Capítulo 14

El general Yevgueni Karpov subió los últimos escalones de la tercera planta del bosque de apartamentos de Prospekt Mira y llamó al timbre. Después de unos minutos se abrió la puerta. La esposa de Philby apareció en el umbral. Karpov pudo oír el ruido que hacían en el interior unos niños que tomaban el té. Había elegido la seis de la tarde, pensando que a esta hora habrían regresado del colegio a casa.

—¡Hola, Erita!

Ella echó la cabeza atrás en un ligero ademán de saffo. Una dama muy precavida. Tal vez sabía que Karpov no admiraba a su marido.

—Camarada general…

—¿Está Kim en casa?

—No. Está fuera.

No «ha salido», sino «está fuera», pensó Karpov. Simuló sorpresa.

—¡Oh, esperaba encontrarle! ¿Sabe cuándo volverá?

—No. Lo sabré cuando regrese.

—¿Tiene alguna idea de dónde podría encontrarle?

—No.

Karpov frunció el ceño. Algo que Philby había dicho en aquella cena de Kriuchkov… acerca de que no podía conducir desde que había tenido aquel ataque. Karpov había mirado ya en el aparcamiento del sótano. El «Volga» de Philby estaba allí.

—Creía que usted le llevaba en el coche estos días, Erita.

Ella sonrió a medias. Su expresión no era la de una mujer a la que hubiese abandonado su marido, sino más bien la de la esposa cuyo marido ha obtenido un ascenso.

—Ya no he de hacerlo. Tiene un chófer.

—Lo celebro. Bueno, siento no haberle encontrado. Trataré de ponerme al habla con él cuando regrese.

Bajó la escalera sumido en profunda reflexión. Los coroneles retirados no suelen tener chófer personal. De nuevo en su propio piso, a dos manzanas de la parte trasera del «Hotel Ukraina», llamó al parque móvil de la KGB y preguntó por el encargado principal. Cuando se identificó, fue atendido inmediatamente. Se mostró halagador y cordial.

—No suelo prodigar las alabanzas, pero creo que hay que hacerlo cuando se ha hecho un buen trabajo.

—Gracias, camarada general.

—Me refiero al chófer que ha estado al servicio de mi amigo, el camarada coronel Philby. Éste le tiene en gran estima. Dice que es un conductor excelente. Si el mío se pone enfermo algún día, quiero que me atienda él.

—Gracias de nuevo, camarada general. Se lo diré yo mismo al conductor Gregoriev.

Karpov colgó. El conductor Gregoriev. Nunca había oído hablar de él. Pero una charla reservada con el hombre podía resultar útil.

A la mañana siguiente, 8 de abril, el Akademik Komarov entró pausadamente en el Clyde, rumbo al puerto de Glasgow. Se detuvo brevemente en Greenock para recoger al práctico y a dos agentes de la Aduana.

Tomaron la acostumbrada copa en el camarote del capitán y comprobaron que el barco procedía de Leningrado e iba en lastre para recoger un cargamento de accesorios de bomba, de gran resistencia, de «Weir of Cathcart Limited». Los aduaneros inspeccionaron la lista de tripulantes, pero no se fijaron en ningún nombre en particular. Más tarde se establecería que el marinero Konstantin Semiónov estaba en la lista.

—La práctica habitual, cuando los ilegales soviéticos entran en barco en un país, es que no figuren en la lista de tripulantes. Llegan acurrucados en un diminuto recinto o agujero hábilmente practicado en la estructura del barco y tan bien disimulado que ni la inspección más minuciosa podría descubrirlo. De esta manera, si el hombre, por motivos operacionales o accidentales, no regresa en el mismo barco, no hay discrepancia en la lista de tripulantes. Pero ahora se trataba de una operación precipitada. No había habido tiempo para cambios estructurales.

El tripulante extraordinario había llegado con los hombres de Moscú sólo unas horas antes de que el Komarov zarpase de Leningrado rumbo a Glasgow, en una larga travesía, para cargar materiales, y el capitán y su oficial político no habían tenido más remedio que incluirle en la lista. Su hoja de salarios como marinero estaba en orden y, según habían dicho, el hombre regresaría.

Sin embargo, el individuo se instaló en un camarote y pasó en él todo el viaje, y los dos marineros auténticos que hubiesen debido ocuparlo, tuvieron que dormir en sacos en el suelo del comedor de oficiales. Los sacos habían sido retirados cuando subió a bordo el práctico escocés. En su camarote, y muy nervioso por razones evidentes, el correo Dos estaba esperando que llegase la medianoche.

Cuando el práctico de Clyde estaba en el puente del Komarov masticando los bocadillos del desayuno, y los campos de Strathclyde se deslizaban a ambos lados del barco, era ya mediodía en Moscú. Karpov volvió a llamar al parque móvil de la KGB. Como sabía muy bien, había otro encargado de servicio.

—Parece que mi chófer ha cogido la gripe —dijo—. Terminará su jornada, pero mañana le daré el día libre.

—Cuidaré de enviarle un sustituto, camarada general.

—Quisiera que fuese el conductor Gregoriev. ¿Está disponible? Tengo de él las mejores referencias.

—Se oyó un rumor de papeles, al buscar el encargado en sus fichas… —En efecto. Ha estado de servicio, pero ya ha vuelto al parque.

—Muy bien. Dígale que se presente en mi piso de Moscú a las ocho de la mañana. Yo tendré las llaves, y el «Chaika» estará en el sótano.

«Esto es cada vez más extraño», pensó mientras colgaba el teléfono. Gregoriev había tenido que conducir el coche de Philby durante un tiempo. ¿Por qué? ¿Porque era demasiado para Erita? ¿O para que Erita no supiese lo que pasaba? Y ahora, el hombre volvía a estar en el parque móvil. ¿Qué quería decir esto? Probablemente, que Philby estaba ahora en otra parte y ya no necesitaba un chófer, por lo menos hasta el final de la operación en que estuviese metido.

Aquélla noche, Karpov dijo a su agradecido conductor normal que le dejaba en libertad el día siguiente para que pudiese llevar a su familia al campo.

Aquél mismo viernes, por la noche, Sir Nigel Irvine cenó con un amigo en Oxford.

Uno de los grandes atractivos del Saint Antony’s College, de Oxford, es que, como otras muchas instituciones británicas influyentes, no existe para el público en general.

Bueno, en realidad si existe, pero es tan pequeño y tan discreto, que probablemente pasaría inadvertido a quien vigilase los bosques de Academo en las Islas Británicas. La casa es pequeña, elegante y recoleta; en ella no se dan cursos oficiales, no se educa a estudiantes; no hay alumnos de estudios preliminares ni graduados, y no otorga títulos. Tiene unos cuantos profesores y compañeros, que a veces comen juntos, pero viven en «habitaciones» desparrama das por toda la ciudad o en otra parte y están allí sólo de visita. En ocasiones se invita a forasteros para que den conferencias a la Hermandad —extraordinario honor—, y otras veces los profesores y los compañeros envían «comunicaciones» a las altas esferas del establishment británico, donde son tomadas muy en serio. Sus fondos son tan reservados como el aspecto de la institución.

En realidad es un «depósito de ideas», donde se reúnen intelectuales —a menudo, con gran experiencia no académica— para proseguir el estudio de una sola disciplina: los asuntos de actualidad.

Aquélla noche, Sir Nigel Irvine cenó en la casa con su anfitrión, el profesor Jeremy Sweeting, y, tras el excelente ágape, el profesor llevó a Sir Nigel a su «morada», una agradable casa en las afueras de Oxford, para tomar oporto y café.

—Bueno, Nigel —dijo el profesor Sweeting, cuando hubieron descorchado una botella de «Taylor» añejo y se hubieron acomodado ante la chimenea del estudio—, ¿qué puedo hacer por ti?

—Jeremy, ¿por casualidad has oído alguna vez de una cosa llamada MBR?

El profesor Sweeting sostuvo su copa de oporto en el aire. La miró fijamente durante largo rato.

—¿Sabes Nigel, que eres especialista en estropearle la velada a un amigo cuando te lo propones? ¿Dónde has oído mencionar estas letras?

Por toda respuesta, Sir Nigel Irvine le tendió el In forme Preston. El profesor Sweeting lo leyó cuidadosamente; tardó en ello una hora. Irvine sabía que, a diferencia de John Preston, el profesor no era un sabueso. No salía al campo en busca de información. Pero tenía un conocimiento enciclopédico de la teoría y la práctica marxistas, del materialismo dialéctico y de las enseñanzas de Lenin sobre la aplicabilidad de la teoría a la práctica para la conquista del poder. Su tarea y su afición era leer, estudiar, comparar y analizar.

—Muy notable —comentó Sweeting, devolviendo el in forme a Irvine—. Es un camino diferente, una actitud diferente, desde luego, y una metodología completamente distinta. Pero llegamos a los mismos resultados.

—¿Puedes decirme a qué resultados has llegado? —preguntó, amablemente, Sir Nigel.

—Sólo es una teoría, desde luego —se disculpó el profesor Sweeting—. Un millar de pajas arrastradas por el viento que pueden o no formar un haz. En todo caso, me dedico a esto desde junio de 1983…

Habló durante dos horas, y Sir Nigel, cuando se despidió para volver a Londres de madrugada, estaba muy pensativo.

El Akademik Komarov estaba amarrado al muelle de Finnieston, en el corazón de Glasgow, para que la gigantesca grúa pudiera cargar en él las bombas por la mañana. Allí no hay controles de Aduana o de Inmigración; los marineros extranjeros pueden desembarcar sencillamente y pasear por el muelle y por las calles de Glasgow.

A medianoche, mientras el profesor Sweeting estaba aún hablando, el marinero Semiónov bajó por la pasarela, anduvo un centenar de metros por el muelle, evitó el «Betty’s Bar», ante cuya puerta protestaban unos cuantos marineros borrachos porque se negaban a servirles la última copa, y se metió en Finnieston Street.

Con sus zapatos de cuero áspero, sus pantalones de pana, su jersey de cuello de tortuga y su anorak, no llamaba la atención. Llevaba bajo un brazo una bolsa de lona fuertemente atada con un cordón. Pasó por debajo de la autopista elevada de Clydeside, llegó a Argyle Street, torció a la izquierda y siguió hasta Patrick Cross. Sin consultar ningún plano, se metió en Hyndland Road. Tras andar kilómetro y medio llegó a otra arteria principal: la Great Wester Road. Días atrás había aprendido el trayecto de memoria.

Consultó su reloj; faltaba todavía media hora, y el lugar de la cita estaba a no más de diez minutos a pie. Torció a la izquierda y tomó la dirección del «Pond Hotel», junto al lago y a un centenar de metros más allá de la estación de servicio BP cuyas luces veía brillar a lo lejos. Casi había llegado a la parada de autobuses del cruce de la Great Western con Hughenden Road cuando los vio. Estaban haraganeando debajo del tejadillo de la parada; eran cinco, y a la una y media de la madrugada.

En algunos lugares de Gran Bretaña los llaman skinheads o punks, pero en Glasgow los llaman neds. Pensó en cruzar la calle, pero ya era tarde para hacerlo. Uno de ellos le gritó algo, y todos se desplegaron saliendo del resguardo. Él hablaba un poco inglés, pero no podía comprender su dialecto de Glasgow, hecho más confuso aún a causa del licor. Le cerraron el paso y bajó a la calzada. Uno de ellos le agarró del brazo y le gritó. En realidad le había dicho:

—¿Qué llevas en el saco?

Pero él no lo entendió, sacudió la cabeza y trató de seguir su camino. Entonces se le echaron encima y le descargaron una lluvia de golpes. Cuando estuvo en el suelo, empezaron a patearle. Sintió vagamente que unas manos tiraban de su bolsa de lona; así, la apretó contra el vientre con ambos brazos y se volvió boca abajo, recibiendo los golpes en la cabeza y en los riñones.

Aquél cruce está dominado por Devonshire Terrace, una hilera de casas de la clase media, sólidas, de cuatro pisos y construidas con bloques de piedra arenisca gris. En el último piso de una de ellas, Mrs. Sylvester, anciana, viuda, sola y aquejada de artritismo, no podía dormir. Oyó los gritos en la calle, bajó dificultosamente de la cama y se asomó a la ventana. Lo que vio hizo que se dirigiese cojeando al teléfono y llamase al 999, que es el número de la Policía. Dijo al operador que debía enviar un coche a aquel cruce de calles, pero colgó cuando aquél le preguntó su nombre y su dirección. A las personas respetables no les gusta meterse en líos.

Los agentes de Policía Alistair Craig y Hugh McBain estaban en su coche patrulla en el cruce de Hillhead y la Great Western, a kilómetro y medio de distancia, cuando recibieron la llamada. El tráfico era casi nulo, y en no venta segundos llegaron a la parada del autobús. Los neds vieron los faros, oyeron la sirena del coche que llegaba y renunciaron a arrancarle a su victima la bolsa de lona prefirieron correr a través de la margen herbosa que separa Hughenden Road de la Great Western, para que el automóvil no pudiese seguirles. Cuando el agente Craig pudo saltar del coche patrulla eran ya sombras que se desvanecían y que hacían inútil la persecución. En todo caso lo primero era la victima.

Craig se inclinó sobre el hombre. Éste se hallaba in consciente y acurrucado en posición fetal.

—¡Una ambulancia, Hughie! —gritó a McBain, y el conductor habló inmediatamente por radio.

Seis minutos más tarde llegó la ambulancia de la Western Infirmara. Mientras tanto los dos agentes dejaron solo al lesionado por mor del procedimiento, después de haberle cubierto con una manta.

Los hombres de la ambulancia colocaron el cuerpo inconsciente en una camilla de ruedas e introdujeron ésta en la parte de atrás del vehículo. Al arrebujarle en la manta Craig cogió la bolsa de lona y la colocó en el fondo de la ambulancia.

—¡Ve tú con él; yo os seguiré! —gritó McBain, y Craig subió a la ambulancia.

Llegaron al hospital en menos de cinco minutos. Los hombres de la ambulancia introdujeron rápidamente la camilla por la puerta basculante, la empujaron por el pasillo, doblaron dos esquinas y entraron en el pabellón de accidentados. Como era un caso de urgencia, no tuvieron que pasar por la sala de espera pública, donde el acostumbrado grupo de borrachos noctámbulos se tocaban los cortes y chichones producidos por el brusco contacto con diversos objetos duros.

Craig esperó a que McBain aparcase el coche patrulla y se reuniese con él en la entrada.

—Preocúpate de los requisitos del ingreso, Hughie. Yo iré a ver si puedo averiguar el nombre y la dirección de la victima.

McBain suspiró. Los requisitos para los ingresos eran el cuento de nunca acabar. Craig levantó la bolsa del suelo y siguió la camilla de ruedas por el pasillo hasta el pabellón de accidentados. Éste consiste en un pasadizo con puertas basculantes a ambos extremos y doce habitaciones de reconocimiento seis a cada lado del corredor central. Once de ellas para los reconocimientos; la duodécima es el cuarto de la enfermera, y se halla junto a la entrada trasera por donde llegan las camillas. Las puertas del otro extremo tienen espejos transparentes en una dirección y dan a la sala de espera pública, donde los lesionados leves aguardan su turno sentados.

Craig dejó a McBain en la mesa de recepción con un fajo de impresos por rellenar y cruzó la puerta de los espejos para ver al hombre inconsciente en la camilla de ruedas aparcada en el otro extremo. La enfermera del pabellón observó rápidamente al lesionado —saltaba a la vista que estaba vivo— y ordenó a los camilleros que colocasen al hombre sobre la mesa de una de las habitaciones de reconocimiento para que pudiesen volver a la ambulancia con la camilla. Eligieron la que estaba frente al cuarto de la enfermera.

Entonces llamaron al joven médico de guardia, un indio llamado doctor Mehta. Hizo que desnudasen al lesionado hasta la cintura —no había visto manchas de sangre en el pantalón— y efectuó un minucioso reconocimiento antes de ordenar un examen con rayos X. Después salió para asistir a otro caso urgente: un accidente de automóvil.

La enfermera telefoneó a rayos X, pero el departamento estaba ocupado. Le dijeron que la avisarían en cuanto quedase libre. Ella puso la tetera en el fuego para prepararse una taza. El agente Craig, tras asegurarse de que el anónimo lesionado seguía tumbado inconsciente al otro lado del pasillo, tomó el anorak del hombre, entró en el cuarto de la enfermera y dejó en la mesa la chaqueta y la bolsa de lona.

—¿Le sobra una taza de ese brebaje? —preguntó a la enfermera con la zumbona familiaridad propia de los trabajadores nocturnos que pasan el tiempo tratando de poner orden en la confusión de una ciudad importante.

—Tal vez sí —respondió ella—, pero no sé por qué he de malgastarla con un hombre de su condición.

Craig le hizo un guiño. Palpó los bolsillos del pecho del anorak y extrajo una libreta de salarios en el cuarto de reconocimiento, y estaba escrita en dos idiomas: ruso y francés. No entendía ninguno de los dos. No podía leer la escritura cirílica, pero el nombre figuraba también en letras romanas en la parte escrita en francés.

—¿Quién es ese Jimmy? —preguntó la enfermera mientras preparaba dos tazas de té.

—Parece un marinero, y ruso por añadidura —respondió Craig, con inquietud.

Un ciudadano de Glasgow apaleado por una pandilla de neds era una cosa; pero un extranjero, y más si era ruso, podía crear problemas. Para tratar de descubrir el barco al que pertenecía el hombre, Craig vació la bolsa de lona.

Contenía sólo un grueso jersey enrollado alrededor de un bote redondo de tabaco con tapa de rosca. Dentro del bote no había tabaco, sino algodón en rama que envolvía dos discos de aluminio y, entre ellos, otro disco de cinco centímetros de diámetro y de un metal gris mate. Craig examinó sin interés los tres discos, volvió a colocarlos entre el algodón, cerró de nuevo el bote y lo dejó en la mesa al lado de la libreta de salarios. No sabía que la victima de la agresión de los gamberros había recobrado el cono cimiento y le estaba mirando a través de una rendija de las cortinas. Sabía, en cambio, que había de informar a su Comisaría de que tenía un ruso lesionado.

—¿Puedo usar su teléfono, pequeña? —preguntó a la enfermera, cogiendo el aparato.

—No me llame «pequeña» —replicó la enfermera, que aventajaba en unos cuantos años los veinticuatro del agente Craig. «¿De dónde sacarán esos polis tan jóvenes?».

El agente Craig empezó a marcar. Lo que pasó entonces por la mente de Konstantin Semiónov no se sabrá nunca. Aturdido y confuso, sufriendo probablemente una conmoción a causa de los golpes recibidos en la cabeza, pudo ver el inconfundible uniforme negro de un policía británico vuelto de espaldas a él al otro lado del corredor. Pudo ver su libreta de salarios y la mercancía que se le había ordenado traer a Gran Bretaña y entregar al agente secreto en el lago, todo ello colocado en la mesa junto a la mano del policía. Había visto que examinaba el contenido de la bolsa. Él no se había atrevido en absoluto a abrir el bote, y ahora el hombre estaba telefoneando. Tal vez se imaginó un interminable interrogatorio de tercer grado en algún apestoso sótano de la Jefatura de Policía de Strathclyde…

El agente Craig se sintió bruscamente empujado a un lado cuando estaba del todo desprevenido. Un brazo desnudo pasó junto a él y agarró el bote de hojalata. Craig reaccionó en el acto, soltando el teléfono y sujetando aquel brazo extendido.

—Jimmy, ¿qué diablos…? —gritó, y, presumiendo que el pobre hombre deliraba, le agarró y trató de calmarle.

El bote se desprendió de la mano del ruso y cayó al suelo. Por un momento, Semiónov miró fijamente al policía escocés; entonces le acometió el pánico y echó a correr. Sin dejar de gritar «¡Eh, Jimmy, ven aquí…!», Craig le persiguió por el pasillo.

Shortie Patterson era un borracho. Toda una vida dedicada a probar los productos de Speyside le habían incapacitado para todo. No era un borracho ordinario; había convertido la embriaguez en una especie de arte. El día anterior había cobrado su subvención, se había encaminado directamente a la taberna más próxima, y a medianoche estaba completamente beodo. De madrugada se había indignado por la actitud ofensiva de una farola que se había negado a responder a sus requerimientos, por lo cual le había soltado un puñetazo.

—Lo habían llevado a rayos X con su mano fracturada, y ahora volvía por el pasillo a su cuarto cuando un hombre de torso desnudo y magullado y cara ensangrentada y amoratada salió corriendo de una habitación contigua perseguido por un policía. Shortie sabía cuál era su deber con un compañero doliente. Además, no apreciaba a los policías, que parecían no tener nada mejor que hacer que sacarle de sus cómodas zahúrdas para ponerle en manos de personas que le obligaban a bañarse. Dejó pasar al hombre que corría y después estiró un pie.

—¡Estúpido borracho! —gritó Craig, cayendo al suelo.

Cuando se levantó, el ruso le había tomado diez metros de ventaja. Semiónov cruzó la puerta de los espejos y entró en la sala de espera pública. No vio la estrecha puerta a su izquierda que llevaba al exterior y pasó corriendo por la puerta más grande que había a su derecha. Ésta le condujo al pasadizo por el que había entrado media hora antes en la camilla de ruedas. Giró de nuevo a la derecha y se encontró con otra camilla que avanzaba en dirección a él rodeada de un médico y dos enfermeras que sostenían frascos de plasma: la victima del accidente de tráfico puesta al cuidado del doctor Mehta. La camilla le cerraba completamente el paso; oyó detrás de él las fuertes pisadas de unas botas.

Había a su izquierda un espacio cuadrado y, en él, las puertas de dos ascensores. Una de éstas se estaba cerrando sobre un ascensor vacío. Se lanzó a través de la abertura antes de que aquélla acabara de cerrarse. Al subir el ascensor, oyó los furiosos e impotentes golpes del policía en la puerta. Se echó atrás y cerró los ojos, afligido.

El agente Craig se dirigió a la escalera y la subió corriendo. A cada rellano observaba las luces sobre las puertas de los ascensores. Uno de ellos seguía subiendo. Al llegar a la décima planta, el policía estaba acalorado, furioso y sin aliento.

Semiónov había salido del ascensor en la misma décima planta. Se había asomado a una puerta, pero ésta daba a una sala de pacientes que dormían. Había otra puerta, abierta y que llevaba a una escalera. Subió por ésta y se encontró en otro pasillo, pero en éste sólo había cuartos de duchas, una despensa y depósitos de provisiones. En el extremo había una última puerta, abierta al cálido y húmedo aire nocturno. Daba al terrado plano del edificio.

El agente Craig había perdido terreno, pero llegó al fin a aquella última puerta y salió al aire de la noche. Acomodando la vista a la oscuridad, distinguió la figura de un hombre junto al parapeto del Norte. Su enfado se desvaneció. «Probablemente también yo sentiría pánico si me despertase en un hospital de Moscú», pensó. Empezó a acercarse al hombre, levantando las manos para que viese que las llevaba vacías.

—Vamos, Jimmy, o Iván, o como te llames. Estás bien, sólo tienes un chichón en la cabeza. Vuelve abajo conmigo.

Ahora sus ojos se habían acostumbrado a la noche. Podía ver claramente la cara del ruso al débil resplandor de las luces de la ciudad. El hombre le vio acercarse hasta una distancia de seis metros. Entonces miró hacia abajo, respiró hondo, cerró los ojos y saltó.

Craig estuvo varios segundos sin dar crédito a lo que había visto, ni siquiera después de oír el sordo golpe del cuerpo al caer desde una altura de diez pisos en el aparcamiento reservado al personal.

—¡Jesús! —jadeó al fin—. ¡En menudo jaleo me ha metido!

Con dedos temblorosos, buscó su radio personal y llamó a la Comisaría.

A cien metros más allá de la estación de servicio y a ochocientos metros de la parada del autobús, está el lago de las barcas, a la sombra del «Pond Hotel». Una serie de escalones bajan de la calzada al paseo que rodea el estanque, y cerca del pie de aquéllos hay dos bancos de madera.

El silencioso personaje con negro traje de cuero de motorista consultó su reloj. Las tres. La cita había sido para las dos. Una hora de espera era el máximo que podía conceder. Había una segunda cita, para el caso que fallara la primera; en un lugar diferente, veinticuatro horas más tarde. Acudiría a ella. Si el contacto tampoco se presentaba, tendría que utilizar de nuevo la radio. Se levantó y se marchó.

El agente Hugh McBain se había alejado de la mesa de recepción cuando el fugitivo había pasado corriendo por la sala de espera del pabellón de accidentes. Estaba en su coche comprobando la hora exacta del ataque de los gamberros y de las llamadas de auxilio. Lo primero que vio después fue a su «vecino» (compañero, en la jerga de Glasgow) entrar en la sala de espera con el semblante pálido y demudado.

—Alistair, ¿sabes ya el nombre y la dirección? —preguntó.

—Es…, era…, un marinero ruso —respondió Craig.

—¡Vaya, lo que nos faltaba! ¿Qué has querido decir?

—Hughie, acaba… de arrojarse desde el terrado.

McBain bajó la pluma y miró con incredulidad a su vecino. Entonces se impuso su experiencia. Todo policía sabe que, cuando una cosa va mal, hay que cubrirse, seguir el procedimiento al pie de la letra, sin tácticas de cowboy, sin querer pasarse de listo.

—¿Has llamado a la Comisaría? —preguntó.

——Sí, alguien está en camino.

—Vayamos en busca del doctor —propuso McBain.

Encontraron al doctor Mehta, rendido ya por la fatiga de los ingresos nocturnos. Les siguió al aparcamiento, examinó en menos de dos minutos el horrible y reventado cadáver, declaró que estaba muerto y nada podía hacer, y volvió a su trabajo. Dos mozos trajeron una manta para cubrir el cuerpo y, treinta minutos más tarde, una ambulancia se llevó aquella cosa al depósito de cadáveres de la ciudad, en Jocelyn Square, junto a Salt Market. Allí, otras manos le quitarían el resto de las prendas, zapatos, calcetines, pantalones, calzoncillos, cinturón y reloj de pulsera, para ser guardadas y rotuladas.

Dentro del hospital había que llenar más impresos —los de ingreso serian guardados como pruebas, aunque ya eran inútiles con fines prácticos— y los dos agentes de Policía envolvieron y rotularon las otras cosas del muerto. Redactaron la siguiente lista: «1 anorak, 1 pullóver de cuello de tortuga, 1 bolsa de lona, 1 jersey de lana gruesa (enrollado) y 1 bote redondo de tabaco».

Antes de que hubiesen terminado, unos quince minutos después de la primera llamada de Craig, llegaron de la Comisaría un inspector y un sargento, ambos de uniforme, y pidieron que les cediesen un despacho. Los condujeron a una oficina vacía del administrador, y empezaron a tomar declaración a los dos agentes. Al cabo de diez minutos, el inspector envió al sargento a su coche para que llamase al superintendente de guardia. Eran las cuatro de la madrugada del jueves 9 de abril, pero en Moscú eran las ocho.

El general Yevgueni Karpov esperó hasta que salieron del intenso tráfico del sur de Moscú y se hallaron en la carretera de Yasiénevo para iniciar su conversación con el conductor Gregoriev. Por lo visto, el chófer, de treinta años, sabía que había sido elegido por el general y estaba ansioso de complacerle.

—¿Le gusta conducir para nosotros?

—Muchísimo, señor.

—Bueno, esto le da ocasión de ir de un lado a otro. Su pongo que es mejor que un aburrido trabajo de oficina.

—Sí, señor.

—Tengo entendido que últimamente ha servido como chófer a mi amigo el coronel Philby.

Hubo una ligera pausa. «¡Maldita sea! Le han dicho que no lo mencione», pensó Karpov. —Pues… sí, señor.

—Solía conducir él mismo, hasta que tuvo aquel ataque.

—Así me lo dijo, señor.

Era mejor seguir adelante.

—¿Adónde le llevaba?

Ésta vez la pausa fue más larga. Karpov podía ver la cara del conductor en el espejo. Parecía aturrullado, sobre ascuas.

—¡Oh, sólo por Moscú, señor!

—¿A algún lugar concreto de Moscú, Gregoriev?

—No, señor. Sólo a dar algunas vueltas.

—Deténgase, Gregoriev.

El «Chaika» salió del privilegiado carril central a través del tráfico que se dirigía al Sur y se detuvo en una pequeña zona de aparcamiento. Karpov se inclinó hacia delante.

—¿Sabe usted quién soy, conductor?

—Si, señor.

—¿Y sabe cuál es mi grado en la KGB?

—Sí, señor, teniente general.

—Entonces, no pretenda jugar conmigo, joven. ¿Dónde le llevaba?

Gregoriev tragó saliva. Karpov podía ver que estaba luchando consigo mismo. La cuestión era: ¿quién le había dicho que guardase silencio en lo tocante a los sitios a que había llevado a Philby? Si había sido el propio Philby, Karpov estaba por encima de él. Pero si había sido alguien más encumbrado… En realidad había sido el comandante Pavlov, y había espantado terriblemente a Gregoriev. Era sólo un comandante, pero, para un ruso, la gente del Primer Directorio Principal es una incógnita, y más si el comandante es de la Guardia del Kremlin… Sin embargo, un general era siempre un general.

—Principalmente, a una serie de conferencias, camarada general. Algunas en apartamentos del «Centro» de Moscú pero yo nunca entré allí, por lo cual no sé exactamente a qué apartamento iba.

—Algunas en el «Centro» de Moscú… ¿Y las otras?

—Casi siempre…, bueno, no, señor…, creo que siempre a una dacha de Zúkovka.

«La zona del Comité Central —pensó Karpov— o del Soviet Supremo».

—¿Sabe de quién es?

—No, señor. De veras. Él sólo me daba la dirección. Yo solía quedarme esperando en el coche.

—¿Quién más acudía a esas conferencias?

—En una ocasión llegaron dos coches juntos, señor. Vi a un hombre apearse del otro coche y entrar en la dacha.

—¿Le reconoció?

—Sí, señor. Antes de ingresar en el parque móvil de la KGB serví como chófer en el Ejército. En 1985 solía conducir para un coronel del GR. Estábamos destinados en Kandahar, Afganistán. Una vez este oficial viajó en el asiento trasero con mi coronel. Era el general Marchenko.

«¡Vaya, vaya, vaya! —pensó Karpov—; mi viejo amigo Piotr Marchenko, especialista en desestabilización».

—¿Iba alguien más a esas conferencias?

—Sólo otro coche, señor. Los conductores solíamos charlar pues teníamos que esperar durante horas. Pero aquél era muy reservado. Lo único que pude saber fue que conducía para un miembro de la Academia de Ciencias. Sinceramente, señor, eso es todo lo que sé.

—Puede arrancar, Gregoriev.

Karpov se retrepó en su asiento y contempló el boscoso paisaje. Conque eran cuatro los que se reunían a preparar algo para el secretario general. El anfitrión era del Comité Central o quizá del Soviet Supremo, y los tres invitados eran Philby, Marchenko y un académico anónimo.

Mañana era viernes, cuando los vlasti terminaban el trabajo lo antes que podían y se marchaban a sus dachas. Él sabía que Marchenko tenía su villa cerca de Peredelkino, no lejos de la suya propia. También conocía la debilidad de Marchenko, y suspiró. Sería mejor que llevase consigo mucho coñac. Seria una sesión difícil.

El superintendente Charlie Forbes escuchó atentamente y en silencio a los agentes Craig y McBain, haciendo de vez en cuando una pregunta a media voz. No le cabía duda de que decían la verdad, pero llevaba el tiempo suficiente en el Cuerpo para saber que la verdad no siempre le salva a uno el pescuezo.

Era un mal asunto. Técnicamente, el ruso había estado bajo la custodia de la Policía, aunque estuviese en trata miento en un hospital. Sólo el agente Craig había estado en el terrado. No había ningún motivo evidente para que aquel hombre se arrojase al vacío. Personalmente, ni si quiera le interesaba el porqué, presumiendo, como todo el mundo, que aquel hombre había resultado gravemente conmocionado y había sufrido un ataque de pánico debido a una alucinación temporal. Toda su atención se centraba en las posibles consecuencias para la Policía de Strathclyde.

Habría que buscar el barco, entrevistarse con el capitán, identificar formalmente el cadáver, informar al cónsul soviético y, naturalmente, a la Prensa, a la maldita Prensa, alguno de cuyos elementos acusaría aviesamente, como siempre, a la Policía de malos tratos y brutalidad. Y lo peor era que, cuando hiciesen sus intencionadas preguntas, no tendría nada que responder. ¿Por qué había tenido que saltar aquel estúpido?

A las cuatro y media no había nada más que hacer en el hospital. La máquina entraría en funcionamiento al amanecer. Ordenó a todos que volviesen a la Comisaría.

A las seis, los dos agentes habían terminado sus largos atestados. Charlie Forbes estaba en su despacho llenando los requisitos del procedimiento. Se había iniciado la búsqueda, probablemente inútil, de la dama que había llamado al 999. Se había tomado declaración a los dos hombres de la ambulancia que habían respondido a la llamada de McBain por medio de la centralita de la Comisaría. Al menos no habría duda sobre la paliza que los neds habían dado al hombre.

La enfermera del pabellón de Accidentes había hecho su relato; el atrafagado doctor Mehta había prestado declaración; el recepcionista de Accidentes había declarado que había visto al hombre de torso desnudo cruzar corriendo la sala de espera, perseguido por Craig. Después de esto, nadie había presenciado la persecución hasta el terrado.

Forbes descubrió el único barco soviético que estaba en el puerto, y que era el Akademik Komarov, y enviado un coche de la Policía a pedir al capitán que identificase el cadáver; había despertado al cónsul soviético, que estaría en su despacho a las nueve, sin duda dispuesto a formular una protesta. Había avisado a su propio jefe y al fiscal procurador, cuya función, en Escocia, incluye los deberes del coroner.

Los efectos personales del muerto habían sido empaquetados y enviados a la comisaría de Partick —la agresión se había producido en Partick— para que los guardasen bajo llave a disposición del fiscal procurador, el cual había prometido autorizar la autopsia para las diez de la mañana. Charlie Forbes se estiró y telefoneó a la cantina para que le llevasen café y bollos.

Mientras el superintendente Forbes cuidaba del papeleo en la Jefatura de Strathclyde, en Pitt Street, los agentes Craig y McBain firmaban sus declaraciones en la Comisaría y se iban a desayunar a la cantina. Ambos estaban preocupados y confiaron sus preocupaciones a un canoso sargento detective de paisano que compartía su mesa. Después del desayuno, pidieron y recibieron permiso para irse a casa a dormir.

Algo de lo que dijeron hizo que el detective se dirigiese a la cabina telefónica del vestíbulo e hiciese una llamada. El inspector detective Carmichael, que se estaba afeitando, le escuchó atentamente, colgó el aparato y acabó de afeitar se con aire reflexivo. El ID Carmichael pertenecía a la Rama Especial.

A las siete y media, Carmichael localizó al inspector del Cuerpo uniformado que asistiría a la autopsia y preguntó si podría acompañarle.

—Considérese invitado —le dijo el inspector jefe—. En el depósito de cadáveres, a las diez.

A las ocho de la mañana, en aquel mismo depósito, el capitán del Akademik Komarov, acompañado de su inseparable oficial político, contempló una pantalla de video en la que pronto apareció el magullado rostro del marinero Semiónov. Asintió despacio con la cabeza y murmuró algo en ruso.

—Es él —confirmó el oficial político—. Deseamos ver a nuestro cónsul.

—Estará en Pitt Street a las nueve —dijo el sargento uniformado que les acompañaba.

Los dos rusos parecían conmovidos y abrumados. Siempre era mala cosa perder a un miembro de la tripulación, pensó el sargento. A las nueve, el cónsul soviético fue introducido en el despacho del superintendente Forbes, en Pitt Street. Hablaba inglés con fluidez. Forbes le invitó a sentarse y le explicó los acontecimientos de la noche. Antes de que hubiese terminado, el cónsul le acometió.

—Esto es un atropello —empezó a decir—. Debo comunicarlo sin dilación a la Embajada soviética en Londres.

Llamaron a la puerta y entraron el capitán y su oficial político.

Les acompañaba el sargento uniformado, y con ellos iba otro hombre. Éste saludó a Forbes con la cabeza.

—Buenos días, señor. ¿Puedo sentarme?

—Hágalo, Carmichael. Me parece que tendremos para rato.

Pero no fue así. El oficial político del barco llevaba menos de diez segundos en la estancia cuando se llevó aparte al cónsul y murmuró algo furiosamente a su oído. El cónsul se excusó, y los dos hombres salieron al pasillo. Tres minutos más tarde volvieron a entrar. El cónsul se mostró ahora formal y cortés. Desde luego, tendría que comunicar el asunto a su Embajada. Pero estaba seguro de que la Policía de Strathclyde haría todo lo posible por aprehender a los delincuentes. ¿Sería posible que el cadáver del marinero, con todos sus efectos personales, fuese llevado en seguida al Akademik Romarov, que debía zarpar para Leningrado aquel mismo día?

Forbes se mostró amable, pero inflexible. Continuaría las gestiones de la Policía para detener a los agresores. Mientras tanto, el cadáver tenía que permanecer en el depósito, y todos los efectos del difunto serían guardados bajo llave en la comisaría de Partick. El cónsul asintió con la cabeza. También él conocía el procedimiento. Después de esto se marcharon.

A las diez, Carmichael entró en la sala de autopsias, donde el profesor Harland se estaba preparando. Como de costumbre, hablaron del tiempo, del golf y de otras cosas de la vida cotidiana. A pocos pasos de ellos, sobre la mesa, yacía el cuerpo magullado y destrozado de Semiónov.

—¿Le importa que eche un vistazo? —preguntó Carmichael.

El patólogo de la Policía asintió con la cabeza.

Carmichael pasó diez minutos observando los restos mortales de Semiónov. Se marchó cuando el profesor empezaba a cortar, se dirigió a su oficina de Pitt Street y llamó por teléfono a Edimburgo, más exactamente, al Departamento del Interior y Salud Pública escocés, conocido como Scottish Office, en Saint Andrew’s House.

Habló con un comisario ayudante retirado que formaba parte del personal del Scottish Office por una razón era el enlace con MI5 en Londres. A mediodía sonó el teléfono en la oficina de C.5(C) en «Gordon». Bright se puso al aparato, escuchó un momento y lo pasó a Preston.

—Es para usted. No quieren hablar con nadie más.

—¿Quién es?

—El Scottish Office, de Edimburgo.

Preston cogió el teléfono.

—Aquí John Preston… Si, buenos días…

Escuchó durante varios minutos, con el ceño fruncido. Anotó en un bloc el nombre Carmichael.

—Si, creo que será mejor que vaya. Tenga la bondad de decirle al inspector Carmichael que llegaré en el avión de las tres y que le agradecería me esperase en el aeropuerto de Glasgow. Gracias.

—¿Glasgow? —preguntó Bright—. ¿Qué les pasa?

—Un marinero ruso se arrojó desde un terrado y puede que no fuese lo que aparentaba. Mañana estaré de regreso. Probablemente no será nada. Sin embargo, hay que aprovechar la oportunidad de salir de esta oficina.