Sir Bernard Hemmings, con Brian Harcourt-Smith a su lado, permaneció sentado en silencio y escuchó el relato de Preston hasta que éste hubo terminado.
—¡Dios mío! —exclamó con voz ronca cuando Preston guardó silencio—. Conque, a fin de cuentas, era cosa de Moscú. Tendrán que pagarlo caro. El perjuicio debe de haber sido enorme. ¿Siguen ambos hombres bajo vigilancia, Brian?
—Sí, Sir Bernard.
—Que sigan así todo el fin de semana. No deben ser aprehendidos hasta que el Comité Paragon haya podido enterarse de lo que sabemos. Sé que debes de estar cansado, John, pero ¿podrás tener el informe redactado por escrito el domingo por la noche?
—Sí, señor.
—Entonces que esté en mi mesa a primera hora del lunes. Llamaré a los miembros del Comité y convocaré una reunión urgente para la misma mañana del lunes.
Cuando el comandante Valeri Petrofski fue introducido en el salón de la elegante dacha de Usovo, estaba sumamente agitado. No conocía aún personalmente al secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética, ni se había imaginado que esto pudiese llegar a suceder.
Había pasado tres días de enorme confusión, incluso de terror. Desde que su propio director le había designado para una misión especial, había estado secuestrado en un piso del centro de Moscú, vigilado de día y de noche por hombres del Noveno Directorio, de la Guardia del Kremlin. Temía lo peor, aunque no tenía la menor idea de lo que habría podido hacer para merecerlo.
Después, aquel domingo por la tarde, recibió de pronto la orden de ponerse su mejor traje de paisano y seguir a los guardias hasta un «Chaika» que esperaba. A continuación rodaron en silencio hacia Usovo. No reconoció si quiera la dacha a la que era conducido.
Sólo cuando el comandante Pavlov le dijo: «El camarada secretario general le recibirá ahora», se dio cuenta de dónde estaba. Tenía la garganta seca cuando cruzó la puerta y entró en el salón. Trató de ponerse sobre sí, diciéndose que respondería sincera y respetuosamente a las acusaciones que le fuesen formuladas.
Ya dentro de la estancia, se cuadró rígidamente. El viejo de la silla de ruedas le observó en silencio durante varios minutos; después levantó una mano y le hizo una seña para que avanzase. Petrofski dio cuatro pasos al frente y se detuvo de nuevo, todavía en actitud de firmes. Pero cuando habló el líder soviético, no percibió ningún matiz acusador en su tono. Antes al contrario, lo hizo con mucha suavidad.
—Comandante Petrofski, no es usted un maniquí. Avance hasta la luz, para que pueda verle. Y siéntese.
Petrofski se quedó pasmado. Sentarse en presencia del secretario general era algo inaudito para un joven comandante. Hizo lo que se le ordenaba, sentándose en el borde del sillón que le había sido mostrado, con la espalda tiesa y las rodillas juntas.
—¿Tiene alguna idea de por qué le he enviado a buscar?
—No, camarada secretario general.
—No, supongo que no. Era necesario que nadie lo supiese. Por consiguiente, se lo diré yo.
Hay que realizar una misión. Su resultado será de importancia incalculable para la Unión Soviética y para el triunfo de la Revolución. Si tiene éxito, los beneficios para nuestro país serán extraordinarios; si fracasa, los daños serán para nosotros catastróficos. Le he elegido personalmente a usted, Valeri Alexeivich, para cumplir esta misión.
A Petrofski empezó a darle vueltas la cabeza. Su miedo primitivo a la deshonra y al destierro se transformó en un júbilo casi imposible de dominar. Desde que, como brillante estudiante de la Universidad de Moscú, fue desviado de su proyectada carrera en el Ministerio de Asuntos Exteriores para convertirse en uno de los inteligentes jóvenes del Primer Directorio Principal, y desde que se ofreció voluntario y sido aceptado por el exclusivo Directorio de ilegales, soñó con desempeñar una misión importante. Pero ni en sus sueños más estrafalarios había imaginado una cosa como ésta. Por fin se permitió mirar a los ojos al secretario general.
—Gracias, camarada secretario general.
—Otras personas le instruirán acerca de los detalles —siguió diciendo el secretario general—. Dispondrá de poco tiempo, pero ya ha sido adiestrado para poder explotar al máximo sus facultades, y tendrá todo lo necesario para su misión.
He querido verle personalmente por una razón. Había que decirle una cosa y he preferido decírsela yo mismo. Si la misión tiene éxito, y no me cabe duda de que lo tendrá, volverá usted aquí para ser ascendido y recibir honores mayores de lo que pueda imaginarse. Yo cuidaré de ello.
Pero si algo sale mal; si la Policía o los soldados del país al que será enviado pretenden detenerle, tendrá que dar los pasos necesarios para asegurarse, sin vacilación de que no le cojan vivo. ¿Lo ha entendido, Valeri Alexeivich?
—Sí, camarada secretario general.
—Ser apresado vivo, ser rigurosamente interrogado, verse obligado a hablar…, ¡oh, sí!, esto es posible hoy, pues no hay valor que pueda resistir a los productos químicos… y tener que exhibirse delante de una conferencia de Prensa internacional, todo esto sería, de todos modos, un infierno para usted. Pero los daños de semejante espectáculo en la Unión Soviética, en su país de usted, serían incalculables e irreparables.
El comandante Petrofski respiró hondo.
—No fracasaré —dijo—. Pero si fracasase, nunca me cogerán vivo.
El secretario general apretó un botón debajo de la mesa y se abrió la puerta. El comandante Pavlov estaba allí.
—Puede marcharse, joven. Un hombre al que quizás habrá visto usted antes de ahora, le dirá en esta misma casa el objeto de la misión. Entonces irá a otro lugar para una instrucción intensiva. No volveremos a vernos… hasta su regreso.
Cuando la puerta se hubo cerrado detrás de los dos comandantes de la KGB, el secretario general se quedó un rato mirando las fluctuantes llamas del fuego de leña. «Un joven magnífico —pensó—. ¡Qué lástima!».
Mientras Petrofski seguía al comandante Pavlov por dos largos pasillos hacia las habitaciones de los invitados, sintió que su caja torácica podía contener a duras penas las emociones de expectación y de orgullo que bullían dentro de ella.
El comandante Valeri Alexeivich Petrofski era soldado y patriota ruso hasta la médula. Al estudiar a fondo el idioma inglés, había oído la frase «morir por Dios, por el Rey y por la Patria», y comprendía su significado. Él no tenía Dios, pero el caudillo de su país había confiado personalmente en él, y estaba resuelto a no vacilar en el cumplimiento de su deber, si llegaba el momento de sacrificarse.
El comandante Pavlov se detuvo ante una puerta, llamó y la abrió. Se apartó a un lado para dejar entrar a Petrofski. Después cerró la puerta y se retiró. Un hombre de cabellos blancos se levantó de un sillón junto a una mesa cubierta de notas y de mapas y salió a su encuentro.
—Conque es usted el comandante Petrofski —dijo, sonriendo y tendiéndole la mano.
A Petrofski le sorprendió el tartamudeo. Conocía la cara de aquel hombre, aunque nunca había hablado con él. En el folklore del PDP, aquel hombre era de quien se decía a los jóvenes incorporados que era uno de los Cinco Astros, que debía ser respetado y que representaba uno de los mayores triunfos de la ideología soviética sobre el capitalismo.
—Sí, camarada coronel —respondió.
Philby había leído su historial hasta conocerlo a la perfección. Petrofski sólo tenía treinta y seis años y había sido adiestrado durante un decenio de manera que podía hacerse pasar por inglés. Había estado dos veces en Gran Bretaña, para familiarizarse con el ambiente, viviendo siempre de incógnito, sin acercarse a la Embajada soviética ni realizar misión alguna.
Éstos viajes se organizaban simplemente para que los ilegales pudiesen, antes de empezar a operar, aclimatarse a todo aquello con que se encontrarían un día; cosas sencillas, como abrir una cuenta bancaria, tener una rozadura con otro conductor y saber lo que había que hacer, usar el Metro de Londres y mejorar el empleo de frases de slang moderno.
Philby sabía que el joven que tenía ante sí no sólo hablaba perfectamente el inglés, sino que dominaba cuatro acentos regionales y hablaba también un galés y un irlandés intachables. Ahora, él mismo se dirigió a su visitante en inglés:
—Siéntese —dijo—. Voy a describirle a grandes rasgos la misión. Otros se encargarán de darle todos los detalles. El tiempo será corto, desesperadamente corto; por consiguiente, tendrá que absorberlo todo más de prisa que nunca en su vida.
Mientras hablaba, Philby se dio cuenta de que, después de treinta años de ausencia de su país natal, y a pesar de leer todos los periódicos y revistas británicos que se ponían al alcance de su mano, era él quien mostraba falta de práctica, quien usaba una fraseología altisonante y anticuada. El joven ruso hablaba como un inglés moderno de su edad.
Philby tardó dos horas en esbozar el plan llamado «Aurora» y lo que significaba éste. Petrofski absorbió todos los detalles. Estaba excitado y asombrado por su audacia.
—Pasará los próximos días con un equipo de sólo cuatro hombres. Ellos le instruirán sobre una larga serie de nombres, lugares, fechas, horas de transmisión, citas y formas de anularlas. Tendrá que aprenderlo todo de memoria. Lo único que llevará consigo será un bloc de hojas utilizables una sola vez. Bueno, eso es todo.
Petrofski asintió con la cabeza mientras hablaba el otro.
—Ya le he dicho al camarada secretario general que no fracasaré —dijo—. Se hará según lo ordenado y en su momento oportuno. Si llegan sus componentes, se hará.
Philby se levantó.
—Muy bien; haré que le lleven de nuevo a Moscú, al lugar donde pasará el tiempo que falta hasta su partida.
Al cruzar Philby la estancia en dirección al teléfono interior, Petrofski se sorprendió al oír un fuerte arrullo en un rincón. Miró y vio una jaula grande en la que les estaba mirando una hermosa paloma con una pata entablillada. Philby se volvió con una sonrisa de disculpa.
—La llamo Hopalong —dijo, mientras marcaba el número para llamar al comandante Pavlov—. La encontré en la calle el invierno pasado, con un ala y una pata rotas. El ala se ha curado, pero la pata sigue molestándole.
Petrofski se acercó a la jaula y rascó la reja con una uña. Pero la paloma retrocedió hacia el lado opuesto. Entonces se abrió la puerta de la estancia y entró el comandante Pavlov. Como de costumbre, éste no dijo nada, sino que hizo ademán a Petrofski para que le siguiese.
—Hasta la vista, y mucha suerte —dijo Philby.
Los miembros del Comité Paragon se sentaron y todos ellos leyeron el informe de Preston.
—Bueno —dijo Sir Anthony Plumb, abriendo la discusión—, ahora sabemos por fin el qué, cuándo, dónde y quién. Pero todavía no sabemos el porqué.
—Ni cuánto —añadió Sir Patrick Strickland—. Todavía no se ha intentado hacer una valoración de los daños, y tenemos que informar a nuestros aliados, aunque nada importante —salvo nuestro documento falso— haya salido para Moscú desde el mes de enero.
—De acuerdo —convino Sir Anthony—. Caballeros, creo que estaremos de acuerdo en que ha terminado el tiempo de investigar. ¿Qué hemos de hacer con ese hombre? ¿Alguna idea? ¿Brian?
Brian Harcourt-Smith estaba hoy sin su director general y representaba él solo a MI5. Escogió con cuidado sus palabras.
—Somos de la opinión de que con Berenson, Marais y Benotti se cierra el círculo. El Servicio de Seguridad piensa que es improbable que haya más agentes dentro de este círculo. Berenson era tan importante que creemos que, probablemente, todo el anillo fue montado con vistas a él solo.
Hubo cabezadas de asentimiento alrededor de la mesa.
—¿Y qué recomiendan ustedes? —preguntó Sir Anthony.
—Que los cojamos a todos, que destruyamos todo el anillo —dijo Harcourt-Smith.
—Hay un diplomático extranjero involucrado —objetó Sir Hubert Villiers, del Ministerio del Interior.
—Pienso que Pretoria estará dispuesta a alegar inmunidad en este caso —dijo Sir Patrick Strickland—. A estas horas, el general Pienaar habrá informado de todo esto a Mr. Botha. Sin duda reclamarán a Marais cuando hayamos charlado con él.
—Bueno, eso parece bastante decisivo —opinó Sir Anthony—. ¿Qué dices tú, Nigel?
Sir Nigel Irvine había estado contemplando el techo, como sumido en sus pensamientos. Al oír la pregunta, pareció despertar.
—Me estaba diciendo —murmuró— qué haremos cuando les hayamos pillado.
—Interrogarles —replicó Harcourt-Smith—. Podemos empezar a valorar los daños e informar a nuestros aliados de la detención de todo el círculo para dorarles un poco la píldora.
—Sí —convino Sir Nigel—, eso está bien. Pero ¿y después?
Se dirigió a los secretarios de los tres Ministerios y del Gabinete.
—Me parece que tenemos cuatro alternativas. Podemos coger a Berenson y acusarle formalmente de infringir la Ley de Secretos Oficiales, cosa que tendremos que hacer si le detenemos. Pero ¿tenemos realmente una acusación que podamos mantener ante el tribunal? Sabemos que estamos en lo cierto, pero ¿podemos demostrarlo en contra de una defensa hábil? Aparte todo lo demás, una detención y una acusación formales causarían un enorme escándalo que, seguramente, rebotaría contra el Gobierno.
Sir Martin Flannery, secretario del Gabinete, comprendió perfectamente la cuestión. A diferencia de todos los que se encontraban allí, sabía que se intentaba convocar elecciones anticipadas en verano, porque la Primera Ministra se lo había dicho confidencialmente. Funcionario civil de la vieja escuela durante toda su vida, Sir Martin era absolutamente fiel al Gobierno actual, como lo había sido a los tres Gobiernos anteriores, dos de ellos laboristas. Brindaría la misma fidelidad a cualquier Gobierno sucesivo, democráticamente elegido. Frunció los labios.
—Entonces —siguió diciendo Sir Nigel— podríamos dejar a Berenson y a Marais en su sitio, pero tratar de suministrar a Berenson documentos preparados, para que los transmita a Moscú. Pero esto no podría durar mucho. Berenson está demasiado bien situado e informado como para dejarse engañar.
Sir Peregrine Jones asintió con la cabeza. Sabía que Sir Nigel tenía en esto toda la razón.
—O podríamos coger a Berenson y tratar de obtener su plena colaboración en la valoración de los daños a cambio de retirar la acusación. Personalmente aborrezco conceder la inmunidad a los traidores. Nunca se sabe si han dicho toda la verdad o si han mentido, como hizo Blunt. Y siempre acaba por descubrirse el asunto, y entonces el escándalo es aún mayor.
Sir Hubert Villiers, en cuyo Ministerio se hallaba la Asesoría Jurídica de la Corona, frunció el ceño para manifestar su conformidad. También él odiaba los convenios sobre inmunidad y todos sabían que la Primera Ministra pensaba igual que él a este respecto.
—Parece —dijo suavemente el jefe del SSI— que sólo nos queda la detención sin juicio y un interrogatorio riguroso. En una palabra: el tercer grado. Supongo que soy bastante anticuado, pero nunca he tenido mucha confianza en esto. El hombre podría confesar la existencia de cincuenta documentos, pero nunca sabríamos si hubo otros cincuenta.
Hubo un largo silencio.
—Todas las alternativas son bastante desagradables —explicó Sir Anthony Plumb—, pero sospecho que habremos de aceptar la sugerencia de Brian, si es que no existen otras.
—Podría haber otra —indicó Sir Nigel, delicadamente—. Podría ocurrir, bueno, que el reclutamiento de Berenson fuese una auténtica bandera falsa.
La mayoría de los presentes ignoraban lo que era un reclutamiento bajo bandera falsa, pero Sir Hubert Villiers, del Ministerio del Interior, y Sir Martin Flannery, del Gabinete, fruncieron las cejas, intrigados. Sir Nigel explicó:
—Significa el reclutamiento de una fuente de información por hombres que simulan trabajar para un país con el que simpatiza el sujeto, cuando, en realidad, trabajan para otro. Los israelíes del Mossad son particularmente expertos en esta técnica. Como son capaces de producir agentes que pueden pasar por súbditos de casi todas las naciones del mundo, los israelíes han conseguido algunos «éxitos» notables con banderas falsas.
Por ejemplo: un fiel alemán occidental que trabaja en el Oriente Medio es abordado, cuando está con licencia en Alemania, por dos compañeros alemanes que, con pruebas irrefutables, le demuestran que representan a la BND, la rama de Información de Alemania Federal. Le explican un cuento en el sentido de que los franceses, que trabajan en el mismo proyecto en Irak, transmiten secretos tecnológicos contra las prohibiciones de la OTAN. Hacen esto para conseguir mayores pedidos comerciales. ¿Querría el alemán ayudar a su país informando sobre lo que sucede? El fiel alemán accede y se pasa años trabajando para Jerusalén. Esto ha ocurrido muchas veces.
La cosa parece lógica —siguió su exposición Sir Nigel—. Hemos repasado el historial de Berenson hasta la saciedad. Pero, con lo que ahora sabemos, la técnica de la bandera falsa podría ser la solución.
Varios de los presentes asintieron con la cabeza al recordar el historial de Berenson. Había empezado su carrera en el Foreign Office al salir de la Universidad. Había progresado, sirviendo tres veces en el extranjero y ascendiendo continuamente, aunque no de modo espectacular, en el Cuerpo Diplomático.
A mediados de los años sesenta se había casado con Lady Fiona Glen, y poco después había sido destinado a Pretoria, acompañado de su esposa. Probablemente fue allí donde, al hallarse con la tradicional y casi ilimitada hospitalidad de Sudáfrica, concibió una profunda simpatía y admiración por este país. Pero con un Gobierno laborista en el poder en Gran Bretaña y con Rhodesia en plena rebelión, su cada vez más manifiesta admiración por Pretoria no fue bien recibida.
Por lo visto, al regresar a Inglaterra, en 1969, llegó a sus oídos la noticia de que sería destinado a un lugar menos conflictivo; por ejemplo, Bolivia.
Los hombres sentados en torno a la mesa sólo podían presumirlo, pero era muy probable que Lady Fiona, bien dispuesta a permanecer en Pretoria, se hubiese negado en redondo a abandonar sus queridos caballos y su vida social para pasar tres años en la cordillera de los Andes.
Fuese cual fuere la razón, George Berenson había solicitado el traslado a Defensa, aunque ello era considerado como un retroceso en su carrera. Pero con la fortuna de su esposa, esto importaba poco. Al verse desligado del Foreign Office, había ingresado en varias sociedades en pro de la amistad con Sudáfrica y, en particular, las que se hallaban políticamente situadas a la derecha.
Sir Peregrine Jones sabía que las conocidas y demasiado ostensibles simpatías derechistas de Berenson le habían impedido recomendar a éste para un título honorífico, cosa que —ahora lo comprendía— podía haber alimentado su resentimiento.
Al leer el informe una hora antes, los altos funcionarios habían presumido que las simpatías sudafricanas de Berenson podían ser la tapadera de un simpatizante soviético secreto. Ahora, la sugerencia de Sir Nigel Irvine proyectaba una luz diferente sobre las cosas.
—¿Una bandera falsa? —murmuró Sir Paddy Strickland—. ¿Quieres decir que sabía realmente que transmitía secretos a Sudáfrica?
—Me impresiona ese enigma —dijo «C». Si hubiese sido todo el tiempo un simpatizante secreto de los soviets o un comunista acérrimo, ¿por qué no le puso el «Centro» bajo un controlador soviético? Hay al menos cinco en su Embajada que podrían haber representado bien este papel.
—Bueno, confieso que no lo sé… —replicó Sir Anthony Plumb.
En aquel momento levantó los ojos y echó un vistazo a lo largo de la mesa, captando la mirada de Nigel Irvine. Éste bajó rápidamente un párpado y lo alzó de nuevo. Sir Anthony Plumb volvió a bajar los ojos sobre el historial de Berenson que tenía delante.
«Eres un astuto bastardo, Nigel —pensó. No estás especulando en absoluto. En verdad, lo sabes».
En realidad, Andreiev había informado de algo dos días antes. No era gran cosa: sólo una charla de cantina dentro de la Embajada soviética. Había estado bebiendo con el hombre de la línea N y discutiendo sobre cosas del oficio en general. Había mencionado la utilidad, en ocasiones, de reclutamientos bajo bandera falsa; el representante del Directorio de ilegales se echó a reír, pestañeó y se golpeó un lado de la nariz con el índice. Andreiev interpretó este ademán en el sentido de que había una operación de falsa bandera en curso en Londres, y de que el hombre de la línea N sabía algo de ello. Cuando Sir Nigel se enteró, fue de la misma opinión.
Sir Anthony tuvo otra idea. Si Nigel lo sabía realmente, debía de ser porque tenía una fuente de información dentro de la rezidentura. ¡El viejo zorro! Entonces se le ocurrió otra idea, ésta menos agradable. ¿Por qué no lo decía a las claras? Todos los que se hallaban alrededor de la mesa eran de absoluta confianza, ¿no? Sintió en su interior un estremecimiento de inquietud. Levantó la mirada.
—Bueno, creo que deberíamos considerar en serio la sugerencia de Nigel. Parece lógica. Dinos lo que piensas, Nigel.
—El hombre es un traidor, de esto no cabe la menor duda —dijo «C»… Si se le presentan los documentos que nos devolvió aquella persona anónima, es indudable que sufrirá una fuerte impresión. Pero si se le da a leer el informe de John Preston redactado en Sudáfrica y él piensa que trabajaba para Pretoria, creo que sería incapaz de disimular su derrumbamiento. En cambio, si ha sido siempre un agente comunista, tiene que conocer la ideología de Marais y no será una sorpresa para él. Creo que un observador experto podría percibir la diferencia.
—¿Y si fuese una operación de bandera falsa? —preguntó Sir Perry Jones.
—Entonces tendríamos su completa y franca colaboración para calcular los daños. Más aún, creo que podríamos persuadirle de que cambiase voluntariamente de chaqueta, permitiéndonos montar una importante operación de desinformación contra Moscú. Y esto podríamos brindarlo como un gran obsequio a nuestros aliados.
Sir Paddy Strickland, del Foreign Office, tuvo que callar. Se convino en seguir la táctica de Sir Nigel.
—Una última pregunta. ¿Quién irá a verle? —inquirió Sir Anthony.
Nigel Irvine tosió.
—Bueno, eso corresponde, desde luego, a «Cinco» —replicó—. Pero una operación de desinformación contra el «Centro» tendría que ser llevada a cabo por «Seis». Más también aquí conozco al hombre adecuado. En realidad, fuimos juntos al colegio.
—¡Dios mío! —exclamó Plumb—. Es bastante más joven que tú, ¿verdad?
—Cinco años más joven. Solía limpiarme los zapatos.
—Muy bien. ¿Están todos de acuerdo? ¿Algún voto en contra? Te has salido con la tuya Nigel. Encárgate de él, es tuyo. Pero tennos al corriente.
El martes 24, un turista sudafricano llegó de Johannesburgo al aeropuerto londinense de Heathrow, donde pasó los controles sin dificultad.
Al salir de la sala de la Aduana, llevando en la mano su maletín, un joven se acercó a él y le preguntó algo al oído. El corpulento sudafricano asintió con la cabeza. El joven tomó el maletín y condujo al viajero a un coche que estaba esperando.
En vez de dirigirse a Londres, el conductor siguió el cinturón de ronda M-25 y después la M-3 en dirección a Hampshire. Una hora más tarde se detuvo ante la puerta de una hermosa casa de campo de las afueras de Basingstoke. El sudafricano se quitó el abrigo y fue introducido en la biblioteca. Un inglés con traje de tweed y de la misma edad que el recién llegado se levantó de un sillón junto al fuego para saludarle.
—¡Cuánto me alegro de volver a verte, Henry Pienaar! Ha pasado mucho tiempo. Bienvenido a Inglaterra.
—¿Cómo te encuentras, Nigel?
Los jefes de los dos Servicios de Información disponían de una hora antes del almuerzo; por consiguiente, después de los preliminares de costumbre, empezaron a discutir el problema que había traído al general Pienaar a la casa de campo mantenida por el SSI y en la que se hospedaban invitados notables, pero clandestinos.
Por la tarde, Sir Nigel Irvine había conseguido el acuerdo que buscaba. Los sudafricanos se avendrían a dejar a Jan Marais en su sitio para que Irvine pudiese montar un importante ejercicio de desinformación a través de George Berenson, presumiendo que éste seguiría el juego.
Los ingleses tendrían a Marais bajo vigilancia total; ellos respondían que Marais no tendría oportunidad de hacer un vuelo nocturno a Moscú, ya que los sudafricanos tenían ahora que valorar sus propios daños…, ocasionados durante cuarenta años.
También se convino en que, cuando terminase el ejercicio de desinformación, Irvine comunicaría a Pienaar que Marais ya no era necesario. Entonces sería llamado a su país, los británicos le «embarcarían» en el reactor sudafricano y los hombres de Pienaar lo detendrían cuando el avión estuviese en el aire, es decir, sobre territorio de soberanía sudafricana.
Después de la comida, Sir Nigel se disculpó; su coche le estaba esperando. Pienaar pasaría la noche allí, haría algunas compras en el West End de Londres al día siguiente y tomaría el avión de la noche con destino a su país.
—No le dejéis escapar —dijo el general Pienaar al despedirse de Sir Nigel en la puerta—. Quiero a ese bastardo en casa cuando termine el año.
—Lo tendrás —le prometió Sir Nigel—. Pero mientras tanto no le asustéis.
Mientras el jefe del SIN trataba de encontrar algo en Bond Street para Mrs. Pienaar, John Preston estaba en Charles Street para una reunión con Brian Harcourt-Smith. El director general delegado estaba de un humor muy complaciente.
—Bueno, John, creo que la felicitación es de rigor. El Comité se sintió fuertemente impresionado por sus revelaciones de Sudáfrica.
—Gracias Brian.
—Es la pura verdad. De ahora en adelante, todo el asunto será manejado por el Comité. No puedo decir qué harán exactamente, pero Tony Plumb me pidió que le expresara su reconocimiento personal. Bueno, ahora… —y extendió las manos, colocándolas sobre la carpeta— hablemos del futuro.
—¿El futuro?
—Verá, me encuentro ante un dilema. Usted ha estado dedicado a este caso durante ocho semanas, parte del tiempo en la calle con los vigilantes, la mayoría de él en el sótano de «Cork» y últimamente, en Sudáfrica. Durante todo este tiempo, el joven March, su número dos, ha dirigido C.1(A) y, por cierto, muy bien.
Ahora me pregunto qué tengo que hacer con él. No creo que sea justo devolverlo a su puesto anterior, a fin de cuentas, ha rondado por todos los Ministerios, ha hecho algunas sugerencias sumamente útiles y ha introducido un par de cambios muy positivos.
«Era natural —pensó Preston—. March era un joven trafagón y uno de los protegidos de Harcourt-Smith».
—Desde luego sé que usted sólo ha estado diez semanas en C.1(A) y que eso es muy poco tiempo; pero, al ver cómo se ha cubierto de gloria, creo que se merece un ascenso. He hablado con Personal, y se da la afortunada circunstancia de que Cranley, de C.5(C), va a retirarse anticipadamente al terminar esta semana. Ya sabe que su esposa lleva mucho tiempo delicada, y él quiere llevarla al Lake District. Por consiguiente, cobrará su pensión y se jubilará. Pensé que el puesto le convendría.
Preston reflexionó. ¿C.5(C)?
—¿Puertos y aeropuertos? —preguntó.
Era otro trabajo de enlace. Inmigración, Aduanas, Rama Especial, Brigada de Delitos Graves, Brigada de Narcóticos; servicios, todos ellos dedicados a vigilar a diversas clases de personajes indeseables que trataban de introducirse o de introducir mercancías ilegales en el país. Preston sospechaba que C.5(C) tenía que encargarse de todo lo que no era de competencia de otros. Harcourt-Smith levantó un dedo admonitorio.
—Es importante, John. Desde luego, la función especial es tener los ojos bien abiertos contra los ilegales y los correos del bloque soviético, y otras cosas por el estilo. Hay que ir de un lado a otro, que es lo que a usted le gusta.
«Y estar lejos de la oficina principal, que es donde se desarrolla la lucha por la sucesión», pensó Preston. Sabía que él era el favorito de Bernard Hemmings, y que Harcourt-Smith debía saberlo también. Pensó en protestar, en pedir una entrevista con Sir Bernard y solicitar que le dejasen donde estaba.
—De todos modos, quiero que lo pruebe —dijo Harcourt-Smith—. Éste servicio está también en «Gordon»; por consiguiente, no tendrá que mudarse de casa.
Preston sabía que era objeto de una maniobra. Harcourt-Smith había pasado la mitad de su vida trabajando en el sistema de la oficina principal. «Al menos —pensó Preston— podría desempeñar de nuevo una función al aire libre, aunque fuese lo que él calificaba como otro trabajo de policía».
—Entonces espero que empezará el lunes por la mañana —concluyó Harcourt-Smith.
El viernes, el comandante Valeri Petrofski entró disimuladamente en Gran Bretaña.
Voló desde Moscú a Zurich con pasaporte sueco; metió todos los documentos de identidad en un sobre, que cerró y dirigió a una casa secreta de la KGB en la ciudad, y recogió los papeles de un ingeniero suizo, que le estaban esperando en otro sobre depositado en la oficina de Correos del aeropuerto. Desde Zurich tomó un avión con destino a Dublín.
En el mismo vuelo viajaba su escolta, que no sabía ni le importaba lo que estaba haciendo el hombre que tenía a su cargo. Se limitaba a cumplir órdenes. Los dos hombres se reunieron en una habitación del «International Airport Hotel» de Dublín. Petrofski se desnudó y entregó su ropa de estilo europeo. Se puso la que traía su escolta en su bolsa de mano: prendas inglesas de la cabeza a los pies, más un maletín con la acostumbrada mezcolanza de pijama, esponja, novela a medio leer y una muda de ropa interior.
Su acompañante había retirado ya del aeropuerto un sobre preparado por el hombre de la Línea N de la Embajada en Dublín y fijado en el tablón de anuncios cuatro horas antes. Contenía una entrada utilizada para la función del «Eblana Theatre» de la noche anterior; un recibo del «New Jury’s Hotel» por una noche de estancia, a nombre de la persona adecuada, y la mitad correspondiente al regreso de un billete de ida y vuelta Londres Dublín Londres en «Air Lingus».
Por último, Petrofski recibió su nuevo pasaporte. Cuando volvió al vestíbulo y presentó el billete, nadie le prestó atención. Era un inglés que volvía a casa después de un viaje de negocios de un día a Dublín. Entre Dublín y Londres no hay control de pasaportes; los pasajeros que llegan a Londres sólo deben mostrar la hoja de embarque o el billete para identificarse. También pasan por delante de dos hombres, de mirada indiferente, de la Rama Especial, que fingen no ver nada, pero pasan muy pocas, muy pocas cosas por alto. Ninguno de los dos había visto la cara de Petrofski antes de entonces, porque nunca hasta ahora había entrado en Inglaterra por el aeropuerto de Heathrow. Si se lo hubiesen pedido, habría mostrado un pasaporte británico perfecto a nombre de James Duncan Ross. Era un pasaporte que no habría podido ser puesto en tela de juicio por la propia Oficina de Pasaportes, puesto que ella misma lo había expedido.
Tras pasar por la Aduana sin sufrir la menor inspección, el ruso tomó un taxi hasta la estación de King’s Cross. Allí se dirigió a un armario de la consigna. Tenía la llave. Aquél armario era uno de los varios que tenía alquilados de modo permanente el hombre de la Línea N de la Embajada alrededor de la capital británica, y la llave había sido duplicada hacía tiempo. El ruso sacó un paquete del armario, sellado exactamente igual que cuando había llegado por valija diplomática a la Embajada dos días antes. El hombre de la Línea N no había visto —ni había querido ver— su contenido. Tampoco preguntaba nunca por qué había que dejar un paquete en determinada estación. Esto escapaba a su trabajo.
Petrofski introdujo el paquete en su saco de mano, sin abrirlo. Más tarde podría hacerlo tranquilamente. Sabía ya lo que contenía. En King’s Cross tomó otro taxi que, cruzando Londres, le llevó a la estación de Liverpool Street, donde subió al primer tren de la noche para Ipswich, en el Condado de Suffolk. Llegó al «Gran White Horse Hotel» con el tiempo justo para la comida.
Si un policía curioso se hubiese empeñado en mirar el paquete que el joven inglés llevaba en su bolsa de mano durante el trayecto hasta Ipswich, se habría quedado pasmado. Había en él una pistola finlandesa «Sako» con el cargador lleno y las puntas de cada bala con unas cuidadosas incisiones en forma de X. Éstas incisiones habían sido llenadas con una mezcla de gelatina y cianuro potásico concentrado. No sólo se abrirían al chocar con un cuerpo humano, sino que la víctima no podría recuperarse de los efectos del veneno.
Además, el paquete contenía el resto de la «leyenda» de James Duncan Ross.
En la jerga del oficio, una «leyenda» es la historia ficticia de un hombre inexistente, confirmada por un montón de documentos perfectamente reales y de todas las clases y colores. Generalmente, la persona en torno a la que se urde la leyenda existió algún día y murió en circunstancias que no dejaron rastro ni causaron mucha excitación. Entonces su identidad es asumida por otra persona y el difunto toma cuerpo, como jamás pudiera tomarlo su esqueleto, gracias a una documentación que abarca todo el curso de una vida.
El verdadero James Duncan Ross, o lo poco que quedaba de él, llevaba años pudriéndose en una espesura próxima al río Zambeze. Había nacido en 1950, hijo de Angus y Kirstie Ross, de Kilbride, Escocia. En 1951, Angus Ross, cansado del triste racionamiento de Gran Bretaña en la posguerra, había emigrado con su esposa y su hijo pequeño a Rhodesia del Sur, como se llamaba entonces. Como era ingeniero, consiguió un empleo en una empresa de maquinaria y utensilios agrícolas, y en 1960 estuvo en condiciones de montar un negocio por su cuenta.
Prosperó y pudo enviar al joven James a una buena escuela preparatoria y después a Michaelhouse. En 1971, el muchacho, cumplido ya su servicio militar, pudo reunirse con su padre en la compañía de éste. Pero ahora estaban ya en la Rhodesia de Iam Smith, y cada vez era más cruel la guerra contra las guerrillas de la ZIPRA de Joshua Nkomo y de la ZANLA de Robert Mugabe.
Todos los varones aptos estaban en la Reserva, y los períodos que había que pasar en el Ejército se hacían más y más largos. En 1976, mientras servía en la infantería rhodesiana, James Ross cayó en una emboscada de la ZIPRA en los tupidos bosques de la ribera meridional del Zambeze y resultó muerto. Los guerrilleros se acercaron, desnudaron el cadáver y volvieron a sus bases en Zambia.
No hubiese debido llevar ningún documento de identidad, pero poco antes de que su patrulla se pusiese en marcha, había recibido una carta de su novia y la había guardado en el bolsillo de su guerrera. Así llegó a Zambia y cayó en manos de la KGB.
Un oficial muy antiguo de la KGB, Vassili Solodovnikov, era a la sazón embajador de Lusaka y dirigía varias redes en todo el sur de África. Una de ellas se apoderó de la carta dirigida a James Ross, a la casa de sus padres. Las primeras comprobaciones sobre el joven oficial muerto resultaron muy fructíferas. Nacidos en Gran Bretaña, Angus Ross y su hijo James habían conservado siempre sus pasaportes británicos. Por consiguiente, la KGB decidió resucitar a James Duncan Ross.
Cuando, tras la independencia de Rhodesia —ahora Zimbabwe—, salieron para Sudáfrica Angus y Kirstie Ross, James decidió por lo visto volver a Inglaterra. Unas manos invisibles sacaron una copia de un certificado de nacimiento en Somerset House, de Londres; otras manos enviaron por correo una instancia pidiendo la renovación del pasaporte. Ésta fue concedida, tras las oportunas comprobaciones.
Para hacer una buena leyenda se necesitan docenas de personas y se emplean miles de horas. La KGB no ha carecido nunca de personal ni de paciencia. Se abren y cierran cuentas bancarias; se renuevan cuidadosamente permisos de conducir antes de su expiración; se compran y venden coches, de manera que el nombre aparezca en la computadora del Centro de Licencias de Vehículos. Se consiguen empleos y se procura ascender; se preparan referencias y se solicitan pensiones de las compañías. Una de las tareas del joven personal de Información consiste en mantener al día esta masa de documentación.
Otros equipos ahondan en el pasado. ¿Qué apodo le daban al individuo cuando era pequeño? ¿A qué escuela asistió? ¿Cómo solían llamar los muchachos al profesor de Ciencias cuando no podía oírles? ¿Cómo se llamaba el perro de la familia?
Cuando la leyenda está completa, después de años de trabajo, y ha sido aprendida de memoria por el nuevo personaje, se necesitarían semanas de investigación para destruirla…, si es que se llegaba a destruirla. Esto era lo que Petrofski llevaba en su cabeza y en su bolsa de mano. Era —y podía demostrarlo— James Duncan Ross, y venía del Oeste para hacerse cargo de la representación en Inglaterra de una corporación con sede en Suiza, especializada en programación de computadoras. Tenía un buen saldo en el «Barclays Bank» de Dorchester (Dorset), que se disponía a transferir a la cercana Colchester. Había aprendido a imitar a la perfección la firma de Ross.
Gran Bretaña es un país muy respetuoso de la intimidad de las personas. Los británicos son casi los únicos del mundo que no están obligados a llevar consigo sus documentos de identidad personal. Si alguien les pregunta, suele bastarles exhibir una carta que les haya sido dirigida, valga por lo que valiera. Un permiso de conducir es una prueba positiva, aunque los permisos de conducir británicos no llevan la fotografía de su titular. Se confía en que el hombre sea quien afirma ser.
Valeri Alexeivich Petrofski estaba absolutamente convencido —mientras comía aquella noche en Ipswich— de que nadie dudaría de que fuera James Duncan Ross, y tenía buenas razones para ello. Después de comer, pidió en la mesa de recepción la guía telefónica comercial de páginas amarillas y buscó la sección correspondiente a los agentes de la propiedad inmobiliaria.