Capítulo 13

No tardaría en llegar el deshielo de la primavera, pero, de momento, carámbanos de nieve helada pendían de las ramas de los abedules y de los abetos allá abajo. Desde el gran ventanal de cristales dobles del séptimo y último piso del edificio del Primer Directorio Principal, en Yasiénevo, el hombre que contemplaba el paisaje podía distinguir, más allá de aquel mar de árboles de invierno, la punta oriental del lago donde los diplomáticos extranjeros procedentes de Moscú gustaban de ir a divertirse en verano.

Aquélla mañana de domingo, el teniente general Yevgue ni Sergueivich Karpov habría preferido estar con su esposa y sus hijos adolescentes en su dacha de Peredelkino; pero aun cuando uno se ha encumbrado tanto como Karpov en el Servicio, hay algunas cosas a las que se debe atender personalmente. La llegada de un correo que volvía de Copenhague era una de estas cosas.

Miró su reloj. Era casi mediodía, y el hombre se retrasaba. Se apartó de la ventana, suspiró y se dejó caer en el sillón basculante tras su mesa.

A sus cincuenta y siete años, Yerguen Karpov estaba en el pináculo de la categoría y del poder a que podía aspirar un agente de Información profesional dentro de la KGB, o al menos dentro del Primer Directorio Principal. Fedorchuk había subido aún más, hasta la misma presidencia y el Ministerio del Interior, pero lo había conseguido agarrándose a los faldones del secretario general. Además Fedorchuk había salido raras veces de la Unión Soviética, se había dedicado sólo a aplastar movimientos disidentes y nacionalistas dentro del país.

Pero como hombre que había pasado años sirviendo a su país en el extranjero —siempre un inconveniente en términos de promoción a los más altos cargos dentro de la Unión—, Karpov había prosperado. Esbelto y apuesto, vestido siempre con trajes bien cortados, orgulloso de ser PDP, era teniente general y primer jefe delegado del Primer Directorio Principal. Como tal, era el oficial profesional de más categoría en Información Exterior, equivalente a los directores delegados de Operaciones y de Información de la CIA, y de Sir Nigel Irvine en el SSI de Gran Bretaña.

Años antes, al subir al poder, el secretario general había sacado al general Fedorchuk de la presidencia de la KGB para encargarle el Ministerio del Interior, y el general Chebrikov le había remplazado. Con esto quedó un puesto vacante; Chebrikov fue uno de los dos primeros presidentes delegados.

El puesto vacante de primer presidente se le ofreció al capitán general Kriuchkov, que se había apresurado a aceptar. Por desgracia, Kriuchkov era entonces jefe del PDP y no quería renunciar a un cargo tan poderoso. Quería conservar ambos puestos. Pero hasta Kriuchkov se había dado cuenta —y Karpov pensaba en secreto que aquel hombre era más duro que un zoquete— de que no podía estar en dos sitios a la vez; no podía estar al mismo tiempo en su despacho de primer presidente delegado en el «Centro» de la plaza Cherjinski y en el despacho del jefe del PDP en Yasiénevo.

Lo que pasaba era que el cargo de primer jefe delegado del PDP creado hacia muchos años aumentaba sustancialmente de importancia. Había sido ya un puesto para un oficial de considerable experiencia operacional, ciertamente el más alto dentro del PDP, a que podía aspirar un oficial de carrera. Al dejar de residir Kriuchkov en «el pueblo» —nombre que se da a Yasiénevo en la jerga de la KGB—, el cargo de primer delegado se había hecho aún más importante.

Cuando se retiró el titular, general B. S. Ivanov, había dos posibles candidatos a su sucesión: Karpov, entonces, un poco joven, pero jefe del importante Tercer Departamento, en la Habitación 6013, Departamento que abarca Gran Bretaña, Australia, Nueva Zelanda y Escandinavia; y Vadim Vasilievich Kirpichenko, algo más viejo, un poco más antiguo y jefe del Directorio «S» o de los ilegales. Kirpichenko había conseguido el puesto.

Como una especie de premio de consolación, Karpov había sido ascendido a jefe del poderoso Directorio de ilegales, cargo que había desempeñado durante dos años fascinantes.

Después, a principios de la primavera de 1985, Kirpichenko hizo lo más digno: al bajar por el cinturón de ronda de Sadóvaia Spásskaia a casi cien por hora, su coche resbaló en un charco de aceite dejado por un camión averiado, y perdió el control. Una semana más tarde se celebró una tranquila ceremonia privada en el cementerio de Novodevichii, y una semana después, Karpov obtuvo el cargo y el ascenso de general de división a teniente general.

Se sintió feliz al encargarse del Directorio de ilegales, por encima del viejo Borisov, que fue allí el número dos durante tanto tiempo, que nadie recordaba cuántos años hacia de esto, y que, en todo caso, merecía el sitio que ocupaba.

Sonó el teléfono de sobremesa, y Karpov levantó el auricular.

—El camarada general de división Borisov pregunta por usted.

«Hablando del diablo…», pensó Karpov. Luego frunció el ceño. Tenía una línea privada que no pasaba por la centralita, y su viejo colega no la había usado. Debía de llamarle desde fuera. Dijo a su secretaria que hiciese pasar al correo de Copenhague en cuanto llegase, soltó la clavija de la línea exterior y respondió a la llamada de Borisov:

—Pavel Petrovich, ¿cómo te encuentras en este día tan hermoso?

—Te he llamado a tu casa y, después, a la dacha. Ludmilla me ha dicho que estabas trabajando.

—Y es verdad. A algunos nos sienta bien.

Karpov le estaba tomando delicadamente el pelo al viejo. Borisov era viudo, vivía solo y pasaba más fines de semana trabajando que la mayoría de sus colegas.

—Yevgueni Sergueivich, necesito verte.

—Muy bien. No tienes que pedírmelo. ¿Quieres venir aquí mañana o quieres que yo vaya a la ciudad?

—¿No podría ser hoy?

«Eso es todavía más extraño», pensó Karpov. Algo debía pasarle realmente al viejo. Su voz sonaba como si hubiese estado bebiendo.

—¿Has empinado el codo, Pavel Petrovich?

—Es posible —respondió la voz truculenta desde el otro extremo de la línea—. Quizá se necesita echar un trago de vez en cuando. Sobre todo cuando se tienen problemas.

Karpov se dio cuenta de que, fuese lo que fuese, la cosa era grave.

Abandonó su tono chancero.

—Muy bien, viejo —dijo con voz apaciguadora—. ¿Dónde estás?

—¿Conoces mi casita de campo?

—Desde luego. ¿Quieres que vaya allí?

—Si, te lo agradeceré —rogó Borisov—. ¿Cuándo podrás venir?

—¿Te parece bien a las seis? —propuso Karpov.

—Tendré una botella de vodka de pimienta preparada —dijo la voz, y Borisov colgó.

—No lo hagas por mí —murmuró Karpov.

A diferencia de la mayoría de los rusos, Karpov casi no bebía y, cuando lo hacía, prefería un decente coñac armenio o un güisqui escocés de las botellas que traían para él de Londres en valija diplomática. La vodka le parecía abominable y, si era de pimienta, aún peor.

«¡Al diablo mi tarde de domingo en Peredelkino!», pensó y telefoneó a Ludmilla para decirle que no podría ir. No mencionó a Borisov, y sólo le dijo que no podía salir y que se encontrarían en su apartamento del centro de Moscú a eso de la medianoche.

Sin embargo, le preocupaba la desacostumbrada truculencia de Borisov; hacia demasiado tiempo que andaban juntos como para resentirse de ello, pero era extraño en un hombre que, por lo general, se mostraba afable y flemático.

Aquélla tarde de domingo, el vuelo regular de «Aeroflot» procedente de Moscú llegó al aeropuerto londinense de Heathrow justo después de las cinco.

Como en todas las tripulaciones de «Aeroflot», había un miembro que trabajaba para dos señores: la línea aérea oficial soviética y la KGB. El primer oficial Romanov no era un hombre de la KGB, sino sólo un agient, es decir, vigilante y, eventualmente, delator de sus colegas y, de vez en cuando, portador de mensajes y encargos.

Toda la tripulación cerró el avión y bajó de él, dejándolo en manos del personal de tierra para la noche. Volarían de regreso a Moscú al día siguiente. Como de costumbre, se sometieron a los trámites de entrada de tripulantes y a una breve comprobación, por la Aduana, de sus sacos de mano. Algunos llevaban radios de transistores portátiles, y nadie se fijó en el modelo «Sony» que llevaba Romanov colgado del hombro. Los artículos de lujo occidentales eran para el ciudadano soviético una de las ventajas de viajar al extranjero; todo el mundo lo sabía, y aunque la concesión de moneda extranjera era sumamente limitada, los casetes y tocadiscos, junto con las radios y perfumes para la esposa que se había quedado en Moscú, eran las cosas más buscadas.

Después de cumplir los trámites de Inmigración y de Aduana, toda la tripulación subió a un minibús y se dirigió al «Green Park Hotel», donde pernocta a menudo el personal de «Aeroflot». La persona que había dado aquella radio de transistores a Romanov en Moscú, tres horas antes de despegar el avión, debía de saber que los tripulantes de «Aeroflot» no son registrados casi nunca en Heathrow. El contraespionaje británico parece aceptar que, si bien puede esto constituir un riesgo, hay que tolerarlo, habida cuenta de lo que costaría montar una operación de vigilancia importante.

Cuando llegó a su dormitorio, Romanov no pudo dejar de mirar con curiosidad la radio. Después se encogió de hombros, la guardó en su maleta y bajó al bar para tomar una copa con los otros oficiales. Sabía exactamente lo que tenía que hacer con la radio después de desayunar el día siguiente. Lo haría y luego se olvidaría de ello. No sabía que, cuando regresase a Moscú, sería puesto en rigurosa cuarentena.

Minutos antes de las seis, el coche de Karpov subió por el camino cubierto de nieve, y el hombre maldijo la idea de Borisov de tener su casita para el fin de semana en un lugar tan inhóspito.

Todos los del Servicio sabían que Borisov era un hombre especial. En una sociedad según la cual todo individualismo o desviación de la norma, por no hablar de excentricidad, son sumamente sospechosos, Borisov podía permitírselo porque era extraordinariamente bueno en su trabajo. Había trabajado en la información clandestina desde que era un muchacho, y algunos de los golpes que había montado contra Occidente eran legendarios en las escuelas de adiestramiento y en las cantinas donde almorzaban los jóvenes.

Después de rodar más de medio kilómetro por el camino, Karpov pudo distinguir las luces de la cabaña de troncos, o isba, donde Borisov se recluya los fines de semana. Otros se contentaban, e incluso anhelaban, tener sus casas de fin de semana en las zonas correspondientes a su categoría, zonas que se hallaban al oeste de Moscú, a lo largo de la curva del río, al otro lado del puente de Uspénskoie. Pero no Borisov. Éste prefería retirarse al corazón de los bosques, muy al este de la capital, para pasar los fines de semana o los días de asueto que podía tomarse, y jugar a hacer de campesino en una isba tradicional. El «Chaika» se detuvo ante la puerta de tablas.

—Espere aquí —dijo Karpov al conductor.

—Será mejor que dé la vuelta y ponga algunas tablas debajo de las ruedas, si no queremos quedarnos pegados al suelo —gruñó Misha.

Karpov asintió con la cabeza y se apeó. No había traído botas altas de caucho porque no había pensado que tendría que caminar con nieve hasta las rodillas. Llegó tambaleándose a la puerta y llamó. Ésta se abrió y apareció un rectángulo de luz amarilla proyectada, aparentemente, por unas lámparas de parafina, y en el cual se hallaba plantado el capitán general Pavel Petrovich Borisov, vestido con una camisa siberiana, pantalones de pana y botas de fieltro.

—Pareces salir de una novela de Tólstoi —observó Karpov al entrar en el cuarto de estar, donde una estufa de ladrillos colmada de leña daba a la casita de campo un calor acogedor.

—Más que salir de un escaparate de Bond Street —gruñó Borisov, tomando el abrigo de Karpov y colgándolo en una percha de madera.

Luego descorchó una botella de vodka tan espesa que parecía jarabe, y llenó dos vasos. Los dos hombres se sentaron frente a frente a una mesa.

—A tu salud —dijo Karpov, levantando su vaso al estilo ruso, sosteniéndolo con el índice y el pulgar y extendiendo el meñique.

—A la tuya —respondió Borisov, y ambos apuraron la primera copa.

Una vieja campesina que parecía una tetera envuelta en una funda, de cara inexpresiva y cabellos grises sujetos en un apretado moño, como una encarnación de la Madre Rusia, llegó de la parte de atrás de la isba, dejó sobre la mesa una colación de pan moreno, cebollas, pepinillos y taquitos de queso, y se marchó sin decir palabra.

—Bueno, ¿cuál es el problema, starets? —preguntó Karpov, interesado.

Borisov tenía cinco años más que él y, no por primera vez, le chocó a Karpov su parecido con el difunto Dwight Eisenhower. Sabía que, a diferencia de muchos hombres del Servicio, era muy apreciado por sus colegas y adorado por los agentes jóvenes. Hacía tiempo que le habían puesto el afectuoso apodo de starets, palabra que significaba antaño jefe de una aldea rusa, pero que ahora equivalía más a «el viejo» o «el patrón». Borisov le miró pensativamente por encima de la mesa.

—¿Cuánto tiempo hace que nos conocemos, Yevgueni Sergueivich?

—Más años de los que quisiera recordar —respondió Karpov.

—Y en todo este tiempo, ¿te he mentido alguna vez?

—Que yo sepa, no.

Karpov pareció pensativo.

—¿Vas a mentirme tú ahora?

—No, si puedo evitarlo —dijo cuidadosamente Karpov.

¿Qué diablos le pasaba al viejo?

—Entonces, ¿qué demonios estáis haciendo a mi Departamento? —preguntó Borisov, levantando la voz.

Karpov consideró cautelosamente la pregunta.

—¿Por qué no me dices qué le pasa a tu Departamento? —replicó.

—Lo están despojando —gruñó Borisov—. Y tú tienes que estar detrás de esto. O, al menos, enterado. ¿Cómo diablos voy a dirigir la operación «S» si me quitan a mis mejores hombres, mis mejores documentos y mis mejores instrumentos? Tantos años de duro trabajo…, y todo es confiscado en unos días.

Había estallado, había soltado lo que llevaba dentro. Karpov se echó atrás, reflexionando mientras Borisov llenaba los vasos. No había llegado tan lejos en los laberínticos corredores de la KGB sin desarrollar un sexto sentido que le advertía del peligro. Borisov no era alarmista; tenía que haber algo detrás de lo que decía, pero Karpov no sabía realmente lo que era. Se inclinó hacia delante.

—Pal Petrovich —dijo, empleando el diminutivo familiar de Pavel—, como acabas de decir, nos conocemos desde hace muchos años. Puedes creerme si te digo que no sé de lo que estás hablando. ¿Quieres hacer el favor de dejar de gritar y decírmelo de una vez?

Borisov se calmó un poco, aunque pareció intrigado por el alegato de ignorancia de Karpov.

—Está bien —replicó, como si explicase algo evidente a un chiquillo—. Primero, llegan dos matones del Comité Central y exigen que les entregue a mi mejor ilegal, un hombre al que he adiestrado personalmente durante años y en quien tengo puestas mis mayores esperanzas. Dicen que ha de ser destinado a «deberes especiales», sean éstos los que fueren.

«Bueno, les entrego a mi mejor hombre. No me gusta, pero lo hago. Vuelven dos días más tarde. Ahora quieren mi mejor leyenda, una leyenda que se tardó más de diez años en forjar. Jamás me habían tratado así desde aquel maldito asunto iraní. ¿Recuerdas el asunto iraní? Todavía no me he recobrado de aquello».

Karpov asintió con la cabeza. Entonces no estaba con el Directorio de ilegales, pero Borisov le había hablado de ello cuando trabajaron juntos durante su dirección, por dos años, de aquel Directorio. En los últimos días del Sha del Irán, el Departamento Internacional del Comité Central decidió que sería una buena idea sacar en secreto de Irán todo el Politburó del partido Tudeh (comunista) iraní.

Entraron a saco en los archivos que Borisov había acumulado como una urraca, y confiscaron veintidós leyendas iraníes perfectas, historias falsas que Borisov había reservado para enviar gente dentro de Irán, no para sacarla de allí.

«Me han despojado de todo —se lamentó entonces— sólo para llevar a un lugar seguro a aquellos piojosos».

Más tarde se quejó a Karpov, diciéndole: «Y de poco les sirvió. Ahora que el Ayatollah está en el poder, el Tudeh sigue prohibido, y ni siquiera podemos montar allí ninguna operación».

Karpov sabía que aquel asunto coleaba todavía, pero este nuevo caso era más extraño. Normalmente, la petición se habría hecho a través de él.

—¿Qué hombre les diste? —preguntó.

—Petrofski —respondió Borisov resignadamente—. Tenía que hacerlo. Me pidieron el mejor, y él aventajaba en mucho a los demás. ¿Recuerdas a Petrofski?

Karpov asintió con la cabeza. Sólo había estado dos años al frente de los ilegales, pero recordaba los nombres de los mejores y las operaciones en que habían participado. Además, desde su puesto actual tenía pleno acceso a aquel Directorio.

—¿Qué autoridad ordenó el despojo?

—Técnicamente, el Comité Central. Pero la verdadera autoridad…

Borisov levantó un dedo rígido apuntando al techo y, por inferencia, al cielo.

—¿Dios? —preguntó Karpov.

—Casi. Nuestro amado secretario general. Al menos, esto es lo que pienso.

—¿Algo más?

Tras haberse llevado la leyenda, volvieron los mismos payasos. Ésta vez se llevaron el cristal receptor de uno de los transmisores secretos que tú enviaste a Inglaterra hace cuatro años. Por eso creí que tú estabas en el ajo.

Karpov frunció los párpados. Cuando él era director de los ilegales, los países de la OTAN instalaban misiles «Pershing Dos» y «Cruise». Washington recorrió el mundo tratando de reproducir el último rollo de todas las películas de John Wayne, y el Politburó se sintió terriblemente preocupado. Karpov recibió órdenes de acelerar los planes de emergencia de los ilegales para grandes operaciones de sabotaje en la Europa Occidental, por si estallaban las hostilidades.

Para cumplir estas órdenes había sembrado cierto número de transmisores de radio clandestinos en Europa Occidental, tres de ellos, en Gran Bretaña. Los hombres que custodiaban los aparatos y conocían su funcionamiento eran todos «durmientes» y tenían instrucciones de permanecer agazapados hasta que un agente, identificándose mediante la clave convenida, le ordenase entrar en acción. Los aparatos eran modernísimos y, como transmitían los mensajes de una manera confusa, el aparato receptor necesitaba un cristal programado para descifrarlos. Éstos cristales se guardaban en una caja fuerte del Directorio de ilegales.

—¿Qué clase de transmisor? —preguntó Karpov.

—El que tú siempre llamaste «Poplar».

Karpov asintió con la cabeza. Sabía que todas las operaciones, los agentes y los instrumentos, tenían nombres en clave oficial. Pero él había actuado tanto tiempo como especialista en Gran Bretaña y conocía Londres tan a fondo, que tenía nombres en clave particulares para sus propias operaciones, fundados en suburbios londinenses cuyos nombres estaban compuestos de dos silabas. Los tres transmisores que habían hecho instalar en Gran Bretaña eran, para él «Hackney», «Shoredich» y «Poplar».

—¿Algo más, Pal Petrovich?

—Desde luego. Ésos tipos no están nunca satisfechos. Por último se llevaron a Igor Volkov. El comandante Volkov había pertenecido al Departamento de Acción Ejecutiva hasta que el Politburó había decidido que los golpes directos se estaban haciendo demasiado embarazosos y que era mejor encargar el trabajo sucio a los búlgaros y a los alemanes orientales.

Entonces el Departamento V, o de Acción Ejecutiva, se dedicó más al sabotaje.

—¿Cuál es su especialidad?

—Pasar paquetes clandestinos por las fronteras de los Estados, particularmente en la Europa Occidental.

—Contrabando.

—Sí, puedes llamarlo así. Es un buen elemento. Conoce las fronteras de aquella parte del mundo, las Aduanas, los procedimientos de Inmigración y la manera de esquivarlos, mejor que cualquier otro de los que tenemos. Bueno…, que teníamos, diría yo. Porque también a él se lo llevaron.

Karpov se levantó y se inclinó hacia delante, colocando ambas manos en los hombros del viejo.

—Escucha, starets, te doy mi palabra de que esta operación no es mía. Ni siquiera estaba enterado de ella. Pero ambos sabemos que tiene que ser algo muy gordo y, por consiguiente, peligroso para meter las narices en ello. Permanece tranquilo, muérdete la lengua y resígnate a tus pérdidas. Yo trataré de averiguar discretamente lo que pasa y cuándo podrás recuperar lo que has perdido. Por tu parte, mantente cerrado como una bolsa gregoriana. ¿De acuerdo?

Borisov levantó ambas manos y tendió las palmas en un ademán de inocencia.

—Ya me conoces, Yevgueni Sergueivich; pienso ser el hombre más viejo de Rusia cuando muera.

Karpov se echó a reír. Se puso el abrigo y se dirigió a la puerta. Borisov le acompañó.

—Creo que lo conseguirás —dijo Karpov.

Cuando la puerta se hubo cerrado detrás de él, Karpov golpeó la ventanilla del conductor.

—Sígame y ya le avisaré cuando quiera subir —dijo.

Echó a andar por el camino nevado, olvidándose del hielo que se pegaba a sus zapatos de ciudad y le estropeaba los pantalones. El frió aire nocturno le refrescaba la cara, librándole de una parte de los vapores de la vodka, y necesitaba tener clara la cabeza para pensar. Lo que acababa de saber le había irritado en gran manera. Alguien —y tenía pocas dudas de quién podía ser— estaba montando una operación particular en Gran Bretaña. Aparte que esto era un gran desaire para el primer jefe delegado del Primer Directorio Principal, él, Karpov, había pasado tantos años en Gran Bretaña o dirigiendo la actuación de los agentes dentro de ella, que consideraba este terreno como exclusivamente suyo.

Mientras el general Karpov bajaba por el camino sumido en sus pensamientos, un teléfono sonó en un pisito de Highgate (Londres), a menos de quinientos metros de la tumba de Karl Marx.

—¿Estás ahí, Barry? —preguntó una voz de mujer desde la cocina.

Una voz de hombre le respondió desde el cuarto de estar:

—Si, yo contestaré.

El hombre se dirigió al recibidor y descolgó el aparato mientras su mujer seguía preparando la cena del domingo.

—¿Barry?

—Al aparato.

—Bueno, siento molestarle en una noche de domingo. Soy «C».

—¡Ah! Buenas noches, señor.

Barry Banks estaba sorprendido. No era inaudito, pero si poco frecuente, que el Jefe llamase a uno de sus hombres a su casa.

—Escuche, Barry, ¿a qué hora suele ir a Charles Street por la mañana?

—A eso de las diez, señor.

—¿Podría salir mañana una hora antes y pasar por «Sentinel» para hablar un poco conmigo?

—Si. Desde luego.

—Bien. Entonces nos veremos a las nueve.

Barry Banks era K7 en el cuartel general de MI5 en Charles Street; pero actualmente era un hombre de MI6 que actuaba como enlace de Sir Nigel Irvine con el Servicio de Seguridad. Mientras despachaba la cena que su esposa le había preparado, se preguntaba vagamente qué querría Sir Nigel Irvine y por qué tenía que tratar de ello fuera de las horas de oficina.

Yevgueni Karpov estaba seguro de que se había montado, y se estaba realizando una operación secreta, y de que ésta concernía a Gran Bretaña. Sabía que Petrofski era experto en hacerse pasar por inglés en el corazón de aquel país; la leyenda extraída de los archivos de Borisov le iba a Petrofski como anillo al dedo; el transmisor «Poplar» estaba oculto en el norte de las Midlands, Inglaterra. Si Volkov había sido transferido gracias a su especialidad de entrar paquetes en Gran Bretaña, tenían que haberse hecho ya otras transferencias, pero de Directorios diferentes y fuera de la órbita de Borisov.

Todo esto sugería fuertemente la probabilidad de que Petrofski se dirigiese a Inglaterra bajo un perfecto disfraz, si es que no estaba allí. No había nada extraño en ello, pues precisamente había sido adiestrado para estas cosas. Lo extraño era que el Primer Directorio Principal, encarnado por él mismo, hubiese sido mantenido rigurosamente al margen de la operación. Esto parecía absurdo, habida cuenta de su propia experiencia personal en Gran Bretaña y en los asuntos británicos.

Ésta se remontaba a veinte años atrás, a aquella noche de septiembre de 1967 en que estaba rodando por los bares del Berlín occidental frecuentados por personal británico fuera de servicio. Como ilegal astuto y en auge, ésta era su función en aquellos tiempos.

Se había fijado en un joven de aspecto agrio y malhumorado que se hallaba sentado ante la barra y cuyo corte de pelo y traje de paisano revelaban a las claras que pertenecía a las Fuerzas Armadas británicas. Se acercó al solitario bebedor y descubrió que era un radiotelegrafista de veintinueve años que servia en una unidad de señales información de la Royal Air Force en Gatow. También estaba completamente asqueado de la vida que le había tocado vivir.

Entre aquel mes de septiembre y el de enero de 1968, Karpov había «trabajado» al hombre de la RAF, fingiendo, primero, ser alemán —éste era su disfraz—, y confesando después que era ruso. Fue un «reclutamiento», fácil, tan fácil, que parecía casi sospechoso. Pero era auténtico; el inglés se sentía halagado por haber llamado la atención de la KGB, sentía por su servicio y su país el odio propio del hombre inadaptado, y se avino a trabajar para Moscú. Durante el verano de 1968, Karpov le adiestró personalmente en el Berlín Oriental, aprendiendo a conocerle y despreciarle aún más. La estancia del hombre en Berlín y su contrato con la RAF estaban tocando a su fin en septiembre de 1968 volvería a Inglaterra y seria desmovilizado. Se le sugirió que, al abandonar las Fuerzas Aéreas, solicitase un empleo en la Jefatura de Comunicaciones del Gobierno, en Cheltenham. Se mostró de acuerdo y, aquel mismo mes de septiembre, presentó la instancia. Se llamaba Geoffrey Prime.

Para que pudiese seguir «dirigiendo» a Prime, Karpov fue trasladado, bajo un disfraz diplomático, a la Embajada soviética en Londres, y siguió controlando a Prime durante tres años, hasta que regresó a Moscú en 1971 y pasó el control a su sucesor. Pero el caso había beneficiado mucho su carrera y fue ascendido a comandante y trasladado de nuevo al Tercer Departamento. Desde allí manejó el material de Prime a mediados de los años setenta. Es axiomático, en todo servicio de información, que la operación que produce excelente material es advertida y encomiada, y el oficial que la dirige debe participar de la alabanza.

En 1977, Prime dimitió de la JCG; los ingleses sabían que había una filtración en alguna parte, y los sabuesos estaban husmeando. En 1978, Karpov volvió a Londres, esta vez como jefe de toda la rezidentura y con el grado de coronel. Aunque fuera de la JCG, Prime seguía siendo un agente, y Karpov le buscó para advertirle que no se dejase ver. No había ninguna prueba de sus actividades anteriores a 1977 y Prime sólo podía inculparse él mismo.

«Hoy sería un hombre libre, si hubiese podido apartar sus sucias manos de las niñas pequeñas», pensó furiosamente Karpov. Pues hacía tiempo que conocía el defecto de Prime, y fue una denuncia por «abusos deshonestos» la que llevó a la intervención de la Policía y a su propia confesión. Le condenaron a treinta y cinco años de cárcel por siete delitos de espionaje.

Pero Londres le había proporcionado dos buenas piezas para compensar el fracaso del asunto Prime. En 1980, durante una fiesta, le presentaron a un funcionario civil del Ministerio de Defensa británico. De momento, el hombre no había entendido correctamente el nombre de Karpov y conversó amablemente con él durante unos minutos, antes de darse cuenta de que era ruso. Entonces cambió su actitud. Y detrás de este brusco cambio advirtió Karpov que aquel hombre le despreciaba profundamente, no sabía si como ruso o como comunista.

Esto no le molestó, pero le intrigó. Descubrió que aquel hombre se llamaba George Berenson, y ulteriores investigaciones en las semanas sucesivas le revelaron que se trataba de un acérrimo anticomunista y apasionado admirador de Sudáfrica. Entonces lo clasificó privadamente como «posibilidad» para abordarlo bajo bandera falsa. En 1981 regresó a Moscú para ponerse precisamente al frente del Tercer Departamento y preguntó sobre la existencia de algún posible «durmiente» sudafricano prosoviético. El Directorio de ilegales había mencionado que tenían dos hombres allí: uno, un oficial llamado Gerhardt, de la Marina sudafricana, y el otro, un diplomático apellidado Marais. Pero Marais acababa de regresar a Pretoria después de pasar tres años en Bonn.

En la primavera de 1983, Karpov ascendió a capitán general y a jefe del Directorio de ilegales, del que dependía Marais. Ordenó al sudafricano que solicitase un puesto en Londres para terminar su larga carrera, y Marais lo obtuvo en 1984. Karpov voló personalmente a Paris, de riguroso incógnito, y dio instrucciones a Marais. Éste tenía que cultivar a George Berenson y tratar de reclutarle para Sudáfrica.

En febrero de 1984, después de la muerte de Kirpichenko, Karpov accedió a su puesto actual y, un mes más tarde, Marais le informó de que Berenson había picado el anzuelo. Aquél mismo mes llegó el primer paquete de material de Berenson; era oro de 24 quilates, lo mejor de lo mejor. Desde entonces llevó personalmente la operación Berenson Marais como caso de competencia del director, y se reunió dos veces en dos años con Marais en ciudades europeas, para felicitarle. Y ahora mismo, el correo había traído el último paquete de material de Berenson, enviado por Marais a la dirección de la KGB en Copenhague.

Desde 1978 hasta 1981, Londres le había hecho un segundo regalo. Como de costumbre, Karpov había dado nombres en clave a Prime y a Berenson: Prime había sido Knightsbridge, y Berenson era Hampstead. Y ahora estaba Chelsea…

Respetaba a Chelsea tanto como despreciaba a Prime y a Berenson. A diferencia de estos dos, Chelsea no era un agente, sino un contacto, un hombre bien situado en el establishment de su propio país y que, como Karpov, era pragmático; un hombre sensible a las realidades de su empleo, de su país y del mundo circundante. Karpov no dejaba nunca de sorprenderse cuando los periodistas de Occidente pintaban a los agentes secretos como si vivieran en un mundo de fantasía; según él, eran los políticos quienes vivían en un mundo de ensueño, seducidos y hechiza dos por su propia propaganda.

Creían que los agentes de Información podían andar por calles sombrías, mentir y engañar para cumplir su misión; pero si alguna vez se descarriaban por el reino de la fantasía, como habían hecho tan a menudo los agentes secretos de la CIA, podían verse en un grave aprieto.

Chelsea le había insinuado en dos ocasiones que si la URSS continuaba cierta línea de acción, se meterían todos en un lío difícil de solventar; y las dos veces había tenido razón. Karpov, al poder advertir a los suyos de un peligro inminente, había acumulado grandes méritos cuando se comprobó que estaba en lo cierto.

Se detuvo y se obligó a pensar en el problema actual. Borisov tenía razón: el secretario general estaba montando alguna operación privada y personal ante sus narices y dentro de Gran Bretaña, pero excluyendo en absoluto a la KGB. Olfateó el peligro; el viejo no era un profesional del Servicio Secreto, a pesar de sus años al frente de la KGB. La propia carrera de Karpov podía estar en la balanza; sin embargo, era vital descubrir qué diablos estaba pasando. Pero con cuidado, con mucho cuidado.

Consultó su reloj. Las once y media. Hizo una seña al conductor, subió al coche y regresó a Moscú.

Barry Banks llegó a la jefatura del SSI aquel lunes a las nueve menos diez de la mañana. Sentinel House es un gran edificio cuadrado y sorprendentemente charro, situado en la orilla Sur y alquilado por el Gran Concejo de Londres a cierto Ministerio del Gobierno. Sus ascensores funcionan cuando quieren, y en la planta baja hay un mural de mosaico con fragmentos que se caen como caspa de cerámica.

Banks se identificó en la entrada y subió a toda prisa. El Jefe le recibió en seguida con la campechanía y afabilidad que solía mostrar con sus subordinados ambiciosos.

—¿Conoce por casualidad a un tal John Preston, de «Cinco»? —preguntó «C».

—Si, señor. No mucho, pero nos hemos visto algunas veces. Generalmente en el bar de «Gordon», cuando he ido por allí.

—Dirige C.1(A), ¿no es cierto, Barry?

—Ya no. Fue trasladado a C.5(C) la semana pasada.

—Un traslado bastante precipitado, diría yo. Tenía en tendido que se portaba bastante bien C. 1(A).

Sir Nigel no creyó necesario informar a Banks de que había conocido a Preston en las reuniones del SSI y de que le había empleado como su hurón personal en Sudáfrica. Banks no sabía nada del caso Berenson, ni hacia falta que lo supiese. Por su parte, Banks se preguntaba qué llevaría el Jefe entre ceja y ceja. Por lo que él sabía, Preston no tenía nada que ver con «Seis».

—Muy rápido. En realidad, sólo estuvo unas pocas semanas en C.1(A). Hasta el Año Nuevo fue director de F.1(D). Entonces debió de hacer algo que no gustó a Sir Bernard o, más probablemente, a Brian Harcourt-Smith. Fue sacado de allí y metido en C.1(A). Y el primero de abril le trasladaron de nuevo.

«¡Ah! —pensó Sir Nigel—. Había molestado a Harcourt-Smith, ¿eh?». Se lo había imaginado. Pero se preguntaba cómo. Dijo en voz alta:

—¿Tiene alguna idea de lo que pudo hacer para molestar a Harcourt-Smith?

—Algo oí decir señor. A Preston. No hablaba conmigo, pero si lo bastante cerca para que pudiese oírle. Estaba en el bar de «Gordon», hace unas dos semanas. También parecía algo molesto. Por lo visto pasó años preparando un informe y lo presentó en Navidad. Creía que valía la pena, pero Harcourt-Smith lo archivó.

—¡Hum! F.1(D)… Actividades de la extrema izquierda, ¿no? Mire, Barry, quiero que haga algo para mi. Pero no arme ruido sobre esto. Busque el número de archivo de aquel informe y sáquelo del Registro, por favor. Envíelo directamente aquí, a mi atención personal.

Banks salió de nuevo a la calle y se dirigió hacia «Charles» poco antes de las diez.

La tripulación de «Aeroflot» se desayunó tranquilamente y, a las 9.29, el primer oficial, Romanov, miró su reloj y se dirigió a los lavabos de caballeros. Había estado antes allí y se aseguró del compartimiento que debía utilizar. Era el penúltimo. El último estaba ocupado y tenía la puerta cerrada. Entró en el contiguo y cerró la puerta.

A las 9.30 puso una pequeña cartulina en el suelo, junto al hueco de la pared divisoria; había escrito en ella las seis cifras convenidas. Una mano pasó por el hueco, retiró la cartulina, escribió algo en ella y volvió a dejarla en el suelo. Romanov la cogió. En el reverso figuraban las seis cifras que esperaba.

Hecha la identificación, dejó el transistor en el suelo, y la misma mano lo tomó y lo introdujo sin ruido en el compartimiento contiguo, fuera, alguien usaba el urinario. Romanov tiró de la cadena, abrió la puerta, se lavó las manos hasta que se marchó el que había usado del urinario, y salió detrás de él. El minibús de Heathrow esperaba ante la puerta de la calle. Ninguno de los tripulantes advirtió que Romanov no llevaba su «Pony»; debieron de pensar que lo llevaba en su saco de mano. El correo Uno había echo su entrega.

Barry Banks telefoneó a Sir Nigel poco antes del mediodía. Utilizó una línea privada y muy segura.

—Es bastante extraño, Sir Nigel —dijo—. Obtuve el número de archivo del informe que le interesa y fui a buscarlo al Registro. Conozco al encargado del archivo. Éste confirmó que estaba en la sección NMA. Pero ahora no está.

—¿Cómo?

—Lo retiraron.

—¿Quién?

—Un hombre llamado Swanton. Lo conozco. Lo extraño es que pertenece a Finanzas. Le pedí que me lo prestase. Y ésta es la segunda cosa rara. Se negó a hacerlo, diciendo que aún no había terminado con él. Según el Registro, hace tres semanas que lo tiene. Con anterioridad lo había tenido otra persona.

—¿La encargada de los lavabos? —preguntó Sir Nigel.

—Casi. Alguien de Administración.

Sir Nigel pensó durante un rato. La mejor manera de mantener un legajo fuera de circulación era conservarlo permanentemente uno mismo o uno de sus protegidos. No le cabía duda de que Swanton y el otro hombre estaban a las órdenes de Harcourt-Smith.

—Barry, entérese de la dirección particular de Preston y venga a verme aquí a las cinco.

El general Karpov estaba sentado aquella tarde a su mesa en Yasiénevo y se frotaba el envarado cuello. Había descansado mal. Estuvo despierto la mayor parte de la noche, con Ludmilla durmiendo a su lado. Al amanecer llegó a una conclusión, y sus ulteriores reflexiones, en los momentos que había podido hurtar a su trabajo del día, la confirmaron.

Era el secretario general quien estaba detrás de la misteriosa operación que se montaba en Gran Bretaña; pero, a pesar de que se jactaba de leer y hablar inglés, no conocía el país. Forzosamente había tenido que confiar en alguien que lo conociese. Eran muchos los que estaban familiarizados con Inglaterra, en el Ministerio de Asuntos Exteriores, en el Departamento Internacional del Comité Central, en el GRU y en la KGB. Pero si evitaba a la KGB, ¿por qué no a los demás?

Tenía que ser un consejero personal. Y cuanto más pensaba en ello, más claro se le hacía el nombre de esta bete noire personal. Hacia años, al empezar su carrera en el Servicio, había admirado a Philby. Todos le habían admirado. Pero con el paso de los años, él se había encumbrado, mientras que Philby se había hundido. También había observado cómo se convertía el renegado inglés en un borracho empedernido. Lo cierto era que Philby no había tenido acceso a ningún documento secreto británico desde 1951 salvo los que le había mostrado la KGB. En 1955 se trasladó desde Inglaterra a Beirut, y no estuvo en Occidente desde su deserción final en 1963. Veinticuatro años. Karpov pensó que él conocía ahora Gran Bretaña mejor que Philby.

Pero había más. Sabía que, cuando estaba en la KGB, el secretario general se había sentido en cierto modo impresionado por Philby, por su amaneramiento y gustos propios del viejo mundo, su afectación de gentleman inglés, su aversión al mundo moderno con su música pop, sus motocicletas y sus pantalones vaqueros, gustos que eran reflejo de los del propio secretario general. Karpov sabía de cierto que, en varias ocasiones, el secretario general había pedido consejo a Philby, para contrarrestar los que recibía del Primer Directorio Principal. ¿Por qué no ahora?

Por último, en la lista de Karpov había algo que, en una sola ocasión, había dejado escapar Philby y que le había parecido sumamente interesante. Deseaba regresar a su país. Por esto, más que por cualquier otra cosa, no confiaba en él. Ni pizca. Recordaba la cara arrugada y sonriente que había tenido delante, al otro lado de la mesa, durante el banquete de Kriuchkov, en vísperas de Año Nuevo. ¿Qué había dicho entonces acerca de Gran Bretaña? ¿No había sido algo sobre que su estabilidad política era exagerada por su Departamento?

Las piezas empezaban a juntarse. Decidió investigar a Mr. Harold Adrian Russell Philby. Pero sabía que, incluso a su nivel, todo era observado: retiradas de documentos del Registro, peticiones oficiales de información, llamadas telefónicas, memorándums. Tenía que ser una investigación no oficial, personal y, sobre todo, verbal. Era muy peligroso indisponerse con el secretario general.

John Preston había llegado a su propia calle y estaba a cien metros de la entrada de su bloque de apartamentos cuando oyó que le llamaban. Se volvió y vio a Barry Banks, que cruzaba la calle en dirección a él.

—Hola, Barry, ¡qué pequeño es el mundo! ¿Qué haces aquí?

Sabía que el hombre de K7 vivía hacia el Norte, en la zona de Highgate. Tal vez iba a un concierto en el próximo Albert Hall.

—En realidad te estaba esperando —respondió Banks, con una cordial sonrisa—. Un colega mío desea hablar contigo. ¿Te importa?

Preston se sintió intrigado, pero no receloso. Sabía que Banks era de «Seis», pero ignoraba quién era la persona que quería hablar con él. Dejó que Banks le condujese al otro lado de la calle y a cien metros más abajo. Banks se detuvo ante un «Ford Granada» aparcado, abrió la portezuela trasera e hizo un ademán a Preston para que mirase en el interior. Éste lo hizo así.

—Buenas noches, John. ¿Te importa que hablemos unas palabras?

Preston, sorprendido, subió al coche y se sentó al lado del personaje engalanado. Banks cerró la portezuela y se alejó.

—Bueno, ya sé que es una manera extraña de encontrarnos. Pero aquí estamos. No queremos armar revuelo, ¿verdad? Pensé que no había tenido oportunidad de darte las gracias por todo lo que hiciste en Sudáfrica. Fue un trabajo de primera. Henry Pienaar se quedó impresionado. Y también yo.

—Gracias, Sir Nigel.

¿Qué diablos quería el viejo zorro? Ciertamente, no se trataba de esto. Pero «C» parecía sumido en honda reflexión.

Hay otra cuestión —dijo al fin, como pensando en voz alta—. El joven Barry me dice que ha tenido conocimiento de que la última Navidad presentaste un informe muy interesante sobre la extrema izquierda en este país. Tal vez esté equivocado, pero esto podría haber tenido importancia para algunas cosas que hacemos en el exterior, si es que entiendes lo que quiero decir. La cuestión es que no se nos comunicó tu informe. Y es una lástima.

—Fue archivado como NMA —replicó Preston rápidamente.

—Si, sí, ya me lo ha dicho Barry. Fue una verdadera lástima. Me habría gustado echarle un vistazo. ¿No hay posibilidad de obtener una copia?

—Está en el Registro —dijo Preston, intrigado—. Puede haber sido clasificado como NMA, pero está en el archivo. Basta con que Barry lo retire y se lo envíe.

—Eso es imposible —opuso Sir Nigel—, porque ya ha sido retirado. Por Swanton. Y éste dice que aún no ha terminado con él. No quiere entregarlo.

—Pero él está en Finanzas —protestó Preston.

—Sí —murmuró Sir Nigel, malhumorado— y, antes de esto lo «sacó» alguien de Administración. Casi se podría creer que lo están ocultando.

Preston se quedó pasmado. A través del parabrisas podía ver a Banks matando el tiempo en la calle.

—Hay otra copia —dijo—. La mía. Está en mi caja fuerte personal.

Banks les condujo en el coche. El tráfico de primeras horas de la noche era muy intenso entre Kensington y Gordon Street. Una hora más tarde, Preston se inclinó sobre la ventanilla abierta del Granada y entregó su copia a Sir Nigel.