Al superintendente Robin King no le gustó que le despertasen a las tres de la madrugada; pero al enterarse de que un oficial de MI5 de Londres estaba en su oficina para pedirle ayuda, se avino a ir en seguida y, en efecto, se presentó a los veinte minutos, sin haberse afeitado ni peinado.
Escuchó atentamente mientras Preston le explicaba el quid del asunto: que un extranjero sospechoso de ser agente soviético había sido seguido desde Londres, había saltado del tren en Chesterfield y había sido seguido luego hasta una casa de Compton Street, cuyo número aún no sabía.
—Aún no sé quién vive en esa casa, ni por qué la ha visitado nuestro sospechoso. Pretendo averiguarlo, pero de momento no quiero que se practique ninguna detención. Quiero vigilar la casa. Ésta misma mañana podremos conseguir la debida autorización del jefe de Policía de Derbyshire, pero ahora el problema es más urgente. Tengo cuatro hombres del Servicio de Vigilancia en aquella calle, pero en cuanto amanezca serán demasiado visibles. Por tanto, necesito ayuda inmediata.
—¿Qué puedo hacer exactamente por usted, Mr. Preston? —preguntó el oficial de Policía.
—¿Tiene, por ejemplo, una camioneta que no tenga distintivos?
—No. Tenemos varios coches sin distintivos y un par de furgonetas, pero éstas llevan la insignia de la Policía en un lado.
—¿Podríamos conseguir una sin ningún distintivo y aparcarla en aquella calle con mis hombres en su interior, sólo como medida temporal?
El superintendente llamó por teléfono al sargento de guardia. Le hizo la misma pregunta y escuchó durante un rato.
—Telefonéele y dígale que me llame en seguida —dijo. Y dirigiéndose a Preston—: Uno de mis hombres tiene una camioneta. Está muy estropeada y siempre le toman el pelo por ello.
Treinta minutos más tarde, el adormilado agente de Policía se encontró con el equipo de vigilantes frente a la puerta principal del campo de fútbol. Burkinshaw y sus hombres subieron a la camioneta y ésta fue conducida a Compton Street y aparcada al otro lado de la calle, ante la casa sospechosa. Siguiendo las instrucciones recibidas, el policía se apeó, se estiró y echó a andar calle abajo dando la impresión de un hombre que volvía a casa después de su trabajo en un turno de noche.
Burkinshaw atisbó por la ventanilla trasera y llamó por radio a Preston.
—Así está mejor —comentó—. Podemos ver bien la casa desde el otro lado de la calle. A propósito, es el número 59.
—Sigue ahí durante un rato —ordenó Preston—. Estoy tratando de montar algo mejor. Mientras tanto, si Winkler sale y se marcha a pie, haz que le sigan dos hombres y deja a los otros dos vigilando la casa. Si se va en coche, síguelo con la camioneta.
—Puede que tengamos que vigilar la casa durante un periodo más largo, superintendente. Para eso, tendríamos que ocupar una habitación alta de una casa al otro lado de la calle. ¿Podríamos encontrar alguien en Compton Street que estuviese dispuesto a facilitárnosla?
El jefe de Policía reflexionó:
—Conozco a alguien que vive en Compton Street —dijo—. Ambos somos masones, miembros de la misma logia. Por eso le conozco. Fue suboficial de Marina y ahora está retirado. Vive en el número 68. Sin embargo, no sé dónde cae este número en la calle.
Burkinshaw confirmó que el número 68 estaba al otro lado de la calle y dos casas más arriba. Desde la ventana del piso alto, que era casi seguramente la del dormitorio principal, podría observarse perfectamente el objetivo. El superintendente King telefoneó a su amigo.
A sugerencia de Preston, dijo al soñoliento dueño de la casa, Mr. Sam Royston, que se trataba de una operación de la Policía, deseaban vigilar a un posible sospechoso que se había refugiado al otro lado de la calle. Cuando se hubo despabilado, Mr. Royston se mostró a la altura de las circunstancias. Como ciudadano cumplidor de la ley, permitiría, desde luego, a la Policía utilizar su habitación delantera.
La camioneta fue conducida sin ruido alrededor del bloque hasta West Street; Burkinshaw y su equipo se deslizaron entre las casas, saltaron la valla y entraron en la casa de Mr. Royston por el jardín trasero. Justo antes de que el sol estival inundase la calle, el equipo de vigilancia se instaló en el recién utilizado dormitorio de los Royston, detrás de las cortinas de blonda, a cuyo través podían ver el número 59 al otro lado de la calle.
Mr. Royston, tieso como un huso en su bata de pelo de camello y orgulloso, como buen patriota que era, de poder ayudar a los oficiales de la Reina, miró a través de las cortinas hacia la casa situada casi enfrente de la suya.
—¿Son atracadores de Bancos? ¿O traficantes de drogas?
—Algo parecido —asintió Burkinshaw.
—¡Extranjeros! —gruñó Royston—. Nunca me han gustado. No deberían dejarles entrar en el país.
Ginger, cuyos padres habían venido de Jamaica, miró impasible a través de las cortinas. Mungo, el escocés, subió un par de sillas del piso bajo. Mrs. Royston surgió como un ratón de algún escondrijo secreto, después de quitarse los rulos y las horquillas.
—¿Desea alguien una tacita de té? —preguntó.
Barney, que era joven y guapo, le dedicó su más cautivadora sonrisa.
—Sería estupendo, señora.
Fue un gran día para ella. Empezó a preparar la primera de la que resultó ser una serie interminable de tazas de té, brebaje del que parecía sustentarse sin necesidad de recurrir a alimentos sólidos.
En la Jefatura de Policía, el sargento de servicio había establecido también la identidad de los moradores del 59 de Compton Street.
—Dos chipriotas griegos, señor —informó al superintendente King—. Son hermanos y solteros. Andreas y Spiridon Stephanides. Llevan allí unos cuatro años, según el guardia que hace la ronda en el barrio. Parece que tienen un restaurante griego donde sirven también comidas para llevarse, en Holywell Cross.
Preston pasó media hora telefoneando a Londres. Primero despertó al oficial de guardia en «Sentinel», el cual le puso en comunicación con Barry Banks.
—Barry, quiero que te pongas inmediatamente en contacto con «C», dondequiera que se encuentre, y le pidas que me llame.
Sir Nigel Irvine le telefoneó cinco minutos más tarde, tranquilo y lúcido como si no hubiese estado durmiendo. Preston le informó de los sucesos de la noche.
—Había un equipo de recepción en Sheffield, señor. Dos de la RE y tres guardias uniformados, autorizados para detener a quien sea.
—No creo que esto formase parte del convenio, John.
—No en lo referente a mí.
—Está bien, John, llevaré esto hasta el final. Ya tienes la casa. ¿Vas a entrar en ella ahora?
—Tengo una casa —le corrigió Preston—. No quiero entrar en ella, porque creo que no es el final de la pista. Otra cosa, señor. Si Winkler se marcha y quiere volver a su país, quiero que le dejen ir en paz. Si es un correo o portador de un mensaje, o sólo está haciendo una labor de comprobación, los suyos estarán esperando su regreso en Viena. Si no aparece, desconectarán todos los hilos.
—Si —asintió Sir Nigel, pensativamente—. Hablaré de esto a Sir Bernard. ¿Quieres seguir con la operación ahí o prefieres volver a Londres?
—Si es posible, me gustaría quedarme aquí.
—Muy bien. Haré una petición al más alto nivel, desde «Seis», para que te concedan lo que deseas. Ahora, guárdate bien y envía tu informe operacional a Charles Street.
Terminada la conferencia, Sir Nigel telefoneó a Sir Bernard Hemmings a su casa. El director general de «Cinco» convino en reunirse con él para desayunar en el «Guards Club» a las ocho.
—Ya ves, Bernard; es realmente posible que el «Centro» esté montando en este momento una operación muy importante en el interior de este país —comentó «C» mientras untaba con mantequilla su segunda tostada.
Sir Bernard Hemmings estaba muy disgustado. No había tocado la comida que tenía delante.
—Brian habría debido contarme el incidente de Glasgow —dijo—. ¿Por qué diablos está todavía ese informe en su mesa?
Todos cometemos errores de juicio de vez en cuando. Errare humanum est, y todo lo demás —murmuró Sir Nigel—. Mi gente de Viena pensó que Winkler era un recadero de un antiguo grupo de agentes y yo deduje que Jan Marais podía ser uno de ese grupo. Ahora parece que, a fin de cuentas, puede tratarse de dos operaciones separadas.
Se abstuvo de confesar que él mismo había redactado el telegrama de Viena del día anterior para conseguir lo que quería de su colega: la inclusión de Preston como controlador de campo en la operación Winkler. Para «C» había momentos en que uno tenía que mostrarse candoroso, y otros, en que debía guardar un discreto silencio.
—¿Y la segunda operación, la relacionada con el incidente de Glasgow? —preguntó Sir Bernard.
Sir Nigel se encogió de hombros.
—No lo sé, Bernard. Todos andamos a tientas en la oscuridad. Evidentemente, Brian no lo cree. Puede que tenga razón. En tal caso, yo me habría equivocado de medio a medio. Sin embargo, el asunto de Glasgow, el misterioso transmisor en Midlands, la llegada de Winkler… Ése Winkler ha sido nuestro golpe de suerte, quizás el último que tengamos.
—Entonces, ¿cuáles son tus conclusiones, Nigel?
Sir Nigel sonrió, como disculpándose. Era la pregunta que había estado esperando.
—Ninguna conclusión, Bernard. Sólo unas pocas deducciones hipotéticas. Si Winkler es un correo, cabe esperar que establezca su contacto y entregue el paquete, o reciba el paquete que ha venido a recoger, en algún lugar público. Una zona de aparcamiento, un lugar en la orilla del río, el banco de un jardín o junto a un estanque. Si se está montando allí una gran operación, tiene que haber un ilegal importante en el lugar. El director del espectáculo. Si tú estuvieses en su lugar, ¿querrías que los correos llamasen a tu puerta? ¡Claro que no! Tendrías un intermediario, o tal vez dos. Toma un poco de café.
—Está bien, de acuerdo.
Sir Bernard esperó a que su colega le sirviese una taza.
—Por consiguiente, Bernard, opino que Winkler no puede ser el pez gordo. Es un pequeño accesorio, un recadero, un correo o algo por el estilo. Lo propio cabe decir de los dos chipriotas en una casita de Chesterfield. Durmientes, ¿no crees?
—Si —convino Sir Bernard—, durmientes de poca categoría.
—Por consiguiente, empieza a parecer como si la casa de Chesterfield fuese un depósito de llegada de paquetes, un buzón, una casa segura o tal vez el hogar del transmisor. A fin de cuentas, está en la zona adecuada; los dos «chirridos» interceptados por SCG procedían de Derbyshire Peak District y de los montes del norte de Sheffield, donde se llega fácilmente desde Chesterfield.
—¿Y Winkler?
—¿Qué podemos pensar, Bernard? ¿Un técnico para reparar la emisora si presentaba problemas? ¿Un supervisor para comprobar el progreso de la operación? Sea como fuere, creo que deberíamos dejar que informase de que todo está en orden.
—¿Y crees que el pez gordo se dejará ver?
Sir Nigel se encogió nuevamente de hombros. Lo que temía era que Brian Harcourt-Smith, fracasado su intento de detención en Sheffield, tratase de asaltar la casa de Chesterfield. Sir Nigel lo consideraba totalmente prematuro.
—Yo diría que tiene que haber un contacto allí, en alguna parte. O él acudirá a los griegos, o éstos irán a él —dijo.
Tú sabes algo, Nigel. Yo pienso que deberíamos reservar esa casa de Chesterfield, al menos durante un tiempo.
El jefe del SSI adoptó una expresión grave:
—Bernard viejo amigo, estoy de acuerdo contigo. Pero tu joven Brian parece empeñado en penetrar en ella y practicar unas cuantas detenciones. La noche pasada lo intentó en Sheffield. Desde luego, las detenciones parecen cosa buena de momento, pero…
—Deja de mi cuenta a Brian Harcourt-Smith, Nigel —dijo ásperamente Sir Bernard—. Puede que yo esté en las últimas, pero el viejo perro tiene aún fuerzas para ladrar. Mira, voy a encargarme personalmente de la dirección de este asunto.
Sir Nigel se inclinó hacia delante y apoyó una mano en el antebrazo de Sir Bernard.
—Deseaba realmente que lo hicieses, Bernard.
Winkler salió a pie de la casa de Compton Street, a las nueve y media. Mungo y Barney se deslizaron a hurtadillas fuera de la casa de Royston, cruzaron los jardines y alcanzaron al checo en la esquina de Ashgate Road. Él volvió a la estación, tomó el tren de Londres y quedó bajo la vigilancia de un nuevo equipo en St. Pancras. Mungo y Barney volvieron a Derbyshire.
Winkler no volvió a su pensión. Si había dejado algo allí, lo abandonó, como había dejado en el tren su saco de mano con un pijama y una camisa, y fue directamente a Heathrow. Tomó el avión de la tarde con destino a Viena. El jefe del Servicio en Viena informó más tarde a Irvine de que habían ido a recibirle dos hombres de la Embajada soviética.
Preston pasó el resto del día encerrado en la Jefatura de Policía, estudiando todo el caudal de detalles administrativos requeridos por una operación en provincias.
La máquina burocrática entró en acción; Charles Street apeló al Ministerio del Interior, el cual ordenó al jefe de Policía de Derbyshire que dijese al superintendente King que debía prestar toda su colaboración a Preston y sus hombres. Mr. King estaba deseoso de hacerlo, pero los papeles debían estar en orden.
Len Stewart llegó en coche con un segundo equipo, y todos ellos fueron alojados en las habitaciones de solteros de la Policía. Se tomaron fotos, con teleobjetivos, de los dos hermanos griegos al salir de Compton Street para ir a su figón de Holywell Cross, poco antes del mediodía, y se enviaron a Londres por un mensajero en motocicleta. Llegaron otros expertos de Manchester, quienes se dirigieron a la central de teléfonos local e intervinieron los aparatos de los griegos en su casa y en el pequeño restaurante. Un indicador de dirección fue instalado subrepticiamente en su automóvil.
A última hora de la tarde, Londres tenía la «imagen» de los griegos. No eran verdaderos chipriotas, pero si hermanos. Comunistas griegos veteranos, antaño activos en el movimiento ELLAS, habían pasado de la Grecia continental a Chipre hacía veinte años. Atenas había informado amablemente a Londres. Su verdadero apellido era Grapopoulos. Según Nicosia, habían desaparecido de Chipre hacía ocho años.
El archivo de Información de Croydon informó de que los hermanos Stephanides habían llegado a Gran Bretaña hacía cinco años, como legales ciudadanos chipriotas, y se había autorizado su residencia.
El padrón de habitantes de Chesterfield mostraba que habían llegado de Londres hacía tres años y medio, alquilado a largo plazo el restaurante griego y comprado la casita de Compton Street. Desde entonces habían vivido como ciudadanos tranquilos y cumplidores de la ley. Seis días a la semana abrían su figón para el almuerzo, que era muy sencillo, y se quedaban hasta tarde, ganándose muy bien la vida con comidas preparadas para llevarse a casa.
Ningún miembro de la Policía, salvo el superintendente King, sabía la verdadera razón de la vigilancia, y sólo seis de ellos conocían su existencia. A los otros se les dijo que era parte de una operación de ámbito nacional en busca de drogas. Los hombres de Londres sólo habían venido porque conocían algunas caras.
Poco después de ponerse el sol, Preston abandonó la Jefatura de Policía y fue a reunirse con Burkinshaw y su equipo.
Antes de salir de la Jefatura de Policía, dio efusivamente las gracias al superintendente King por toda la ayuda que le había prestado.
—¿Estará usted allí todo el tiempo? —preguntó el jefe de Policía.
—Si, estaré allí —respondió Preston—. ¿Por qué lo pregunta?
El superintendente King sonrió tristemente. La noche pasada vino un mozo de cuerda de la estación del ferrocarril, y estaba indignado. Parece ser que alguien le golpeó y le quitó el ciclomotor en el patio de la estación. Encontramos la máquina en Foljambe Road, sin la menor avería. Sin embargo, nos dio una descripción muy exacta de su atacante. Yo no me dejaría ver mucho, ¿sabe?
—No, creo que no.
—Muy bien pensado —opinó el superintendente King.
En su casa de Compton Street se había pedido a Mr. Royston que continuase su vida normal, visitando las tiendas por la mañana y el campo de bolos por la tarde. La comida y la bebida extraordinarias las llevarían después de anochecer, para que los vecinos no se extrañasen del repentino y enorme apetito de los Royston. Llevaron un pequeño aparato de televisión para los que Mr. Royston llamaba «los muchachos de arriba», y todos se dispusieron a esperar y vigilar.
Los Royston se mudaron al dormitorio de atrás, y la cama individual de aquella habitación fue trasladada a la de delante. Sería compartida en turnos por los vigilantes. También llevaron unos potentes gemelos montados sobre un trípode, así como una cámara con teleobjetivo para fotos a la luz del día y una lente de infrarrojos para tomar las de noche. Dos automóviles con los depósitos llenos estaban aparcados en las cercanías, y los hombres de Len Stewart operaban en la sala de comunicaciones de la Jefatura de Policía, enlazando la casa de Royston con sus propios aparatos y Londres.
Cuando llegó Preston, los cuatro vigilantes parecían hallarse en su casa. Barney y Mungo, que habían vuelto de Londres, estaban dormitando, uno en la cama y el otro en el suelo. Ginger estaba sentado en una poltrona, sorbiendo una taza de té recién hecho; Harry Burkinshaw estaba sentado como un buda en un sillón detrás de las cortinas de blonda, mirando a través de la calle hacia la casa vacía.
Como había pasado la mitad de su vida plantado bajo la lluvia, se sentía satisfecho aquí se estaba caliente, no había humedad, podía quitarse los zapatos y disponía de una buena provisión de caramelos de menta. Sabía muy bien que había situaciones mucho peores. Comoquiera que la casa que constituía su objetivo estaba adosada por detrás a un muro de hormigón de cuarenta y cinco centímetros, que era el del campo de fútbol, esto quería decir que nadie tendría que pasar la noche agazapado entre los arbustos. Preston se sentó a su lado, detrás de la cámara montada, y aceptó la taza de té que le ofrecía Ginger.
—¿Vas a traer el equipo de escaladores? —preguntó Harry.
Se refería a los técnicos especializados en entrar clandestinamente en las casas.
—No —respondió Preston—. En primer lugar, ni siquiera sabemos si puede haber alguien más allá dentro. Aparte esto, podría haber una serie de aparatos de alarma contra posibles incursiones, y quizás alguno nada divertido. Por último, lo que espero es que aparezca un Chummy. Si lo hace, tomaremos los coches y le seguiremos. Len podrá encargarse de la casa.
Se acomodaron y guardaron silencio. Barney se despertó.
—¿Ha dicho algo la tele? —preguntó.
—No gran cosa —respondió Ginger—. Las noticias de la noche, las gansadas de costumbre.
Veinticuatro horas más tarde, en la emisión del jueves las noticias fueron mucho más interesantes. Vieron en la pequeña pantalla a la Primera Ministra de pie en la entrada del número 10 de Downing Street, con un discreto vestido azul, enfrentándose a una horda de representantes de la Prensa y la Televisión.
Anunció que acababa de volver de Buckingham Palace, donde había pedido la disolución del Parlamento. En consecuencia, el país debía prepararse para las elecciones generales, que se celebrarían el próximo 18 de junio.
El resto de la velada se dedicó a las reacciones provocadas por tal declaración, con los líderes y personajes destacados de todos los Partidos anunciando sus confiadas esperanzas de victoria.
—Cualquiera sabe —observó Burkinshaw a Preston.
No obtuvo respuesta. Preston observaba la pantalla su mido en honda reflexión. Al fin dijo:
—Creo que lo tengo.
—Pues no lo sueltes —observó Mungo.
—¿Qué es ello, John? —preguntó Harry cuando cesaron las risas.
—Mi plazo limite —replicó Preston, pero se negó a dar más explicaciones.
En 1987, muy pocos automóviles de fabricación europea conservaban los grandes y redondos faros de estilo antiguo; uno de ellos era el eterno «Austin Mini». Un vehículo de este tipo figuraba entre los muchos coches que desembarcaron del transbordador de Cherburgo a Southampton el anochecer del 2 de junio.
El coche había sido comprado en Austria cuatro semanas antes, conducido a un taller clandestino en Alemania, modificado allí y llevado de nuevo a Salzburgo. Su documentación austriaca estaba perfectamente en regla, lo mismo que la del turista que lo conducía, aunque en realidad éste era checo, segunda y última aportación del STB al plan del comandante Volkov para introducir en Gran Bretaña los componentes que necesitaba Valeri Petrofski.
El «Mini» fue registrado en la Aduana sin que se descubriese en él nada anormal. Al salir de los muelles de Southampton, el conductor tomó la dirección de Londres pero, al llegar a los suburbios del norte de la ciudad portuaria, salió de la carretera y entró en una amplia zona de aparcamiento. Ahora era ya noche cerrada y, situado en el fondo del parking, no podía ser visto por los ocupantes de los coches que rodaban a gran velocidad por la carretera principal. Se apeó y, con un destornillador, empezó a trabajar en los faros.
Primero quitó el anillo de metal cromado que cubría el hueco entre el faro y el metal circundante. Empleando un destornillador más grande, aflojó los tornillos que sujetaban la unidad de alumbrado dentro de la carrocería. Cuando se desprendieron, sacó toda la unidad de su soporte, soltó los cables que conectaban el sistema eléctrico del coche con la parte posterior de la lámpara y depositó la unidad —que parecía excepcionalmente pesada—, en una bolsa de lona que tenía al lado.
Tardó casi una hora en extraer ambos faros. Cuando hubo terminado, el cochecito miraba, sin ver, hacia delante, con sus cuencas vacías. El agente sabía que regresaría por la mañana, con unos faros nuevos comprados en Southampton, los montaría y se llevaría el coche de allí.
De momento cargó con la pesada bolsa de lona, volvió a la carretera y caminó unos trescientos metros en dirección al puerto. La parada del autobús estaba donde le habían indicado. Comprobó su reloj; faltaban diez minutos para la hora de la cita.
Exactamente diez minutos más tarde, un hombre con traje de cuero de motorista se acercó a la parada del autobús. No había nadie más allí. El recién llegado miró carretera abajo y observó:
—El último autobús de la noche siempre se hace esperar.
El checo suspiró aliviado.
—Si —respondió—, pero gracias a Dios estaré en casa a medianoche.
Esperaron en silencio hasta que llegó el autobús con destino a Southampton. El checo dejó la bolsa en el suelo y subió al autobús. Al desaparecer las luces traseras en dirección a la ciudad, el motorista cogió la bolsa y se alejó hacia un albergue contiguo a la carretera, donde había dejado su motocicleta.
Al amanecer, tras haber ido a Thetford para cambiar de vehículo, llegó a su casa de Cherryhayes Close (Ipswich), con el último artículo de la lista de componentes que había estado esperando durante aquellas largas semanas. El correo Nueve había hecho su entrega.
Dos días más tarde se cumplió una semana del comienzo de la vigilancia sobre la casa de Compton Street (Chesterfield), sin que se hubiese producido absolutamente nada digno de mención. Los dos hermanos griegos llevaban una vida impecablemente vulgar. Se levantaban a eso de las nueve, trajinaban en su casa, de cuya limpieza parecían cuidar personalmente, y tomaban su coche de cinco años para ir al restaurante justo antes del mediodía. Permanecían allí hasta cerca de medianoche, y entonces, volvían a casa para dormir. No hubo visitantes y muy pocas llamadas telefónicas. Éstas eran para pedir carne y verduras u otros artículos inofensivos.
En el figón de Holywell Cross, Len Stewart y sus hombres informaron de modo parecido. El teléfono se empleaba allí con más frecuencia, pero las conversaciones versaban también sobre pedidos de comestibles, reservas de mesas o servicio de vinos. Era imposible que un vigilante comiese allí todas las noches; los griegos eran, sin duda, profesionales que habían pasado años llevando una vida clandestina y que habrían sospechado de un parroquiano que acudiese con excesiva frecuencia o se entretuviese demasiado rato. Pero Stewart y su equipo hacían cuanto podían.
En cuanto al equipo de la casa Royston, el problema principal era el tedio. Incluso Mr. y Mrs. Royston empezaban a cansarse de las molestias causadas por su presencia, una vez agotada la excitación inicial. Mr. Royston había accedido a actuar de agente electoral para el Partido Conservador —se había opuesto resueltamente a hacerlo para cualquier otro partido— y las ventanas delanteras de la casa mostraban ahora carteles en favor del candidato tory local.
Esto permitía más idas y venidas que de costumbre, ya que nadie que entrase en la casa o saliese de ella con la insignia de los conservadores llamaría la atención de los vecinos. Éste truco permitió a Burkinshaw y a su equipo —provistos de los distintivos adecuados—, dar algún paseo mientras los griegos estaban en su restaurante. Esto rompía la monotonía. El único que parecía inmune al aburrimiento era Harry Burkinshaw.
Por lo demás, la distracción principal era la televisión, mantenida a bajo volumen, en particular cuando los Royston habían salido, y el tema principal del día y de la noche era la campaña electoral. Al cabo de una semana de iniciarse esta campaña, tres cosas parecían claras:
La alianza entre liberales y socialdemócratas había tenido nuevamente poca resonancia en las encuestas de opinión y la lucha parecía reflejar cada vez más la tradicional carrera entre conservadores y laboristas. El segundo factor era que todas las encuestas de opinión indicaban que los dos partidos principales estaban mucho más cerca el uno del otro de lo que había podido preverse cuatro años antes, en 1983, cuando los conservadores habían triunfado por una gran mayoría; además, las encuestas a nivel de distritos electorales indicaban que el resultado, en los ochenta distritos más marginales, determinaría casi con toda seguridad el color del próximo Gobierno del país. En todas las encuestas, el que inclinaba los platillos de la balanza era el «voto flotante», que oscilaba entre el diez y el veinte por ciento.
La tercera revelación era la de que pese a todas las cuestiones económicas e ideológicas en juego y los esfuerzos de todos los Partidos por aprovecharse de ellas, la campaña iba siendo crecientemente dominada por el problema, mucho más emotivo, del desarme nuclear unilateral. En un número cada vez mayor de encuestas, la cuestión de la carrera de armamentos nucleares aparecía como el primer o segundo motivo de preocupación.
Los movimientos pacifistas —en su mayor parte de izquierda y unidos al menos por una vez—, montaban lo que era, en efecto, una campana paralela propia. Casi diariamente se realizaban grandes manifestaciones, recompensa das con la atención igualmente reiterada de la Prensa y la Televisión. Los movimientos, aunque no contaban aparentemente con importantes organizaciones para recaudar fondos, parecían capaces de alquilar, mediante sus recursos combinados, cientos de autocares a buenos precios para transportar a sus manifestantes a todas las partes del país.
Las lumbreras de la izquierda dura del Partido Laborista, agnóstica o atea en su totalidad, compartían todas las tribunas públicas o de Televisión con clérigos del ala progresista de la Iglesia anglicana, y los miembros de ambos grupos empleaban el tiempo que se les concedía asintiendo gravemente a las opiniones manifestadas por los otros.
Inevitablemente, aunque la alianza no era unilateralista, el blanco principal de los ataques de los partidarios del desarme era el Partido Conservador, mientras que el Partido Laborista se convertía en su principal aliado. El líder del Partido, apoyado pro el Ejecutivo Nacional, al comprobar la dirección en que soplaba el viento, aceptó en nombre Propio y en el del Partido todas las demandas de los unilateralistas.
Otro tema destacado de la campana de la izquierda era el antinorteamericanismo. En un centenar de estrados, pronto le resultó imposible, al entrevistador o presentador, sacarle al portavoz de los partidarios del desarme una sola palabra de condena contra la Rusia soviética. El tópico constantemente reiterado era el odio a Norteamérica, presentada como belicista, imperialista y amenazadora de la paz.
El jueves, 4 de junio, la campaña fue animada por el súbito ofrecimiento soviético de «garantizar» a toda la Europa occidental, tanto a las naciones neutrales como a las de la OTAN, una zona desprovista a perpetuidad de armas nucleares, si Norteamérica hacía lo mismo.
Un intento del ministro británico de Defensa por explicar que (a) la remoción de las defensas europeas y de los Estados Unidos era comprobable, mientras que no lo era la eliminación de las cabezas nucleares soviéticas, y (b) que el Pacto de Varsovia tenía una superioridad de cuatro a uno sobre la OTAN en armas convencionales, quedó frustrado por grandes abucheos en dos ocasiones antes del almuerzo, y el ministro tuvo que ser librado por sus guardaespaldas de las garras de los pacifistas.
—Cualquiera diría —gruñó Harry Burkinshaw mientras abría otra botella de menta— que esta elección es un referéndum nacional sobre desarme nuclear.
—Lo es —asintió brevemente Preston.
El viernes, el comandante Petrofski fue de compras al barrio comercial de Ipswich. En una ferretería compró una carretilla ligera, de dos ruedas y varas cortas, del tipo empleado para transportar sacos, cubos o maletas pesadas. Un comerciante del ramo de la construcción le sirvió dos tablones de treinta centímetros de longitud.
En una tienda de materiales de oficina adquirió un pequeño archivador de acero de un metro de altura, cincuenta centímetros de anchura y treinta y cinco de profundidad, con una puerta de cierre seguro.
Un almacén de maderas le proporcionó varios listones, palos y viguetas cortas, mientras que una tienda de bricolaje le vendió una caja de herramientas completa, incluido un taladro de gran velocidad con una selección de brocas para acero o madera, y además, clavos, pasadores, tuercas, tornillos y unos guantes industriales.
En un almacén de empaquetado compró cierta cantidad de espuma aislante y terminó la mañana en un establecimiento de material eléctrico, donde compró cuatro bates rías de nueve voltios y una serie de cables multicolores. Tuvo que hacer dos viajes en su coche para llevar las mercancías a Cherryhayes Close, donde las guardó en el garaje. Cuando hubo anochecido, llevó la mayor parte de ellas a la casa.
Aquélla noche, la radio le dio en Morse los detalles de la llegada del montador, única cosa que no había tenido que aprenderse de memoria. Sería el lugar de cita X, y la fecha, el lunes 8. «Apretado —pensó—, muy apretado», pero aún estaría a tiempo.
Mientras Petrofski estaba inclinado sobre su one time pad descifrando el mensaje, y los griegos servían moussaka y kebab a la cola de personas que acababan de salir de los bares próximos a la hora de cerrar, Preston estaba en la Jefatura de Policía hablando por teléfono con Sir Bernard Hemmings.
—La cuestión es, John, cuánto tiempo podremos aguantar en Chesterfield sin obtener ningún resultado —dijo Sir Bernard.
—Sólo hace una semana, señor —replicó Preston—. Otras vigilancias han durado mucho más.
—Si, lo sé. La cuestión es que, en general, tenemos más cosas en que apoyarnos. Aquí hay una tendencia cada vez más evidente que aconseja irrumpir en la casa de los griegos para ver lo que guardan en ella, si es que guardan algo. ¿Por qué te muestras tan contrario a entrar clandestinamente en ella mientras ellos hacen su trabajo?
—Porque creo que son profesionales de alta categoría y se darían cuenta. En tal caso, probablemente tendrán una manera segura de avisar a su controlador y evitar que vuelva a visitarles.
—Sí, supongo que tienes razón. Está muy bien que permanezcas sentado en aquella casa, como una de esas cabras que atan en la India como cebo para el tigre; pero ¿y si el tigre no viene?
—Creo que vendrá, más pronto o más tarde, Sir Bernard —dijo Preston.
—Por favor, deme un poco más de tiempo.
—Está bien —accedió Hemmings, tras una pausa para consultar con alguien—. Una semana, John. El próximo viernes tendré que soltar a los chicos de la Rama Especial para que vayan allí y desmonten toda la casa. No olvides que el hombre al que estás buscando puede haber estado todo el tiempo en ella.
—No lo creo. Winkler no habría visitado el cubil del tigre. Creo que está fuera, en alguna parte, y que acabará por venir.
—Muy bien. Una semana, John. Hasta el próximo viernes.
Sir Bernard colgó. Preston se quedó mirando fijamente el aparato. Faltaban trece días para las elecciones. Empezaba a sentirse desanimado, a temer haberse equivocado desde el principio. Nadie más —con la posible excepción de Sir Nigel—, creía en su intuición. Un pequeño disco de polonio y un recadero checo de bajo nivel no eran gran cosa en que apoyarse, y quizá ni siquiera estaban relacionados entre sí.
—Está bien, Sir Bernard —habló al zumbador auricular—, una semana. Después de ésta, terminaré la caza como sea.
El reactor de las Líneas Aéreas Finlandesas llegó de Helsinki el lunes siguiente por la tarde, como de costumbre, y sus pasajeros pasaron por Heathrow sin grandes problemas. Uno de ellos era un hombre alto y barbudo, entrado en años, llamado Urho Nuutila, según su pasaporte finlandés, y cuyo dominio del idioma podía explicarse en parte por su ascendencia careliana. En realidad era un ruso llamado Vassiliev, científico nuclear de profesión, adscrito a la Artillería soviética, Directorio de Investigación. Como la mayoría de los fineses, hablaba un inglés aceptable.
Después de pasar por la Aduana, tomó el autobús del aeropuerto hasta el «Heathrow Penta Hotel», entró en éste, torció a la derecha, pasando por delante de recepción, y salió por la puerta trasera, que daba al aparcamiento. Esperó junto a dicha puerta bajo el sol del atardecer, sin que nadie se fijase en él, hasta que un coche pequeño se detuvo delante de él. El cristal de la ventanilla del conductor estaba bajado.
—¿Es aquí donde dejan a los pasajeros los autobuses del aeropuerto? —preguntó.
—No —respondió el viajero—. Creo que es al otro lado.
—¿De dónde viene usted? —preguntó el joven.
—De Finlandia —respondió el barbudo.
—Debe de hacer mucho frío en Finlandia.
—No; en esta época del año hace mucho calor. El problema principal son los mosquitos.
El joven asintió con la cabeza. Vassiliev dio la vuelta al coche y subió. El vehículo arrancó.
—¿Nombre? —preguntó Petrofski.
—Vassiliev.
—Con eso basta. Yo soy Ross.
—¿Vamos muy lejos? —preguntó Vassiliev.
—Unas dos horas de viaje.
Pasaron en silencio el resto del camino. Petrofski hizo tres maniobras para comprobar si eran «seguidos». No lo eran. Llegaron a Cherryhayes Close con la última luz del día. En el jardín delantero de la casa contigua, su vecino, Mr. Armitage, estaba cortando la hierba.
—¿Tiene compañía? —preguntó al apearse Vassiliev del coche y dirigirse a la puerta delantera. Petrofski tomó el maletín del hombre del asiento trasero, e hizo un guiño a Armitage.
—De la oficina principal —murmuró—. Por mi buen comportamiento. Podría ser que me ascendiesen.
—¡Oh! Yo diría que lo conseguirá —comentó, sonriendo, Armitage. Asintió con la cabeza, como para darle ánimos, y siguió cortando hierba.
Ya en el cuarto de estar, Petrofski corrió las cortinas, como siempre hacía antes de encender la luz. Vassiliev permaneció inmóvil en la penumbra.
—¡Bien! —exclamó, cuando se encendieron las luces—, vayamos al asunto. ¿Recibió las nueve consignaciones que le fueron enviadas?
—Sí; las nueve.
—Vamos a confirmarlo. Una pelota de niño, de unos veinte kilos de peso.
—Sí. —Un par de zapatos, una caja de cigarros, un molde de escayola.
—Si.
—Una radio de transistores, una máquina de afeitar eléctrica, un tubo de acero muy pesado.
—Debe de ser éste. Petrofski se dirigió a un armario y sacó un trozo de metal pesado, envuelto en una capa de materia refractaria.
—Lo es —replicó Vassiliev—. Por último, un extintor de incendios manual, extraordinariamente pesado, y un par de faros de automóvil, también muy pesados.
—Sí. —Muy bien, eso es todo. Si tiene el resto de los artículos comerciales inofensivos que debía comprar, empezaré el montaje por la mañana.
—¿Por qué no ahora? —Mire usted, joven: en primer lugar, si empezase a aserrar y taladrar a estas horas, los vecinos podrían molestarse. En segundo lugar, estoy cansado. Con esta clase de juguete no se pueden cometer errores. Empezaré mañana, cuando haya descansado, y habré terminado al ponerse el sol.
Petrofski asintió con la cabeza.
—Dormirá en la habitación de atrás. El miércoles le llevaré a Heathrow, a tiempo para tomar el avión de la mañana.