Mientras el comandante Petrofski estaba comiendo en el «Great White Horse», de Ipswich, sonó el timbre de un apartamento de la octava planta de Fontenoy House, en Belgravia. El dueño del piso, Mr. George Berenson, abrió la puerta. Por un instante contempló sorprendido al hombre que estaba en el pasillo.
—¡Caramba, Sir Nigel…!
Se conocían vagamente, no tanto de sus tiempos de estudiantes, muchos años antes como por haberse visto ocasionalmente en Whitehall. El jefe del SSI saludó con la cabeza, cortés pero formalmente.
Buenas noches, Berenson. ¿Puedo pasar?
—Desde luego, desde luego, no faltaría más…
George Berenson estaba aturrullado, aunque ignoraba el objeto de la visita. El empleo por Sir Nigel de su apellido a secas indicaba que el tono de la entrevista sería cortés, pero en modo alguno cordial. No se llamarían campechanamente «George» y «Nigel».
—¿Está Lady Fiona en casa?
—No, ha salido para asistir a una reunión de uno de sus comités. Tenemos el piso para nosotros solos.
Sir Nigel sabía ya esto. Había permanecido sentado en su coche esperando que saliese la esposa de Berenson para entrar en la casa.
Despojado de su abrigo, pero reteniendo la cartera de mano, Sir Nigel fue invitado a sentarse en un sillón del cuarto de estar, a menos de tres metros de la ya reparada caja fuerte de detrás del espejo. Berenson se sentó frente a él.
—Bueno, ¿en qué puedo servirle?
Sir Nigel abrió la cartera y depositó cuidadosamente diez fotocopias sobre la mesa de café cubierta por un cristal.
—Creo que debería echar usted un vistazo a esto.
Berenson estudió en silencio la primera fotocopia, la levantó para mirar la segunda y, después, la tercera. Entonces interrumpió su examen y dejó los papeles. Había palidecido intensamente, pero conservaba todavía su aplomo. Mantuvo la mirada fija en los documentos.
—Supongo que no puedo decirle nada.
—No mucho —replicó tranquilamente Sir Nigel—. Nos fueron devueltos hace algún tiempo. Sabemos cómo los perdió usted; por mala suerte, desde su punto de vista. Cuando nos los devolvieron, le tuvimos a usted bajo vigilancia durante algunas semanas, observamos la sustracción del documento sobre la isla de Ascensión, su entrega a Benotti y, después, su paso a poder de Marais. Lo tenemos todo bien amarrado, ¿sabe?
Algo de lo que había dicho era demostrable, pero la mayor parte era un puro farol; no quería que Berenson supiese lo débil que era la acusación contra él. El jefe delegado de Abastecimientos del Ministerio de Defensa irguió la espalda y levantó la mirada. «Ahora viene el desafío —pensó Irvine—, el intento de justificarse». Es curioso que todos sigan el mismo sistema. Berenson le miró a los ojos. El desafío estaba allí.
—Bueno, ya que lo sabe todo, ¿qué va a hacer usted?
—Pues voy a hacerle unas preguntas —dijo Sir Nigel—. Por ejemplo, ¿cuánto tiempo ha durado esto y por qué empezó usted?
A pesar de sus esfuerzos por mantener el aplomo y adoptar un aire desafiante, Berenson estaba aún demasiado confuso para reparar en un punto muy sencillo: esta clase de enfrentamiento escapaba a las funciones del jefe del SSI. Los espías al servicio de potencias extranjeras eran detenidos por el Servicio de Contraespionaje. Pero su deseo de justificarse le restó capacidad de análisis.
—En cuanto a lo primero, poco más de dos años.
«Podría ser peor», pensó Sir Nigel. Sabía que Marais llevaba casi tres años en Inglaterra, pero Berenson podría estar «dirigido» por otro agente sudafricano prosoviético antes de aquel tiempo. Por lo visto, no había sido así.
—En cuanto a lo segundo, yo habría pensado que saltaba a la vista.
—Supongamos que soy algo lento —apuntó Sir Nigel—. Por consiguiente, tenga la bondad de ilustrarme. ¿Por qué lo hizo?
Berenson lanzó un profundo suspiro. Tal vez, como muchos antes que él, había preparado a menudo mentalmente su propia defensa, arguyendo ante el tribunal de su propia conciencia…, o de lo que pasaba por tal.
—Desde hace muchos años, sostengo la opinión de que la única lucha que vale la pena es la emprendida contra el comunismo y el imperialismo soviético —empezó diciendo.
Sudáfrica es uno de los bastiones en esta lucha. Probablemente el principal, sino el único, al sur del Sahara. Durante mucho tiempo pensé que era vano y ruinoso que las potencias occidentales, fundándose en dudosas consideraciones morales tratasen a Sudáfrica como un leproso, la privasen de toda participación en nuestros planes conjuntos para contrarrestar la amenaza soviética a escala mundial.
Durante años creí que Sudáfrica había sido trata da de mala manera por las potencias occidentales, que era tan injusto como estúpido excluirla de toda participación en los planes preventivos de la OTAN.
Sir Nigel asintió con la cabeza, como si nunca se le hubiese ocurrido esta idea.
—¿Y pensó que era justo y adecuado restablecer el equilibrio? —Sí. Y, a pesar de la Ley de Secretos Oficiales, sigo pensándolo.
«La vanidad —pensó Sir Nigel—, siempre la vanidad, el enorme amor propio de los hombres incapaces». Nunn May, Pontecorvo, Fuchs, Prime, todos presentaban la misma actitud el derecho otorgado por ellos mismos de erigirse en Dios, la convicción de que sólo el traidor está en lo justo y de que todos sus colegas son estúpidos; todo ello combinado con ese afán de poder que es como una droga y que se deriva de lo que considera como manipulación de la política, poder que confía en alcanzar, gracias a la transferencia de secretos, para los fines en los que cree y para confusión de sus presuntos adversarios en su propio Gobierno, que le han privado de ascensos o de honores.
—¡Hum! Dígame, ¿empezó esto por propia iniciativa o por la de Marais?
Berenson pensó durante un rato.
—Jan Marais es diplomático. Por consiguiente, no puede usted nada contra él —dijo—. No puedo dañarle con lo que yo diga. La iniciativa fue suya. Nunca nos vimos cuando yo estaba destinado en Pretoria. Nos conocimos aquí, poco después de su llegada. Descubrimos que teníamos muchas cosas en común. Me persuadió de que, si estallaba algún día un conflicto con la URSS, Sudáfrica se encontraría sola en el hemisferio meridional, a caballo sobre las rutas vitales del Índico a los mares del Atlántico Sur y probablemente con bases soviéticas instaladas en toda el África negra. A los dos nos pareció que, sin alguna indicación de cómo operaría la OTAN en ambas esferas, se encontraría en dificilísima posición, pese a ser nuestro más firme aliado en aquellos parajes.
—Poderoso argumento —replicó Sir Nigel, asintiendo de mala gana—. Pero cuando descubrimos que Marais era su controlador, me arriesgué y hablé de éste al general Pienaar. Él negó que Marais hubiese trabajado nunca para él.
—Es natural que lo negase.
—Sí, es natural. Pero enviamos a un hombre allí para comprobar lo que había dicho Pienaar. Quizá le gustaría ver su informe.
Sacó de su cartera el informe que había traído Preston de Pretoria, con la fotografía del joven Marais adherida a la parte superior de la primera hoja. Berenson se encogió de hombros y empezó a leer las siete páginas del documento. Al llegar a cierto punto, contuvo de pronto el aliento, se llevó un puño a la boca y se royó uno de los nudillos. Cuando hubo vuelto la última página, se tapó la cara con ambas manos y se balanceó lentamente hacia delante y atrás.
¡Oh, Dios mío! —jadeó—. ¿Qué he hecho?
—En realidad, muchísimo daño —respondió Sir Nigel.
Dejó que Berenson absorbiese todo el caudal de su aflicción, sin interrumpirle. Se retrepó en el sillón y contempló, sin compadecerle, al destrozado mandarín. Para Sir Nigel no era más que otro pequeño y asqueroso traidor, capaz de jurar solemnemente fidelidad a su Reina y a su país, y traicionarlos a todos en su propio interés. Un hombre de la misma clase, aunque no de la categoría, de Donald Maclean.
Berenson ya no estaba pálido; su rostro tenía el color gris de la ceniza. Cuando apartó las manos de su cara, parecía haber envejecido muchos años.
—¿Hay algo, alguna cosa, que pueda hacer?
Sir Nigel se encogió de hombros, como si nadie pudiese hacer gran cosa. Decidió hurgar un poco más en la herida.
—Desde luego, hay un grupo que exige la inmediata detención. De usted y de Marais. Pretoria ha alegado la inmunidad de éste. A usted le juzgaría un jurado de la clase media y de edad madura. El fiscal de la Corona cuidaría de esto. Personas honradas, pero de mentalidad sencilla. Probablemente no creerían en un reclutamiento a base de una bandera falsa. A su edad, esto significaría una condena para toda la vida, en Park Hurst o Dartmoor.
Dejó pasar unos minutos para que el otro reflexionase sobre esto.
—Pero se da el caso —siguió diciendo— de que conseguí que el grupo de los duros retrasara un poco la decisión final. Hay otro camino…
—Haré lo que sea, Sir Nigel, lo digo de veras. Cualquier cosa…
«Ya lo creo —pensó el Jefe—, ya lo creo. No puedes imaginártelo».
—En realidad serán tres cosas —replicó en voz alta—. Primera: seguirá yendo al Ministerio como si nada hubiera ocurrido; mantendrá su actitud acostumbrada, hará el trabajo rutinario de siempre; ni una onda diminuta turbará la superficie de las aguas.
Segunda: en este apartamento, cuando anochezca y si es necesario durante toda la noche, nos ayudará a valorar los daños. La única manera de repararlos en parte es que sepamos todo lo que fue comunicado a Moscú, en sus ínfimos detalles. Si oculta un solo punto o una sola coma, tendrá que estar en la cárcel hasta que reviente.
—Sí, sí, desde luego. Puedo hacerlo. Recuerdo todos los documentos que fueron transmitidos. Todo… Bueno, ha dicho usted tres cosas.
—Sí —replicó Sir Nigel, mirándose las uñas—. La tercera es una trampa. Mantendrá usted relaciones con Marais…
—¿Qué?
—No tendrá que verle. Prefiero que no lo haga. No creo que sea lo bastante buen actor como para fingir en su presencia. Sólo establecerá los contactos acostumbrados a través de llamadas telefónicas en clave cuando tenga que hacerle una entrega.
Berenson estaba realmente pasmado.
—Una entrega, ¿de qué?
—De material que mis hombres, en colaboración con otros, prepararán para usted. Puede llamarlo desinformación. Aparte su trabajo con los de Defensa sobre la valoración de los daños, quiero que colabore conmigo. Que cause algún daño verdadero a los soviets.
Berenson se aferró a esto como se agarra a una tabla el que se está ahogando. Cinco minutos más tarde, Sir Nigel se levantó. Los encargados de valorar los daños vendrían después del fin de semana. Salió del apartamento. Al recorrer el pasillo en dirección al ascensor, se sintió interiormente satisfecho. Pensó en el hombre destrozado y aterrorizado que dejaba a su espalda.
«De ahora en adelante, bastardo, trabajarás para mí», pensó.
La joven que estaba en la oficina de la entrada de «Oxborrow’s» levantó la cabeza al entrar el desconocido. Su aspecto le gustó. Mediana estatura, bien plantado, sonriente, de cabellos castaños y ojos color avellana. Le gustaban los ojos color avellana.
—¿Puedo servirle en algo?
—Espero que sí. Soy nuevo en el distrito, pero me han dicho que ustedes alquilan casas amuebladas.
—¡Oh, sí! Querrá hablar con Mr. Knights. Él se encarga de las casas de alquiler. ¿A quién anuncio?
Él sonrió de nuevo.
—Ross —respondió—, James Ross.
Ella pulsó una clavija y habló por el interfono.
—Está aquí un señor llamado Ross, Mr. Knights. Le interesa una casa amueblada. ¿Puede recibirle usted?
Dos minutos más tarde, James Ross se sentó en el despacho de Mr. Knights.
—Acabo de llegar de Dorset para representar a mi compañía en East Anglia —explicó con naturalidad—. Me gustaría que mi esposa y los niños pudiesen venir a reunirse conmigo lo antes posible.
—Entonces, ¿le interesa quizá comprar una casa?
—De momento, no. En primer lugar, deseo buscar la casa más adecuada, y los detalles suelen llevar mucho tiempo. En segundo lugar, es posible que sólo permanezca aquí durante un periodo limitado. Todo dependerá de la oficina principal. Ya sabe usted lo que son estas cosas.
—Desde luego, desde luego. —Mr. Knights lo comprendió perfectamente—. Una casa de alquiler por breve tiempo le ayudará a instalarse en este ambiente, mientras es pera a ver si tiene que quedarse por más tiempo, ¿no es así?
—Exacto —respondió Ross—. Me basta con una cáscara de nuez.
—¿Amueblada o sin amueblar?
—Amueblada, si es que tiene alguna.
—Muy bien —dijo Mr. Knights, cogiendo unas carpetas—. Es casi imposible encontrar casas de alquiler sin amueblar. El propietario no siempre puede conseguir que los inquilinos se marchen al terminar el arrendamiento. De momento tenemos disponibles cuatro casas amuebladas.
Ofreció los papeles a Mr. Ross. Dos de las casas eran visiblemente demasiado grandes para un representante comercial y requerían un servicio numeroso. Las otras dos eran adecuadas. Mr. Knights disponía de una hora y le llevó a ver las dos. Una de ellas era perfecta: una linda casita de ladrillos en una linda callejuela enladrillada, en una linda y pequeña urbanización de una zona exclusiva junto a Belstead Road.
—Creo que es propiedad de un tal Mr. Johnson —dijo Mr. Knights al bajar la escalera—, un ingeniero que trabajaba en Arabia Saudí con un contrato para un año. Pero sólo quedan seis meses en los que puede ser alquilada.
—Me parece muy bien —convino Mr. Ross.
En el número 12 de Cherryhayes Close. Todas las calles aledañas tenían nombres que terminaban en hayes, y por eso todo el complejo era conocido simplemente por «The Hayes»; Brackenhayes, Gorsehayes, Almondhayes y Heather hayes. El número 12 de Cherryhayes, estaba separado de la calzada por una franja de hierba de dos metros de anchura, sin ninguna valla. Un garaje cerrado estaba adosado a uno de los dos lados de la casa; Petrofski sabía que necesitaría un garaje. El jardín trasero era pequeño y estaba vallado, y se llegaba a él por una puerta de la pequeña cocina. La puerta de la planta baja era cristalera y conducía a un estrecho vestíbulo. Frente a dicha puerta estaba la escalera que llevaba al piso superior. Debajo de la escalera había un cuarto trastero.
Además, había un cuarto de estar en la parte delantera, y una cocina al final del pasillo que discurría entre la escalera y la puerta del cuarto de estar. En el piso superior había dos dormitorios, uno en la parte de delante y el otro en la de atrás, y el cuarto de baño. Era una casa que no llamaba la atención entre los otros e idénticos edificios de ladrillo de la calle ocupados, en su mayor parte, por jóvenes matrimonios; el marido se dedicaba al comercio o a la industria, y la mujer cuidaba de la casa y de uno o dos retoños. Era la vivienda que elegiría un hombre llegado de Dorset y que esperaba que su esposa y sus hijos se reuniesen con él al terminar el curso escolar, y no quería llamar la atención.
—Me la quedaré —dijo.
—Podríamos volver a mi oficina y concretar los detalles… —le propuso Mr. Knights.
Como se trataba de un alquiler de vivienda amueblada, los detalles eran sencillos. Había que firmar un contrato en regla compuesto de dos hojas, hacer un depósito de una mensualidad y pagar por anticipado el alquiler de un mes. Mr. Ross mostró una referencia de sus patronos en Ginebra y pidió a Mr. Knights que llamase el lunes por la mañana a su Banco de Dorchester, para que diesen la conformidad al cheque que le extendió en el acto. Mr. Knights dijo que tendría preparada la documentación a satisfacción de todos el lunes por la tarde, si el cheque y las referencias estaban en orden. Ross sonrió. Sabía que lo estarían.
Alan Fox estaba también en su despacho aquel sábado por la mañana, a petición especial de su amigo Sir Nigel Irvine, quien le había telefoneado diciéndole que necesitaba entrevistarse con él. El caballero inglés subió la escalera de la Embajada norteamericana poco después de las diez.
Alan Fox era el jefe local de la CIA americana desde hacia mucho tiempo, y conocía a Nigel Irvine desde hacia veinte años.
—Lamento decirte que tenemos, al parecer, un pequeño problema —dijo Sir Nigel cuando se hubo sentado—. Uno de nuestros funcionarios del Ministerio de Defensa nos ha salido rana.
—¡Por el amor de Dios, Nigel, no me digas que se trata de otra filtración! —exclamó Fox, en tono acusador.
Irvine pareció compungido.
—Temo que se trate de eso —confesó—. Algo parecido a vuestro caso Harper.
Alan Fox dio un respingo. La estocada había dado en el blanco. En 1983, los norteamericanos habían sufrido un grave revés al descubrir que un ingeniero que trabajaba en Silicon Valley (California), había «soplado» a los polacos —y, por ende, a los rusos— una gran cantidad de información secreta sobre los sistemas de misiles «Minutemam» de los Estados Unidos.
Junto con el anterior caso de espionaje Boyce, el asunto Harper había nivelado un poco el tanteador. Los británicos habían aguantado durante largo tiempo las punzantes alusiones de los norteamericanos sobre Philby, Burgess y Maclean, por no hablar de Blake, Vassall, Blunt y Prime, e incluso después de todos estos años seguían escociéndoles la herida. Por eso los ingleses se sintieron algo mejor cuando los norteamericanos tuvieron dos graves fracasos con Boyce y Harper. Al menos no eran los únicos que tenían traidores en su seno.
—Bueno —dijo Fox—, tienes algo que siempre me ha gustado, Nigel. No puedes ver un cinturón sin sentir el deseo de dar un golpe bajo.
Fox era conocido en Londres por su fustigante ingenio. Se había apuntado un tanto en una de las primeras reuniones del Comité Conjunto de Información, cuando Sir Anthony Plum se había quejado de que, a diferencia de todos los demás, no tenía unas bonitas siglas que describiesen su función. A él sólo se lo conocía como presidente del CCI o coordinador de información. ¿Por qué no podía tener un grupo de iniciales que compusiesen una palabra breve por si solas?
—¿Qué tal estaría —inquirió Fox arrastrando las palabras, desde el extremo de la mesa «Supreme Head of Intelligence Targetting»? (Jefe Supremo de Objetivos de Información).
Sir Anthony prefirió que no le conociesen como el SHIT[1] de Whitehall, y no volvió a hablar de siglas.
—Está bien —accedió Fox—, ¿es muy grave la cosa?
—Podría ser peor —replicó Sir Nigel, y contó la historia a Fox, desde el principio hasta el final.
El norteamericano se inclinó hacia delante, con vivas muestras de interés.
—¿Quieres decir que le has dado la vuelta, que sólo va a transmitir lo que tú le digas?
—Tendrá que hacerlo, si no quiere pasar todo el resto de su vida comiendo gachas en la cárcel. Y estará todo el tiempo bajo vigilancia. Desde luego, puede tener una clave para avisar a Marais por teléfono, pero no creo que la utilice. En realidad, es un hombre de extrema derecha, y su reclutamiento fue a base de una bandera falsa.
Fox reflexionó durante un rato.
—¿Qué importancia crees que dan a ese Berenson en el «Centro», Nigel?
—El lunes empezaremos la valoración de daños —dijo Irvine—, pero pienso que, dada su alta posición en el Ministerio, deben concederle mucha importancia en Moscú. Puede ser un caso de la competencia de un director.
¿—Podríamos pasar también nosotros informes falsos a través de esta línea? —preguntó Fox.
Su mente empezaba ya a urdir algunas falsedades útiles que Langley podría estar interesado en transmitir a Moscú.
—No quiero sobrecargar los circuitos —dijo Nigel—. Debe mantenerse el ritmo de entrega de material como hasta ahora, y también la clase de material. Pero si, podríamos meteros en el ajo.
—¿Y quieres que convenza a los míos de que no le aprieten las clavijas a Londres?
Sir Nigel se encogió de hombros.
—El daño se ha producido ya. Armar jaleo satisface el amor propio. Pero no es remunerador. Yo prefiero reparar los daños y causar algunos por nuestra cuenta.
—Está bien, Nigel, tú ganas. Diré a los nuestros que no intervengan. Comunícanos en seguida la valoración de los daños. Y prepararemos un par de informaciones sobre nuestros submarinos nucleares en el Atlántico y en el Índico, que harán que el «Centro» busque en una dirección equivocada. Estaré en contacto contigo.
El lunes por la mañana, Petrofski alquiló un modesto coche familiar en una agencia de Colchester. Dijo que venía de Dorchester y estaba buscando casa en Essex y Suffolk. Había dejado el coche a su esposa y a sus hijos en Dorset, y por eso no quería comprar uno para tan poco tiempo. Su permiso de conducir estaba en regla, y en él constaba una dirección en Dorchester. Desde luego, el seguro iba incluido en el alquiler. Deseaba un alquiler a largo plazo, posiblemente de tres meses, y optó por el sistema de presupuesto. Pagó una semana de alquiler en dinero efectivo y extendió un cheque por la mensualidad siguiente. Ahora tenía otro problema más difícil, necesitaría los servicios de un agente de seguros. Buscó a uno de ellos en la propia ciudad, le visitó y le expuso su posición. Había trabajado varios años en el extranjero y, antes de esto, había conducido siempre un coche de la compañía. Por eso no tenía una compañía regular de seguros en Gran Bretaña. Ahora había resuelto volver al país y empezar un negocio por su cuenta. Tendría que comprar un vehículo, y para ello necesitaría tener cubiertos los riesgos por un seguro. ¿Podía ayudarle el agente?
El agente lo haría con mucho gusto. Se aseguró de que el nuevo cliente tuviera permiso de conducir en regla, un permiso internacional de conducción, además de un aspecto solvente y respetable y una cuenta bancaria que, aquella misma mañana, había sido transferida de Dorchester a Colchester.
¿Qué clase de vehículo pensaba comprar? Una motocicleta. Si, una motocicleta. Resultaba mucho más cómoda en un tráfico intenso. Desde luego, en manos de un adolescente era un mal asunto asegurar una motocicleta. Pero tratándose de un profesional maduro, no había problema. Un seguro a todo riesgo sería quizás algo difícil… ¡Ah!, ¿se conformaba el cliente con «daños a terceros»? Muy bien. ¿Y la dirección? Precisamente estaba buscando una casa. Muy comprensible. Pero ¿se alojaba en el «Great White Horse», de Ipswich? Era más que suficiente. Entonces, si Mr. Ross quería darle el número de matricula de la motocicleta cuando hiciese la compra, y cualquier cambio de dirección, estaba seguro de que podría formalizar el seguro contra daños a terceros en uno o dos días.
Petrofski regresó a Ipswich en su coche alquilado. Había sido un día de mucho trajín, pero estaba convencido de no haber despertado sospechas ni dejado pista que pudiese ser seguida. La agencia de alquiler de automóviles y el hotel tenían una dirección suya inexistente en Dorchester. «Oxborrow’s», el agente de la propiedad inmobiliaria, y el agente de seguros, tenían su dirección en el hotel como residencia temporal, y «Oxborrow’s» sabía la del número 12 de Cherryhayes. El «Barclays Bank» de Colchester tenía también su dirección en el hotel mientras estaba «buscando casa».
Retendría la habitación en el hotel hasta que el agente le proporcionase la póliza del seguro, y después se marcharía. La posibilidad de que algunas de las partes estableciesen contacto entre ellas era sumamente remota. Aparte «Oxborrow’s», la pista se interrumpía en el hotel o en una dirección de Dorchester que no existía. Con tal de que pagase puntualmente los alquileres de la casa y del coche, y el agente recibiese un cheque legitimo por la prima de un año del seguro de la motocicleta, nadie volvería a pensar en él. Había dicho al «Barclays Bank», de Colchester, que le enviasen el estado de cuentas al finalizar cada trimestre, pero a finales de junio haría ya tiempo que se habría marchado.
Volvió a la agencia de la propiedad inmobiliaria para firmar el contrato de alquiler y completar las formalidades.
Aquél lunes, al atardecer, los primeros componentes del equipo de valoración de daños llegaron al apartamento de George Berenson, en Belgravia, para empezar su trabajo.
Era un pequeño grupo de expertos de MI5 y analistas del Ministerio de Defensa. La primera tarea consistía en identificar cada uno de los documentos que habían sido transmitidos a Moscú. Llevaban consigo copias de las fichas del Registro y de las notas de retiradas y devoluciones, para el caso de que a Berenson le fallase la memoria.
Más tarde, otros analistas, fundando sus estudios en la lista de documentos transmitidos, tratarían de valorar y mitigar los daños causados, proponiendo lo que aún pudiese cambiarse, los planes que habría que cancelar, las medidas tácticas y estratégicas que habría que anular y las que se podrían conservar. Los primeros trabajaron durante toda la noche y después pudieron informar de que Berenson les había brindado su total colaboración. Lo que pensaron de él en privado no fue incluido en el informe, porque era algo que no podía ponerse por escrito.
Otro equipo, que trabajaba en lo más recóndito del Ministerio, empezó a preparar el siguiente fajo de documentos secretos que Berenson pasaría a Jan Marais y a sus controladores del Primer Directorio Principal de Yasiénevo.
John Preston se trasladó el miércoles a su nuevo despacho como jefe de C.5(C), llevando consigo su archivo personal. Afortunadamente sólo tenía que subir una planta al tercer piso de «Gordon». Al sentarse a su mesa, vio el calendario que pendía de la pared. Era el primero de abril, Día de los Inocentes.
«Muy adecuado», pensó amargamente.
El único rayo de luz en su horizonte era el conocimiento de que, dentro de una semana, su hijo Tommy estaría en casa para las vacaciones de Pascua. Permanecerían toda una semana juntos antes de que Julia, de vuelta de esquiar con su amigo en Verbier, reclamase al chico para el resto de las vacaciones.
Durante toda una semana, su pisito de Kensington vibraría con el estruendo de la alegría de los doce años, historias de proezas en el campo de rugby, bromas gastadas al profesor de francés y peticiones de más pastel y jalea para el consumo ilegal después de apagarse las luces del dormitorio. Sonrió ante la perspectiva y resolvió tomarse al menos cuatro días de descanso. Había proyectado unas cuantas expediciones paternofiliales y esperaba que mereciesen la aprobación de Tommy. Le interrumpió Jeff Bright, su jefe de sección delegado.
Sabía que Bright habría ocupado su puesto si no se lo hubiese impedido su juventud. Era otro de los protegidos de Harcourt-Smith, satisfecho y halagado cuando era regularmente invitado a tomar una copa por el director general delegado, para que le informase de todo lo que sucedía en la sección. Llegaría lejos cuando Harcourt-Smith asumiese el cargo de director general.
—Pensé que querrías ver la lista de puertos y aeropuertos que no hemos de perder de vista, John —dijo Bright.
Preston estudió las listas que el otro puso ante él. ¿Había realmente tantos aeropuertos con vuelos que empezaban o terminaban fuera de las Islas Británicas? Y la lista de puertos capaces de recibir buques de carga comerciales procedentes del extranjero ocupaba varias páginas. Suspiró y empezó a leer.
Al día siguiente, Petrofski encontró lo que estaba buscando. Siguiendo su política de hacer diversas compras en diferentes poblaciones de la zona de Suffolk Essex, había ido a Stowmarket. La motocicleta era una «BMW K-100» de transmisión por eje, no nueva, pero sí en excelentes condiciones, una máquina grande y potente que llevaba tres años rodando, pero sólo había hecho 35.000 kilómetros. La tienda vendía también accesorios para el conductor: chaqueta y pantalones de cuero negro, guantes, botas con cierre de cremallera al lado y cascos con visera oscura. Compró un equipo completo.
Un depósito del veinte por ciento del precio le aseguró que la motocicleta sería suya, pero no pudo llevársela. Pidió que fijasen unas bolsas junto a la rueda trasera, con una caja de fibra de vidrio y candado sobre aquéllas, y le dijeron que podría recoger la máquina con las bolsas dentro de dos días.
Desde una cabina telefónica llamó al agente de seguros de Colchester y le dio el número de matricula de la «BMW». El agente le aseguró que la póliza de seguro temporal por treinta días estaría preparada al día siguiente. Se la enviaría por correo al hotel «Great White Horse» de Ipswich.
Desde Stowmarket, Petrofski se dirigió hacia el Norte hasta Thetford, en Norfolk, justo en el límite del Condado. Thetford no tenía nada de particular, pero estaba aproximadamente en la línea que le convenía. Encontró lo que buscaba poco después de almorzar. En Magdalen Street, entre el número 13 A y el local del Ejército de Salvación, había un apartado solar rectangular con treinta y un garajes cerrados. En la puerta de uno de ellos pendía un rótulo:«Para alquilar».
Buscó al propietario, que vivía en la misma localidad, y alquiló el garaje por tres meses; pagó al contado y recibió la llave. El garaje era pequeño y olía a rancio, pero le serviría admirablemente para su propósito. El dueño se había alegrado de cobrar en efectivo, librándose de pagar el impuesto, y no le había exigido que demostrase su identidad. Por consiguiente, Petrofski le había dado un nombre y una dirección falsos.
Colgó el traje de motorista, el casco y las botas y empleó el resto de la tarde comprando dos depósitos de plástico de 45 litros en dos tiendas diferentes, llenándolos de gasolina en dos estaciones de servicio distintas y guardándolos en su garaje. Al ponerse el sol regresó a Ipswich y dijo al recepcionista del hotel que dejaría la habitación a la mañana siguiente.
Preston se dio cuenta de que se estaba aburriendo hasta casi el punto de volverse loco. Sólo llevada dos días en su nuevo cargo y los había pasado leyendo documentos archivados.
Después de almorzar se quedó sentado en la cantina y pensó seriamente en jubilarse antes de tiempo. Esto planteaba dos problemas. En primer lugar, no le resultaría fácil, a sus cuarenta y pico de años, encontrar un buen empleo, y tanto más cuanto que sus arcanos méritos no eran los más adecuados para despertar el interés de las grandes compañías.
El segundo problema era su fidelidad a Sir Bernard Hemmings. Sólo llevaba seis años en el Servicio, pero el viejo había sido muy bueno con él. Preston quería a Sir Bernard y sabía que una espada de Damocles pendía sobre la cabeza del doliente director general.
En definitiva, la elección del jefe de MI5 o de MI6, en Gran Bretaña, está en manos del Comité de los llamados «Hombres Prudentes». Para MI5, éstos son normalmente el subsecretario permanente del Ministerio del Interior, del que depende MI5; el subsecretario permanente de Defensa y el secretario del Gabinete y presidente del Comité Conjunto de Información.
Éstos «recomiendan» a su candidato predilecto al secretario del Interior y al Primer Ministro, que son los dos políticos más importantes interesados en la cuestión. Es raro que los políticos rechacen la recomendación de los «Hombres Prudentes».
Pero antes de tomar una decisión, los mandarines efectuaban «sondeos», a su propia e inimitable manera. Se celebraban discretos almuerzos en clubes, se tomaban unas copas en bares, se discutía en voz baja tomando café. En el caso de elección del director general de MI5, se consultaba al jefe del SSI, pero Sir Nigel Irvine se jubilaría pronto y habría de tener razones muy sólidas para pronunciarse contra un candidato propuesto para el otro Servicio de Información. A fin de cuentas, él no tendría que trabajar con aquél.
Entre las personas más influyentes a sondear por los «Hombres Prudentes», estaría el propio director general dimisionario del MI5. Preston sabía que un hombre honrado como Sir Bernard Hemmings se sentiría obligado a hacer una votación con los jefes de sección de las seis ramas de su Servicio. Ésta votación pesaría muchísimo en él, fuesen cuales fuesen sus sentimientos personales. Y por algo había aprovechado Brian Harcourt-Smith su creciente predominio en el manejo de los asuntos cotidianos del Servicio para colocar a sus protegidos, uno tras otro, al frente de las numerosas secciones.
Preston estaba seguro de que a Harcourt-Smith le gustaría que él se marchase antes del otoño, como dos o tres más que habían pasado a la vida civil en los últimos doce meses.
—Que se chinche —observó, a nadie en particular, en la casi vacía cantina—. Me quedaré.
Mientras Preston estaba almorzando, Petrofski abandonó el hotel, aumentado ahora su equipaje con una gran maleta llena de ropa que había comprado en la localidad. Dijo al recepcionista que se dirigía a la zona de Norfolk y que, si llegaba alguna carta para él, la retuviese hasta que pasase a recogerla.
Telefoneó al agente de seguros de Colchester, el cual le dijo que tenía la póliza de seguro temporal de la motocicleta. El ruso le pidió que no la enviase por correo, pues él la recogería personalmente.
Así lo hizo sin pérdida de tiempo, y a última hora de la tarde se trasladó al número 12 de Cherryhayes. Pasó parte de la noche preparando cuidadosamente un mensaje en clave que ninguna computadora podría descifrar. Sabía que el descubrimiento de una clave se fundaba en pautas y repeticiones y que, por muy complicada que fuese, la computadora solía descifrarla. Empleando un one time pad por cada palabra de un mensaje breve, no quedaban pautas ni repeticiones.
El domingo por la mañana se dirigió a Thetford, dejó el coche en un garaje y tomó un taxi hasta Stowmarket. Aquí pagó con un cheque conformado el resto del precio de la «BMW»; pidió que le dejasen utilizar el lavabo para cambiarse de ropa, se puso el traje de cuero y el casco, que había traído en una bolsa de lona; guardó la bolsa, la chaqueta y los pantalones de calle y los zapatos, en las bolsas, y se marchó en la moto.
La carrera fue larga y le ocupó muchas horas. Hasta última hora de la tarde no llegó de nuevo a Thetford, donde se cambió de ropa, cambió la motocicleta por el coche familiar y regresó tranquilamente a Cherryhayes Close (Ipswich), donde llegó a medianoche. Nadie le observó, pero si alguien lo hubiese hecho, habría visto al simpático y joven Mr. Ross entrando el viernes en el número 12.
El sábado por la noche, el brigada Averell Cook, de los Estados Unidos, habría preferido reunirse con su amiga en la cercana población de Bedford. E incluso jugar al billar con sus amigos en la Comisaria. En vez de ello, tenía que hacer el turno de noche en la estación de escucha anglo-norteamericana de Chicksands. La «oficina principal» del complejo británico de observación electrónica y descifrado de claves se halla en la Jefatura de Comunicaciones del Gobierno en Cheltenham (Gloucestershire), al sur de Inglaterra; pero esta jefatura tiene estaciones en varias partes del país, y una de ellas, la de Chicksands, en Bedfordshire, es dirigida conjuntamente por aquella jefatura y por la Agencia de Seguridad Nacional norteamericana.
Quedaban muy atrás los tiempos en que unos hombres permanecían encorvados y atentos a los auriculares, tratando de sorprender y grabar las señales de un Morse manejado por algún agente alemán en Gran Bretaña. Ahora son las computadoras las que realizan el trabajo de escucha, análisis, distinción de los mensajes inocentes de los que no lo son tanto, y grabado y descifrado de estos últimos.
El brigada Cook estaba seguro, y con razón, de que si alguna antena de las muchas que se alzaban encima de él recogía un murmullo electrónico, lo transmitiría a los bancos de computadoras. Todo se hacia automáticamente, tanto el descubrimiento de las ondas como la grabación de cualquier murmullo en el éter.
Si se producía tal murmullo, la siempre vigilante computadora dispararía su botón de «alerta» en lo más hondo de sus entrañas multicolores, grabaría la transmisión, descubriría inmediatamente su origen, instruiría a otras computadoras hermanas del país para que lo comprobasen a su vez, y avisaría al hombre.
A las 11.43 de la noche, algo hizo que la computadora disparase su botón de «alerta». Algo o alguien había transmitido una cosa inesperada y fuera de las corrientes y calidoscópicas señales electrónicas que llenan el aire de este planeta durante las veinticuatro horas del día, y la computadora lo había advertido y grabado. El brigada Cook notó la señal de advertencia y descolgó el teléfono. Lo que la computadora había captado era un «chirrido», un sonido breve y estridente, que sólo duraba unos segundos y no tenía sentido para el oído humano.
Éste chirrido es el resultado final de un procedimiento muy laborioso para enviar mensajes clandestinos. Primero, el mensaje se escribe «por las claras» y lo más breve posible. Después se pone en clave, pero sigue siendo una serie de letras o números. El mensaje cifrado es transmitido en Morse, no al mundo que escucha, sino a un magnetófono. Entonces se graba en la cinta con una velocidad extraordinaria, de modo que los puntos y rayas que constituyen la transmisión quedan comprimidos y se confunden en un chirrido único, que dura sólo unos segundos.
Cuando el aparato transmisor está a punto, el operador se limita a enviar aquel chirrido, recoge sus cosas y se traslada rápidamente a otro lugar.
Aquél sábado por la noche, los trianguladores descubrieron en diez minutos el sitio del que procedía el chirrido. Otras computadoras de Menwith Hill, en Yorkshire, y Brady, en Gales, habían captado también el breve chirrido y tomado la dirección.
Cuando la Policía local llegó al lugar indicado, éste resultó ser un pequeño aparcamiento junto a una carretera solitaria del distrito de Derbyshire Peak. Allí no había nadie.
El mensaje fue enviado debidamente a Cheltenham, don de fue retrasado a un ritmo en que los puntos y rayas podían traducirse a letras. Pero después de veinticuatro horas de actuación de los cerebros electrónicos llamados descifradores de claves, seguían sin hallar la respuesta.
—Probablemente es un transmisor «durmiente» en alguna parte de los Midlands, que ha sido «activado» —informó el primer analista al director general de la JCG—. Pero nuestro hombre parece usar un one time pad nuevo para cada palabra. A menos que podamos recibir muchas más señales, no lograremos descifrarlo.
Se decidió mantener una vigilancia muy atenta del canal que había empleado el remitente secreto del mensaje, aunque, si volvía a transmitir algo, lo haría seguramente por un canal diferente.
Un breve y vago informe sobre el incidente fue a parar, entre otras, a las mesas de Sir Bernard Hemmings y Sir Nigel Irvine.
El mensaje había sido recibido en otra parte, es decir, en Moscú. Descifrado con una copia de los one time pads empleados en un tranquilo y recóndito lugar próximo a Ipswich, el mensaje informaba a los interesados de que el «hombre en el terreno» había dado por terminadas todas sus labores preliminares antes del tiempo proyectado y estaba en condiciones de recibir su primer correo.