El lunes por la mañana sonó el teléfono en el momento en que John Preston estaba a punto de salir de casa con su hijo.
—¿Mr. Preston? Aquí Dafydd Wynne-Evans.
De momento, aquel nombre no le decía nada; después recordó su gestión de la tarde del viernes.
—He echado un vistazo a sus pequeñas piezas de metal. Es muy interesante. ¿Podría venir para que hablásemos un poco de ello?
—Bueno, en realidad me estoy tomando unos días de descanso —se excusó Preston—. ¿Le parece bien a finales de esta semana?
El hombre de Aldermaston no contestó de momento. Después dijo: Creo que sería mejor antes de entonces, si dispone usted de tiempo.
—Pues…, bueno, ¿podría indicarme algo por teléfono?
—Es mucho mejor que hablemos personalmente —insistió el doctor Wynne-Evans.
Preston reflexionó un momento. Había pensado pasar el día con Tommy en el Windsor Safari Park. Pero aquello estaba también en Berkshire.
—¿Podría ir esta tarde, digamos a eso de las cinco? —preguntó.
—Las cinco es una buena hora —accedió el científico—. Pregunte por mí en la conserjería. Haré que lo acompañen a mi despacho.
El profesor Krilov vivía en el piso más alto de un bloque de Komsomolski Prospekt, con vistas al río Moscova y cerca de la Universidad en la orilla sur. El general Karpov llamó al timbre poco después de las seis y fue el propio académico quien le abrió la puerta. Éste observó a su visitante sin reconocerle.
—¿Camarada profesor Krilov?
—Sí.
—Soy el general Karpov. ¿Podría hablar unas palabras con usted? Le mostró su tarjeta de identidad. El profesor Krilov la examinó, observando la categoría de su visitante y el hecho de que éste perteneciese al Primer Directorio Principal de la KGB. Después se la devolvió e invitó a Karpov a entrar. Le condujo hasta un cuarto de estar bien amueblado, tomó el abrigo del general y le mostró un sillón.
—¿A qué debo este honor? —preguntó cuando se hubo sentado ante Karpov.
Era un hombre eminente por derecho propio y no le asustaba un general de la KGB.
Karpov se dio cuenta de que el profesor era una persona diferente. Erita Philby se había dejado sorprender y le había revelado la existencia del chófer; el conductor Gregoriev se había dejado intimidar por su graduación; Marchenko era un viejo colega y bebía demasiado. En cambio, Krilov ocupaba una alta posición en el Partido, en el Soviet Supremo, en la Academia y en las más altas esferas del Estado. Decidió no perder tiempo, sino poner en seguida las cartas boca arriba y sin piedad. Era la única manera.
—Profesor Krilov, en interés del Estado, quiero que me comunique todo lo que sepa sobre el plan «Aurora».
El profesor Krilov se irguió como si hubiese recibido un bofetón. Después enrojeció furioso.
—¡General Karpov, se pasa usted de la raya! —saltó—. No sé de qué me está hablando.
—Pues yo creo que lo sabe —replicó pausadamente Karpov—, y creo que debería decirme lo que significa este plan.
Por toda respuesta, el profesor Krilov alargó una mano apremiante.
—Su autorización, por favor.
—Mi autorización es mi rango y mi Servicio —repuso Karpov.
—Si no tiene una autorización firmada personalmente por el camarada secretario general, carece de toda autoridad —opuso Krilov, con voz helada. Se levantó y se dirigió al teléfono—. Bueno, creo que ya es hora de poner este interrogatorio en conocimiento de una autoridad mucho más alta que usted.
Descolgó el auricular y se dispuso a marcar un número.
—Creo que no sería una buena idea —sugirió Karpov—. ¿Sabe usted que uno de sus compañeros asesores, el coronel retirado Philby, de la KGB, ha desaparecido? Krilov dejó de marcar.
—¿Qué quiere usted decir con eso de… desaparecido? —preguntó.
Empezaba a advertirse cierta vacilación en su hasta ahora firme actitud.
—Por favor, siéntese y escúcheme —dijo Karpov.
El académico obedeció. En el interior del apartamento se abrió y cerró una puerta. En el segundo que permaneció abierta pudo oírse una música de jazz occidental, que se apagó al cerrarse la puerta.
—Quiero decir eso, que ha desaparecido —repitió Karpov—. Falta de su casa, su chófer ha sido despedido, su esposa no tiene la menor idea de dónde está ni de cuándo volverá, si es que vuelve.
Era una jugada, y muy mala por cierto. Pero una sombra de preocupación pasó por los ojos del profesor. Después, éste recobró su aplomo.
—No puedo discutir asuntos del Estado con usted, camarada general. Lamento tener que pedirle que se vaya.
—Eso no es tan fácil —dijo Karpov—. Dígame, profesor, tiene usted un hijo llamado Leonid, ¿no es cierto?
El repentino cambio de tema confundió realmente al profesor.
—Sí —admitió—. Es verdad. ¿Y bien?
—Permita que me explique —sugirió Karpov.
Al otro lado de Europa, John Preston y su hijo salieron del Windsor Safari Park al empezar a declinar el templado día de primavera.
—Tengo que hacer una visita antes de volver a casa —dijo el padre—. No está lejos de aquí y no tardaré mucho rato. ¿Has estado alguna vez en Aldermaston?
El chico abrió mucho los ojos.
—¿La fábrica de bombas? —preguntó.
—En realidad no es una fábrica de bombas —le corrigió Preston—, sino un instituto de investigación.
¡Caramba! ¿Vamos a ir allí? ¿Nos dejarán entrar?
—Bueno, me dejarán entrar a mí. Tú tendrás que esperar en el coche, en el aparcamiento. Pero no estaré mucho rato.
Giró hacia el Norte, para entrar en la autopista M-4.
—Su hijo regresó hace nueve semanas de una visita al Canadá, donde había actuado como uno de los intérpretes de una delegación comercial —dijo a media voz el general Karpov.
Krilov asintió con la cabeza.
—¿Y bien?
—Mientras estaba allí, mis agentes de KR observaron que una joven y atractiva persona pasaba mucho tiempo (demasiado tiempo, se pensó) tratando de entablar conversación con los miembros de nuestra delegación y, sobre todo, con los miembros más jóvenes, secretarios, intérpretes, etcétera. La persona en cuestión fue fotografiada y, en definitiva, identificada como agente secreto, norteamericano, no canadiense, y, casi con toda seguridad, al servicio de la CIA.
Como resultado de ello, la joven persona fue sometida a vigilancia, y se vio que tenía una cita con su hijo Leonid en una habitación de hotel. Para no cargar demasiado las tintas, le diré sólo que tuvieron una breve pero ardiente aventura.
En la cara del profesor Krilov se veían manchas rojas a causa del furor que sentía. Parecía como si le costase trabajo articular las palabras.
—¿Cómo se atreve…? ¿Cómo se atreve a venir aquí y tratar de someter a un miembro de la Academia de Ciencias y del Soviet Supremo a tan burdo chantaje? El Partido tendrá conocimiento de esto. Ya conoce usted la norma: sólo el Partido puede imponer disciplina al Partido. Usted puede ser general de la KGB, pero ha exagerado increíblemente su autoridad, general Karpov.
Yevgueni Karpov permaneció sentado, como humillado, contemplando la mesa, mientras el profesor seguía diciendo:
—Bueno, mi hijo se acostó con una chica extranjera mientras estaba en el Canadá. Ésa chica resultó ser norteamericana y… algo que él ignoraba en absoluto. Quizá fue una indiscreción, pero no más. ¿Fue reclutado por esa joven de la CIA?
—No —confesó Karpov.
—¿Reveló algún secreto oficial?
—No.
—Entonces no tiene nada contra él, camarada general, salvo una pequeña indiscreción juvenil. Será reprendido. Pero lo serán mucho más sus agentes de contraespionaje Ellos hubiesen debido advertirle. En cuanto al asunto de la cama, no estamos en la Unión Soviética tan fuera del mundo como usted parece pensar. Los jóvenes vigorosos se han acostado con las chicas desde el principio de los tiempos…
Karpov había abierto su cartera y sacado una fotografía grande, de un fajo que llevaba dentro de aquélla, y la colocó en la mesa. El profesor Krilov la miró y se quedó sin habla. Desapareció el rubor de sus mejillas y palideció hasta el punto de que su viejo semblante pareció gris a la luz de la lámpara. Sacudió varias veces la cabeza.
—Lo siento —dijo amablemente Karpov—, lo siento de veras. La vigilancia se ejercía sobre el joven norteamericano, no sobre su hijo. No se creía que la cosa terminara así.
—No lo creo —gimió el profesor.
—Yo también tengo hijos —murmuró Karpov—. Creo que puedo comprender, o tratar de comprender, lo que usted siente.
El académico respiró hondo, murmuró un «Discúlpeme» y salió de la habitación. Karpov suspiró y volvió a meter la fotografía en su cartera. Oyó el estruendo del jazz al abrir se una puerta en el fondo del pasillo, la interrupción repentina de la música y voces, dos voces, gritando furiosamente. Una de ellas era el rugido del padre; la otra, la voz aguda de un joven. El altercado terminó con el ruido de una bofetada. Segundos más tarde, el profesor Krilov volvió a entrar en la estancia. Se sentó, turbios los ojos y encogidos los hombros.
—¿Qué va usted a hacer? —murmuró.
Karpov suspiró.
—Mi deber está muy claro. Como usted dijo, sólo el Partido puede imponer disciplina al Partido. En justicia, debería entregar el informe y las fotografías al Comité Central.
Conoce usted la ley. Sabe lo que les hacen a los jóvenes gays. Son cinco años, sin remisión y bajo un régimen severísimo. Temo que, una vez en el campamento, la noticia se difunda. Y después de esto, el joven se convierte… ¿cómo lo diría…? En propiedad de todos. Un muchacho de buenos antecedentes familiares difícilmente podría sobrevivir en semejante situación.
—Pero… —balbució el profesor.
—Pero… yo puedo pensar que existe una posibilidad de que la CIA quiera llevar adelante el asunto. Tengo derecho a pensarlo. Puedo decidir que es posible que los norteamericanos se impacienten y envíen a su agente a la Unión Soviética para reanudar el trato con Leonid. Tengo derecho a pensar que el resbalón de su hijo podría convertirse en una operación para atrapar a un agente de la CIA. Mientras tanto, podría guardar los documentos en mi caja fuerte personal, y la espera podría durar mucho tiempo. Tengo autoridad para ello; tratándose de operaciones, sí, tengo esta autoridad.
—¿Y el precio?
—Creo que usted lo sabe.
—¿Qué quiere saber acerca del plan «Aurora»?
—Empiece desde el principio.
Preston introdujo el coche por la puerta principal de la verja de Aldermaston, encontró un espacio libre en el aparcamiento de visitantes y se apeó del automóvil.
—Lo siento, Tommy, pero no puedes pasar de aquí. Tendrás que esperar. Confío en que no tardaré mucho.
Caminó a la luz del crepúsculo hasta la puerta giratoria y se presentó a los dos hombres de recepción. Éstos examinaron su tarjeta de identidad y llamaron al doctor Wynne-Evans, el cual dio su autorización para que el visitante subiese a su despacho. Estaba en el tercer piso. Se lo mostraron, entró y el doctor le invitó a sentarse delante de su mesa.
El científico le miró por encima de las gafas.
—¿Puedo preguntarle dónde consiguió esta pequeña muestra? —dijo, señalando el pesado disco de metal parecido al plomo, que estaba ahora en un bote de cristal sellado.
—Se lo quitaron a alguien en Glasgow a primeras horas de la mañana del jueves. ¿Qué ha sido de los otros dos discos?
—No son más que unas piezas de aluminio corriente. No hay nada extraño en ellos. Sólo fueron empleados para conservar éste en buen estado. Y éste es el único que me interesa.
—¿Sabe usted lo que es? —preguntó Preston.
El doctor Wynne-Evans pareció sorprendido por la ingenuidad de la pregunta.
—Claro que sé lo que es —respondió—. Mi oficio me obliga a saberlo. Es un disco de polonio puro.
Preston frunció el ceño. Nunca había oído hablar de este metal.
—Bueno, todo empezó a primeros de enero con dos memorándums sometidos por Philby al secretario general. En estos informes, Philby sostenía que existía en el seno del Partido Laborista británico un ala de izquierda dura que se había fortalecido de tal suerte que estaba en condiciones de conseguir un control total sobre la máquina del Partido más o menos cuando lo desease. Esto coincide con mi propio punto de vista.
—Y con el mío —murmuró Karpov.
—Pero Philby fue más lejos. Sostenía que existía, dentro de la izquierda dura, un grupo, un núcleo interior, de marxistas leninistas acérrimos, que había proyectado hacer precisamente lo mismo; pero no en el período anterior a las próximas elecciones generales británicas, sino después de él, inmediatamente después de una victoria electoral de los laboristas. Resumiendo: esperarían la victoria de Mr. Neil Kinnock en las urnas y luego le expulsarían de la jefatura del Partido. Su sustituto sería el primer Jefe de Gobierno marxista leninista de Gran Bretaña y tomaría una serie de medidas políticas totalmente de acuerdo con los intereses soviéticos en cuestiones exteriores y de defensa, principalmente en el campo del desarme nuclear unilateral y de la expulsión de todas las fuerzas norteamericanas.
—Verosímil —asintió el general Karpov—. Y cuatro de ustedes fueron llamados para constituir un comité que aconsejase sobre la mejor manera de conseguir dicha victoria electoral, ¿no es cierto?
El profesor Krilov levantó la cabeza, sorprendido.
—Sí. Éramos Philby, el general Marchenko, yo y el doctor Rogov.
—¿El gran maestro de ajedrez?
—Y físico —añadió Krilov—. Entonces concebimos el plan «Aurora», que habría sido una acción de desestabilización masiva del electorado británico, empujando a millones a adoptar una actitud de resuelto unilateralismo.
—¿Ha dicho usted… habría?
—Sí. El plan fue sobre todo idea de Rogov. Lo defendió firmemente. Marchenko lo apoyó, aunque con reservas. Philby…, bueno, nadie puede decir lo que pensaba realmente Philby. No hacía más que asentir con la cabeza y sonreír esperando a ver de dónde soplaba el viento.
—Muy propio de Philby —asintió Karpov—. Y entonces lo presentaron, ¿eh?
—Sí. El 12 de marzo. Yo me opuse al plan. El secretario general estuvo de acuerdo conmigo. Lo rechazó rotundamente, ordenó que todas las notas y documentos fuesen destruidos y nos obligó a los cuatro a jurar que nunca volveríamos a mencionar el asunto, en ninguna circunstancia.
—Dígame, ¿por qué se opuso usted?
—Me pareció peligroso y temerario. Aparte todo lo de más, era una infracción total del Cuarto Protocolo. Si se infringe algún día este protocolo, sabe Dios que puede significar el fin del mundo.
—¿El Cuarto Protocolo?
Sí. El Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares. Usted lo recuerda, desde luego.
—Tiene uno que recordar tantas cosas… —dijo amablemente Karpov—. Por favor, refrésqueme la memoria.
—Nunca he oído hablar del polonio —dijo Preston.
—No; bueno, probablemente no —replicó el doctor Wynne-Evans—. Quiero decir que uno no lo encuentra todos los días en su banco de trabajo. Es muy raro.
—¿Y para qué sirve, doctor?
—Bueno, en ocasiones, pero en muy raras ocasiones, se emplea en medicina curativa. ¿Se dirigía su hombre de Glasgow a alguna conferencia o a algún congreso médico?
—¡No! —negó rotundamente Preston—, no iba a ninguna conferencia médica.
—Bueno, esto habría representado una posibilidad entre diez de lo que se intentaba… antes de que ustedes le libra sen de su carga. Temo que esto nos deja nueve probabilidades entre diez. Aparte estas dos funciones, el polonio no tiene otro uso conocido en este mundo.
—¿Cuál es la otra?
—Bueno, un disco de polonio de este tamaño no haría nada por sí solo. Pero yuxtapuesto a un disco de otro me tal llamado litio, ambos se combinan para formar un iniciador.
—Un ¿qué?
—Un iniciador.
—Por favor, ¿qué diablos es eso?
—El primero de julio de 1968 —explicó el profesor Krilov—, se firmó el Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares por las entonces tres potencias nucleares del mundo: Estados Unidos, Gran Bretaña y la URSS.
En el Tratado, las tres naciones signatarias se comprometían a no impartir la tecnología o el material capaces de permitir la construcción de un arma nuclear a ninguna nación que no dispusiera de tales tecnología o material. ¿Recuerda esto?
—Sí —respondió Karpov—, hasta aquí lo recuerdo.
—Bien. Las ceremonias de firma del Tratado en Washington, Londres y Moscú, se rodearon de una enorme publicidad que se extendió a todo el mundo. Pero la publicidad brilló completamente por su ausencia en la firma ulterior de cuatro protocolos secretos a dicho Tratado.
Cada uno de estos protocolos preveía una futura contingencia que, no siendo entonces técnicamente posible, se calculaba que podría serlo algún día.
Con el transcurso de los años, los tres primeros protocolos pasaron a la Historia, ya porque se estableció que la contingencia era totalmente imposible, ya porque se descubrió un antídoto capaz de actuar en cuanto la amenaza se convirtiese en realidad. Pero en los primeros años ochenta, el Cuarto Protocolo, que era el más secreto de todos, se convirtió en una pesadilla real.
—¿Qué preveía exactamente ese Cuarto Protocolo? —preguntó Karpov.
—Confiamos en el doctor Rogov para esta información. Como usted sabe, es físico nuclear; ésta es la rama científica en que está especializado. El Cuarto Protocolo preveía adelantos tecnológicos en la fabricación de bombas nucleares, principalmente en los sectores de miniaturización y simplificación. Por lo visto, esto es lo que ha sucedido. De una parte, las armas se han hecho infinitamente más potentes, pero más difíciles de construir y de tamaño más grande. Otra rama de la ciencia avanzó en la dirección contraria. La bomba atómica básica, la que un día dejó caer un gran bombardero sobre el Japón, en 1945, puede hacerse ahora tan pequeña, que quepa en una maleta, y tan sencilla que pueda montarse con una docena de componentes prefabricados, adaptables a la manera de un juego infantil de construcción.
—¿Y era esto lo que prohibía el Cuarto Protocolo?
El profesor Krilov sacudió la cabeza.
—Iba más lejos. Prohibía a cualquiera de las naciones signatarias introducir en el territorio de cualquier nación un ingenio, montado o desmontado en piezas disimuladas y que podría hacerse estallar, digamos, en una casa alquilada o en un piso del corazón de una ciudad.
—Sin un aviso de cuatro minutos —murmuró Karpov—, sin descubrimiento por radar del misil en vuelo, sin posibilidad de contraataque, sin identificación del culpable. Sólo una explosión de un megatón en un lugar cualquiera.
—Exacto —dijo el profesor, asintiendo con la cabeza—. Por esto dije que era una pesadilla real. Las sociedades abiertas de Occidente son más vulnerables, pero nosotros tampoco estamos a salvo de artefactos introducidos de contrabando. Si el Cuarto Protocolo se quebranta un día, será completamente inútil toda esa serie de cohetes y de medidas de defensa electrónicas, en realidad la inmensa mayor parte del complejo armas-industria.
—Y esto era lo que pretendía el plan «Aurora».
Krilov asintió con la cabeza. Se hubiera dicho que se había quedado mudo de repente.
—Pero si ha sido interrumpido y cancelado —siguió diciendo Karpov—, todo el plan ha quedado, como decimos en el Servicio, archivado.
Krilov pareció aferrarse a esta palabra.
—Es verdad. Ahora es un caso archivado.
—Entonces, dígame lo que habría pasado —le apremió Karpov.
—Bueno, el plan «Aurora» consistía en infiltrar en Gran Bretaña a un agente soviético de primera clase que habría alquilado una villa en provincias y se habría convertido en el oficial ejecutor de «Aurora».
Empleando diversos correos, se le habrían llevado, aproximadamente en diez remesas, las piezas de una pequeña bomba atómica de un kilotón y medio de potencia.
—¿Tan pequeña? La de Hiroshima fue de diez kilotones.
—No se pretendía causar grandes daños. En ese caso se habrían cancelado las elecciones generales. Se quería crear un presunto accidente nuclear y asustar al diez por ciento de electores indecisos, para inclinarlos hacia el unilateralismo y hacer que votasen al único Partido favorable al desarme unilateral, es decir, al Partido Laborista.
—Discúlpeme —opuso Karpov—, pero hágame el favor de continuar.
El ingenio habría estallado seis días antes de las elecciones —prosiguió el profesor—. El lugar tenía una importancia vital. Se eligió la base de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos en Suffolk. Por lo visto, los aviones de combate «F-5» tienen allí su base y llevan pequeños ingenios nucleares tácticos, para emplearlos contra nuestras nutridas divisiones de tanques en el caso de que invadiésemos la Europa Occidental.
Karpov asintió con la cabeza. Conocía Bentwaters, y la información era correcta.
—El oficial ejecutor —siguió diciendo el profesor Krilov— habría recibido la orden de llevar el ingenio montado a la alambrada que rodea la base, a primeras horas de la mañana. Creo que toda la base está en el corazón de Rendlesham Forest. Tenía que provocar la explosión precisamente antes del amanecer.
Debido a la pequeñez de la bomba, los daños se habrían limitado a la propia base, que habría quedado volatilizada, además de Rendlesham Forest, tres caseríos, una aldea, la costa y un parque natural de aves. Como la base está junto a la costa de Suffolk, la nube de polvo radiactivo habría sido empujada hacia el mar del Norte por el viento dominante del Oeste. Cuando hubiese llegado a las costas de Holanda, el noventa y cinco por ciento de la misma se habría vuelto inerte o habría caído al mar. La intención no era causar una catástrofe ecológica, sino pánico y una vio lenta ola de odio contra Norteamérica.
—Tal vez no lo habrían creído —dijo Karpov—. Muchas cosas habrían podido salir mal. Quizás habrían podido coger vivo al oficial ejecutor.
El profesor Krilov sacudió la cabeza.
—Rogov pensó en todo ello. Había elaborado un pequeño juego de ajedrez. Habrían dicho al oficial ejecutor que, después de apretar el botón, tenía dos horas para alejarse lo más posible. En realidad, el crono estaba preparado para estallar inmediatamente.
«¡Pobre Petrofski!», pensó Karpov.
—¿Y qué me dice de la credibilidad del accidente? —preguntó.
—La tarde del mismo día de la explosión —explicó Krilov—, un hombre, que es por lo visto un agente secreto soviético, habría volado a Praga y dado una conferencia de Prensa internacional. Es un físico nuclear israelí llamado doctor Nahum Wisser. Al parecer trabaja para nosotros.
El general Karpov puso cara de palo.
—Me sorprende usted —murmuró.
Conocía el historial del doctor Wisser. Éste había tenido un hijo al que quería mucho, y el joven era soldado del Ejército israelí destacado en Beirut en 1982. Cuando los falangistas devastaron los campamentos de refugiados palestinos de Sabra y Shatila, el joven teniente Wisser trató de intervenir. Fue muerto por una bala.
Presentaron al afligido padre —que era ya acérrimo adversario del partido Likud— pruebas cuidadosamente elaboradas de que había sido una bala israelí la que había matado a su hijo. Impulsado por su dolor y por su ira, el doctor Wisser se inclinó un poco más hacia la izquierda y accedió a trabajar para Rusia.
—En todo caso, el doctor Wisser declararía al mundo que había colaborado durante años con los norteamericanos —mediante un intercambio de visitas— en el desarrollo de cabezas nucleares sumamente pequeñas. Esto parece que es verdad. Habría seguido diciendo que había advertido repetidamente a los norteamericanos de que aquellas cabezas pequeñísimas no eran lo bastante estables para permitir un despliegue. Pero los norteamericanos estaban impacientes por desplegar las nuevas cabezas nucleares, con el fin de aumentar el radio de acción de sus «F-5» al permitirles llevar mayor cantidad de carburante.
Se calculaba que aquellas declaraciones, que se publicarían el día después de la explosión, quinto antes de las elecciones, convertirían la ola de antinorteamericanismo en Gran Bretaña en una galerna que ni siquiera los conserva dores podrían confiar en atajar.
Karpov asintió con la cabeza.
—Sí, creo que habría ocurrido esto. ¿Algún fruto más del fértil cerebro del doctor Rogov?
—Mucho más —replicó hoscamente Krilov—. Sugirió que la reacción norteamericana sería una negativa histriónica y violenta. Así, el cuarto día antes de las elecciones, el secretario general anunciaría al mundo que, si los norteamericanos pretendían iniciar un período de locura, allá ellos; pero que él no tenía más alternativa, para la protección del pueblo soviético, que poner todas nuestras fuerzas en alerta roja.
Aquélla noche, uno de nuestros amigos, estrechamente relacionado con Mr. Kinnock, habría apremiado al líder del Partido Laborista para que volase a Moscú, se entrevistase con el secretario general e interviniese en favor de la paz. Si hubiese vacilado, nuestro embajador le habría invitado a acudir a la Embajada para una discusión amistosa sobre la crisis. Enfocado por las cámaras, difícilmente se habría resistido.
Bueno, le habrían dado un visado en pocos minutos y, al amanecer, habría embarcado en un avión de la «Aeroflot». El secretario general le habría recibido ante las cámaras de la Prensa mundial y, unas horas más tarde, se habrían despedido, ambos con semblante sumamente grave.
—Sin duda habría tenido motivos el británico para adoptar esa expresión —presumió Karpov.
—Exacto. Pero durante su viaje de regreso a Londres, el secretario general habría publicado una declaración dirigida al mundo: sólo como resultado de la súplica del líder laborista británico él, el secretario general, había levantado el estado de alerta roja para todas las fuerzas soviéticas. Y Mr. Kinnock habría aterrizado en Londres con el prestigio de un gran estadista.
El día anterior a las elecciones habría pronunciado un elocuente discurso a la nación británica sobre la cuestión de una renuncia definitiva a la locura nuclear, de una vez para siempre. Se calculaba en el plan «Aurora» que los sucesos de los seis últimos días habrían destrozado la alianza tradicional con Norteamérica, restado a los Estados Unidos todas las simpatías que pudiesen tener en Europa e inclinado al diez por ciento del electorado británico, ese diez por ciento vital, a votar por los laboristas. Después de esto, la izquierda dura habría subido al poder. Éste, general, era el plan «Aurora».
Karpov se levantó.
—Ha sido usted muy amable, profesor. Y muy sensato. Guarde silencio y yo haré lo mismo. Como dijo usted, todo está ahora archivado. Y los documentos sobre su hijo permanecerán en mi caja fuerte durante muchísimo tiempo. Adiós. No creo que tenga que volver a molestarle.
Se retrepó en el asiento mientras el «Chaika» volvía a Komsomolski Prospekt. «¡Oh, sí, es brillante! —pensó—; pero ¿habrá tiempo?».
Lo mismo que el secretario general, también él estaba enterado de las próximas elecciones en Gran Bretaña, seña ladas para el mes de junio, dentro de sesenta días. A fin de cuentas, la información al secretario general había pasado por su rezidentura en la Embajada de Londres.
Dio vueltas y más vueltas al plan en su cabeza, en busca de posibles defectos. «Es bueno —pensó al fin—, muy bueno. Con tal de que funcione…». La alternativa sería catastrófica.
—Un iniciador, querido amigo, es una especie de detonador para una bomba —explicó el doctor Wynne-Evans.
—¡Ya! —exclamó Preston.
Se sentía algo confuso. Había habido bombas antes de ahora en Gran Bretaña. Siempre lamentables, pero localizadas. Había visto unas cuantas en Irlanda. Había oído hablar de detonadores, de fulminantes y de disparadores, pero nunca de un iniciador. Sin embargo, parecía que el ruso Semiónov había llevado un componente para un grupo terrorista en alguna parte de Escocia. ¿Qué grupo? ¿El Tartan Army, los anarquistas o una unidad activa del IRA? La conexión rusa era muy extraña; la excursión a Glasgow había valido la pena.
—Ése… iniciador de polonio y litio, ¿podría ser usado en una bomba contra el personal militar? —preguntó.
—Desde luego, joven —respondió el galés—. Mire, un iniciador es lo que dispara un artefacto.