El aeropuerto de Glasgow está a más de doce kilómetros al sudoeste de la ciudad y enlaza con ésta por la autopista M-8. El avión de Preston aterrizó poco después de las cuatro y media y, como sólo llevaba un maletín, Preston estuvo en el vestíbulo diez minutos más tarde. Fue a Información y llamaron a «Mr. Carmichael».
El inspector detective de la Rama Especial apareció, y se presentaron los dos hombres. Cinco minutos después, estaban en el coche del inspector y se dirigían a la ciudad por la autopista cuando empezaba a anochecer.
—Hablemos mientras tanto —sugirió Preston—. Empiece por el principio y dígame qué sucedió.
Carmichael fue breve y preciso. Había muchas lagunas que no podía llenar, pero tuvo tiempo de leer los atestados de los dos agentes y, en particular, el de Craig, por lo cual podía referirle la mayor parte de su contenido. Preston le escuchó en silencio.
—¿Por qué telefoneó usted al Scottish Office y pidió que viniese alguien de Londres? —preguntó al fin.
—Podría estar equivocado, pero creo que aquel hombre podía no ser un marinero mercante —dijo Carmichael.
—Prosiga.
—Es por algo que dijo Craig en la cantina de la comisaría esta mañana —apuntó Carmichael—. Yo no estaba allí, pero oyó el comentario un hombre del CID, y éste me llamó. McBain confirmó lo que dijo Craig. Pero ninguno de los dos lo mencionó en sus declaraciones oficiales. Como sabe usted, éstas sólo versan sobre los hechos, y aquello era sólo una especulación de los agentes. Sin embargo, parecía que valía la pena investigarlo.
—Le escucho.
—Dijeron que cuando encontraron al marinero, estaba acurrucado en posición fetal, con los brazos cruzados sobre la bolsa de lona, la cual apretaba contra su vientre. Según la frase empleada por Craig, parecía protegerla como a un niño pequeño.
Preston comprendió que, en efecto, aquello era muy extraño. Si a un hombre le están casi matando a patadas su instinto le impulsa a encogerse, como había hecho Semiónov, pero también a emplear las manos para proteger se la cabeza. ¿Por qué tenía un hombre que aguantar las patadas que daban a su cabeza descubierta, sólo para proteger una bolsa de lona carente de valor?
—Entonces —siguió diciendo Carmichael— empecé a preguntarme sobre la hora y el lugar. Los marineros que desembarcan en el puerto de Glasgow suelen ir a «Betty’s» o al «Stable Bar». Aquél hombre estaba a seis kilómetros de los muelles y caminaba por una vía de dos carriles hacia ninguna parte, mucho después de la hora de cerrar las tiendas y sin ningún bar a la vista. ¿Qué diablos hacia allí a aquella hora?
—Una buena pregunta —dijo Preston—. ¿Qué más?
—Ésta mañana, a las diez, fui a la autopsia. El cadáver estaba destrozado por la caída, pero la cara se había conservado bien, salvo en un par de moretones. Los neds le propinaron casi todos los golpes detrás de la cabeza y en la espalda. Ya he visto antes muchas caras de marineros mercantes. Están curtidas por el tiempo, tostadas por el sol, surcadas de arrugas y morenas. Aquél hombre tenía la cara fofa y pálida, la cara de un hombre no acostumbrado a vivir en un barco.
Además, estaban las manos. Hubiesen debido ser morenas en el dorso y callosas en las palmas. Pero no eran suaves y blancas, como las de un oficinista. Por último, los dientes. Lo normal es que un marinero de Leningrado tenga los dientes cuidados de un modo rudimentario, con empastes sencillos y piezas de acero, al estilo ruso. Éste llevaba empastes y dos fundas de oro.
Preston asintió, aprobador. Carmichael era muy sagaz. Llegó al aparcamiento del hotel donde Carmichael reservó una habitación para Preston aquella noche.
—Una última cosa —dijo Carmichael—. No es más que un detalle, pero puede significar algo. Antes de la autopsia, el cónsul soviético fue a ver a nuestro superintendente en Pitt Street. Yo estaba también allí. Pareció que iba a formular una protesta, pero entonces llegó el capitán del barco, acompañado de su oficial político. Éste se llevó al cónsul al pasillo, donde hablaron en voz baja. Cuando el cónsul volvió, era todo amabilidad y comprensión. Fue como si el oficial político le hubiese dicho algo acerca del muerto. Tuve la impresión de que no querían remover el asunto hasta haber consultado a la Embajada.
—¿Ha dicho usted a alguien del Cuerpo uniformado que yo iba a venir? —preguntó Preston.
—Todavía no —respondió Carmichael—. ¿Quiere que lo haga?
Preston sacudió la cabeza.
—Espere hasta mañana. Entonces decidiremos. Puede que no sea nada.
—¿Desea algo más?
—Copias de las diversas declaraciones, de todas ellas si puede ser. Y la lista de los efectos personales del hombre. A propósito, ¿dónde están?
—Guardados bajo llave en la comisaría de Partick. Obtendré las copias y se las dejaré aquí más tarde.
El general Karpov llamó a un amigo del GRU y le explicó un cuento, diciéndole que uno de sus correos le había traído de Paris un par de botellas de coñac francés. Él no lo tomaba nunca, pero debía un favor a Piotr Marchenko. Llevaría el coñac a su dacha aquel fin de semana. Pero necesitaba saber si habría alguien allí para recibirlo. ¿Sabía su colega el número de teléfono de Marchenko en Peredelkino? El hombre del GRU lo sabía. Se lo dio a Karpov y no volvió a pensar en el asunto.
La mayor parte de las dachas de los personajes soviéticos tienen un ama de llaves o un criado permanentes durante los meses de invierno, para mantener el fuego siempre encendido, a fin de que su amo no se hiele de frío durante los fines de semana. Fue el ama de llaves de Marchenko la que se puso al aparato. Si, el general era esperado allí el día siguiente, viernes; solía llegar alrededor de las seis de la tarde. Karpov le dio las gracias y colgó. Decidió despedir a su chófer, conducir él mismo y sorprender a las siete al general del GRU.
Preston yacía despierto en la cama, pensando. Carmichael le había llevado todas las declaraciones tomadas en la Western Infirmary y en la Comisaría. Como todas las declaraciones que toma la Policía, eran altisonantes y formales, muy diferentes de como suele narrar la gente lo que ha visto y oído. Desde luego, los hechos estaban allí, pero no las impresiones.
Lo que Preston no podía saber —porque Craig no lo había mencionado y la enfermera del pabellón no lo había visto— era que, antes de echar a correr por el pasillo entre los cuartos de reconocimiento, Semiónov había tratado de coger el bote de tabaco. Craig había dicho, simplemente, que el lesionado «le había empujado».
Tampoco le ayudaba mucho la lista de efectos persona les. En ella se mencionaba un bote redondo de tabaco «y su contenido», que podía ser muy bien un par de onzas de picadura.
Preston repasó mentalmente las posibilidades. Una de ellas era que Semiónov fuese un ilegal desembarcado en Gran Bretaña. Deducción: muy improbable. Figuraba en la lista de tripulantes del barco y se habría notado su ausencia al zarpar el barco rumbo a Leningrado.
Bien. Otra posibilidad era la de que tuviese que llegar a Glasgow en el buque y embarcar en él el jueves por la noche. ¿Qué estaba haciendo de madrugada en mitad de la Great Western Road? Iba a «dejar» algo o a acudir a una cita. Bien. O tal vez a recoger un paquete para llevarlo a Leningrado. Todavía mejor. Pero después de esto se agotaban las alternativas.
Si había entregado lo que había venido a entregar, ¿por qué tratar de proteger la bolsa como si en ello le fuese la vida? El contenido ya no estaría en ella.
Si había venido a recoger algo, pero no lo había hecho todavía, era válido el mismo razonamiento. Y si ya lo había recogido, ¿por qué no era algo tan interesante como un fajo de papeles encontrado sobre su persona?
Si lo que había venido a entregar o a recoger podía ocultarse en el cuerpo, ¿por qué llevar una bolsa de lona? Y si era algo cosido en su anorak o en sus pantalones, o escondido en el tacón de un zapato, ¿por qué no dejar que los neds se llevasen la bolsa que querían arrebatarle? Podía haberse ahorrado una paliza y acudir a la cita o volver a su barco —según la dirección en que anduviese— sólo con un par de moretones.
Preston pensó en otras «posibilidades». Había venido como correo para entrevistarse personalmente con un ilegal soviético que residía ya en Gran Bretaña. ¿Para transmitirle verbalmente un mensaje? No era probable, ya que hay maneras mucho mejores para comunicar información en clave. ¿Para recibir un informe de palabra? La misma respuesta. ¿Para sustituir a un ilegal residente? No; la fotografía de su libreta de salarios era indudablemente la de Semiónov. Si hubiese tratado de cambiar de papel con un ilegal, Moscú le habría proporcionado un duplicado de la libreta de salarios con la fotografía adecuada, de modo que el hombre al que hubiese sustituido pudiese salir en el Komarov como el marinero Semiónov. Y habría llevado encima la libreta de salarios. A menos que estuviese cosida en el forro… ¿de qué? ¿En el forro de la chaqueta? Entonces, ¿por qué recibir una paliza para proteger la bolsa? ¿O quizás en el fondo de la propia bolsa? Esto era mucho más probable.
Todo parecía llevar a aquella maldita bolsa. Poco antes de la medianoche telefoneó a Carmichael a su casa.
—¿Puede recogerme a las ocho? —preguntó—. Quisiera ir a Partick y echar un vistazo a los efectos personales. ¿Podría ayudarme en esto?
El viernes por la mañana, mientras desayunaban, Yevgueni Karpov dijo a su esposa Ludmilla:
—¿Puedes llevar a los chicos a la dacha esta tarde, en el «Volga»?
—Desde luego. ¿Te reunirás con nosotros cuando salgas de la oficina?
Él asintió distraídamente.
—Pero llegaré tarde. Tengo que ver a alguien del GRU.
Ludmilla Karpova suspiró para si. Sabía que él tenía una amiguita, una bonita secretaria, en un pequeño apartamento del distrito de Arbat. Lo sabía porque las mujeres hablan, y en una sociedad tan estratificada como la suya, la mayoría de sus amigas eran esposas de otros oficiales de parecida categoría. También sabía que él no sabía que ella lo supiese.
Ludmilla tenía cincuenta años y llevaban veintiocho de casados. Había sido un buen matrimonio, dentro de lo que permitía el trabajo del marido, y ella había sido una buena esposa. Como otras que se habían casado con oficiales del PDP, hacía tiempo que había perdido la cuenta de las noches que había pasado esperando, mientras él se hallaba recluido en la habitación de mensajes en clave de una Embajada en suelo extranjero. Había aguantado el tedio infinito de innumerables cócteles diplomáticos, sin hablar ninguna lengua extranjera, mientras su marido iba de un lado para otro, elegante, afable, hablando con fluidez inglés, francés o alemán, y hacía su labor bajo la capa de la Embajada.
Había perdido la cuenta de las semanas que había pasado sola cuando los niños eran pequeños y él era un joven oficial, en un pequeño y atestado apartamento, sin servicio doméstico, mientras él realizaba un encargo o una misión, o esperaba a la sombra del Muro de Berlín la llegada de un correo que volvía al Este.
Conoció el pánico y el miedo indecible que sienten incluso los inocentes cuando un colega, con destino en el extranjero, se pasa a Occidente, y los hombres del KR (contraespionaje) la interrogaron durante horas sobre cualquier cosa que hubiese podido oír que el hombre decía a su mujer. Había observado, compadecida, cómo la mujer del desertor, que tal vez había sido amiga suya pero a la que ahora no se habría atrevido a tocar desde lejos con un palo esterilizado, era llevada al avión de «Aeroflot» que estaba esperando. Eran gajes del oficio, le había dicho él para consolarla.
De esto hacía ya mucho tiempo. Ahora su Zhenia era general el apartamento de Moscú era espacioso y aireado; ella había hecho de la dacha un lugar delicioso, tal como sabía que le gustaba a él, con muebles de pino y esteras, cómoda pero rústica. Los dos muchachos eran el orgullo de sus padres; ambos estaban en la Universidad, el uno, estudiando para médico, y el otro, para físico. Se habían acabado los horribles apartamentos en las Embajadas, y dentro de tres años, él podría retirarse con honores y con una buena pensión. Y si su marido buscaba un poco de distracción una noche a la semana, no era en esto diferente de la mayoría de sus contemporáneos. Quizás era mejor esto que tener un marido borracho, como algunas, o que fuese enviado a terminar su carrera en una remota y olvidada República asiática. Sin embargo, suspiró para sus adentros.
La comisaría de Policía de Partick no es el edificio más espléndido de la hermosa ciudad de Glasgow, y los trámites subsiguientes a la agresión y el suicidio de la noche última habían pasado a ser cuestión de rutina. El sargento de guardia dejó su puesto a un agente y condujo a Carmichael y a Preston a la parte de atrás de la Comisaría y abrió una habitación llena de archivadores. Aceptó sin sorprenderse el carné de Carmichael y su explicación de que él y su colega tenían que examinar los efectos personales de la víctima para completar sus propios informes, ya que el muerto era un marinero extranjero, etcétera. El sargento sabía lo que eran los informes; se había pasado media vida redactándolos. Pero no salió de la estancia mientras ellos abrían las bolsas y examinaban su contenido.
Preston empezó por los zapatos, buscando tacones falsos, suelas de quitapón, o cavidades en las punteras. Nada. Los calcetines, lo mismo que los calzoncillos, le llevaron menos tiempo. Desprendió la tapa del destrozado reloj de pulsera, pero no encontró nada en él. Se entretuvo más con los pantalones; palpó las costuras y los dobladillos, en busca de puntadas nuevas o abultamientos que no pudiesen explicarse por una doble capa de tejido. Nada.
El jersey de cuello de tortuga que había llevado el hombre fue tarea más fácil: no había costuras, ni papeles ocultos, ni bultos. Pasó mucho más rato con el anorak, pero tampoco obtuvo resultado positivo. Cuando llegó a la bolsa de lona, estaba más convencido que nunca de que, si el misterioso camarada Semiónov llevaba algo consigo, tenía que estar en ella.
Empezó por el suéter enrollado, más con fines de eliminación que por cualquier otra causa. No había nada en él. Luego siguió por la bolsa propiamente dicha. Tardó media hora en convencerse de que la base no era más que un disco reforzado de lona, de que los costados sólo tenían una lona y de que los ojales no eran transmisores en miniatura ni hilos de una antena secreta.
Sólo quedaba el bote de tabaco. Era de procedencia rusa, un bote corriente con tapa de rosca, y aún olía débilmente a tabaco fuerte. El algodón en rama no era más que eso algodón en rama, lo cual dejaba sólo los tres discos de metal; dos de ellos parecían de aluminio y pesaban poco; el otro era opaco como el plomo y pesado. Los contempló fijamente durante un rato, sobre la mesa; Carmichael le miraba, y el sargento miraba al suelo.
Le intrigó no lo que eran, sino lo que no eran. No eran nada. Los discos de aluminio habían estado encima y de bajo del disco pesado; éste tenía cinco centímetros de diámetro, y los más ligeros, siete centímetros. Trató de imaginar para qué podían servir en comunicaciones por radio, en cifrado y descifrado, en fotografía. Y la respuesta fue: para nada. No eran más que unos discos de metal. Y, sin embargo, estaba más convencido que nunca de que un hombre había muerto antes de dejarlos caer en manos de los neds, que los habrían arrojado a la alcantarilla, o de dejarse interrogar acerca de ellos.
Se levantó y propuso que fuesen a almorzar. El sargento, que tenía la impresión de que había perdido la mañana, volvió a meter los efectos personales en sus bolsas y en cerró de nuevo éstas en su armario. Después les acompañó a la puerta.
Durante el almuerzo en el «Pond Hotel» —Preston había sugerido que pasasen por el lugar de la agresión—, el inglés se excusó diciendo que tenía que hacer una llamada telefónica.
—Puede ser que tarde un rato —dijo a Carmichael—. Tome un coñac a la salud de los ingleses.
Carmichael le hizo un guiño.
—Lo haré, y brindaré por Bannockburn.
Cuando ya no lo podían ver desde el comedor, Preston salió del hotel y se dirigió a la gasolinera, donde hizo varias pequeñas compras en la tienda de accesorios contigua. Después volvió al hotel y telefoneó a Londres; dio el número de la comisaría de Partick y dijo a su ayudante Bright la hora exacta en que quería que llamase.
Media hora más tarde estaban de nuevo en la Comisaría, donde el visiblemente malhumorado sargento los condujo una vez más a la estancia en que se guardaban los objetos. Preston se sentó detrás de la mesa, de cara al teléfono de pared, al otro lado de la estancia. Sobre la mesa, delante de él, levantó una barricada con la ropa de los diversos paquetes. A las tres sonó el teléfono; la centralita pasó la llamada de Londres a la extensión. El sargento se puso al aparato.
—Es para usted, señor. Le llaman desde Londres —dijo a Preston.
—¿Le importaría contestar usted? —preguntó Preston a Carmichael—. Pregunte si es urgente.
Carmichael se levantó y cruzó la habitación hasta llegar junto al sargento que sostenía el teléfono. Durante un segundo, los dos escoceses permanecieron de cara a la pared.
Diez minutos más tarde, Preston declaró que había terminado su trabajo. Carmichael le condujo de nuevo al aeropuerto.
—Redactaré un informe, desde luego —dijo Preston—. Pero no veo por qué diablos estaba tan atribulado el ruso. ¿Cuánto tiempo estarán los objetos guardados en Partick?
—¡Oh, quizá semanas! Ya se lo han dicho al cónsul soviético. La búsqueda de los neds continúa, pero será larga. Tal vez pillemos a uno de ellos por otro delito y consigamos que «cante», pero lo dudo.
Preston fue a buscar la tarjeta de embarque. El avión saldría dentro de poco.
—Mire usted —declaró Carmichael a Preston al despedirle—, lo más estúpido de este asunto es que, si el ruso hubiese conservado la sangre fría, le habríamos llevado a su barco con sus cosas y presentado nuestras disculpas.
Cuando el avión hubo despegado, Preston se dirigió a uno de los lavabos, para estar solo, y examinó los tres discos que había envuelto en su pañuelo. Seguían sin decirle nada.
De momento le bastarían las tres juntas que había comprado en la tienda de accesorios y adaptado a los «juguetes» del ruso. Mientras tanto, había un hombre dispuesto a echar un vistazo a los discos. Trabajaba fuera de Londres, y Bright le pediría que se quedase aquella tarde del viernes hasta que llegase Preston.
Karpov llegó a la dacha del general Marchenko en plena oscuridad, poco después de las siete. El ayudante del general le abrió la puerta y le hizo pasar al cuarto de estar. Marchenko se había puesto en pie y pareció agradablemente sorprendido al ver a su amigo del otro y más importan te Servicio de Información.
—¡Yevgueni Sergueivich! —exclamó—, ¿qué te trae a mi humilde morada?
Karpov llevaba una bolsa en la mano. La levantó y hurgó en su interior.
—Uno de mis muchachos acaba de volver de Turquía vía Armenia —dijo—. Un muchacho avispado que nunca viene con las manos vacías. Como tiene amigos en Anatolia se detuvo en Ereban y se hizo con éstas.
Sacó una de las cuatro botellas que contenía la bolsa eran del mejor coñac armenio. A Marchenko se le alegraron los ojos.
—«¡Ajtamar!» —gritó—, nada mejor para el PDP.
—Bueno —siguió diciendo alegremente Karpov—, me dirigía a mi propia casa, carretera arriba, cuando pensé: «¿Quién me acompañaría a tomar una copa de Ajtamar?». Y en seguida tuve la respuesta: «El viejo Piotr Marchenko». Así, di un corto rodeo. ¿Vamos a ver a qué sabe? Marchenko se desternilló de risa.
—¡Trae unos vasos, Sasha! —gritó.
Preston aterrizó momentos antes de las cinco, recogió su coche en el aparcamiento y se dirigió a la autopista M-4. En vez de girar al Este para ir a Londres, tomó el carril occidental hacia Berkshire. En treinta minutos llegó a su destino, una institución en las afueras del pueblo de Aldermaston.
Conocido simplemente como «Aldermaston», el Instituto de Investigación de Armas Atómicas, tan apreciado por los pacifistas que buscan un objetivo, es de hecho una unidad de disciplinas múltiples. Desde luego, proyecta y construye ingenios nucleares, pero también realiza estudios sobre química, física, explosivos convencionales, ingeniería matemáticas puras y aplicadas, radio biología, medicina, planes de salud y seguridad y electrónica. Y tiene un excelente departamento de metalurgia.
Años antes, uno de los científicos de Aldermaston dio una conferencia a un grupo de oficiales de Información en el Ulster, sobre las clases de metales preferidos para sus ingenios por los fabricantes de bombas del IRA. Preston estuvo presente en el salón de conferencias y recordaba el nombre del científico galés.
El doctor Dafydd Wynne-Evans le estaba esperando en el vestíbulo. Preston se presentó y recordó al doctor Wynne-Evans su conferencia pronunciada muchos años antes.
—¡Vaya, vaya, tiene usted buena memoria! —exclamó con su cantarín acento galés—. Bueno, Mr. Preston, ¿en qué puedo servirle?
Preston buscó en su bolsillo, sacó el pañuelo y lo desplegó para mostrar los tres discos que contenía.
—Se le ocuparon a alguien en Glasgow —dijo—. Constituyen un misterio para mí. Quisiera saber lo que son y para qué pueden ser empleados.
El doctor los miró atentamente.
—¿Cree usted que para fines nefandos?
—Podría ser.
—Es difícil decirlo sin hacer unas pruebas —replicó el metalúrgico—. Mire, esta noche tengo una cena y mi hija se casa mañana. ¿Puedo hacer las pruebas el lunes y llamarle por teléfono?
—Me parece muy bien —convino Preston—. También yo quiero tomarme un par de días de asueto. Estaré en casa. Le daré mi número de teléfono en Kensington.
El doctor Wynne-Evans subió rápidamente la escalera, guardó los discos en su caja fuerte, se despidió de Preston y salió apresuradamente para ir a su cena. Preston emprendió el regreso a Londres.
Mientras conducía, la estación escucha de Menwith Hill, en Yorkshire, captó un solo «chirrido» de una emisora clan destina. Menwith fue la primera en captarlo, pero Brawdy, en Gales, y Chicksands en Bedfordshire, también lo percibieron, y computaron las coordenadas. Estaba en algún lugar de los montes, al norte de Sheffield.
Cuando la Policía de Sheffield llegó al lugar, éste resultó ser una pequeña zona de aparcamiento en una carretera solitaria entre Barnsley y Pontefract. Pero allí no había nadie.
Más tarde, aquella noche, uno de los oficiales de guardia en la JCG de Cheltenham aceptó una copa en la oficina del director del servicio.
—Es el mismo tipo —comentó—. Va en coche y tiene un buen aparato. El mensaje sólo estuvo cinco segundos en el aire y parece indescifrable. Primero fue en el distrito de Derbyshire Peak y ahora en los montes de Yorkshire. Parece que está en alguna parte del norte de las Midlands.
—Hay que seguir vigilándole —dijo el director—. Hacía siglos que no teníamos un transmisor «durmiente» que entrara súbitamente en actividad. Me pregunto qué estará diciendo.
Lo que el comandante Valeri Petrofski había dicho, aun que transmitido por su operador cuando hacía tiempo que él se había ido, era: «Correo Dos no compareció. Informen urgentemente llegada sustituto».
La primera botella de «Ajtamar» estaba vacía sobre la mesa, y la segunda se hallaba ya más que empezada. Marchenko se había puesto colorado, pero podía aguantar dos botellas al día cuando se le antojaba, y aún estaba en sus cabales.
Karpov, aunque raras veces bebía por placer y menos aún a solas, había preparado su estómago durante años en el circuito diplomático. Tenía la cabeza clara cuando lo necesitaba. Aparte de esto, había tomado casi medio kilo de mantequilla antes de salir de Yasiénevo y, aunque había estado a punto de vomitar por su causa, la grasa revestía su estómago y retrasaba el comienzo de los efectos del alcohol.
—¿Qué has estado haciendo estos días, Peter? —preguntó, empleando la forma diminutiva y familiar del nombre.
Marchenko frunció los párpados.
—¿Por qué me lo preguntas?
—Vamos, Peter, hace mucho tiempo que nos conocemos. ¿Recuerdas cuando te saqué de apuros en Afganistán hace tres años? Me debes un favor. ¿Qué es lo que pasa?
Marchenko lo recordaba. Asintió solemnemente con la cabeza. En 1984 dirigía una importante operación del GRU contra los rebeldes musulmanes cerca del desfiladero de Kvber. Había un jefe guerrillero particularmente famoso que dirigía incursiones en Afganistán, empleando como bases los campamentos de refugiados en el interior del Paquistán. Marchenko había enviado imprudentemente un pelotón indígena al otro lado de la frontera para sorprenderle. Los expedicionarios tuvieron mala suerte. Los afganos prosoviéticos habían sido desenmascarados por los partisanos y sufrido una muerte horrible. El único ruso que les acompañaba tuvo la suerte de sobrevivir; los patanos lo entregaron a las autoridades paquistaníes del distrito fronterizo del Noroeste, confiando en obtener a cambio algunas armas.
Marchenko estuvo en un brete. Había apelado a Karpov —que a la sazón era jefe del Directorio de ilegales—, y Karpov puso en peligro a uno de sus mejores agentes secretos en Islamabad para conseguir que el ruso fuese «soltado» y devuelto a la frontera. Un grave incidente internacional podía haber destrozado a Marchenko, que se habría sumado a la larga lista de oficiales soviéticos cuyas carreras se habían truncado en aquel desdichado país.
—Sí, de acuerdo, sé que estoy en deuda contigo, Zhenia, pero no me preguntes lo que he estado haciendo durante las últimas semanas. Una misión especial y muy reservada. Ya sabes lo que quiero decir: nada de nombres ni de irse de la lengua.
Se golpeó un lado de la nariz con un índice que parecía una salchicha y asintió solemnemente con la cabeza. Karpov se inclinó hacia delante y, cogiendo la tercera botella, llenó el vaso del general del GRU.
—Claro que lo sé, y lamento haberte preguntado —replicó, en tono tranquilizador—. No volveré a mencionarlo. No volveré a referirme a la operación.
Marchenko le amonestó con un dedo. Tenía los ojos enrojecidos. A Karpov le recordó un oso herido en una espesura; en vez de dolor y pérdida de sangre, tenía el cerebro nublado por el alcohol, pero seguía siendo peligroso.
—No hay operación, ninguna operación, asunto concluido. Juramos guardar el secreto… todos nosotros. La cosa viene de arriba…, de mucho más arriba de lo que puedas imaginarte. No vuelvas a mencionarlo, ¿de acuerdo?
—Ni soñarlo —afirmó Karpov, llenando de nuevo los vasos.
Aprovechaba la borrachera de Marchenko para echar más licor en el vaso del hombre del GRU que en el suyo propio, pero aún tenía que esforzarse por enfocar la mirada.
Dos horas más tarde, un tercio de la última botella de «Ajtamar» había sido consumido. Marchenko estaba derrengado, hundida la barbilla sobre el pecho. Karpov levantó su vaso, en otro de sus interminables brindis.
—Bebamos por el olvido.
—¿El olvido?
Marchenko sacudió la cabeza, con asombro.
—Estoy perfectamente. Puedo seguir bebiendo hasta que vosotros, los borrachos del PDP, rodéis por debajo de la mesa. No soy desmemoriado…
—No —rectificó Karpov—, he querido decir por el olvido del Plan. Es mejor que lo olvidemos, ¿no?
—¿«Aurora»? Está bien, olvidémoslo. Pero era una magnifica idea.
Bebieron. Karpov volvió a llenar los vasos.
—¡Al diablo con ellos! —exclamó—. Que se joda Philby… y el académico.
Marchenko asintió con la cabeza, y el coñac que no acertó a llevarse a la boca le goteó por la barbilla.
—¿Krilov? Un imbécil. Olvídalos a todos.
Era medianoche cuando Karpov, tambaleándose, se dirigió a su coche. Se apoyó en un árbol, se metió dos dedos en la boca y devolvió lo que pudo sobre la nieve, aspirando bocanadas del helado aire nocturno. Luego se sintió un poco mejor, pero el trayecto hasta su dacha le resultó un infierno. Llegó con una raspadura en un guardabarro y dos feas abolladuras. Ludmilla estaba todavía levantada, envuelta en un abrigo casero, y le metió en la cama, espantada de que hubiese venido conduciendo desde Moscú en aquellas condiciones.
El sábado por la mañana, John Preston se dirigió a Tombridge a recoger a su hijo Tommy. Como de costumbre cuando su padre iba a buscarle al colegio, el muchacho soltó un alud de palabras, recuerdos del curso que acababa de terminar, proyectos para el próximo, planes para las vacaciones que empezaban, alabanzas de sus mejores amigos y sus virtudes, censuras por las infamias de aquellos que le eran antipáticos.
Cargaron las maletas en el portaequipajes, y el viaje de vuelta a Londres fue una delicia para John Preston. Dijo todo lo que había proyectado para la semana que pasarían juntos y se sintió feliz ante las muestras de aprobación del muchacho. La cara de éste se ensombreció sólo cuando su padre recordó que, después de esta semana, tendría que volver al elegante, pulcro y carísimo apartamento de May fair, donde vivía Julia con su compañero confeccionista de trajes femeninos. El hombre era lo bastante viejo como para ser su abuelo, y Preston sospechó que cualquier estropicio en el piso causaría un grave enrarecimiento de la atmósfera.
—Papá —dijo Tommy, mientras cruzaban el puente de Vauxhall—, ¿por qué no puedo quedarme todo el tiempo contigo?
Preston suspiró. No era fácil explicar a un chico de doce años la ruptura de un matrimonio y el precio que había que pagar por ello.
—Porque tu mamá y Archie —explicó, eligiendo bien las palabras— no están en realidad casados. Si yo insistiese en divorciarme oficialmente de mamá, ésta podría pedir que le pasase una pensión por alimentos. Y yo no podría pasársela con el salario que cobro. Al menos, no bastaría para mi manutención y la de ella y para pagar tus estudios. No llegaría para tanto. Y si no pudiese pagarle la pensión, el tribunal podría resolver que fueses a vivir con tu mamá. Entonces no nos veríamos con tanta frecuencia como ahora.
—No sabía que fuese cuestión de dinero —dijo tristemente el chico.
—La mayor parte de las cosas tienen que ver con el dinero. Es triste, pero cierto. Si, hace unos años, hubiese sido yo capaz de sostener un tren de vida mejor para los tres, es posible que mamá y yo no nos hubiésemos separado. Yo no era más que un oficial del Ejército y, aunque salí de él para ingresar en el Ministerio del Interior, el salario era todavía insuficiente.
—¿Qué haces en el Ministerio del Interior? —preguntó el muchacho.
Cambiaba de tema para no seguir hablando de la separación de sus padres, como suelen hacer los chicos cuando tratan de borrar de la mente algo que les duele.
—¡Oh, soy una especie de funcionario civil poco importante! —replicó Preston.
—¡Caramba, debe de ser muy aburrido!
—Sí —confesó Preston—, supongo que en realidad lo es.
Yevgueni Karpov se despertó al mediodía con una resaca monumental, que a duras penas pudo mitigar con media docena de aspirinas. Después del almuerzo se sintió algo mejor y decidió ir a dar un paseo.
Había algo en el fondo de su mente; un recuerdo, una vaga impresión de que había oído el nombre de Krilov en alguna parte y en un pasado no muy remoto. Y eso le preocupaba. Uno de los libros de referencias que guardaba en la dacha le había dado los detalles del profesor Krilov, Vladimir Ilich: historiador, profesor de la Universidad de Moscú, antiguo miembro del Partido, miembro de la Academia de Ciencias, miembro del Soviet Supremo, etcétera. Todo esto lo sabía; pero había algo más.
Caminó sobre la nieve, cabizbajo y sumido en honda reflexión. Los chicos habían salido con sus esquíes para aprovechar la última nieve en polvo antes de que el inminente deshielo lo echase todo a perder. Ludmilla Karpova seguía a su marido. Consciente de su humor, se abstenía de interrumpirle.
La noche anterior se había sorprendido, aunque muy agradablemente, al ver el estado en que se hallaba su marido. Sabía que éste casi no bebía, y nunca en tal cantidad, cosa que excluía una visita a su amiga. Tal vez había estado realmente con un colega del GRU, uno de los llamados «vecinos». Desde luego, algo le preocupaba, pero no se trataba de ninguna aventura amorosa.
Poco después de las tres, se hizo la luz en su cerebro. Se detuvo a varios metros delante de su mujer, exclamó «¡Maldita sea! ¡Claro!», y se animó de pronto. Tomó a Ludmilla del brazo, deshaciéndose en sonrisas, y volvieron juntos a la dacha.
El general Karpov sabía que a la mañana siguiente tendría que hacer alguna investigación discreta en su oficina y que el lunes por la tarde haría una visita al profesor Krilov en su apartamento de Moscú.