Capítulo 19

Al día siguiente por la tarde, John Preston tuvo ese algo para empezar.

Poco después de las cuatro, un avión de las Líneas Aéreas Austríacas aterrizó en Heathrow, procedente de Viena. Uno de los viajeros, que se presentó en el control de pasaportes correspondiente a ciudadanos que no fue sen del Reino Unido ni de la CEE, entregó un pasaporte austriaco auténtico, según el cual su portador era un tal Franz Winkler.

Con la acostumbrada y aparente indiferencia de su profesión, el agente de Inmigración examinó el conocido Reisepass con cubiertas verdes de plástico y la emblemática águila de oro. El pasaporte estaba en vigor, constaban en él los sellos de entrada y salida de media docena de países europeos y llevaba el visado del Reino Unido.

Debajo de su mesa, la mano izquierda del agente marcó el número del pasaporte, taladrado en todas las páginas de éste. Observó la pantalla, cerró el pasaporte y lo devolvió al viajero con una breve sonrisa.

—Gracias, señor. El siguiente.

Al recoger Herr Winkler su saco de mano y echar a andar, el agente miró en dirección a una ventanilla situada a 6 metros delante de él. Al mismo tiempo apretó con el pie derecho un botón de «alerta» cerca del suelo. Desde la ventanilla, uno de los hombres de la Rama Especial captó su mirada. El agente de Inmigración miró hacia Herr Winkler y asintió con la cabeza. La cara del detective de la Rama Especial se apartó de la ventanilla y, unos segundos más tarde, él y un colega se deslizaron sin ruido detrás del austriaco.

Otro hombre estaba preparando un coche delante de la terminal.

Winkler no llevaba equipaje pesado, y por eso prescindió de las carretillas y pasó directamente por la Aduana. En el vestíbulo pasó algún tiempo en el mostrador del «Midland Bank», cambiando cheques de viajero por moneda británica, cosa que aprovechó uno de los hombres de la RE para tomarle una buena fotografía desde una galería superior.

Cuando el austriaco tomó un taxi de la hilera de los que esperaban delante del Edificio Número Dos, los agentes de la RE subieron a su propio coche sin distintivos y arrancaron detrás de aquél. El conductor centró toda su atención en seguir al taxi; el detective de la RE habló por radio a Scotland Yard y, de allí, según lo convenido, la información pasó también a Charles Street. «Seis» estaba también interesado en cualquier visitante que llevase un pasaporte «trucado», y por esto se dio la orden de que cualquier información a este respecto fuese transmitida de Charles Street a Sentinel House.

Winkler fue en taxi hasta Bayswater y lo despidió en el cruce de Edgware Road y Sussex Gardens. Entonces siguió andando, cargado con su saco de mano, por Sussex Gardens, uno de cuyos lados está casi exclusivamente ocupado por modestas pensiones del tipo preferentemente utilizado por agentes de comercio o viajeros de los últimos trenes que llegan a la próxima estación de Paddington, y que no andan sobrados de dinero.

Los hombres de la Rama Especial, que le observaban desde el otro lado de la calle, pensaron que no debía de tener habitación reservada, pues anduvo calle abajo hasta llegar a una casa en la que se veía un rótulo de «Habitaciones Libres», y entró en ella. Debió de tomar una habitación, pues no volvió a salir.

Hacía una hora que el taxi de Winter había salido de Heathrow y en aquel momento sonó el teléfono en el piso de Preston, en Chelsea. Su contacto con Sentinel, —el hombre a quien Sir Nigel había ordenado que sirviese de enlace con Preston— estaba al otro extremo de la línea.

—Acaba de llegar un Joe a Heathrow —informó el hombre de MI5. Puede que no sea nada, pero su número de pasaporte apareció en cifras rojas en la computadora. Está a nombre de Franz Winkler, austriaco, y llegó en el vuelo de Viena.

—No le habrán detenido, ¿verdad? —inquirió Preston.

Estaba pensando: «Austria está convenientemente cerca de Checoslovaquia y de Hungría. Como es neutral, también es un buen punto de partida para los ilegales del bloque soviético».

—No —respondió el hombre de Sentinel. De acuerdo con las instrucciones recibidas, le han seguido… Espere un momento… Pasaron unos segundos y volvió a hablar: Acaban de dejarle en una pequeña pensión de Paddington.

—¿Puede ponerme en comunicación con «C»? —preguntó Preston.

Sir Nigel estaba en una conferencia, pero la dejó para volver a su despacho particular.

—Dime, John.

Preston explicó los hechos fundamentales al jefe del SSI; aún no los conocía.

—¿Crees que es el hombre al que estabas esperando?

—Podría ser un correo —sugirió Preston—. Es lo mejor que hemos tenido desde hace seis semanas.

—Entonces, ¿qué quieres, John?

—Que «Seis» pidiese a los vigilantes que se encargaran de esto. Todos los informes que lleguen al controlador de los vigilantes en «Cork» deberían ser examinados por uno de los suyos en cuanto los reciba. Si el sujeto se encuentra con alguien que sigan a los dos.

—Muy bien —replicó Sir Nigel—. Pediré a los vigilantes que se encarguen de ello. Barry Banks se sentará en el cuarto de la radio de «Cork» y nos tendrá al corriente de lo que pase.

El jefe llamó personalmente al director de la rama «K»y le formuló su petición. El jefe de «K» habló con su colega de «A», y un equipo de vigilantes se dirigió a Sussex Gardens, en Paddington. Se dio el caso de que estaban al mando de Harry Burkinshaw.

Preston paseaba arriba y abajo en su pequeño apartamento, con la furia de la frustración. Hubiese querido estar en la calle o, al menos, en el centro de la operación, no encerrado como un espía en su propio país, como un peón en un juego de poder que se desarrollaba a un nivel mucho más alto.

Aquélla tarde, a las siete, los hombres de Harry Burkinshaw habían entrado en escena, relevando a los de la Rama Especial, que abandonaron el servicio satisfechos. La tarde era tibia y agradable; los cuatro vigilantes que formaban la «guardia» ocuparon disimuladamente sus posiciones alrededor del hotel: uno, calle arriba; otro, calle abajo; otro, delante, y otro, detrás. Los dos coches se situaron entre docenas de otros que estaban aparcados a lo largo de Sussex Gardens, a punto de arrancar si Chummy emprendía la huida. Los seis hombres estaban en contacto por medio de sus radios personales, y Burkinshaw lo estaba con la oficina principal, con el cuarto de la radio en los sótanos de «Cork».

Barry Banks estaba también en «Cork», ya que era una operación encargada por «Seis», y todos esperaban que Winkler estableciese contacto.

Lo malo fue que no lo estableció. No hizo nada. Permaneció sentado en su habitación, detrás de las cortinas de malla, sin dejarse ver. Salió a las ocho y media, se dirigió a un restaurante de Edgware Road, tomó una cena sencilla y volvió a su pensión. No hizo ninguna «entrega», no recogió instrucciones, no dejó nada en la mesa, no habló con nadie en la calle.

Pero hizo dos cosas interesantes: Se detuvo de pronto en Edgware Road, en su camino al restaurante, contempló un escaparate durante varios segundos y después volvió atrás por donde había venido. Es uno de los trucos más viejos, y no muy bueno, para tratar de descubrir si le siguen a uno.

Al salir del restaurante se detuvo en el bordillo de la acera, esperó a que se hiciese un hueco en la corriente de tráfico y cruzó la calle corriendo. Al llegar al otro lado se detuvo de nuevo y miró atrás para ver si alguien le había seguido. No vio a nadie. Lo único que hizo Winkler fue acercarse al cuarto vigilante de Burkinshaw el cual había estado todo el tiempo al otro lado de Edgware Road. Mientras Winkler observaba el tráfico para ver si alguien se jugaba la vida para perseguirle, el vigilante estaba a pocos metros de distancia simulando buscar un taxi.

—Está confuso —dijo Burkinshaw a «Cork». Trata de descubrir si le siguen, pero no lo hace muy bien.

Preston recibió la opinión de Burkinshaw en su escondite de Chelsea. Asintió con la cabeza, aliviado. La cosa empezaba a tomar mejor aspecto.

Después de estas maniobras en Edgware Road, Winkler volvió a su pensión y pasa en ella el resto de la noche.

Mientras tanto se desarrollaba otra pequeña operación en el sótano de Sentinel House. Las fotos de Winkler tomadas por los hombres de la Rama Especial en el aeropuerto de Heathrow, junto con otras tomadas en la calle en Bayswater, habían sido reveladas y colocadas respetuosamente ante los ojos de la legendaria Miss Blodwyn.

La identificación de agentes extranjeros, o de extranjeros que puedan ser agentes, es parte importante de toda organización de Información. Para facilitar esta tarea, todos los años toman las agencias cientos de miles de fotografías, de personas que podrían estar trabajando para sus rivales. Ni siquiera los aliados son excluidos de los álbumes de fotos. Diplomáticos extranjeros miembros de delegaciones comerciales, científicas o culturales, todos ellos son fotografiados como una cuestión de rutina, en particular, pero no siempre, si proceden de países comunistas o simpatizantes del comunismo.

Los archivos crecen sin cesar. A menudo se incluyen veinte fotos del mismo hombre o mujer, tomadas en diferentes tiempos y lugares. Nunca se tira ninguna. Se emplean para conseguir una «imagen».

Si aparece un ruso llamado Ivanov acompañando a una delegación comercial soviética en Canadá, la fotografía de su cara será casi con toda seguridad transmitida por la Policía Montada del Canadá a sus colegas de Washington, Londres y otros aliados de la OTAN. Es muy posible que la misma cara hubiese sido fotografiada cinco años antes como la de un periodista llamado Kozlov, que había asistido a las fiestas de conmemoración de la independencia de una República africana. Si hubiese alguna duda sobre la verdadera profesión del señor Ivanov mientras observa las bellezas de Ottawa, sería disipada por aquella «imagen». Ésta le revelaría como hombre de la KGB.

El intercambio de estas fotos entre los Servicios de In formación aliados —incluido el brillante Mossad israelí— es continuo y copioso. Muy pocos ciudadanos del bloque soviético que visiten Occidente e incluso el Tercer Mundo dejan de figurar en un álbum de fotografías al menos en veinte capitales democráticas distintas. Pero nadie que entre en la Unión Soviética se librará de figurar en la colección de fotos del «Centro».

La curioso, pero absolutamente cierto, es que, mientras los «primos» de la CIA emplean bancos de computadoras con millones y millones de rasgos faciales para tratar de absorber el alud diario de fotografías, Gran Bretaña emplea a Blodwyn.

A menudo objeto de abusos y siempre acosada por sus jóvenes colegas varones que requieren una «imagen» con toda la rapidez posible, la anciana Blodwyn lleva cuarenta años en su cargo y trabaja en el sótano de Sentinel House, donde reina sobre el enorme archivo de fotografías que constituye el «libro de fotos» de MI6. En realidad no es un libro sino una especie de caverna donde hay almacenadas hileras y más hileras de álbumes de fotografías, de los cuales sólo ella tiene un conocimiento enciclopédico.

Su mente es algo parecido al banco de computadoras de la CIA, al que a veces es capaz de derrotar. No guarda en ella los menores detalles de la Guerra de los Treinta Años, ni siquiera de las cotizaciones de Wall Street; sólo conserva rostros. Perfiles de nariz, líneas de mandíbulas, formas de ojos; el hundimiento de una mejilla, la curva de un labio, la manera de sostener un vaso o un cigarrillo, el brillo de un diente enfundado al ser captada una sonrisa en un pub australiano y, años más tarde, en un supermercado de Londres, son otras tantas provisiones para el ejercicio de su extraordinaria memoria.

Aquélla noche, mientras Bayswater dormía y los hombres de Burkinshaw atisbaban en la sombra, Blodwyn contemplaba fijamente la cara de Franz Winkler. Dos silenciosos jóvenes de «Seis» esperaban. Al cabo de una hora, la mujer dijo simplemente «Lejano Oriente» y se dirigió a las hileras de álbumes. Consiguió su «imagen» a primeras horas de la mañana del martes 26 de mayo.

La fotografía no era buena y había sido tomada cinco años atrás. Los cabellos eran entonces más oscuros, y la cintura, más delgada. El hombre estaba en una recepción de la Embajada india, al lado de su embajador y sonriendo respetuosamente.

Uno de los jóvenes miró las dos fotografías con aire de duda.

—¿Está segura, Blodwyn?

Si las miradas pudiesen lisiar, el joven habría tenido que comprarse una silla de ruedas. Retrocedió a toda prisa y fue en busca de un teléfono.

—Tenemos una imagen —dijo—. El individuo es checo. Hace cinco años era un miembro de poca categoría de la Embajada de Checoslovaquia en Tokio. Nombre: Jiri Hayek.

El teléfono había despertado a Preston a las tres de la madrugada. Preston escuchó, dio las gracias al que le había llamado y colgó. Sonrió satisfecho.

—¡Te he pillado! —exclamó.

A las diez de la mañana, Winkler estaba aún en su pensión. El control de la operación en Cork Street había sido asumido por Simón Margery, de K.2(B), sección Satélites Soviéticos-Checoslovaquia (Operaciones). A fin de cuentas, se trataba de un checo. Barry Banks, que había dormido en la oficina, estaba con él y transmitía los sucesos a Sentinel House.

A la misma hora, John Preston hizo una llamada personal al asesor jurídico de la Embajada norteamericana, un contacto personal. El asesor jurídico de la Embajada de los Estados Unidos en Grosvenor Square es siempre el representante del FBI en Londres. Preston hizo su petición y le dijeron que le llamarían en cuanto llegase la respuesta de Norteamérica, probablemente dentro de cinco o seis horas, teniendo en cuenta la diferencia de horario.

A las once, Winkler salió de la pensión. Volvió a Edgware Road, tomó un taxi y se dirigió hacia Park Lane. Al llegar a la esquina de Hyde Park, el taxi bajó por Piccadilly seguido por dos coches en los que viajaba el equipo de vigilantes. Winkler lo despidió cerca de Circus e intentó otras sencillas maniobras para despistar a unos posibles «seguidores», a los que ni siquiera había localizado.

—¡Ya estamos otra vez! —murmuró Lend Stewart a su solapa.

Había leído las instrucciones de Burkinshaw y esperaba algo parecido. Winkiter se metió de repente en una arcada casi corriendo, salió por el otro extremo, dio unos pasos en la acera y se puso a mirar hacia la arcada de la que acababa de salir. Nadie apareció allí. No hacía falta. Había ya un vigilante en el extremo sur de la arcada.

Los vigilantes conocen Londres mejor que cualquier policía o taxista. Saben el número de salidas que tienen todos los edificios importantes, el sitio al que van a parar las arcadas y los pasos subterráneos, la situación de los pasajes estrechos y adónde conducen. Siempre que un Joe trata de escabullirse, hay un hombre delante de él, otro que le sigue despacio y dos a los lados. El «dispositivo» nunca falla, y sólo un Joe muy listo puede descubrirlo.

Convencido de que nadie le seguía, Winkler entró en el British Rail Travel Centre, de Lower Regent Street. Allí preguntó el horario de los trenes con destino a Sheffield. El hincha de fútbol escocés que, a pocos pasos de distancia, trataba de volver a Motherwell, era uno de los vigilantes. Winkler pagó un billete de segunda clase hasta Sheffield tomó nota de que el último tren de la noche salía de la estación de St. Pancras a las 9.25, dio las gracias al empleado y salió.

Almorzó en un café próximo, volvió a Sussex Gardens y se quedó allí toda la tarde.

Preston recibió la noticia de la compra del billete para Sheffield poco después de la una. Llamó a Sir Nigel Irvine en el momento en que «C» estaba a punto de salir para almorzar en su club.

—Puede ser un truco, pero parece que se dispone a salir de la ciudad —dijo—. Puede que se dirija a su cita. Ésta podría ser en el tren o en Sheffield. Tal vez se ha retrasado tanto porque llegó demasiado pronto. La cuestión, señor, es que, si sale de Londres, necesitaremos un controlador de campo que vaya con el equipo de vigilantes. Quisiera ser yo ese controlador.

—Si, lo comprendo. No es fácil. Sin embargo, veré lo que puedo hacer.

Sir Nigel suspiró. «Adiós al almuerzo», pensó. Llamó a su ayudante personal.

—Cancele mi almuerzo en «White’s». Prepare mi coche. Y tome nota para un telegrama. Por este orden.

Mientras el ayudante realizaba las dos primeras tareas, Sir Nigel telefoneó a Sir Bernard Hemmings a su casa cerca de Farnham, en Surrey.

—Siento molestarte, Bernard. Pero ha ocurrido algo que quisiera consultarte. No…, mejor personalmente. ¿Te importaría que fuese a verte? A fin de cuentas, hace un día espléndido… Sí, muy bien, a eso de las tres.

—¿El telegrama? —dijo su ayudante.

—Si.

—¿A quién?

—A mi mismo.

—Ya. ¿Desde dónde?

—Desde la Jefatura en Viena.

—¿Debo avisarle a él señor?

—No hace falta que le moleste. Disponga las cosas con el Cuarto de Cifrado para que yo reciba su telegrama en tres minutos.

—Desde luego. ¿Y el texto?

Sir Nigel lo dictó. Enviarse a si mismo un mensaje urgente para justificar lo que quería hacer de todos modos era un viejo truco que había aprendido de su antiguo maestro, el hoy difunto Sir Maurice Oldfield. Cuando el Cuarto de Descifrado le devolvió el telegrama como si hubiese sido recibido de Viena, el viejo mandarín se lo metió en el bolsillo y fue en busca de su coche.

Encontró a Sir Bernard en su jardín de Tilford, disfrutando del templado sol de mayo y con las rodillas envueltas en una manta.

—Pensaba volver hoy al trabajo —dijo el director general de «Cinco» con bien fingida jovialidad—. Lo haré mañana sin falta.

—¡Claro, claro!

—Y ahora, ¿qué puedo hacer por ti?

—Vas a saberlo —dijo Sir Nigel—. Alguien acaba de llegar a Londres en avión, procedente de Viena. Aparentemente es un hombre de negocios austriaco. Pero esto es una tapadera. Encontramos su imagen la noche pasada. Es un agente checo, uno de los chicos del STB. De poca categoría; creemos que es un correo.

Sir Bernard asintió con la cabeza.

—Si he mantenido el contacto, incluso desde aquí. Me he enterado de todo. Mis chicos no le pierden de vista, ¿verdad?

—Por supuesto. Pero la cuestión es que, según parece, saldrá de Londres esta noche. Hacía el Norte. «Cinco» necesitará un controlador de campo que vaya con el equipo de vigilantes.

—Desde luego. Lo tendremos. Brian cuidará de ello.

—Si. La operación es vuestra, desde luego. Sin embargo… ¿recuerdas el caso Berenson? Hay dos cosas que nunca pudimos descubrir. ¿Comunica Marais a través de la rezidentura en Londres, o emplea correos que son enviados desde el exterior? ¿Y era Berenson el único hombre al servicio de Marais, o había otros?

—Lo recuerdo. Pensábamos dejar estas preguntas a un lado hasta que pudiésemos saber algo más de Marais.

—Exacto. Pero hoy he recibido este telegrama de mi jefe de servicio en Viena.

Sacó el telegrama. Sir Bernard lo leyó y arquea las cejas.

—¿Es posible que estén relacionados?

—Lo es. Winkler, es decir, Hayek, parece ser un correo de alguna clase. Viena confirma que es nominalmente de STB, pero en realidad trabaja para la KGB. Sabemos que Marais estuvo dos veces en Viena en los dos últimos años, mientras dirigía a Berenson. Ambas veces lo hizo por motivos culturales, pero…

—¿El eslabón que faltaba?

Sir Nigel se encogió de hombros. No hay que hablar demasiado.

—¿Para qué va a Sheffield?

—¿Quién puede saberlo, Bernard? ¿Hay otro enlace en Yorkshire? ¿O es posible que Winkler actúe de correo para más de un grupo?

—Entonces, ¿qué quieres de «Cinco»? ¿Más vigilantes?

—No, quiero a John Preston. Recordarás que descubrió primero a Berenson y después a Marais. Me gustó su es tilo. Estuvo una temporada de permiso. Después pilló la gripe, según me han dicho. Pero mañana tiene que volver al trabajo. Después de una ausencia tan larga, quizá no tenga ningún caso entre manos. Técnicamente está en Puertos y Aeropuertos, C.5(C). Pero ya sabes lo ocupados que están siempre los muchachos de «K». Si pudiese ser destinado temporalmente a K.2(B), podrías designarle por esta vez controlador de campo…

—Bueno, no sé qué decirte, Nigel. En realidad, esto depende de Brian…

—Te lo agradecería infinito, Bernard. Veamos las cosas como son. Preston anduvo a la caza de Berenson desde el principio. Si Winkler tiene algo que ver con todo esto, es posible que Preston vuelva a ver una cara que ya había visto antes.

—Está bien —convino Sir Bernard—. Tú ganas. Daré la orden desde aquí.

—Si quieres, yo podría llevarla —propuso «C». Te ahorraría trabajo. Enviaría a mi chófer a Charles Street con la nota…

Salió de Tilford con su «nota», una orden escrita de Sir Bernard Hemmings, destinando temporalmente a John Preston a la rama «K» y nombrándole controlador de campo de la operación Winkler en cuanto se extendiese fuera de la metrópoli.

Sir Nigel hizo sacar dos copias, una para él y la otra para John Preston. El original fue enviado a Charles Street. Brian Harcourt-Smith no estaba en su despacho; por consiguiente, dejaron la orden en su mesa.

A las siete de aquella tarde, John Preston salió por última vez del apartamento de Chelsea. Volvía a estar al aire libre y le encantaba.

En Sussex Gardens se deslizó detrás de Harry Burkinshaw.

—¡Hola, Harry!

—¡Caramba, John Preston! ¿Qué haces aquí?

—Tomando un poco el aire.

—Bueno, no te dejes ver demasiado. Tenemos a un Joe escondido al otro lado de la calle. —Lo sé. Tengo entendido que parte para Sheffield en el tren de las nueve y veinticinco.

—¿Cómo lo has sabido?

Preston sacó su copia de la orden de Sir Bernard. Burkinshaw la estudió.

—¡Oh! El propio director general. Puedes unirte al grupo. Pero no te dejes ver.

—¿Tienes una radio de solapa sobrante?

Burkinshaw señaló con la cabeza calle abajo.

—Detrás de la esquina de Radnor Place. Un «Brown Cortina». Hay un aparato sobrante en la guantera.

—Esperaré en el coche —dijo Preston.

Burkinshaw estaba intrigado. Nadie le había dicho que Preston se uniría a ellos como controlador de campo. Ni siquiera sabía que Preston estuviese en la Sección Checoslovaquia. Sin embargo, la firma del director general pesaba mucho. Por su parte, seguirla con su tarea. Se encogió de hombros, destapó otra botella de menta y siguió vigilando.

A las ocho y media, Winkler salió de la pensión. Llevaba su saco de mano. Detuvo un taxi que pasaba y dio instrucciones al conductor.

Cuando le vio aparecer en la puerta, Burkinshaw llamó a su equipo y a sus dos coches. Subió de un salto al primero y siguió al taxi por Edgware Road a cien metros de distancia. Preston iba en el segundo coche. Diez minutos más tarde supieron que, en efecto, se dirigía al Este, hacia la estación. Burkinshaw informó de ello. Simon Margery le respondió desde «Cork».

—Muy bien, Harry; nuestro controlador de campo está en camino.

—Ya tenemos un controlador de campo —dijo Burkinshaw—. Viene con nosotros.

Esto era nuevo para Margery. Preguntó el nombre del controlador. Cuando lo oyó, creyó que había habido una equivocación.

—Ni siquiera está en K.2(B) —protestó.

—Ahora, si —dijo, impertérrito, Burkinshaw—. He visto la orden. Firmada por el director general.

Margery llamó a «Charles» desde Cork Street. Mientras la comitiva se dirigía al Este en la oscuridad, la orden de Sir Bernard fue comprobada y confirmada en Charles Street. Margery levantó las manos, desesperado.

—¿Por qué tienen que estar siempre cambiando de idea los de «Charles»? —preguntó a un mundo indiferente.

Dio contraorden al colega a quien había designado para incorporarse al grupo en la estación de St. Pancras. Después trató de localizar a Brian Harcourt-Smith para quejarse.

Winkler pagó la carrera del taxi en el patio de la estación, entró por el arco de ladrillos al abovedado vestíbulo de la victoriana estación y consultó el horario de salidas. A su alrededor, los cuatro vigilantes y Preston se desvanecieron entre la multitud de pasajeros en aquel edificio de ladrillos y hierro forjado.

El tren de las 9.25 estaba en el andén 2, con destino a Leicester, Derby, Chesterfield y Sheffield. Cuando lo hubo encontrado, Winkler avanzó por el andén, dejando atrás los tres vagones de primera clase y el coche restaurante, y llegó a los tres vagones de segunda, tapizados de azul, próximos a la máquina. Eligió el de en medio, colocó su saco de mano sobre la rejilla y se sentó tranquilamente, esperando el momento de partir.

Era un carruaje sin compartimientos, y, a los pocos minutos, un joven negro con auriculares y un musicassette prendido en el cinturón entró y se sentó a tres hileras de distancia de Winkler. Una vez sentado, el hombre empezó a seguir con la cabeza el ritmo de la música que escuchaba cerró los ojos y pareció disfrutar de lo lindo. Un miembro del equipo de Burkinshaw había ocupado su puesto; en los auriculares no sonaba música estruendosa, sino las instrucciones de Harry con fuerza cinco.

Otro de los hombres de Burkinshaw se situó en el vagón de delante, y Harry y John Preston, en el tercero, de modo que Winkler quedó copado, y el cuarto hombre del equipo se sentó en un vagón de primera clase, por si a Winkler se le ocurría echarse una «carrerita» en el tren si sospechaba que le espiaban.

A las 9.25 en punto, el Intercity 125 silbó, salió de St. Pancras y se dirigió hacia el Norte. A las nueve y media, Brian Harcourt-Smith fue localizado en el comedor de su club y llamado por teléfono. Era Simon Margery. Después de escuchar, el director general delegado de «Cinco» salió corriendo, tomó un taxi y cruzó a toda velocidad los tres kilómetros del West End que le separaban de Charles Street.

Encontró en su mesa la orden firmada aquella misma tarde por Sir Bernard Hemmings. Palideció de rabia.

Era un hombre que sabía dominarse, y, después de pensarlo un rato, cogió el teléfono y pidió al operador, con su acostumbrada cortesía, que le pusiese en comunicación con el asesor jurídico del Servicio, telefoneándole a su casa.

El asesor jurídico es la persona que cuida de la mayor parte de las relaciones entre el Servicio y la Rama Especial. Mientras esperaba la comunicación, comprobó el horario de trenes con destino a Sheffield. El asesor jurídico, que estaba viendo la televisión en Camberley, se levantó de su sillón y se puso al aparato.

—Necesito que la Rama Especial practique una detención —dijo Harcourt-Smith—. Tengo razones para creer que un inmigrante ilegal, sospechoso de ser agente soviético, puede escapar a la vigilancia a que está sometido. Se llama Franz Winkler y se hace pasar por ciudadano austriaco. La acusación: presunto pasaporte falso. Llegará a Sheffield en el tren de Londres, a las once cincuenta y nueve. Sí, sé que es muy poco tiempo. Por eso es tan urgente. Por favor, póngase al habla con el jefe de la rama Especial en el Yard y pídale que monte la operación para practicar la detención en cuanto llegue el tren a Sheffield.

Colgó el teléfono, con semblante hosco. John Preston podía estar harto de él como director del equipo de vigilancia, pero la detención de un sospechoso era cuestión política, y éste era su Departamento.

El tren iba casi vacío. Dos vagones, en vez de seis, habrían bastado para transportar a los sesenta pasajeros que viajaban en él. Barney, el vigilante del primer vagón, compartía éste con otros diez viajeros de aspecto inocente. Iba sentado de espaldas a la marcha, de modo que podía ver la parte superior de la cabeza de Winkler a través de la puerta cristalera entre los dos vagones.

Ginger, el joven negro de los auriculares que viajaba con Winkler en el segundo vagón, tenía otros cinco compañeros de viaje. Y en el tercero, una docena de ellos compartían los sesenta asientos con Preston y Burkinshaw. Durante hora y cuarto, Winkler no hizo nada; no tenía nada que leer; se limitaba a mirar el oscuro paisaje a través de la ventanilla.

Se movió cuando el tren redujo la marcha al llegar a Leicester, a las 10.45. Tomó su saco de mano de la rejilla, echó a andar por el vagón, pasó por delante del lavabo y bajó el cristal de la puerta que daba al andén. Ginger informó a los demás, quienes se prepararon para entrar eventualmente en acción.

Otro pasajero pasó junto a Winkler al detenerse el tren.

—Por favor, ¿hemos llegado a Shefield? —preguntó Winkler.

—No, esto es Leicester —respondió el hombre, y bajó al andén.

—¡Ah! Muchas gracias —murmuró Winkler.

Dejó el saco de mano en el suelo, pero se quedó junto a la ventanilla abierta, mirando al andén durante la breve parada. Al arrancar el tren, volvió a su asiento y colocó de nuevo el saco de mano sobre la rejilla.

A las 11.12 hizo lo mismo en Derby. Ésta vez preguntó a un mozo de cuerda que estaba en el andén del antro de cemento que constituye la estación de Derby.

—Derby —le gritó el faquin—. Shefield es la segunda estación.

Winkler se quedó también mirando por la ventanilla abierta mientras duró la parada y, después, volvió a su asiento y arrojó el saco de mano sobre la rejilla. Preston le estaba observando a través de la puerta entre los dos vagones.

A las 11,43 entraron en Chesterfield, una estación victoriana, pero muy bien cuidada, pintada de vivos colores y con macetas de flores colgadas de las paredes. Ésta vez, Winkler dejó el saco de mano donde estaba, pero se asomó a la ventanilla mientras dos o tres viajeros se apeaban del tren y cruzaban corriendo la barrera donde se revisaban los billetes. El andén quedó vacío antes de que el tren arrancase de nuevo. Cuando lo hizo, Winkler abrió la puerta, saltó al andén y cerró ésta, moviendo el brazo hacia atrás.

Burkinshaw era muy raras veces pillado desprevenido por un Joe, pero más tarde confesó que Winkler le había sorprendido. Los cuatro vigilantes habrían podido saltar fácilmente al andén, pero no había manera de esconderse en aquella franja de piedra, donde habrían pasado tan inadvertidos como una cerda en una sinagoga. Winkler les habría visto y no habría acudido a la cita, dondequiera que ésta se hubiese concertado.

Preston y Burkinshaw corrieron hacia la plataforma, donde se les reunió Ginger, procedente del vagón delantero. La ventanilla seguía abierta, Preston asomó la cabeza y miró hacia atrás. Winkler, convencido al fin de que no le seguían, caminaba vivamente por el andén, de espaldas al tren.

—¡Harry, vuelve aquí en coche con el equipo! —gritó Preston—. Ponte al habla conmigo por radio cuando puedas alcanzarme. Ginger, cierra la puerta cuando haya saltado.

Abrió la puerta, bajó al estribo, se encogió en la posición de «aterrizaje» de los paracaidistas y saltó.

Los paracaidistas chocan contra el suelo a una velocidad de unos diecisiete kilómetros por hora; la inclinación depende del viento. El tren marchaba a unos cuarenta por hora cuando Preston cayó sobre el talud, pidiendo a Dios que le librase de chocar contra un poste de hormigón o alguna piedra grande. Tuvo suerte: la tupida hierba de mayo amortiguó el golpe; luego, Preston rodó con las rodillas juntas, los codos encogidos y la cabeza baja. Harry le dijo más tarde que no pudo seguir mirándole. Ginger dijo que botaba como una pelota por el talud en dirección a las ruedas del convoy. Cuando, por fin, se detuvo, quedó tendido en la zanja, entre la hierba y la vía férrea. Se puso en pie, se volvió y empezó a correr en dirección a las luces de la estación.

Cuando llegó a la barrera de control de billetes, el guardián la estaba cerrando para la noche. Éste contempló con asombro aquella aparición envuelta en un abrigo destrozado.

—El último hombre que ha pasado por aquí —dijo Preston—. Un hombre bajo, robusto, con un impermeable gris. ¿Adónde ha ido?

El guardián señaló con la cabeza hacia el patio delantero de la estación y Preston echó a correr. El guardián se dio cuenta demasiado tarde de que no le había recogido el billete. Ya en el patio, Preston vio las luces de cola de un taxi que se dirigía a la ciudad. No había ninguno más. Sabía que podía llamar a la Policía local para que buscase al conductor del taxi y le preguntase adónde había llevado a aquel cliente; pero estaba seguro de que Winkler despediría al taxi antes de llegar a su destino y seguiría andando. A pocos metros de distancia, un mozo del ferrocarril estaba poniendo en marcha un ciclomotor.

—Necesito que me preste su bici —dijo Preston.

—¡Lárguese! —gruñó el mozo.

No había tiempo para identificarse ni para discutir las luces del taxi pasaban por debajo de la nueva carretera elevada y pronto se perderían de vista. Por consiguiente, Preston le dio un puñetazo en la mandíbula. El mozo se derrumbó. Preston agarró la máquina antes de que cayese al suelo, la libró de las piernas del hombre, montó en ella y arrancó.

Tuvo suerte con los semáforos. El taxi subía por Corporation Street, y Preston nunca lo habría alcanzado con su pequeña máquina si no hubiesen estado en rojo las luces de delante de la Biblioteca Central. Cuando el taxi descendió por Holywell Street y entró en Saltergate, le llevaba cien metros de ventaja, y aún ganó más terreno al forzar el potente motor en un kilómetro de carretera recta. Si Winkler hubiese seguido en dirección a los campos del oeste de Chesterfield, Preston nunca le habría alcanzado.

Afortunadamente, las luces de freno del taxi se encendieron cuando éste no era más que un punto en la lejanía. Winkler lo estaba despidiendo en el punto donde Saltergate se convierte en Ashgate Road. Al reducir la distancia, Preston pudo ver a Winkler mirando arriba y abajo junto al taxi. No había más tráfico; lo único que podía hacer era seguir en su bici. Pasó por delante del taxi detenido como un hombre que volviese tarde a casa y sólo pensara en sus asuntos, giró en Foljambe Road y se detuvo.

Winkler cruzó la carretera a pie; Preston le siguió. Winkler no se volvió ni una sola vez. Caminó alrededor de la cerca del campo de fútbol del Chesterfield y entró en Compton Street aquí se detuvo ante una casa y llamó a la puerta. Moviéndose entre las sombras, Preston llegó a la esquina de la calle y se ocultó detrás de un arbusto del jardín de la casa de la esquina.

Calle arriba, vio que se encendían unas luces en una casa a oscuras y que se abría la puerta. Hubo una breve conversación en el umbral, y Winkler entró. Preston suspiró y se instaló detrás del arbusto, dispuesto a pasar la noche en vela. No podía ver el número de la casa en la que había entrado Winkler, ni observar la parte trasera de la vivienda, pero sí podía ver el alto muro del campo de fútbol detrás de la casa, por lo cual pensó que quizá no tendría salida por allí.

A las dos de la madrugada oyó el débil ruido de su radio al ponerse Burkinshaw a su alcance. Se identificó y dio su posición. A las dos y media oyó unas ligeras pisadas y silbó débilmente para indicar el sitio en que se hallaba. Burkinshaw se reunió con él detrás del arbusto.

—¿Estás bien, John?

—Si. Él está allí, en la segunda casa más allá del árbol, donde hay una luz detrás de la cortina.

—Ya la veo. John, habían montado una recepción en Sheffield. Dos de la Rama Especial y tres policías de uniforme. Enviados por Londres. ¿Quieres que le detengan?

—De ninguna manera. Winkler es un correo. Quiero pescar al pez gordo. Puede que esté en esa casa. ¿Qué ha sido del grupo de Sheffield?

Burkinshaw se echó a reír.

—Da gracias a Dios por el sistema de Policía británico. Sheffield está en Yorkshire, y esto corresponde a Derbyshire. Sus jefes de Policía tendrán que resolver el problema por la mañana. Esto te dará tiempo.

—Sí. ¿Dónde están los otros?

—En esta misma calle, más abajo. Hemos venido en taxi y lo hemos despedido. Ahora no tenemos coches, John. Y cuando amanezca no podremos ocultarnos en esta calle.

—Sitúa a dos en el extremo y a dos aquí —ordenó Preston—. Yo volveré al centro de la ciudad, buscaré el cuartel de la Policía y pediré ayuda. Si Chummy sale, dímelo. Pero haz que le sigan dos del equipo y que los otros dos vigilen la casa.

Abandonó el jardín y retrocedió andando hacia el centro de Chesterfield, donde buscó la Jefatura de Policía, que estaba en Beetwell Street. Mientras andaba, una frase le sonaba constantemente en la cabeza. Había algo en la actuación de Winkler que no tenía sentido.