Capítulo 18

Sir Nigel tenía razón. El jueves, día último de abril, los montones de datos de la computadora no mostraron nada significativo sobre ciudadanos del Este que, procedentes de cualquier punto de partida, hubiesen entrado en Gran Bretaña en repetidas ocasiones durante los últimos cuarenta días.

Y lo mismo podía decirse de personas de otras nacionalidades que hubiesen entrado en Gran Bretaña, procedentes de países del bloque del Este, durante el mismo período.

Habían aparecido varios pasaportes que contenían diversas irregularidades, pero esto era cosa corriente. Todos ellos habían sido comprobados, y se había registrado a sus portadores, pero la respuesta seguía siendo cero. Habían aparecido también tres pasaportes que figuraban en la lista de stop; dos de ellos eran de antiguos desterrados que trataban de entrar de nuevo en el país, y uno correspondía a un personaje del hampa norteamericana relacionado con el juego y los estupefacientes. Éstas tres personas fueron también registradas antes de ser embarcadas en el avión de próxima salida, pero no había el menor indicio de que fuesen correos de Moscú.

«Si utilizan ciudadanos del bloque occidental o ilegales situados aquí, con documentación impecable de ciudadanos de Occidente, nunca los encontraré», pensó Preston.

Sir Nigel había apelado una vez más a su antigua amistad con Sir Bernard Hemmings para conseguir la colaboración de «Cinco».

—Tengo motivos para creer que el «Centro» tratará de introducir a un «ilegal» importante en el país durante las próximas semanas —había dicho—. Lo malo es, Bernard, que no tengo ninguna identidad, ni descripción, y desconozco el punto de entrada. Sin embargo, sería sumamente apreciada cualquier ayuda que pudieran prestarnos tus contactos en los puntos de entrada.

Sir Bernard había hecho la petición en nombre de «Cinco», y los otros servicios del Estado —Aduanas, Inmigración, Rama Especial y Policía de Puertos— habían accedido a tener los ojos más abiertos que de costumbre en busca de un extranjero que tratase de eludir los controles o de algún artículo raro o inexplicable transportado como equipaje.

La explicación era bastante plausible, y ni siquiera Brian Harcourt-Smith la relacionó con el informe de John Preston sobre el disco de polonio, que seguía en su cesta de asuntos pendientes mientras consideraba lo que había que hacer con él.

La roulotte llegó el primero de mayo. Llevaba matrícula de Alemania Federal y llegó a Dover en el transbordador procedente de Calais. Su dueño y conductor cuyos documentos estaban en perfecto orden, era Helmut Dorn y viajaba con su esposa Lisa y sus dos hijitos, Uwe, un niño de cinco años de cabellos rubios, y Brigitte, de siete años.

Después de pasar por Inmigración, Dorn condujo el vehículo hacia la zona de «nada que declarar» de la Aduana, pero uno de los oficiales de servicio hizo ademán de que se detuviese. Habiendo observado de nuevo los papeles, el aduanero le pidió que le mostrase la parte trasera de la caravana. Herr Dorn obedeció.

Los dos pequeños estaban jugando en el interior y se detuvieron al entrar el agente uniformado. Éste les saludó con la cabeza y sonrió: ellos rieron entre dientes. El hombre observó el pulcro interior, y después empezó a mirar en los armarios. Si Herr Dorn estaba nervioso, lo disimuló perfectamente.

La mayor parte de los armarios contenían la acostumbrada mezcolanza de artículos familiares de vacaciones en un camping: ropa, utensilios de cocina, etc. El aduanero levantó los asientos, debajo de los cuales había cajones que servían como depósitos adicionales. Uno de ellos era visiblemente empleado para guardar los juguetes de los niños. Contenía dos muñecas, un oso de trapo y una serie de pelotas de goma blandas, brillantemente pintadas con discos chillones de diferentes colores.

La niña, superando su timidez, hurgó en el cajón y sacó una de las muñecas. Farfulló excitada en alemán, dirigiéndose al aduanero. Éste no la entendió, pero asintió con la cabeza y sonrió:

—Muy bonita, querida —dijo.

Entonces se volvió a Herr Dorn y se apeó por la puerta de atrás.

—Muy bien, señor. Que disfruten de sus vacaciones.

El vehículo rodó con el resto de la columna, saliendo del cobertizo a la carretera, en dirección a la ciudad de Dover y a las carreteras generales que comunican con el resto de Kent y con Londres.

Gott sei dank —murmuró Dorn a su esposa—, wir sind durch.

Ella consultó un mapa bastante sencillo. La M-20 hacia Londres estaba tan claramente marcada, que era imposible no verla. Dorn miró varias veces su reloj. Iba con un poco de retraso, pero tenía orden de no rebasar el límite de velocidad por ningún motivo.

Encontraron sin dificultad el pueblo de Charing, a un lado de la carretera principal, y, al norte de aquél, a la izquierda, la cafetería «Happy Ester». Dorn se dirigió a la zona de aparcamiento y detuvo el vehículo. Lisa Dorn sacó a los niños y entró en el café para tomar un refrigerio. Dorn, cumpliendo las órdenes recibidas, levantó el capó y metió la cabeza debajo de él. Segundos después, notó que había alguien detrás de él y levantó la mirada. Un joven inglés, con traje de cuero negro de motorista, estaba plantado allí.

—¿Alguna dificultad? —preguntó.

—Creo que debe de ser el carburador —respondió Dorn.

—No —dijo gravemente el motorista—. Sospecho que es cosa del delco. Pero se ha retrasado un poco.

—Lo siento, pero la culpa ha sido del transbordador. Y también de la Aduana. Traigo el paquete en la parte de atrás. El motorista se metió en la caravana y sacó una bolsa de lona de debajo de su chaqueta, mientras Dorn, gruñendo y haciendo un esfuerzo, cogía una de las pelotas en el cajón de los juguetes.

Sólo tenía doce centímetros de diámetro, pero pesaba un poco más de veinte kilos. A fin de cuentas, el uranio 235 puro es dos veces más pesado que el plomo.

Al llevar la bolsa de lona a través del aparcamiento, Valeri Petrofski tuvo que emplear su gran fuerza para sostenerla con una mano como si no llevase en ella nada de particular. En todo caso, nadie se fijó en él. Dorn paró el motor y se reunió con su familia en el café. La motocicleta, con su carga en el portapaquetes tras el sillín, salió zumbando en dirección a Londres, el túnel de Dartford y Suffolk. El correo Seis había hecho su entrega.

El 4 de mayo, Preston se dio cuenta de que estaba en un callejón sin salida. Habían pasado casi tres semanas y sólo podía mostrar un disco de polonio que había caído en sus manos por pura casualidad. Sabía que no se podía pedir que desnudasen y registrasen a todos los viajeros que entrasen en Gran Bretaña. Lo único que podía pedir era que se aumentase la vigilancia sobre todos los ciudadanos del bloque del Este que llegasen, y que se le avisase inmediatamente en el caso de que apareciera algún pasaporte sospechoso. Era otra oportunidad: la última.

Por lo que habían dicho los expertos en ingeniería nuclear de Aldermaston, tres de las cosas que se necesitaban para la bomba nuclear más sencilla debían ser sumamente pesadas. Una de ellas sería un bloque de uranio 235 puro; otra, un envoltorio cilíndrico o esférico de acero endurecido de veinticinco milímetros de grueso; la tercera sería un tubo de acero, también endurecido y de gran resistencia, de veinticinco milímetros de grueso, una longitud de unos cuarenta y cinco centímetros y un peso de unos doce kilos.

Pensó que al menos estas tres cosas tendrían que ser introducidas en el país en vehículos y pidió que se intensifica se la inspección de automóviles extranjeros, prestando atención especial a lo que pudiese parecer una pelota, una esfera o un tubo sumamente pesados.

Sabía que el campo de investigación era muy vasto. Un río constante de motos, coches, furgonetas, camiones y otros vehículos pesados entraban y salían del país todos los días del año. Incluso limitándose al tráfico comercial, si se detenían y descargaban todos los camiones, casi se paralizaría la vida del país. Estaba buscando la proverbial aguja en un pajar, y ni siquiera tenía un imán.

La tensión empezaba a dejar sentir sus efectos en George Berenson. Su esposa le había dejado y regresado a la suntuosa casa de su hermano en Yorkshire. Él había celebrado doce sesiones con el enviado del Ministerio e identificado todos y cada uno de los documentos que había entregado a Jan Marais. Sabía que estaba bajo vigilancia, y ello no contribuía a calmar su nerviosismo.

Y tampoco contribuía a ello la rutina cotidiana de ir al Ministerio con plena conciencia de que su subsecretario permanente lo sabía todo acerca de su traición. Pero la mayor tensión era causada por el hecho de que aún tenía que pasar a Marais paquetes ocasionales de documentos aparentemente sustraídos del Ministerio, para su envío a Moscú. Desde que sabía que el sudafricano era un agente soviético, se las había arreglado para no encontrarse cara a cara con Marais. Pero tenía que leer el material que enviaba a Moscú por medio de Marais, por si éste le llamaba para aclarar algo de lo que había mandado.

Cada vez que leía los papeles que tenía que transmitir quedaba impresionado por la habilidad de los falsificadores. Cada documento se fundaba en un papel real que había pasado por su mesa, pero con cambios tan sutiles, que ningún detalle individual podía despertar sospechas. Sin embargo, con el efecto acumulativo se trataba de dar una impresión completamente falsa de la fuerza y de la preparación de Gran Bretaña y de la OTAN.

El miércoles, 6 de mayo, recibió y leyó un fajo de siete documentos relativos a recientes decisiones, proposiciones, instrucciones y preguntas que, presuntamente, habían llegado a su mesa durante la última quincena. Todos llevaban impreso Top Secret o Cósmico, y uno de ellos le hizo arquear las cejas. Aquélla noche los entregó en la heladería de Benotti, y veinticuatro horas más tarde, recibió la llamada de acuse de recibo.

El domingo, 10 de mayo, recluido en su dormitorio de Cherryhayes Close, Valeri Petrofski se inclinó sobre su potente aparato de radio portátil y escuchó el alud de señales en Morse que llegaba por la banda comercial de Radio Moscú que le había sido asignada.

Su aparato no era transmisor; Moscú no permitiría nunca que un valioso ilegal se pusiese en peligro transmitiendo sus propios mensajes, habida cuenta de lo eficaces que eran las contramedidas de los ingleses y los norteamericanos para descubrir la dirección. Lo que tenía era una «Braun» grande, que podía comprarse en cualquier tienda buena del ramo y que podía captar casi todas las emisoras del mundo.

Petrofski estaba tenso. Había pasado un mes desde que utilizara el transmisor «Poplar» para avisar a Moscú de que se había perdido un correo y lo que transportaba, y pedir su sustitución. Cada dos noches y en las mañanas alternativas, cuando no estaba fuera recogiendo algo, había escuchado esperando la respuesta. Hasta ahora no la había recibido.

Pero esta noche, a las diez y diez, oyó su propia señal en las ondas. Tenía ya a punto el bloc y el lápiz. Después de una pausa, empezó el mensaje. Escribió las letras, traduciéndolas directamente del Morse al inglés: un baturrillo de cifras indescifrables. Al menos los alemanes, los británicos y los norteamericanos, estarían anotando las mis más letras en sus diversos puestos de escucha.

Cuando acabó la transmisión, cerró el aparato, se sentó delante de su tocador, eligió el adecuado one time pad y empezó a descifrar. Tardó en ello quince minutos: Oriol Diez sustituiría a Dos en LCT. El mensaje se repetía tres veces.

Conocía el Lugar de Cita T. Era uno de los de «recambio», que sólo debía utilizarse si la ocasión lo requería, como ahora. Y estaba en un hotel de aeropuerto. Él prefería los cafés de las carreteras o las estaciones de ferrocarril, pero sabía que, aunque él fuese la pieza clave de la operación, había algunos correos que, por razones profesionales, sólo tenían unas pocas horas en Londres y no podía salir de la ciudad.

Había otro problema. Enviaban al correo Diez entre otros dos encuentros y peligrosamente cerca de la hora de reunión con el correo Siete.

Tenía que encontrarse con Diez a la hora del desayuno en el «Post House» de Heathrow; Siete le estaría esperando en el aparcamiento de un hotel de las afueras de Colchester aquella misma mañana a las once. Esto significaba que tendría que conducir muy de prisa; pero podía hacerlo.

A última hora de la tarde del martes, 12 de mayo, las luces estaban aún encendidas en el número 10 de Downing Street, despacho y residencia de la Primera Ministra británica. Mrs. Margaret Thatcher había convocado una conferencia estratégica con sus más íntimos consejeros y el Gabinete interior. El único asunto del orden del día eran las próximas elecciones generales; formalizar la decisión y concretar el tiempo.

Como de costumbre, ella dejó bien claro su punto de vista desde el primer momento. Creía que le convenía presentarse para una tercera legislatura de cuatro años, aunque la Constitución le permitía gobernar hasta junio de 1988. Hubo varios que dudaron inmediatamente de la prudencia de consultar con tanta premura al país, aunque, por anteriores experiencias, no confiaban en ir muy lejos. Cuando se le antojaba algo a la Primera Ministra británica, se necesitaban argumentos muy poderosos para disuadirla. En esta cuestión, las estadísticas parecían apoyarla.

El presidente del Partido Conservador se sabía al dedillo todos los sondeos de opinión. La alianza entre libera les y socialdemócratas —señaló— parecía contar aún con el veinte por ciento del electorado.

Esto significaba que en Gran Bretaña, que no tiene segunda vuelta como los franceses, ni representación proporcional como los irlandeses, el método de decisión existente favorable al vencedor daría a la alianza entre quince y veinte escaños. Los diecisiete de Irlanda del Norte se distribuirían probablemente a razón de doce para los varios tipos de unionistas que apoyarían a los conservadores en el Parlamento, y cinco para las facciones nacionalistas, que boicotearían a Londres o votarían a la izquierda dura. Esto dejaba 613 distritos electorales en los que el resultado lo daría la decisión de la lucha tradicional entre conservadores y laboristas. Para tener una mayoría clara, Mrs. Thatcher necesitaría 325 de ellos.

Las encuestas demostraban además, según el presidente del Partido, que el laborismo estaba sólo a cuatro puntos por detrás de los conservadores. Desde junio de 1983, con su recién forjada imagen de unidad, moderación y tolerancia, el Partido Laborista había recuperado no menos de diez puntos. La izquierda dura había casi enmudecido; la izquierda loca había sido repudiada; el programa era más moderado, y las apariciones, en Televisión, de miembros del Gabinete en la sombra, se habían limitado casi totalmente durante un año, al ala centrista. El público británico había recuperado casi totalmente su confianza en el laborismo como alternativa de partido gobernante.

El presidente observó a sus solemnes colegas que la ventaja de los conservadores había descendido dos puntos en relación con seis meses antes y un punto en los últimos tres meses. La tendencia era clara. Y la misma tendencia era manifestada por la organización del partido en los distritos electorales.

Los indicadores económicos mostraban que, si bien por el momento la economía era floreciente y se estaba reduciendo la cifra de desempleo, cabía esperar huelgas en el sector público en otoño, en petición de aumento de salarios. Si éstas eran graves, la popularidad de los conservadores podía caer súbitamente en invierno y permanecer así hasta la primavera.

A medianoche se convino por unanimidad en que las elecciones debían celebrarse en el verano de 1987 o esperar hasta junio de 1988. Nada de elecciones en otoño o a principios de la primavera. A primeras horas de la mañana, Mrs. Thatcher reunió a su Gabinete. Sólo en un punto se produjo una discusión acalorada: la duración de la campaña electoral.

En Gran Bretaña, las elecciones generales se celebran tradicionalmente un jueves, después de una campaña de cuatro semanas. Es raro, pero no inconstitucional, que la campaña se reduzca a tres semanas. La Primera Ministra era partidaria de una campaña de tres semanas y una elección a toda prisa, para coger desprevenida a la oposición.

Por fin se llegó a un acuerdo: la Primera Ministra pediría audiencia a la Reina para el jueves 28 de mayo, y solicitaría la disolución del Parlamento. De acuerdo con la tradición, volvería inmediatamente a Downing Street para hacer una declaración al público. A partir de aquel momento, empezaría la campaña electoral. Las elecciones se celebrarían el jueves 18 de junio.

Mientras los ministros seguían durmiendo en la hora que precede al amanecer, la gran «BMW» rodaba hacia Londres desde el Nordeste. Petrofski se dirigió al «Post House Hotel» del aeropuerto de Heathrow, aparcó, puso a la moto la cadena de seguridad y dejó su casco en el portapaquetes.

Se quitó la chaqueta de cuero negro y los pantalones con cremallera al lado. Debajo de ellos llevaba otros corrientes de franela gris, algo arrugados, pero aceptables. Metió las botas en una de las bolsas laterales, de la que había sacado un par de zapatos. El traje de cuero fue a parar a la otra bolsa, de la que sacó una chaqueta de tweed y un impermeable color castaño claro. Cuando dejó la moto y se dirigió a la recepción del hotel, era un hombre corriente vestido de un modo corriente.

Karel Wosniak no había dormido bien. La noche anterior tuvo el susto más grande de su vida. Normalmente, los tripulantes de la «LOT» polaca, de la que era jefe de camareros, pasaban por la Aduana e Inmigración casi como una mera formalidad. Pero esta vez les habían registrado, y registrado a fondo. Cuando el agente británico empezó a hurgar en su neceser, casi se mareó. Y cuando el hombre extrajo la máquina de afeitar eléctrica que le habían dado los del SB en Varsovia antes de despegar, pensó que iba a desmayarse. Afortunadamente no era un modelo con batería o recargable, y no había allí ningún enchufe para conectarla. El agente volvió a dejarla en su sitio y terminó inútilmente su registro. Wosniak suponía que, si alguien hubiese puesto en marcha la maquinita de afeitar, ésta no habría funcionado. A fin de cuentas, tenía que haber algo en ella, además del acostumbrado motor. De no haber sido así, ¿por qué le habrían ordenado que la trajese a Londres?

A las ocho en punto entró en los lavabos públicos de la zona de recepción, en la planta baja. Un hombre de aspecto vulgar y con un impermeable color castaño claro, se estaba lavando las manos. «¡Caray! —pensó Wosniak—. Cuando aparezca el contacto tendremos que esperar a que ese inglés se marche». Entonces el hombre le habló, en inglés.

—Buenos días. Ése uniforme que lleva usted, ¿es de las líneas aéreas yugoslavas?

Wosniak suspiró aliviado.

—No; pertenezco a las líneas aéreas nacionales polacas.

—Polonia es un país magnífico —comentó el desconocido, secándose las manos. Parecía absolutamente tranquilo. Wosniak era nuevo en el oficio; ésta sería la primera y la última vez, se había jurado. Plantado en el embaldosado suelo seguía sosteniendo la máquina de afeitar en la mano—. He pasado días muy felices en su país.

«Ya está —pensó Wosniak—. Días muy felices… es la frase de identificación». Tendió la maquinilla. El inglés frunció el ceño y miró la puerta de uno de los retretes. Wosniak advirtió, sobresaltado, que la puerta estaba cerrada; había alguien allí. El desconocido señaló con la cabeza el estante de encima de los lavabos. Wosniak dejó allí la máquina de afeitar. Después el inglés señaló los urinarios. Wosniak se descorrió rápidamente la cremallera del pantalón y se plantó ante uno de ellos.

—Gracias —farfulló—, también a mi me parece hermoso.

El hombre del impermeable se metió la máquina de afeitar en un bolsillo, levantó cinco dedos para indicar a Wosniak que esperase cinco minutos, y salió.

Una hora más tarde, Petrofski y su motocicleta salían de los suburbios del nordeste de Londres, lindantes con el Condado de Essex. La autopista M-12 se abrió delante de él. Eran las nueve.

A aquella misma hora, el transbordador Tor Britannia de la línea DFDS, procedente de Goteborg, atracaba en el muelle de Parkstone, en Harwich, a ciento veintiocho kilómetros de allí, en la costa de Essex. Los pasajeros que desembarcaron era la multitud acostumbrada de turistas, estudiantes y visitantes comerciales. Entre estos últimos estaba Mr. Stig Lundqvist, al volante de su gran coche «Saab».

Sus documentos indicaban que era un hombre de negocios sueco, y no mentían. Era sueco y lo había sido toda su vida. Lo que no decían los papeles era que también era antiguo agente comunista y trabajaba como Herr Helmut Dorn para el temible general Marcus Wolf, jefe judío de Operaciones Extranjeras del Servicio de Información HVA de la Alemania del Este.

Sin embargo, le ordenaron que se apease del coche y llevase, sus maletas al mostrador de inspección. Obedeció, sonriendo amablemente.

Otro agente aduanero levantó el capó del automóvil y miró debajo de él. Buscaba una esfera del tamaño de una pelota pequeña de fútbol, o un tubo fino, disimulados allí. No había nada de eso. Miró debajo de la carrocería y, finalmente, en el portaequipajes. Suspiró. Aquéllas exigencias de Londres eran sumamente enojosas. En el portaequipajes no había más que la acostumbrada caja de herramientas, un gato sujeto a uno de los lados y un extintor de incendios en el lado opuesto. El sueco se puso a su lado, llevando sus maletas.

—¿Todo en regla? —preguntó.

—Sí, gracias, señor. Buen viaje.

Una hora más tarde, justo antes de las once, el «Saab» entró en la zona de aparcamientos del «Kings Ford Park Hotel», en el pueblo de Layer de la Haye, al sur de Colchester. Mr. Lundqvist se apeó y se estiró. Era la hora del café de media mañana y había varios coches en el aparca miento, todos ellos vacíos. Consultó su reloj; faltaban cinco minutos para la hora de la cita. Había llegado a tiempo, si bien sabía que, si se hubiese retrasado, habría contado con una hora adicional de espera y, después, con una segunda cita en otra parte. Se preguntó si aparecería el contacto y cuándo lo haría. No había nadie más por allí, salvo un joven que manipulaba en el motor de una moto «BMW». Él no tenía la menor idea de cómo sería su contacto. Encendió un cigarrillo, subió de nuevo a su coche y permaneció en él.

A las once, alguien dio unos golpecitos en la ventanilla. El motorista estaba fuera. Lundqvist apretó el botón y el cristal se deslizó hacia abajo.

—¿Sí?

—La S de su número de matrícula, ¿corresponde a Suecia o a Suiza? —preguntó el inglés.

Lundqvist sonrió aliviado. Se había detenido en la carretera y desprendido el extintor, que estaba ahora en una bolsa sobre el asiento a su lado.

—Quiere decir Suecia —respondió—. Acabo de llegar de Goteborg.

—Nunca he estado allí —dijo el hombre. Después, sin cambiar el tono de la voz, añadió—: ¿Tiene algo para mí?

—Sí —respondió el sueco—. Está en la bolsa que tengo a mi lado.

—Hay ventanas que tienen vista al aparcamiento —declaró el motorista—. Dé la vuelta a éste, pase junto a la motocicleta y arrójeme la bolsa por la ventanilla del conductor. Mantenga el coche entre las ventanas y yo. Dentro de cinco minutos exactos.

Volvió a su máquina y siguió trajinando en ella. Cinco minutos más tarde, el «Saab» pasó por delante de él y la bolsa cayó al suelo; la recogió y la metió en portapaquetes abierto antes de que el «Saab» dejase de interponerse entre él y las ventanas del hotel. Nunca volvió a ver el «Saab», ni tuvo ganas de verlo.

Una hora más tarde estaba en su garaje de Thetford, cambiando la moto por un coche familiar y guardando sus dos cargamentos en el portaequipajes. No tenía la menor idea de lo que era. Aquello no le incumbía.

A primera hora de la tarde estaba en su casa de Ipswich, en cuyo dormitorio guardó las dos consignaciones. Los correos Diez y Siete habían hecho sus entregas.

John Preston habría tenido que volver a su trabajo en Gordon Street el 13 de mayo.

—Sé que es fastidioso, pero quisiera que continuases. —Dijo Sir Nigel Irvine durante una de sus visitas—. Tendrás que alegar un fuerte ataque de gripe. Si necesitas un certificado médico, házmelo saber. Conozco un par que nos complacerán.

El 16, Preston comprendió que estaba en un callejón sin salida. Sin una alerta nacional total, la Aduana e In migración habían hecho todo lo que habían podido. El enorme volumen de tráfico humano impedía un registro intensivo de cada visitante. Hacía cinco semanas que el marinero ruso había sido atacad) en Glasgow, y estaba convencido de que se le habían escapados los demás correos. Tal vez habían llegado todos al país antes que Semiónov y el marinero había sido el último. Tal vez…

Con creciente desesperación, se daba cuenta de que ignoraba si tenía un límite de tiempo o cuál sería este límite.

El jueves 21 de mayo, el transbordador de Ostente atracó en Folkestone y descargó su habitual contenido de turistas a pie, otros en coche, y la ruidosa serie de camiones TIR que transportan la carga de la Comunidad Económica Europea de un extremo a otro de Europa.

Siete de los camiones pesados eran de matrícula ale mana, pues Ostente es puerto predilecto de las empresas que operan en el norte de Alemania para enviar mercancías a Gran Bretaña. El gran «Hanomag» articulado, con su cargamento en containers instalados en el remolque, no era diferente de los demás. El grueso fajo de papeles —para cuya revisión se necesitó una hora—, estaba en perfecto orden y no había motivo para pensar que el conductor trabajase para personas diferentes de los transportistas cuyo nombre figuraba en el lado de su cabina. Tampoco había ninguna razón para creer que el camión transportaba algo diferente de las cafeteras alemanas declaradas y con destino a las mesas del desayuno de los británicos.

Detrás de la cabina, dos grandes tubos de escape verticales apuntaban al cielo, expulsando los vapores del motor Diesel lejos de los otros usuarios de la carretera. Había anochecido ya, el turno de día estaba a punto de ser relevado, y el camión recibió autorización para seguir su ruta hacia Ashford y Londres.

Ninguno de los que estaban en Folkestone podía saber que uno de aquellos tubos de escape verticales, que vomitaba humo negro al salir del cobertizo de Aduanas, tenía en su interior un segundo tubo por el que salían los vapores, ni que se habían extraído los amortiguadores de ruido para crear más espacio, cosa que quedaba disimulada por el estruendo de los motores al arrancar.

Mucho después de anochecer, en la zona de aparcamiento de un café junto a la carretera, cerca de Lenham (Kent), el conductor subió a la cabina, desenroscó el tubo de escape y sacó de él un paquete, de cuarenta y cinco centímetros de longitud, envuelto en una cubierta refractaria. No lo abrió; se limitó a entregarlo al motorista con traje de cuero negro, que se alejó en la noche a toda velocidad. El correo Ocho había hecho su entrega.

—Es inútil, Sir Nigel —dijo John Preston al jefe del SSI la noche del viernes—. No sé qué diablos está pasando. Temo lo peor, pero no puedo demostrarlo. He tratado de encontrar otro, sólo otro, de esos correos que creo que han entrado en el país, y he fracasado. Creo que debería volver a «Gordon» el lunes.

—Sé cómo te sientes, John —farfulló Sir Nigel—. Yo siento casi lo mismo. Pero, por favor, dame una semana más.

—No veo la razón —opuso Preston—. ¿Qué más puedo hacer?

—Rezar, supongo —replicó amablemente «C».

—Algo para empezar —dijo, furioso, Preston—. Lo único que necesito es algo para empezar.