Capítulo 10

Preston y Viljoen se reunieron la mañana siguiente, a petición del inglés, en su despacho del tercer piso del Union Building. Como era domingo, tenían casi todo el bloque para ellos solos.

—Bueno, ¿qué hacemos ahora? —preguntó el capitán Viljoen.

—Ésta noche he permanecido despierto, pensando —confesó Preston—, y hay algo que no concuerda.

—Durmió usted durante todo el viaje de regreso —dijo Viljoen, de mal humor—. En cambio, yo tuve que conducir.

—Sí, pero usted está mucho más en forma que yo —opuso Preston.

Esto gustó a Viljoen, que estaba orgulloso de su físico y cuidaba de él con regularidad. Se enderezó un poco.

—Quiero seguir la pista del otro soldado —dijo Preston.

—¿Qué otro soldado?

—El que escapó con Marais. Éste no menciona nunca su nombre. Sólo dice «el otro soldado» o «mi camarada». ¿Por qué no da su nombre?

Viljoen se encogió de hombros.

—No lo creería necesario. Debió de darlo a las autoridades del hospital de Wynberg para que pudiesen informar a sus parientes.

—Aquello fue verbal —murmuró Preston—. Los oficia les que le escucharon debían de pasar muy pronto a la vida civil. Sólo permanece el relato escrito, y en él no cita ningún nombre. Quiero seguir la pista del otro soldado.

—Pero está muerto —protestó Viljoen—, lleva cuarenta y dos años enterrado en un bosque polaco.

—Entonces quiero saber quién era.

—¿Por dónde diablos empezamos?

—Marais dice que si conservaron la vida en aquel campamento fue, sobre todo, gracias a los paquetes de comida de la Cruz Roja —dijo Preston, como pensando en voz alta—. También dice que escaparon poco antes de Navidad. Esto debió de molestar un poco a los alemanes. En tales casos solían castigar a todo el mundo, quitarles privilegios, incluidos los paquetes de comida. Es probable que cual quiera que estuviese allí recuerde aquella Navidad para el resto de sus días. ¿Podríamos encontrar a alguien que es tuviera en aquel campamento?

No hay ninguna asociación de antiguos prisioneros de guerra en Sudáfrica, pero existe una hermandad de veteranos, exclusiva de los que participaron realmente en los combates. La llaman Orden de los Cascos de Hojalata, y sus miembros son conocidos por el nombre de MOCHs. Los lugares de reunión de cada rama MOCH son llamados «cráteres de bomba», y el oficial que tenía el mando era el Viejo Toro. Empleando un teléfono cada uno, Preston y Viljoen empezaron a llamar a todos los «cráteres de bomba» de Sudáfrica, tratando de encontrar a alguien que hubiese estado en Stalag 344.

Era una tarea muy aburrida. De los once mil prisioneros aliados que habían estado en aquel campamento, la mayoría eran ingleses, canadienses, australianos, neozelandeses o norteamericanos. Los sudafricanos eran una pequeña minoría.

Además, muchos habían muerto ya. De los MOCHs, algunos estaban en el campo de golf y otros fuera de su casa. Recibieron pesarosas negativas y un montón de sugerencias que resultaron ser callejones sin salida. Suspendieron el trabajo al ponerse el sol y lo reanudaron el lunes por la mañana. Viljoen consiguió un triunfo poco antes del mediodía: se trataba de un envasador de carne de Ciudad de El Cabo. Viljoen, que hablaba en afrikaans, puso la mano sobre el micrófono.

—Éste tipo dice que estuvo en Stalag 344.

Preston cogió el aparato.

—¿Mr. Anderson? Sí, me llamo Preston. Estoy haciendo unas investigaciones sobre Stalag 344… Gracias, muy amable… Sí, creo que usted estuvo allí. ¿Recuerda la Navidad de 1944? Dos jóvenes soldados sudafricanos escaparon de una brigada de trabajo en el exterior… ¡Ah, lo recuerda usted…! Sí, estoy seguro de que fue algo espantoso… ¿Recuerda sus nombres…? ¡Ah, no estaba en su misma choza…! No, claro… Bueno, ¿recuerda el nombre del suboficial sudafricano…? Bien, suboficial Roberts. ¿Y su nombre de pila? Por favor, trate de recordarlo… ¿Qué? Wally. ¿Está seguro…? Bueno, muchísimas gracias.

Preston colgó el teléfono.

—Suboficial Wally Roberts. Probablemente Walter Roberts. ¿Podemos ir al Archivo Militar?

El Archivo Militar de Sudáfrica se encuentra, por alguna razón, debajo del Departamento de Educación, y está situado en el número 20 de Visagie Street, en Pretoria. Había más de cien Roberts registrados, diecinueve de ellos con la inicial W, y siete llamados Walter. Ninguno de ellos coincidía con el hombre que buscaban. Repasaron el resto de los W. Roberts. Nada. Preston empezó con las fichas de los A. Roberts, y una hora más tarde vio recompensado su esfuerzo. James Walter Roberts fue suboficial durante la Segunda Guerra Mundial; capturado en Tobruk, estuvo prisionero en el norte de África, en Italia y, finalmente, en Alemania del Este.

Siguió en el Ejército después de la guerra, ascendió a coronel y se retiró en 1972.

—Pídale a Dios que todavía esté vivo —dijo Viljoen.

—Si lo está, tiene que cobrar una pensión —observó Preston—. El personal de Pensiones tendría que saber algo de él.

Así era. El coronel (retirado) Wally Roberts pasaba el otoño de su vida en Orangeville, pequeña población situada entre lagos y bosques, a ciento sesenta kilómetros al sur de Johannesburgo. Cuando salieron a Visagie Street, había anochecido. Decidieron partir a la mañana siguiente.

Fue Mrs. Roberts quien les abrió la puerta del bonito bungalow y examinó, confusa y alarmada, la tarjeta de identidad del capitán Viljoen.

—Ha bajado al lago a dar de comer a los pájaros —les dijo, señalando un sendero.

Encontraron al viejo guerrero echando trocitos de pana una agradecida bandada de aves acuáticas. Se irguió al acercarse ellos y examinó la tarjeta de Viljoen. Después asintió con la cabeza como diciendo «adelante».

Era un hombre de setenta y pico de años, recto como una baqueta; vestía prendas de tweed y zapatos castaños bien lustrados, y llevaba bigote blanco. Escuchó gravemente la pregunta de Preston.

—En efecto, lo recuerdo. Me llevaron a presencia del comandante alemán, que estaba hecho un basilisco. Todos los de aquella choza perdimos los paquetes de la Cruz Roja por culpa de aquel incidente. ¡Malditos jóvenes imbéciles! Fuimos evacuados hacia el Oeste el 22 de enero de 1945 y liberados a finales de abril.

—¿Recuerda sus nombres? —preguntó Preston.

—Desde luego. Nunca olvido un nombre. Ambos eran jóvenes, de menos de veinte años diría yo. Y los dos eran cabos. Uno se llamaba Marais; el otro, Brandt. Frikki Brandt. Ambos eran afrikáners. No puedo recordar sus unidades. Nos abrigábamos con todo lo que encontrábamos a mano. Difícilmente podían verse los distintivos de los regimientos.

Le dieron las más efusivas gracias y volvieron a Pretoria para otra sesión en Visagie Street. Por desgracia, Brandt es un apellido holandés muy corriente, con su variación Brand, sin la «t» final, pero que se pronuncia igual. Había cientos de ellos.

Al anochecer, y con ayuda del personal del archivo, habían descubierto seis cabos Frederik Brandt, todos ellos difuntos. Dos habían muerto en acción en el norte de África, otros dos en Italia, y uno, en accidente de aviación. Abrieron el sexto expediente.

El capitán Viljoen abrió mucho los ojos al contemplar la carpeta abierta.

—Es increíble —dijo a media voz—. ¿Quién pudo hacerlo?

—¡Quién sabe! —respondió Preston—. Pero de esto hace mucho tiempo.

La carpeta estaba completamente vacía.

—Lo siento —se excusó Viljoen, mientras llevaba a Preston de nuevo al «Burgerspark». Pero parece que aquí se acaba la pista.

A última hora de la tarde, Preston llamó desde su hotel al coronel Roberts.

—Siento molestarle de nuevo coronel. Pero ¿recuerda usted si el cabo Brandt tenía algún compañero o amigo especial en aquella choza? Sé, por experiencia en el Ejército, que todos los soldados suelen tener un amigo íntimo.

—Tiene razón; generalmente es así. Pero ahora no puedo recordarlo. Lo pensaré esta noche. Si se me ocurre algo, le llamaré por la mañana.

El amable coronel llamó a Preston a la hora del desayuno. La voz tajante sonó en el teléfono como si estuviese dando un parte de guerra al Cuartel General.

—He recordado algo —dijo—. Aquéllas barracas fueron construidas para un centenar de hombres. Pero nosotros estábamos apretados allí como sardinas en lata. Más de doscientos en cada barraca. Algunos dormían en el suelo, otros tenían que compartir una litera. Nada de obsceno en ello, ¿sabe? Era una necesidad.

—Comprendo —replicó Preston—. ¿Qué me dice de Brandt?

—Compartía una litera con otro cabo. Éste se llamaba Levinson. De la RILD.

—¿Qué significa esto?

—Real Infantería Ligera de Durban. Levinson pertenecía a ella.

Ésta vez el trabajo fue más fácil en Visagie Street. Levinson no era un apellido tan corriente, además, sabían el regimiento. Sólo se necesitaron quince minutos para encontrar los antecedentes. El hombre se llamaba Max Levinson y había nacido en Durban. Abandonó el Ejército al terminar la guerra y, por consiguiente, no cobraba pensión y no constaba su dirección. Pero supieron que tenía sesenta y cinco años de edad.

Preston examinó la guía telefónica de Durban, mientras Viljoen hacía que la Policía de Durban buscase el nombre en sus archivos. La gestión de éste fue la primera en dar resultado. Constaban dos multas por aparcamiento indebido y una dirección. Max Levinson regentaba un pequeño hotel en la costa. Viljoen telefoneó y habló con Mrs. Levinson. Ésta confirmó que su marido había permanecido en Stalag 344. En aquel momento estaba pescando.

Estuvieron ociosos hasta que el hombre volvió al anochecer. Entonces Preston habló con él. La voz del alegre hotelero retumbó en la línea desde la costa oriental.

—Claro que recuerdo a Frikki. El loco bastardo huyó a los bosques. Nunca volví a saber de él. ¿Qué le interesa?

—¿De dónde procedía? —preguntó Preston.

—De East London —respondió Levinson sin vacilar.

—¿Qué antecedente tenía?

—Nunca hablaba mucho de esto —contestó Mr. Levinson—. Era afrikáner, desde luego. Hablaba bien el afrikaans y mal el inglés. Era de clase obrera. ¡Oh!, ahora que lo recuerdo, dijo que su padre era guardagujas de la estación del ferrocarril de aquella población.

Preston se despidió y se volvió a Viljoen.

—East London —dijo—. ¿Podemos ir en automóvil?

Viljoen suspiró.

—Yo no lo aconsejaría —sugirió—. Está a cientos de kilómetros de aquí. Nuestro país es muy extenso, Mr. Preston. Si realmente quiere ir allí, podemos tomar mañana el avión. Haré que un coche de la Policía con chófer vaya a buscarnos.

—Un coche sin distintivos, por favor —dijo Preston Y un chófer de paisano.

Aunque la jefatura de la KGB está en el «Centro»en el número 2 de la plaza Cherjinski, en el Moscú central, y aunque el edificio no es pequeño, no podría contener si quiera una parte de uno de los directorios superiores, directorios y departamentos que constituyen esta enorme organización. Por consiguiente, las subjefaturas están desparramadas por todas partes.

El Primer Directorio Superior tiene su sede en Yasiénevo, en el cinturón de ronda exterior de Moscú, casi al sur de la ciudad. Casi todo el PDS se alberga en un moderno edificio de siete pisos, de aluminio y cristal, en forma de una estrella de tres puntas, bastante parecida a la insignia de los coches «Mercedes».

Fue construido por finlandeses bajo contrato, y al principio debía ocuparlo el Departamento Internacional del Comité Central. Pero cuando estuvo terminado, no gustó a la gente del DI; éstos preferían estar cerca del centro de Moscú, y por esta razón fue cedido al PDS. Es muy adecuado para el Primer Directorio Superior, por estar fuera de la ciudad y al resguardo de miradas curiosas.

El personal del PDS está oficialmente «a cubierto» incluso en su propio país. Como muchos de sus miembros tendrán que ir al extranjero —o han estado ya allí— pasando por diplomáticos, lo que menos les interesa es que los vea salir de la jefatura del PDS cualquier turista curioso que pudiese fotografiarlos cándidamente con su cámara.

Pero dentro del PDS hay un Directorio tan secreto que ni siquiera se halla con los demás en Yasiénevo. Si el PDS es secreto, el «S» o Directorio de ilegales, dentro de él, es secretísimo. No solamente sus miembros no son conocidos por sus colegas del PDS, sino que ni siquiera se conocen entre sí. Su instrucción y adiestramiento son individuales; sólo entre el instructor y un único discípulo. No se presentan todas las mañanas en una oficina, ya que, de hacerlo así, se conocerían los unos a los otros.

La razón de esto es sencilla, si tenemos en cuenta la psicología soviética: los rusos son paranoicos en lo tocan te al secreto y la traición, y esto no es característico del régimen comunista, sino que se remonta a los tiempos del 164 zarismo. Los ilegales son hombres y, ocasionalmente, mujeres bien entrenados para ir a países extranjeros y vivir bajo disfraces impenetrables.

Sin embargo, hubo ilegales que fueron descubiertos y colaboraron con sus aprehensores; otros desertaron y «cantaron» todo lo que sabían. Por consiguiente, cuanto menos sepan, tanto mejor. En el espionaje es axiomático que no se puede revelar lo que no se conoce.

Por todo esto, los ilegales se alojan en docenas de pequeños apartamentos en el centro de Moscú y acuden uno a uno a los lugares de entrenamiento e instrucción. Para estar cerca de sus «muchachos», el jefe del Directorio «S» sigue teniendo su despacho en el «Centro» en la plaza Cherjinski. Está en la sexta planta, tres pisos por encima del presidente Chebrikov y dos por encima de sus primeros presidentes delegados, generales Tsinev y Kriuchkov.

En este sencillo sanctasanctórum fue donde la tarde del miércoles 18 de marzo, mientras Preston estaba hablando con Max Levinson, entraron dos hombres para enfrentarse con el director de los ilegales, un viejo y arrugado veterano que había pasado toda su vida en el espionaje clandestino. Lo que le pidieron no le gustó en absoluto.

—Sólo hay un hombre que reúna esas condiciones —confesó de mala gana—. Es algo excepcional.

Uno de los hombres del Comité Central le presentó una pequeña tarjeta.

—Entonces, camarada comandante general, deberá retirarlo de su servicio y ordenarle que se presente en esta dirección.

El director asintió con la cabeza, malhumorado. Conocía aquella dirección. Cuando los hombres se hubieron marchado, comprobó de nuevo su autorización. Procedía, indudablemente, del Comité Central y, aunque no lo expresaba, no cabía duda de que venía de la más alta autoridad. Suspiró resignadamente. Era duro perder a uno de los mejores hombres que jamás hubiese adiestrado, un agente realmente excepcional; pero era imposible discutir la orden. Él era un militar leal; jamás dejaría de cumplir las órdenes. Apretó un botón de su teléfono interior.

—Dígale al comandante Valeri Petrofski que venga a mi despacho —dijo.

El primer avión de Johannesburgo a East London llegó puntual a Ben Schoeman, el pequeño y bonito aeropuerto azul y blanco que sirve al cuarto puerto comercial y ciudad de Sudáfrica. El conductor de la Policía estaba esperando en el vestíbulo y les condujo a un «Ford» corriente que había dejado en el aparcamiento.

—¿Adónde vamos, capitán? —preguntó.

Viljoen arqueó una ceja mirando a Preston.

A la estación del ferrocarril —respondió Preston—. Más concretamente, a las oficinas de administración. El conductor asintió con la cabeza y arrancó. La moderna estación del ferrocarril de East London está en Fleet Street, y directamente ante ella hay un viejo y bastante destartalado conjunto de edificios de una sola planta, pintados de verde y crema. Son las oficinas de la administración.

En el interior, la infalible tarjeta de identidad de Viljoen hizo que les llevasen directamente a presencia del director del Departamento de Finanzas. Éste escuchó la petición de Preston.

—Sí, pagamos pensiones a todos los ferroviarios retirados que aún viven en esta zona —dijo—. ¿Cuál es el nombre?

—Brandt —respondió Preston—. Lamento no saber el nombre de pila. Pero era guardagujas, hace muchos años.

El director llamó a un ayudante y todos se dirigieron al archivo por oscuros corredores. El ayudante buscó durante un rato y volvió con una ficha.

—Aquí está —dijo—. El único que tenemos. Se retiró hace tres años. Koos Brandt.

—¿Cuántos años tiene? —preguntó Preston.

—Sesenta y tres —respondió el ayudante después de mirar la ficha.

Preston sacudió la cabeza. Si Frikki Brandt era de la misma edad que Jan Marais, y su padre unos treinta años mayor que él, el viejo tendría ahora más de noventa.

—El hombre que busco tendría ahora unos noventa años —dijo.

El director y su ayudante se mostraron inflexibles. No había otros Brandt retirados.

—Entonces —preguntó Preston—, ¿puede buscar los tres pensionistas más viejos que vivan todavía y reciban su pensión semanal?

—No están registrados por su edad —protestó el ayudante—, sino por orden alfabético.

Viljoen llamó al director aparte y le habló al oído en afrikaans. Dijese lo que dijese, produjo efecto. El director pareció muy impresionado.

—Búsquelo —dijo a su ayudante—. Uno a uno. Todos los nacidos antes de 1910. Estaremos en mi despacho.

Tuvieron que esperar una hora. Entonces, el ayudante les mostró tres hojas de pensiones.

—Hay uno de noventa —dijo—, pero era mozo de cuerda en la terminal de pasajeros. Otro de ochenta, que perteneció al servicio de limpieza. Y este otro tiene ochenta y uno. Fue guardagujas en los terrenos de maniobra de la estación.

El hombre se llamaba Fourie, y su dirección estaba en alguna parte del Quigney.

Diez minutos más tarde cruzaban en coche el Quigney, el viejo barrio de East London creado hacía cincuenta años o más. Algunos de sus modestos bungalows habían sido «adecentados»; otros estaban sucios y arruinados, y en ellos vivían los obreros blancos más pobres. Desde detrás de More Street pudieron oír el fuerte ruido de los talleres del ferrocarril y de los apartaderos donde se formaban los largos trenes de mercancías que, partiendo de los tinglados de East London, se dirigían al Transvaal vía Pietermaritzburg. Encontraron la casa a una manzana de Moore Street.

Una vieja de color abrió la puerta; su cara parecía una nuez arrugada, y llevaba los blancos cabellos recogidos en un moño. Viljoen le habló en afrikaans. La vieja señaló hacia el horizonte y murmuró algo antes de cerrar la puerta de golpe. Viljoen acompañó a Preston al coche.

—Dice que está en el Instituto —murmuró Viljoen al conductor—. ¿Sabe lo que ha querido decir?

—Sí señor. Es el antiguo Instituto del Ferrocarril. Ahora lo llaman Turnbull Park. Está en Peterson Street. Es el club social y recreativo de los ferroviarios.

Resultó ser un edificio grande y de una sola planta, en el centro de un parque vallado y contiguo a tres pistas de bolos. Entraron y pasaron ante una serie de mesas de billar y de compartimientos con televisión, antes de llegar al floreciente bar.

—¿Papá Fourie? —dijo el barman—. Seguro que está ahí afuera viendo jugar a los bolos.

Encontraron al viejo en una de las pistas, sentado bajo el tibio sol otoñal y bebiendo un cuartillo de cerveza. Preston le hizo su pregunta. El viejo le miró fijamente durante un rato, antes de asentir con la cabeza.

—Sí, recuerdo a Joe Brandt. Hace muchos años que murió.

—Tenía un hijo. Frederik o Frikki.

—Es verdad. Bueno, joven, me está usted haciendo retroceder mucho en el tiempo. Frikki era un buen chico. Algunas veces venía a la estación al salir de la escuela. Joe le dejaba subir con él a las locomotoras que hacían maniobras. Algo estupendo para un muchacho, en aquellos tiempos.

—Eso sería a mediados de los años treinta, ¿no? —preguntó Preston.

El viejo asintió con la cabeza.

—Más o menos. Poco después de que Joe y su familia viniesen aquí.

—Alrededor de 1943, el joven Frikki se fue a la guerra —dijo Preston.

Papá Fourie le miró fijamente durante un rato, con unos ojos lacrimosos que trataban de mirar hacia atrás a lo largo de más de cincuenta años de una vida monótona.

—Es verdad —replicó—. El muchacho no volvió. Dijeron a Joe que había muerto en algún lugar de Alemania. Esto le destrozó el corazón. Quería mucho al chico y tenían grandes planes para él. Nunca volvió a ser el mismo, después de aquel telegrama que recibió al terminar la guerra. Murió en 1950, siempre pensé que de un ataque al corazón. Su esposa no tardó en seguirle; quizás un par de años.

—Hace un momento ha dicho usted «poco después de que Joe y su familia viniesen aquí» —le recordó Viljoen—. ¿De qué parte de África vinieron?

Papá Fourie pareció confuso.

—No vinieron de Sudáfrica —replicó.

—Era una familia afrikánder —insistió Viljoen.

—¿Quién le ha dicho esto?

—El Ejército —respondió Viljoen.

El viejo sonrió.

—Supongo que el viejo Frikki debió de hacerse pasar por afrikánder en el Ejército —dijo—. No; procedían de Alemania. Eran inmigrantes. Llegaron a mediados de los años treinta. Joe no habló bien el afrikaans hasta el día de su muerte. Desde luego, el muchacho sí que lo hablaba bien. Lo había aprendido en la escuela.

Cuando volvieron al coche aparcado, Viljoen se volvió a Preston y le preguntó:

—¿Y bien?

—¿Dónde están los archivos de Inmigración en Sudáfrica? —preguntó Preston.

—En el sótano del Union Building, junto con los demás archivos del Estado —respondió Viljoen.

—¿Podrían los archiveros hacer una comprobación mientras esperamos aquí? —preguntó Preston.

—Desde luego. Vayamos a la Jefatura de Policía. Podremos telefonear mejor que desde aquí.

La Jefatura de Policía está también en Fleet Street y es una fortaleza de tres plantas, de ladrillos amarillos y ventanas de cristales opacos, precisamente al lado del pabellón de instrucción de los Kaffrarian Rifles. Hicieron su petición y almorzaron en la cantina, mientras un archivero perdía su hora de almorzar en Pretoria, rebuscando en los ficheros. Afortunadamente, en 1987 existía un sistema de computadoras, y el número de la ficha apareció rápidamente. El archivero retiró el historial, escribió a máquina un resumen y lo puso en el télex.

En East London, el télex fue llevado a Preston y Viljoen mientras tomaban el café. Viljoen lo tradujo palabra por palabra.

—¡Santo Dios! —exclamó cuando hubo terminado—. ¿Quién lo habría pensado?

Preston pareció pensativo. Se levantó y cruzó la cantina para hablar con su conductor, que estaba en una mesa se parada.

—¿Hay una sinagoga en East London?

—Sí, señor. En Park Avenue. A dos minutos de aquí.

La sinagoga, pintada de blanco y con cúpula negra, rematada por la estrella de David, estaba vacía el jueves por la tarde, salvo por un celador que llevaba un viejo capote del Ejército y un gorro de lana. Éste les dio la dirección del rabino Blum, en los suburbios de Salbourne. Llamaron a su puerta poco después de las tres de la tarde.

La abrió él personalmente; era un hombre fornido y barbudo, de ojos grises como el acero y de unos cincuenta y cinco años. Bastó con una mirada: era demasiado joven. Preston se presentó.

—Por favor, ¿podría usted decirme quién era el rabino de aquí antes de usted?

—Desde luego. El rabino Shapiro.

—¿Sabe usted si todavía vive y dónde podría encontrarle? —Pase usted.

Mostrando el camino a Preston, recorrió un largo pasillo y abrió una puerta al final. Daba a un cuarto de estar dormitorio, y en él, un hombre muy anciano estaba sentado ante un hornillo de gas, sorbiendo una taza de té negro.

—Tío Solomon, aquí hay alguien que quiere verte —dijo.

Preston salió de la casa una hora más tarde y se reunió con Viljoen, que había vuelto al coche.

—Al aeropuerto —dijo el conductor. Y, volviéndose a Viljoen—: ¿Podría concertar una reunión con el general Pienaar mañana por la mañana?

Aquélla tarde, otros dos hombres fueron trasladados de sus puestos en las Fuerzas Armadas soviéticas, para una misión especial.

A unos ciento sesenta kilómetros al oeste de Moscú, cerca de la carretera de Minsk e instalado en un gran bosque, existe un complejo de antenas de radio en forma de platos y varios edificios anexos. Es uno de los puestos de escucha de la URSS para captar señales de radio de las unidades militares del Pacto de Varsovia y del extranjero, aunque también puede recoger mensajes de otras partes muy alejadas de las fronteras soviéticas. Una sección del complejo está aislada y es para uso exclusivo de la KGB.

Uno de aquellos hombres era un suboficial radiotelegrafista de esta sección.

—Es el hombre mejor que tengo —se lamentó el coronel jefe a su ayudante cuando se hubieron marchado los hombres del Comité Central—. ¿Qué si es bueno? ¡Vaya si lo es! Si dispone del equipo necesario, es capaz de descubrir una cucaracha rascándose el culo en California.

El otro hombre designado era coronel del Ejército soviético y, cuando iba de uniforme, cosa que ocurría raras veces, sus insignias indicaban que pertenecía a Artillería. En realidad, era más científico que soldado y trabajaba en la sección de investigación de dicho Cuerpo.

—Muy bien —dijo el general Pienaar cuando se hubieron sentado alrededor de la mesita de café en los sillones de cuero—, hablemos de nuestro diplomático Jan Marais. ¿Es culpable o inocente?

—Culpable como el mismísimo diablo —replicó Preston.

—Me gustaría que me lo demostrase, Mr. Preston. ¿Dónde se descarrió? ¿Dónde le hicieron cambiar de bando?

—Ni se descarrió ni le hicieron cambiar —corrigió Preston—. Nunca dio un paso en falso. ¿Ha leído usted su autobiografía manuscrita?

—Sí, y, como posiblemente le ha indicado el capitán Viljoen, también nosotros hemos comprobado toda la carrera de ese hombre, desde su nacimiento hasta hoy. Y no hemos encontrado ninguna discrepancia.

—Es que no la hay —confirmó Preston—. La historia de sus tiempos de muchacho es absolutamente exacta. Creo que él podría incluso hoy describir aquella época durante cinco horas sin repetirse una sola vez y sin equivocarse en un solo detalle.

—Es verdad. Todo lo que se ha podido comprobar ha resultado cierto —convino el general.

—Todo lo comprobable, sí. Todo es verdad hasta el momento en que los dos jóvenes saltaron del camión alemán en Silesia y echaron a correr. A partir de entonces todo es una sarta de mentiras. Permita que se lo explique empezando por el otro extremo, por la historia de Frikki Brandt, el hombre que huyó con Jan Marais.

—En 1933, Adolfo Hitler subió al poder en Alemania. En 1935, un ferroviario alemán llamado Josef Brandt fue a la Legación sudafricana en Berlín para pedir un visado de inmigración por razones humanitarias; dijo que estaba en peligro de persecución porque era judío. Su petición fue escuchada y le otorgaron el visado para emigrar a Sudáfrica con su joven familia. Sus archivos confirman la instancia y la concesión del visado.

—Es verdad —dijo el general Pienaar—. Durante el periodo de Hitler hubo muchos inmigrantes judíos en Sudáfrica. En esto tenemos un buen historial mejor que el de algunos otros países.

—En septiembre de 1935 —prosiguió Preston—, Josef Brandt, con su esposa y su hijo de diez años, Friedrich, embarcaron en Bremenhaven y, seis semanas más tarde, desembarcaron en East London. Entonces había allí una numerosa comunidad alemana y un grupo menor de judíos. Él decidió quedarse y buscó trabajo en el ferrocarril. Un amable oficial de Inmigración informó al rabino local de la llegada de la nueva familia.

El rabino, enérgico joven llamado Solomon Shapiro visitó a los recién llegados y trató de ayudarles, animándoles para que se incorporasen a la vida de la comunidad judía. Ellos rehusaron y él presumió que querían asimilarse a la comunidad gentil. Esto le contrarió, pero no sospechó nada.

Después, en 1938, el muchacho, que ahora se hacía llamar Frederik o Frikki, cumplió los trece años. Era el tiempo adecuado para su bar-mitzvah, o mayoría de edad religiosa de los muchachos judíos. Fueran cuales fuesen los deseos de asimilación de los Brandt, era una ocasión importante para un hombre que tenía un hijo único. Aunque ninguno de ellos había estado en la schul, el rabino Shapiro visitó a la familia para preguntar si deseaban que oficiase en la ceremonia. Ellos le dieron un chasco, y entonces no sólo sospechó, sino que estuvo seguro de una cosa.

—Seguro, ¿de qué? —preguntó, perplejo, el general.

—De que no eran judíos —respondió Preston—. La noche pasada me lo dijo. En el bar-mitzvah, el muchacho es bendecido por el rabino. Pero antes tiene que convencerse éste de que el chico es judío. En la religión judía, esta calidad se adquiere de la madre, no del padre. La madre debe presentar un documento, llamado ketubah, que acredite que es judía. Ilse Brandt no tenía ketubah. No podía realizarse el bar-mitzvah.

—Así, pues, entraron en Sudáfrica alegando una falsa condición —dijo el general Pienaar—. Eso era grave en aquellos tiempos.

—Peor aún —replicó Preston—. No puedo demostrarlo, pero pienso que estoy en lo cierto. Josef Brandt no mintió cuando dijo a su Legación que estaba entonces amenazado por la GESTAPO. Pero no lo estaba por ser judío, sino como comunista militante alemán. Sabía que si decía esto a su Legación, no se le concedería el visado.

—Prosiga —dijo el general, frunciendo el ceño.

—Su hijo Frikki, cuando tuvo dieciocho años, compartía totalmente los ideales secretos de su padre; era un comunista acérrimo, dispuesto a trabajar para el Komintern.

«En 1943, dos jóvenes se incorporaron al Ejército de Sudáfrica y marcharon a la guerra: Jan Marais, de Duiwelskloof para luchar por Sudáfrica y la Commonwealth británica, y Frikki Brandt, para combatir por su madre ideológica: la Unión Soviética».

No se hallaron juntos en el campo de instrucción, ni en el convoy de tropas, ni en Italia, ni en Moosberg. Pero sí en Stalag 344. No sé si entonces había proyectado ya Brandt su plan de fuga, pero eligió por compañero a un joven alto y rubio como él mismo. Creo que fue él, y no Marais, quien inició la carrera hacia el bosque al averiarse el camión.

—Pero ¿y la pulmonía? —preguntó Viljoen.

—No hubo tal pulmonía —respondió Preston—, ni cayeron en manos de unos partisanos católicos polacos. Lo más probable es que fuesen sorprendidos por partisanos comunistas, a los que Brandt podía hablar en fluido alemán. Debieron de conducirles al Ejército Rojo y, de allí, a la NKVD, con el confiado Marais siguiendo siempre a su compañero.

El cambio debió de producirse entre marzo y agosto de 1945. Toda aquella historia de las celdas heladas es un cuento. Debieron de sonsacar a Marais todos los detalles de su infancia y de su educación, y Brandt debió de aprenderlos de memoria hasta que, a pesar de su defectuoso inglés, pudo escribir aquel currículum vitae con los ojos cerrados.

Probablemente dieron también a Brandt un curso intensivo de inglés, cambiaron un poco su aspecto, pusieron la insignia de Marais en el cuello de su guerrera y dieron por terminada la transformación. Después de esto, cuando dejó de serles útil, Marais fue probablemente liquidado.

Trataron con un poco de dureza a Brandt, para darle la apariencia adecuada, le administraron ciertos productos químicos para ponerle realmente enfermo y lo devolvieron a Potsdam. Pasó algún tiempo en un hospital de Bielefeld y otra temporada en las afueras de Glasgow. En el invierno de 1945, todos los soldados sudafricanos habrían vuelto a casa; era muy improbable que tropezase con alguien del regimiento Wits/De La Rey. Y en diciembre embarcó para Ciudad de El Cabo, donde llegó en enero de 1946.

Había un problema. No podía ir a Duiwelskloof. No tenía la menor intención de hacerlo. Entonces, alguien del CG de Defensa envió un telegrama al granjero Marais diciéndole que su hijo había vuelto al fin a casa, tras haberlo dado por «desaparecido y, probablemente, muerto». Para su espanto, Brandt recibió un telegrama (confieso que esto es una presunción, pero parece lógico) apremiándole para que volviese a su hogar. Entonces se puso de nuevo enfermo y fue ingresado en el hospital militar de Wynberg.

El anciano padre no se desanimó. Telegrafió de nuevo, diciendo que iría a Ciudad de El Cabo. Brandt, desesperado, apeló a sus amigos del Komintern, y el asunto quedó arreglado. Atropellaron al viejo en una solitaria carretera del Mootseki Valley, cambiaron a medias un neumático de su coche y simularon que había sido un accidente seguido de fuga. Después de esto, todo fue fácil. El joven no podía ir a Duiwelskloof para el entierro; todos los de la población lo comprendieron, y el abogado Benson no receló nada cuando aquél le pidió que vendiese la finca y enviase el producto de la venta a Ciudad de El Cabo.

Se hizo un silencio en el despacho del general, turbado sólo por el zumbido de una mosca sobre el cristal de la ventana. El general asintió varias veces con la cabeza.

—Esto tiene sentido —admitió al fin—. Pero no hay pruebas. No podemos demostrar que los Brandt no fuesen judíos, y menos que fuesen comunistas. ¿Puede usted dar me algo que elimine toda duda?

Preston se metió una mano en el bolsillo y sacó una fotografía, que dejó en la mesa del general Pienaar.

—Ésta es una foto, la última, del verdadero Jan Marais. Como verá usted, fue un buen jugador de críquet cuando era muchacho. Era todo un lanzador. Si se fija usted bien, verá que sus dedos agarran la pelota a la manera de un lanzador experto. Y también verá que es zurdo.

Pasé una semana en Londres estudiando a Jan Marais de cerca, gracias a mis gemelos. Al conducir, fumar, comer y beber, no lo hace nunca como los zurdos. Se puede cambiar a un hombre de muchas maneras, general. Se pueden cambiar sus cabellos, su manera de hablar, su cara sus actitudes. Pero no se puede transformar a un lanzador zurdo en el críquet en uno que no lo sea.

El general Pienaar, que había jugado al críquet durante la mitad de su vida, contempló la fotografía.

—Entonces, ¿qué es lo que tenemos en Londres, Mr. Preston?

—General, tienen ustedes un fanático y acérrimo agente comunista que, desde hace más de cuarenta años, trabaja para la Unión Soviética desde el seno del Servicio Exterior sudafricano.

El general Pienaar levantó los ojos y miró, a través del valle, el monumento de Voortrekke.

—Voy a hacerle trizas y a esparcir sus pedazos por el bushveld.

Preston tosió.

—Teniendo en cuenta que ese hombre representa también un problema para nosotros, ¿puedo pedirle que de tenga su mano hasta después de hablar personalmente con Sir Nigel Irvine?

—Está bien, Mr. Preston —asintió el general Pienaar—, hablaré primero con Sir Nigel. Y ahora, ¿cuáles son sus planes?

—Ésta tarde sale un avión para Londres. Quisiera embarcar en él.

El general Pienaar se levantó y le tendió la mano.

—Adiós, Mr. Preston. El capitán Viljoen le llevará hasta el aeropuerto. Y gracias por su ayuda.

En el hotel, mientras hacía sus maletas, Preston llamó a Dennis Grey, que vino a Johannesburgo y tomó un mensaje para su transmisión en clave a Londres. Dos horas más tarde llegó la respuesta. Sir Bernard Hemmings estaría el día siguiente, sábado, en su despacho, para recibirle.

Preston y Viljoen llegaron a la puerta de salida justo antes de las ocho de la tarde, en el momento en que hacían la última llamada a los pasajeros de la «South African Airways» con destino a Londres. Preston mostró su tarjeta de embarque y Viljoen el pase que le permitía ir a todas partes. Cruzaron el asfalto bajo la oscuridad fresca de la noche.

—Voy a decirle una cosa, señor inglés: es usted un jagdhond muy bueno.

—Gracias —replicó Preston.

—¿Sabe usted lo que es un jagdhond?

Tengo entendido —dijo precavidamente Preston— que el perro de caza de Ciudad de El Cabo es lento, desgarbado, pero muy tenaz.

Fue la primera vez, en aquella semana, que el capitán Viljoen echó atrás la cabeza y soltó una carcajada. Después se puso serio de nuevo.

—¿Puedo preguntarle una cosa?

—Sí.

—¿Por qué puso una flor sobre la tumba del viejo?

Preston miró fijamente el avión que esperaba con las luces de la cabina brillando en la penumbra, a veinte metros de distancia. Los últimos pasajeros subían la escalerilla.

—Se habían llevado a su hijo —respondió—, y después le mataron para impedir que descubriese lo ocurrido. Me pareció que debía hacerlo.

Viljoen le tendió la mano.

—Adiós, John, y buena suerte.

—Adiós Andries.

Diez minutos más tarde, el antílope volador de la aleta del avión de reacción levantó el afilado morro en dirección al cielo y puso rumbo al Norte y a Europa.