima de los hombres caídos, echaron un rápido vistazo a las habitaciones de la planta baja, llamaron a los dos hombres del jardín de atrás, quienes dijeron que por allí no había salido nadie, y subieron corriendo la escalera. Los dormitorios estaban vacíos. Encontraron a Spiridon en el pequeño desván, debajo del alero del tejado. El aparato transmisor estaba en el suelo, conectado por un cable a un en chufe de la pared, y en la consola brillaba una lucecita roja. El hombre no opuso resistencia.

En Menwith Hill, el puesto de escucha de la JCG interceptó un solo «chirrido» del transmisor secreto y lo registró a las 2.58 de la madrugada del jueves, 11 de junio. La triangulación fue inmediata y señaló un lugar del extremo occidental de la ciudad de Chesterfield. La Jefatura de Policía de esta población fue avisada inmediatamente, y la llamada se transmitió al coche que usaba el superintendente Robin King. Éste recibió el mensaje y dijo a Menwith Hill:

—Lo sé. Ya los tenemos.

En Moscú, el suboficial operador de radio se quitó los auriculares y movió la cabeza en dirección al teletipo.

—Débil, pero claro —dijo.

El teletipo empezó a teclear, y brotó de él una tira larga de papel llena de un revoltillo de letras sin sentido. Cuando se detuvo, el oficial que estaba junto a la radio arrancó la tira y la introdujo en el aparato de descifrado, provisto ya de la fórmula convenida. El aparato absorbió el papel; su computadora realizó las permutaciones y entregó el mensaje en claro. El oficial leyó el texto y sonrió. Telefoneó a cierto número, se identificó, comprobó la identidad del hombre al que se dirigía y dijo:

«Aurora» está en marcha.

Después de Newark, el terreno era más llano, y el viento, más fuerte. La persecución prosiguió por la campiña ondulada de Lincolnshire y por las carreteras rectas que conducen a la región de los aguazales. Los destellos de la pantalla eran continuos y firmes, y, siguiendo sus indicaciones, los dos coches de Preston bajaron por la A-17 y cruzaron Sleaford en dirección al Wash y al Condado de Norfolk.

Petrofski se detuvo de nuevo al sudeste de Sleaford, escrutando el oscuro horizonte a su espalda, por si veía alguna luz. No vio ninguna. A kilómetro y medio de él, los perseguidores esperaban silenciosamente en la oscuridad. Cuando el punto luminoso empezó a moverse en la pantalla del osciloscopio reanudaron el seguimiento.

En el pueblo de Sutterton hubo otro momento de con fusión. Dos carreteras salían del otro lado de la dormida población: la A-16, que se dirigía al Sur, hacia Spalding, y la A-17, que lo hacía al Sudeste, hacia Long Sutton y King’s Lynn, a través del límite de Norfolk. Los perseguidores tardaron dos minutos en descubrir que la presa se dirigía definitivamente por la A-17 en dirección a Norfolk. La distancia había aumentado hasta cerca de cinco kilómetros.

—De prisa —ordenó Preston, y Joe mantuvo la velocidad por encima de noventa hasta que la distancia se redujo a poco más de dos kilómetros.

Al sur de King’s Lynn cruzaron el río Ouse y, segundos más tarde, la moto perseguida se desvió hacia Downham Market y Thetford.

—¿Adónde diablos va? —gruñó Joe.

—Tiene una base allá abajo, en alguna parte —dijo Preston desde detrás—. Sígale.

A su izquierda, una luz rosada tiñó el horizonte oriental y las siluetas de los árboles se hicieron más claras. Joe apagó las luces largas y dejó las de cruce.

Muy hacia el Sur, columnas de autocares redujeron también la intensidad de sus luces al cruzar las atestadas calles de Bury St. Edmunds, la ciudad mercado de Suffolk. Eran unos doscientos, procedentes de diversas partes del país, y llenos hasta los topes. Otros manifestantes venían en automóviles, motos, bicicletas y a pie. La lenta manifestación, con banderas y pancartas, salió de la población y siguió por la A-143 hasta detenerse en la encrucijada de Ixworth. Los autocares no podían seguir adelante por los estrechos caminos. Se detuvieron al borde de la carretera principal, cerca del cruce, y soltaron su carga de gente que bostezaba bajo la naciente aurora de los campos de Suffolk. Entonces, los dirigentes empezaron, con apremios y halagos, a ordenar a la multitud en algo parecido a una columna, mientras los policías de Suffolk permanecían sentados en sus motos, observando.

En Londres, las luces estaban aún encendidas. A Sir Bernard Hemmings lo habían llevado en coche de su casa, al recibir el aviso de que los equipos de vigilantes empezaban a seguir al sospechoso en Chesterfield. Estaba en el cuarto de la radio del sótano de Cork Street, en compañía de Brian Harcourt-Smith.

Al otro lado de la ciudad, Sir Nigel Irvine estaba en su despacho de Sentinel House, también despertado a petición propia. En el sótano, Blodwyn había estado sentada la mitad de la noche observando la cara de un hombre iluminada por un farol en una pequeña población de Derbyshire. Había sido traída de su casa de Campden Tovrn a primeras horas de la madrugada y, si se animó a ir fue porque se lo había pedido personalmente Sir Nigel. Por él, y por nadie más, habría sido capaz de andar sobre brasas, y él se lo había agradecido con sus requiebros.

—Nunca estuvo aquí —dijo ella en cuanto hubo visto la foto—, y, sin embargo…

Al cabo de media hora volvió su atención al Oriente Me dio, y a las cuatro lo encontró. Era una sola fotografía, algo confusa, proporcionada por el Mossad israelí seis años antes. Ni siquiera el Mossad había estado seguro; el texto anexo dejaba bien claro que sólo era una sospecha.

Uno de sus hombres tomó la foto en las calles de Da masco. El sujeto era Timothy Donnelly, vendedor de Waterford Crystal. Por un impulso instintivo, el Mossad le había fotografiado y preguntado a su gente de Dublín. Timothy Donnelly existía, pero no estaba en Damasco. Cuando se supo esto, el hombre de la foto se había desvanecido. Nunca había vuelto a aparecer.

—Es él —dijo Blodwyn—. Las orejas lo demuestran. Hubiese debido ponerse un sombrero.

Sir Nigel telefoneó al sótano de Cork Street.

—Creo que tenemos una imagen, Bernard —dijo—. Podemos sacar una copia y enviártela.

Estuvieron a punto de perderle a casi diez kilómetros al sur de King’s Lynn. Los coches perseguidores se dirigían al Sur, hacia Downham Market, cuando el punto luminoso empezó a desviarse, imperceptiblemente al principio y luego con más claridad, hacia el Este. Preston consultó su mapa de carreteras.

—Ha entrado en la A-134 —dijo—. Se dirige a Thetford. Gire a la izquierda.

Encontraron de nuevo la pista en Stradsett; después venía un tramo de carretera recta a través de los espesos bosques de hayas, robles y pinos, hasta Thetford. Habían llegado a lo alto de Gallows Hill y podían ver la antigua ciudad mercado extendiéndose ante ellos a la pálida luz de la aurora, cuando Joe redujo la marcha y detuvo el coche.

—Se ha parado de nuevo.

¿Otra pausa para comprobar si le seguían? Hasta ahora sólo lo había hecho en el campo abierto.

—¿Dónde está?

Joe observó el indicador de distancias y señaló hacia delante.

—En el mismo corazón de la ciudad, John.

Preston observó de nuevo el mapa de carreteras. Aparte de aquélla en la que se encontraban, había otras cinco que salían de Thetford. Era como una estrella. La luz del día se hacía más fuerte. Eran las cinco. Preston bostezó.

—Le daremos diez minutos.

El punto luminoso no se movió en aquellos diez minutos, ni en los cinco que siguieron. Preston envió su segundo coche por la carretera de circunvalación. Éste trianguló con el primero desde cuatro puntos diferentes; el aparato emisor estaba en el centro de Thetford. Preston levantó su micro manual.

—Bien, creo que hemos descubierto su base. Vamos allá. Los dos coches se dirigieron al centro de la población. Convergieron en Magdalen Street, y a las 5.25 encontraron la plaza donde estaban los garajes individuales. Joe maniobró en su coche hasta que el morro de éste apuntó a una de las puertas. La tensión aumentó entre los hombres.

—Está ahí —dijo Joe.

Preston se apeó. Barney y Ginger, que iban en el otro coche, se reunieron con él.

—Ginger, ¿puedes hacer saltar el tirador de la puerta?

Por toda respuesta, Ginger cogió una llave de tuerca del cajón de herramientas de uno de los coches, la deslizó en el tirador de la puerta del garaje e hizo palanca. Se oyó un chasquido dentro de la cerradura. Ginger miró a Preston y éste asintió con la cabeza. Ginger abrió de golpe la puerta del garaje y se echó rápidamente atrás. Los hombres que se hallaban en el patio permanecieron inmóviles, mirando. La motocicleta estaba en el centro del garaje, sobre sus soportes. Un traje de cuero negro y un casco pendían de un gancho. Un par de botas altas estaban junto a la pared. Sobre el polvo y las manchas de aceite del suelo se veían las huellas de los neumáticos de un automóvil pequeño.

—¡Jesús! —exclamó Harry Burkinshaw—. ¡Ha cambiado de vehículo!

Joe se asomó a su ventanilla.

—Acaban de llamar de «Cork». Dicen que tienen una foto de la cara. ¿Dónde quieres que la envíen?

—A la Jefatura de Policía de Thetford dijo Preston.

Contempló el cielo claro y azul.

—Pero es demasiado tarde —murmuró.