Brian Harcourt-Smith escuchó atentamente, echado hacia atrás, mirando al techo y jugueteando con un fino lápiz de oro.
—¿Eso es todo? —preguntó cuando Preston hubo terminado su informe verbal.
—Sí —respondió Preston.
—Ése doctor Wynne-Evans, ¿está dispuesto a poner por escrito sus deducciones?
—Difícilmente pueden llamarse deducciones, Brian. Es un análisis científico del metal en relación con sus dos únicos usos conocidos. Pero sí, se ha avenido a darle la forma de un informe escrito. Lo incluye en el mío como anexo.
—¿Y sus propias deducciones? ¿O debería decir análisis científico?
Preston hizo caso omiso del tono condescendiente del otro.
—Me parece indudable que el marinero Semiónov fue a Glasgow para depositar el bote y su contenido en un lugar previamente convenido o para entregarlo personalmente a alguien con quien tenía que encontrarse —explicó. En ambos casos, esto significa que hay aquí un ilegal. Pienso que deberíamos tratar de encontrarle.
—Magnífica idea. Lo malo es que no tenemos nada para empezar. Mire, John, le seré franco. Como otras tantas veces, me pone en una situación sumamente difícil. En realidad, no veo cómo puedo llevar este asunto a las alturas, a menos que pueda proporcionarme alguna prueba mejor que un simple disco de un metal raro intervenido a un marino ruso muerto en lamentables circunstancias.
—Ha sido identificado como la mitad del iniciador de un ingenio nuclear —le hizo observar Preston—. No puede decirse que sea un simple trozo de metal.
—Muy bien. La mitad de lo que podría ser el disparador de una bomba, el cual podría haber estado destinado a un ilegal soviético residente en Gran Bretaña. Créame, John, cuando me presente un informe completo, lo estudiaré como siempre, con el mayor interés.
—¿Y lo archivará NMA? —preguntó Preston.
La sonrisa de Harcourt-Smith era serena, pero había en ella algo amenazador.
—No necesariamente. Un informe suyo será tratado según sus méritos, como el de cualquier otro. Ahora le aconsejo que trate de encontrar al menos alguna prueba que confirme su evidente predilección por la teoría de una conspiración. Que sea éste su próximo y principal objetivo.
—Está bien —admitió Preston, levantándose—. Me dedicaré plenamente a ello.
—Le aconsejo que lo haga —concluyó Harcourt-Smith.
Cuando Preston hubo salido, el director general delegado consultó una lista de teléfonos interiores y llamó al jefe de Personal.
Al día siguiente, miércoles 15, un avión de la «British Midland Airways» procedente de París aterrizó alrededor del mediodía en el aeropuerto West Midlands, de Birmingham. Entre los pasajeros había un joven con pasaporte danés.
El nombre que figuraba en el pasaporte era también danés, y si alguien se hubiese dirigido al joven en este idioma, él le habría respondido con fluidez. En realidad era hijo de madre danesa, y había aprendido de ésta los rudimentos del lenguaje, perfeccionándolo después en varias escuelas de idiomas y en visitas a Dinamarca.
Pero su padre era alemán, y el joven nació mucho después de la Segunda Guerra Mundial y se crió en Erfurt. Esto hacía que fuese alemán oriental. También era oficial del Servicio de Información SSD de la Alemania del Este.
No tenía la menor idea del significado de su misión en Gran Bretaña, ni le importaba averiguarlo. Sus instrucciones eran sencillas, y las seguía al pie de la letra. Después de pasar sin dificultades por Aduana e Inmigración, detuvo un taxi y pidió que le llevase al «Midland Hotel», en New Street. Durante todo el viaje, así como al inscribirse en el hotel, tuvo buen cuidado en exhibir su brazo izquierdo, que llevaba escayolado. Le habían advertido —aunque no habría sido necesario— que en ninguna circunstancia tenía que coger su saco de mano con el brazo «roto».
Una vez en su habitación, cerró la puerta, echó el cerrojo y empezó a trabajar en el molde de yeso con las cizallas que llevaba en el fondo del saco, cortándolo cuidadosamente por la parte interna del antebrazo, siguiendo una fina línea dentada indicadora del sitio por donde debía cortar.
Cuando terminó el corte, abrió unos milímetros la escayola y retiró el brazo. Metió la escayola en una bolsa de plástico que había traído consigo.
Pasó toda la tarde en su habitación, para que el personal diurno de recepción no le viese sin el molde de escayola, y sólo salió del hotel bien avanzada la noche, cuando estaba de servicio otro personal.
El quiosco de periódicos de la estación de New Street estaba exactamente donde le habían dicho y, a la hora convenida, se le acercó un hombre con traje de cuero, de motorista. Se identificaron en voz baja en unos segundos, la bolsa de plástico cambió de manos. El personaje vestido de cuero se alejó. Ninguno de los dos había atraído una sola mirada de los transeúntes.
Al amanecer, cuando aún estaba de servicio el personal de noche en el hotel, el danés se despidió, subió al primer tren con destino a Manchester y tomó un avión en el aeropuerto, donde nadie le había visto antes, con o sin el brazo escayolado. Al ponerse el sol, llegó Berlín, vía Hamburgo, y, una vez allí, cruzó el Muro por el puesto de control Charlie, haciéndose pasar por danés. Los suyos le recibieron al otro lado, escucharon su informe y le despidieron a toda prisa. El correo Tres había hecho su entrega.
John Preston estaba contrariado y de mal humor. La semana que había pensado tener libre para estar con Tommy se había estropeado. Parte del martes había tenido que dedicarlo a su informe verbal a Harcourt-Smith, y Tommy había tenido que pasar el día leyendo o viendo la televisión.
Preston había insistido en cumplir su promesa de ir al museo de cera de Madame Tussaud el miércoles por la mañana, pero había ido a su oficina por la tarde a fin de terminar su informe por escrito. La carta de Crichton, de Personal, estaba sobre su mesa. La leyó casi con incredulidad.
Como siempre, estaba concebida en los términos más amistosos. Un vistazo al calendario de servicio había revelado que Preston acreditaba cuatro semanas de vacaciones; desde luego, debía conocer las normas de servicio; el retraso de las vacaciones no era recomendable por razones evidentes era necesario que cada cual tomase sus permisos en la fecha correspondiente, etcétera. Resumiendo: se le requería para que empezase inmediatamente sus vacaciones, es decir a partir de la mañana próxima.
—¡Malditos idiotas! —gritó a la oficina en general—. Algunos de ellos no podrían encontrar su camino a la jaula sin el perro de un ciego. Llamó a Personal e insistió en hablar con Crichton.
—Soy John Preston, Tim. Oye, ¿qué significa esa carta que dejasteis en mi mesa? Ahora no puedo tomar mis vacaciones; tengo un caso entre manos, estoy en la mitad de mi trabajo… Sí, sé que es importante no retrasar las vacaciones, pero este caso es también importante; en realidad, muchísimo más que aquello…
Oyó las explicaciones del burócrata sobre la desorganización causada en un sistema si el personal retrasaba demasiado sus permisos. Le interrumpió:
—Escucha, Tim, no perdamos tiempo. Lo único que tienes que hacer es llamar a Brian Harcourt-Smith. Él te confirmará la importancia del caso en que estoy metido. Tomaré mis vacaciones en verano.
—John —replicó amablemente Tim Crichton—, esa carta fue escrita por orden expresa de Brian.
Preston se quedó un rato mirando el teléfono.
—Comprendo —dijo al fin, y colgó.
—¿Adónde vas? —le preguntó Bright, viendo que se dirigía a la puerta.
—A beber algo fuerte —respondió Preston.
Era bastante después de la hora del almuerzo, y el bar estaba casi vacío. Los que habían almorzado tarde no habían sido aún sustituidos por los sedientos del atardecer. Sólo había un par de hombres de «Charles», hablando en un rincón; así, se sentó en un taburete del bar propiamente dicho. Quería estar solo.
—Whisky —dijo—. Que sea doble.
—Lo mismo para mí —se oyó una voz a su espalda—. Yo invito. Preston se volvió y vio a Barry Banks, de K.7.
—¡Hola, John! —saludó Banks—, vi que bajabas aquí cuando yo cruzaba el vestíbulo. Precisamente quería decirte que tengo algo para ti. El Jefe se mostró muy agradecido.
—¡Oh, sí! No hay de qué.
—Te lo llevaré mañana a tu despacho —dijo Banks.
—No te molestes —replicó Preston, con irritación—. He bajado a celebrar mis cuatro semanas de vacaciones. A partir de mañana. Unas vacaciones forzadas. ¡Salud!
—No te enfades —repuso amablemente Banks—. La mayoría se pirra por salir de este lugar.
Había advertido ya que Preston estaba resentido por algo, y pretendía que su colega de MI5 le diese la razón de ello. Lo que no podía decir a Preston era que Sir Nigel Irvine le había pedido que se acercase a la oveja negra de Mr. Harcourt-Smith y le informase de lo que pudiese averiguar. Una hora y tres whiskies más tarde, Preston seguía sumido en su mal humor.
—Estoy pensando en dimitir —dijo de pronto.
Banks, un buen oyente que sólo interrumpía para pedir información, se inquietó.
—Muy drástico —replicó—. ¿Tan mal están las cosas?
—Mira, Barry, no me importa lanzarme en caída libre desde seiscientos metros de altura. Ni siquiera me importa que disparen contra mí cuando se abre el paracaídas. Pero me fastidia enormemente que los tiros vengan de mi mismo bando. ¿Es esto irrazonable?
—Me parece perfectamente justificado —dijo Banks—. ¿Quién es el que dispara?
—El chico de arriba —gruñó Preston—, acabo de llevarle otro informe y parece que no le ha gustado.
—¿Otro archivado? ¿NMA?
Preston se encogió de hombros.
—Lo será.
Se abrió la puerta y entró un grupo procedente de arriba. Brian Harcourt-Smith se hallaba en el centro, rodeado de varios de sus jefes de sección. Preston apuró su vaso.
—Bueno, tengo que dejarte. Ésta noche llevo a mi chico al cine.
Cuando se hubo marchado, Barry Banks terminó su bebida, rehusó una invitación a incorporarse al otro grupo en el bar y volvió a su despacho. Desde allí llamó por teléfono a «C», en su oficina de Sentinel House, y habló largamente con él.
El comandante Petrofski llegó, de regreso de Cherryhayes Close la madrugada del jueves. El mono de cuero negro y el casco con visera estaban, con la «BMW», en su garaje de Thetford. Cuando llevó sin ruido su pequeño «Ford» a la explanada de cemento ante el garaje y entró él mismo en la casa, vestía un traje sencillo y un impermeable ligero. Nadie se fijó en él, ni en la bolsa de plástico que llevaba en la mano.
Cuando la puerta quedó bien cerrada a su espalda, subió al piso de arriba y abrió el último cajón del armario ropero. Dentro había una radio de transistores «Sony». A su lado dejó el molde de escayola vacío.
No revolvió ninguna de ambas cosas. No sabía lo que contenían, ni deseaba averiguarlo. Esto correspondería al montador, que no llegaría para realizar su tarea hasta que se hubiese recibido sin tropiezos la lista completa de componentes necesarios.
Antes de echarse a dormir, se hizo una taza de té. Eran nueve correos en total. Esto significaba nueve lugares de cita y otros nueve para el caso de que no se realizase el primer encuentro. Los había aprendido todos de memoria más otros seis correspondientes a tres correos extraordinarios que se emplearían como sustitutos en caso necesario.
Uno de los que habían tenido que llegar, el llamado correo Dos, no se había presentado. Petrofski no tenía la menor idea de la causa de su fracaso. Lejos de allí, en Moscú, el comandante Volkov sí la sabía. Moscú había recibido un informe completo del cónsul en Glasgow, el cual había asegurado a su Gobierno que los efectos personales del marinero muerto estaban guardados bajo llave en la comisaría de Partick y permanecerían allí hasta nueva orden.
Petrofski comprobó su lista mental. El correo Cuatro tenía que llegar dentro de cuatro días, y el encuentro se celebraría en el West End de Londres. Amanecía ya el día 16 cuando se durmió. Antes de esto pudo oír el chirrido de un carro de la leche entrando en el cercado y el ruido de las primeras entregas del día.
Ésta vez, Banks fue más franco. Estaba esperando a Preston en el vestíbulo de su propio bloque de apartamentos cuando llegó en su coche el hombre de MI5 el viernes por la tarde, llevando a Tommy como pasajero.
La pareja había estado en el Hendon Aircraft Museum donde el muchacho, entusiasmado con los aviones de combate de tiempos pretéritos, había anunciado su intención de ser piloto cuando fuese mayor. Su padre sabía que había elegido al menos seis carreras en el pasado y que volvería a cambiar de idea antes de que acabase el año. Había sido una tarde muy agradable.
Banks pareció sorprendido al ver al chico por lo visto no esperaba su presencia. Saludó con la cabeza y sonrió y Preston le presentó como «alguien de la oficina».
—¿De qué se trata ahora? —preguntó Preston.
—Un colega mío desea volver a hablar contigo —dijo cuidadosamente Banks.
—¿Será un buen día el lunes? —preguntó Preston.
El lunes habría terminado su semana con Tommy y llevaría al chico a Mayfair para entregarlo a Julia.
—En realidad, te está esperando ahora.
—¿También en el asiento trasero de un automóvil? —preguntó Preston.
—Pues… no. En un pisito que tenemos en Chelsea.
Preston suspiró.
—Dame la dirección. Iré, mientras tú llevas a Tommy a tomar un helado.
—Tengo que consultar —dijo Banks.
Entró en una cabina telefónica cercana e hizo una llamada. Preston y su hijo esperaron en la acera. Banks volvió y asintió con la cabeza.
—Todo listo —comunicó, y entregó a Preston un trozo de papel.
Preston se alejó en su coche mientras Tommy daba a Banks la dirección de su heladería predilecta.
El piso era pequeño y discreto, en un bloque moderno próximo a Chelsea Manor Street. Sir Nigel le abrió la puerta. Como de costumbre, rebosaba antigua cortesía.
—Mi querido John, has sido muy amable al venir.
Si hubiesen llevado a alguien a su presencia atado como un pollo a hombros de cuatro matones, aún le habría dicho: «Ha sido muy amable al venir».
Cuando se hubieron sentado en el pequeño cuarto de estar, el Jefe levantó el primitivo Informe Preston.
—Mis más sinceras gracias —dijo—. Es sumamente interesante.
—Pero difícilmente creíble.
Sir Nigel miró vivamente al hombre más joven, pero eligió cuidadosamente sus palabras.
—No estoy necesariamente de acuerdo con esto.
Después sonrió brevemente y cambió de tema.
—Bueno, no pienses mal de Barry, por favor; fui yo quien le encargué que no te perdiese de vista. Parece que no estás muy contento en tu puesto actual.
—Ahora no trabajo, señor. Estoy de vacaciones forzosas.
—Supongo que sí. Por algo que ocurrió en Glasgow, ¿verdad?
—¿No ha recibido todavía un informe sobre el incidente de la semana pasada en Glasgow? Se refiere a un marinero ruso, un hombre que pienso era un correo. Desde luego, esto interesa a «Seis».
—Sin duda lo enviarán dentro de poco —comentó prudentemente Sir Nigel—. ¿Te importaría contármelo?
Preston empezó por el principio y contó la historia hasta el final, o al menos lo que sabía de ella. Sir Nigel permaneció sentado, como sumido en sus pensamientos, y así era en realidad: captaba cada palabra con una parte de su mente y calculaba con el resto de ésta.
«No lo intentarían realmente, ¿verdad?», pensaba. No romperían el Cuarto Protocolo. ¿O acaso sí? Los hombres desesperados toman a veces medidas desesperadas, y tenía más de un motivo para creer que en varios sectores —producción de alimentos, economía Afganistán— la URSS navegaba en aguas turbulentas. Observó que Preston había dejado de hablar.
—Discúlpame —dijo—. ¿Qué deduces de todo ello?
—Creo que Semiónov no era marinero de un buque mercante, sino un correo. Esto me parece indudable. Y no creo que hubiese llegado a tales extremos para proteger lo que llevaba o quitarse la vida para evitar que le interrogásemos, si no le hubiesen dicho que su misión era de vital importancia.
—Bastante lógico —admitió Sir Nigel—. ¿Qué más?
—También creo que el disco de polonio tenía que ser recibido por otra persona, ya directamente en una cita, ya recogiéndolo en algún sitio. Esto significa que está aquí, en el país. Pienso que deberíamos tratar de encontrarla.
Sir Nigel frunció los labios.
—Si es un ilegal importante —murmuró—, será como buscar una aguja en un pajar.
—Sí, lo sé.
—Bueno, si no te hubiesen impuesto estas vacaciones forzosas, ¿qué habrías querido hacer?
—Pienso, Sir Nigel, que un disco de polonio no sirve para nada por sí solo. Sea cual fuere la intención del ilegal, tiene que haber otros componentes. Ahora bien, parece que la persona que proyectó la incursión de Semiónov decidió no utilizar la valija diplomática. No sé por qué; habría sido mucho más fácil introducir en Gran Bretaña un paquetito forrado de plomo valiéndose de la valija diplomática y hacer que uno de sus hombres de la línea N lo dejase en el sitio donde había de ser recogido por el tipo situado en el país. Me pregunto por qué no lo hicieron así. Y la respuesta es que lo ignoro.
—De acuerdo —asintió Sir Nigel—. ¿Y bien?
—Si ha habido una consignación, inútil por sí sola, tiene que haber otras. Puede que algunas hayan llegado ya. Pero, de acuerdo con la ley de probabilidades, tiene que haber otras por llegar. Y, al parecer, vienen por medio de «mulos» o correos que se hacen pasar por inofensivos marineros o sabe Dios por qué otros personajes.
—¿Y qué quisieras hacer tú? —preguntó Sir Nigel.
Preston respiró hondo.
—Me habría gustado —y recalcó el condicional— comprobar todas las personas que han venido de la Unión Soviética durante los últimos cuarenta, cincuenta e incluso cien días. No se puede contar con otra agresión por unos gamberros, pero podría haberse producido algún otro incidente. De no haber sido así, me gustaría reforzar el control sobre todos los que vengan de la URSS e incluso de cualquier otro país del bloque soviético, para ver si podía interceptar otro componente. Como jefe de C.5(C), habría hecho esto.
—¿Y crees que ahora no tendrás oportunidad de hacerlo?
Preston sacudió la cabeza.
—Aunque me permitiesen volver mañana a mi trabajo, estoy seguro de que me apartarían del caso. Por lo visto soy un alarmista y siembro vientos.
Sir Nigel asintió pensativamente.
—Hacer de cazador furtivo entre los servicios oficiales no se considera demasiado adecuado —dijo, como pensando en voz alta—. Cuando te pedí que fueses a Sudáfrica en mi interés, Sir Bernard lo aprobó. Más tarde me enteré de que el encargo, aun siendo temporal, había causado… ¿cómo lo diría…?, cierta hostilidad en determinados sectores de Charles Street.
Ahora no me interesa una guerra declarada con el otro Servicio. Por otra parte, tengo la impresión, que tú compartes, de que puede haber algo más debajo de la punta de este iceberg. En una palabra: tiene tres semanas de vacaciones; ¿estarías dispuesto a emplearlas trabajando en este caso?
—¿Para quién? —preguntó, asombrado, Preston.
—Para mí —respondió Sir Nigel—. No podrías venir a Sentinel. Te verían. Y correría el rumor.
—Entonces, ¿dónde trabajaría?
—Aquí —dijo «C». Esto es pequeño, pero cómodo. Tengo autoridad para pedir la misma información que tú podrías exigir si estuvieses detrás de tu mesa. Cualquier incidente relativo a la llegada de un súbdito soviético o del bloque del Este habría sido registrado, ya sobre papel, ya en una computadora. Dado que no podrás llegar a los archivos o a las computadoras, puedo hacer que éstos lleguen a ti. ¿Qué respondes?
—Si «Charles» se entera, habré acabado con «Cinco» —dijo Preston.
Estaba pensando en su salario, en su pensión, en la posibilidad de conseguir otro empleo a su edad, en Tommy.
—¿Cuánto tiempo piensas que te queda en «Charles», en la actual dirección? —preguntó Sir Nigel.
Preston rió por lo bajo.
—No mucho —respondió—. Muy bien, señor; lo haré. Quiero continuar con este caso. Hay algo enterrado en alguna parte. Sir Nigel asintió con la cabeza.
—Eres un tipo tenaz, John. Y me gusta la tenacidad. Generalmente da buenos resultados. Ven el lunes a las nueve. Dos de mis muchachos te estarán esperando. Pídeles lo que quieras y te lo darán.
El lunes por la mañana, mientras Preston empezaba a trabajar en el piso de Chelsea, el internacionalmente famoso pianista checo llegó al aeropuerto de Heathrow procedente de Praga tenía que dar un concierto la noche siguiente en Wigmore Hall.
Las autoridades del aeropuerto habían sido avisadas y, en consideración a su respetabilidad, se redujeron al mínimo las formalidades en Aduana y en Inmigración. El viejo músico fue recibido en el vestíbulo por un representante de la organización Victor Hochhauser y conducido, con su pequeño séquito, a su suite del «Cumberland Hotel».
Su séquito se componía de tres personas: su ayuda de cámara, que cuidaba de su ropa y demás efectos personales con verdadera abnegación; una secretaria, que se ocupaba de los fans y la correspondencia en general, y un ayudante personal, un hombre alto y lúgubre llamado Lichka, que se encargaba de las negociaciones con las organizaciones que le invitaban y de las cuestiones económicas, y parecía vivir a base de una dieta de tabletas contra la acidez.
Aquél lunes, el señor Lichka tuvo que tomar una cantidad sumamente grande de pastillas. No hubiese querido hacer lo que le habían pedido, pero los hombres de STB se habían mostrado muy persuasivos. Nadie que estuviese en su sano juicio se enfrentaría con los hombres de STB, la Policía secreta y organización de espionaje de Checoslovaquia, ni deseaba que le invitasen a más discusiones en su Cuartel General: el temido Monasterio. Los hombres le habían dicho claramente que el ingreso de su nieta en la Universidad sería mucho más fácil si él estaba dispuesto a ayudarles, cortés manera de darle a entender que, si no colaboraba, la niña no tendría posibilidad alguna de cursar estudios universitarios.
Cuando le hubieron devuelto los zapatos, no vio en ellos la menor señal de manipulación y, siguiendo las instrucciones recibidas, los llevó durante el vuelo y para cruzar el aeropuerto de Heathrow.
A última hora de la tarde, un hombre se acercó a la mesa de recepción y preguntó cortésmente el número de habitación del señor Lichka. Con la misma cortesía, se lo dieron. Cinco minutos más tarde, a la hora exacta en que debía esperarlo, llamaron suavemente a la puerta de Lichka, e introdujeron un pedazo de papel por debajo de la misma. Lichka comprobó la identificación en clave, abrió la puerta unos centímetros y pasó por la abertura una bolsa de plástico que contenía su par de zapatos. Unas manos invisibles cogieron la bolsa y él cerró la puerta. Cuando hubo arrojado el trozo de papel en la taza del retrete y soltado el agua, suspiró aliviado. Fue más fácil de lo que había esperado. «Ahora —pensó— puedo seguir con el negocio de la música».
Antes de medianoche, en un lugar apartado de Ipswich, los zapatos se reunieron con el molde de escayola y con la radio en el último cajón de un armarlo. El correo Cuatro había hecho su entrega.
El viernes por la tarde, Sir Nigel Irvine visitó a Preston en el apartamento de Chelsea. El hombre de MI5 parecía agotado, y el piso estaba lleno de fichas y de papeles de computadora.
Había pasado cinco días allí y no había conseguido nada. Empezó con todas las entradas en Gran Bretaña de personas procedentes de la URSS durante los últimos cuarenta días. Eran varios centenares: delegados, compradores industriales, periodistas, sindicalistas de propaganda, un coro de Georgia, un grupo de baile de cosacos, diez atletas con sus acompañantes y un equipo de médicos que iban a asistir a una conferencia en Manchester. Y éstos eran sólo los rusos.
También estaban los turistas que habían vuelto de la Unión Soviética; desde los buitres de la cultura que habían estado admirando el museo del Hermitage en Leningrado, pasando por un grupo de estudiantes que habían cantado en Kiev, hasta una delegación «pro paz» que había suministrado un rico material a la máquina propagandística soviética al condenar a su propio país en conferencias de Prensa en Moscú y en Cracovia.
Y esta lista no incluía a los tripulantes de la «Aeroflot» que habían estado entrando y saliendo como parte de su función en el tráfico aéreo normal, por lo que el primer oficial Romanov no había sido ni siquiera mencionado.
Desde luego, tampoco se hacía referencia a un danés que había llegado a Birmingham procedente de París y había emprendido el viaje de regreso a Manchester.
El miércoles, Preston se planteó un dilema: limitarse a los que habían venido de la URSS, pero ampliando el plazo a sesenta días, o abarcar a todos los que habían llegado de otros países del bloque soviético. Esto representaba miles y miles de entradas. Decidió continuar con su escala de cuarenta días, pero incluir a los Estados comunistas no soviéticos. Los papeles empezaron a llegarle a la cintura. La Aduana se había mostrado muy servicial. Había habido algunas confiscaciones, pero siempre por exceso en la entrada de artículos libres de impuestos. No se había confiscado nada de carácter sospechoso. Inmigración no le había proporcionado pasaportes de «mentirijillas»; pero esto era de esperar. Los extraños y fantásticos papeles exhibidos a veces por gente del Tercer Mundo en el control de pasaportes no eran nunca presentados por personas del mundo comunista. Ni siquiera pasaportes caducados, el motivo más corriente para que un oficial de Inmigración impida la entrada a un visitante. En los países comunistas, el pasaporte de los viajeros que partían era comprobado con tal severidad, que era muy poco probable que se «cerrase el paso» a su portador en Gran Bretaña.
—Después de esto —comentó tristemente Preston— que dan aún los de imposible comprobación. Los marineros mercantes, que entran sin control en más de veinte puertos comerciales; los tripulantes de los pesqueros industriales, que navegaban por las costas de Escocia. La tripulación de los aviones comerciales, que apenas es sometida a comprobación alguna, y todos aquellos que tienen pasaporte diplomático.
—Lo que pensaba —dijo Sir Nigel—. La tarea no es fácil. ¿Tienes alguna idea de lo que estás buscando?
—Sí, señor. Hice que uno de sus muchachos pasara el lunes en Aldermaston con los de ingeniería nuclear. Parece que aquel disco de polonio sería adecuado para un ingenio a la vez pequeño, tosco, de diseño sencillo y no muy potente; si se puede decir que alguna bomba atómica no es muy potente.
Tendió a Sir Nigel una lista de artículos.
—Presumo que aquí hay algo de lo que estamos buscando.
«C» estudió la lista de artefactos.
—¿Es esto todo lo que se necesita? —preguntó al fin.
—En su forma más sencilla, parece que sí. Yo no tenía idea de que pudiesen ser confeccionadas de modo tan ele mental. Aparte el núcleo fisible y la cubierta de acero, esos materiales podrían ocultarse casi en cualquier parte sin llamar la atención.
—Muy bien, John, ¿qué vas a hacer ahora?
—Busco una pauta, Sir Nigel. Es lo único que puedo buscar. Una pauta de entradas y salidas con el mismo número de pasaporte. Si se emplean uno o dos correos, tienen que entrar frecuentemente, usando puntos distintos de entrada y de salida; pero si apareciese una pauta, podríamos alertar a las naciones acerca de una limitada cantidad de número de pasaporte. No es mucho, pero es todo lo que tengo.
Sir Nigel se levantó.
—Sigue con ello, John. Tendrás acceso a todo lo que necesites. Recemos para que las personas con quienes nos enfrentamos den un resbalón empleando dos o tres veces el mismo correo.
Pero el comandante Volkov sabía lo que se hacía. No resbaló. No tenía la menor idea de lo que eran ni de para qué servían los componentes. Sabía simplemente que le habían ordenado que se asegurase de su entrada en Gran Bretaña a tiempo para una serie de citas dentro de la isla; que cada correo se sabía de memoria los lugares del primer encuentro y del segundo en caso de no realizarse aquél, y que nada tenía que pasar por la rezidentura de la KGB en la Embajada de Londres.
Tenía que infiltrar nueve cargamentos y tenía doce correos preparados. Sabía que algunos de ellos no eran profesionales, pero su disfraz era impecable y su viaje había sido preparado con semanas o meses de anticipación, como en el caso del checo Lichka, y por eso confiaba en ello.
Para no alarmar al general Borisov al despojarle de otros doce ilegales con sus «leyendas», había lanzado su red más allá de la URSS y apelado a tres servicios «hermanos»: el STB, de Checoslovaquia; el Servicio SB de Polonia y, sobre todo, la obediente y reservada Haupt Verwaltung Aufklarung (HVA), de Alemania oriental.
Los alemanes del Este eran particularmente buenos. Aunque en Alemania Federal, Francia y Gran Bretaña, hay comunidades polacas y checas, los alemanes orientales tenían una gran ventaja. Debido a la identidad étnica entre alemanes orientales y occidentales, y al hecho de que millones de antiguos alemanes del Este hubiesen huido ya a la Alemania Federal, la HVA de Berlín Este disponía de un número de ilegales en Occidente mucho mayor que cualquier otro Servicio del bloque del Este.
Volkov había decidido emplear sólo dos rusos, que serían los primeros en entrar en Gran Bretaña. No tenía manera de saber que uno de ellos sería atacado por unos salvajes callejeros, ni que la mercancía del falso marinero sería encerrada en una comisaría de Glasgow. Si tomó triples precauciones fue porque era algo propio de su carácter y de su instrucción.
Para los siete envíos restantes empleaban un correo proporcionado por los polacos, dos por los checos (incluido Lichka) y cuatro por los alemanes del Este. El décimo correo, que sustituiría al difunto correo Dos, procedería también de Polonia. Para las alteraciones estructurales que necesitaba hacer en dos vehículos a motor, empleaba un garaje y taller gobernado por la HVA de Brunswick, Alemania Federal.
Sólo los dos rusos y el checo Lichka partirían de puntos del bloque del Este; aparte, ahora, del décimo, que tendría que venir de las líneas aéreas polacas, la «LOT». Sencillamente, Volkov no permitía que apareciese ninguna de las pautas que buscaba Preston en el mar de papeles de Chelsea.
Sir Nigel Irvine, lo mismo que muchos de los que han de trabajar en el centro de Londres, procuraba marcharse los fines de semana para respirar un poco de aire puro. Él y Lady Irvine permanecían en Londres durante la se mana, pero tenían una casita rústica en el sudeste de Dorest, en un pueblo llamado Langton Matravers, de la isla de Purbeck.
Aquél domingo, «C» se había puesto una chaqueta de tweed y sombrero, tomado un grueso bastón de fresno y echado a andar por caminos y senderos en dirección a los riscos sobre Chapman’s Pool, en St. Alban’s Head. Brillaba el sol, pero el viento era frío. Agitaba las hebras de plata que escapaban de su sombrero y flotaban sobre sus orejas como alitas. Siguió el sendero del risco y continuó andando sumido en sus pensamientos, deteniéndose en ocasiones para contemplar las blancas crestas de las olas del Canal.
Pensaba en las conclusiones del informe original de Preston y en la notable concurrencia de Sweeting en su encierro en Oxford. ¿Coincidencia? ¿Pajas en el viento? ¿Fundamentos para una convicción? ¿O sólo un montón de tonterías de un funcionario con demasiada indignación y de un académico caprichoso?
Y si todo era verdad, ¿podía haber alguna relación con un pequeño disco de polonio procedente de Leningrado y que había llegado de manera imprevista a una comisaría de Policía de Glasgow?
Si el disco de metal era lo que había dicho Wynne-Evans, ¿qué significaba esto? ¿Quería decir que alguien, mucho más allá de aquellas agitadas olas, trataba realmente de romper el Cuarto Protocolo?
Y si esto era verdad, ¿quién podía ser aquel alguien? ¿Chebrikov y Kriuchkov, de la GKB? Éstos no se atreverían nunca a actuar si no era por orden del secretario general. Y si era el secretario general, ¿cuáles eran sus razones?
¿Y por qué no emplear la valija diplomática? Era mucho más simple, fácil y seguro. Pero podía existir una razón, pensó. Emplear la valija de la Embajada significaría valerse de la rezidentura de la KGB dentro de aquélla. Mejor que Chebrikov, Kriuchkov o el secretario general, él sabía que aquélla había sido penetrada; tenía en ella su fuente de información, Andreiev.
Esto tenía sentido. Sospechaba que el secretario general tenía buenas razones para estar inquieto por la reciente oleada de deserciones de la KGB. Todos los indicios que llegaban revelaban que la desilusión se había hecho tan profunda a todos los niveles en Rusia, que afectaba incluso a la élite de la élite. Aparte las deserciones, que habían empezado a finales de los años sesenta y aumentado a lo largo de los ochenta, se habían producido expulsiones en masa de diplomáticos soviéticos en todo el mundo, debidas, en parte, a la furiosa búsqueda de agentes y agudizada por la expulsión de los controladores diplomáticos y consiguiente confusión en las redes. Incluso países del Tercer Mundo que, una década atrás, bailaban al son de los soviets, volvían ahora por sus fueros y expulsaban a agentes soviéticos por su conducta torpemente antidiplomática.
Sí, era muy posible que se tratase de una operación importante realizada fuera de los auspicios de la KGB. Sir Nigel había oído decir, de fuentes autorizadas, que el propio secretario general se estaba volviendo paranoico a causa de la penetración de la propia KGB por los occidentales. Por cada traidor que se escapa —decía un adagio de la comunidad de información— se puede apostar que hay otro que continúa «en su sitio».
Así, pues, había un hombre allí que despachaba correos y cargamentos a Gran Bretaña; cargamentos peligrosos, capaces de traer la anarquía y el caos de una manera que aún no podía discernir pero de la que, mientras caminaba, había dejado de dudar. Y aquel hombre trabajaba para otro, muy encumbrado, que no quería bien a esta pequeña isla.
—Pero no los encontrarás, John —murmuró al persistente viento—. Tú eres bueno, pero ellos son mejor y tienen todos los triunfos.
Sir Nigel Irvine era uno de los últimos viejos magnates, miembro de una raza que se estaba extinguiendo al ser sustituida, a todos los niveles de su sociedad, por hombres nuevos de tipo diferente, incluso en las más altas esferas del Servicio Civil, donde la continuidad de estilo y de carácter era como un dios familiar.
Contempló el Canal, como habían hecho tantos ingleses antes que él, y tomó una decisión. No estaba convencido de la existencia de una amenaza contra la tierra de sus antepasados, sino sólo de la posibilidad de que existiera una amenaza. Pero era suficiente.
A lo largo de la costa, en las mesetas que dominan el pequeño puerto de Newhaven (Sussex), otro hombre contemplaba las agitadas olas del canal.
Vestía traje de cuero negro de motorista y llevaba el casco sobre el asiento de su aparcada motocicleta «BMW». Unos cuantos paseantes domingueros, acompañados de sus hijos, caminaban por allí, pero no se fijaron en él.
Observaba cómo se acercaba un transbordador, que avanzaba desde el horizonte hacia el refugio del puerto. El Cornouailles llegaría de Dieppe en treinta y cinco minutos. A bordo del mismo tenía que viajar el correo Cinco.
En realidad, el correo Cinco iba en la cubierta de proa viendo cómo se acercaba la costa inglesa. No tenía coche, pero sí billete para el tren, que le llevaría directamente a Londres.
Su pasaporte estaba a nombre de Anton Zelewski y era perfectamente normal. El oficial de Inmigración observó que el pasaporte era de Alemania Federal, pero no había nada extraño en ello. Cientos de miles de alemanes occidentales llevan apellidos de origen polaco. Le dejaron pasar sin dificultad.
Los aduaneros examinaron su maleta y la bolsa de artículos libres de impuestos comprados a bordo del barco. Su botella de ginebra y sus veinticinco cigarros en una caja sin abrir estaban dentro de los límites permitidos. El aduanero le hizo pasar y volvió su atención a otra persona.
Zelewski había comprado una caja de veinticinco buenos cigarros en la tienda de artículos libres de impuestos del Cornouailles. Entonces se retiró a uno de los lavabos, cerró la puerta, desprendió los marbetes de «libre de impuestos» de la caja recién comprada y los pegó en una caja idéntica que traía consigo. Los cigarros libres de impuestos fueron arrojados al mar por encima de la borda.
En el tren de Londres, buscó el primer vagón de primera clase, eligió el asiento de ventanilla adecuado y esperó. Justo antes de llegar a Lewes, se abrió la puerta y apareció un hombre que vestía un traje de cuero negro. Una mirada le confirmó que el compartimiento estaba vacío, aparte el alemán.
—¿Va este tren directamente a Londres? —preguntó en inglés, sin el menor acento.
—Creo que se detiene en Lewes —respondió Zelewski.
El hombre tendió una mano. Zelewski depositó en ella la caja plana de cigarros. El hombre se la guardó en su chaqueta, cerró la cremallera de ésta, saludó con la cabeza y se marchó. Cuando el tren arrancó, Zelewski vio de nuevo al hombre, esta vez en el andén de la línea de «vuelta» a Newhaven.
Antes de medianoche, los cigarros estaban con la radio, el molde de escayola y los zapatos en Ipswich. El correo Cinco había hecho su entrega.