Capítulo 9

Cuando John Preston aterrizó en el aeropuerto Jan Smuts, la mañana del 13, le estaba esperando el jefe local del Servicio, un hombre alto, delgado y rubio, llamado Dennis Crey. Desde la terraza, dos hombres del SIN sudafricano observaron su llegada, pero no hicieron nada para acercarse más.

Había que pasar por la Aduana y por Inmigración, y, a la media hora de haber aterrizado el avión, los dos ingleses rodaban a toda velocidad hacia Pretoria. Preston contempló con curiosidad el paisaje del highveld; no correspondía en absoluto a la imagen que se había forjado de África; se hallaba sencillamente en una carretera asfaltada de seis carriles, que atravesaba una llanura yerma y estaba flanqueada de granjas y fábricas modernas de estilo europeo.

—Le he reservado habitación en el «Burgerspark» —dijo Grey—. Está en el centro de Pretoria. Me dijeron que prefería usted alojarse en un hotel y no en la Residencia.

—Sí —dijo Preston—. Muchas gracias.

—Iremos primero allí. Tenemos una cita con la Bestia a las once. Éste título, no demasiado afectuoso, había sido en un principio otorgado a Van Den Berg, general de la Policía y jefe de la antigua Oficina de Seguridad del Estado, BOSS. Después del llamado escándalo Muldergate, en 1979, se disolvió el desgraciado matrimonio de la rama de Información del Estado de Sudáfrica y su Policía de Seguridad, para gran alivio de los agentes profesionales de información y del Servicio exterior, algunos de los cuales habían sido continuamente puestos en aprietos por la dura táctica de la BOSS.

La rama de Información había sido reconstituida bajo el nombre de Servicio de Información Nacional, y el general Henry Pienaar fue trasladado a él desde su puesto de jefe de Información Militar. No era general de la Policía, sino del Ejército, y aunque no era oficial de Información de toda la vida, como Sir Nigel Irvine, sus años de recogida de información militar le habían enseñado que hay varias maneras de matar pulgas. Cuando el general Van Den Berg pasó a la situación de retirado, aún decía, a los que quisieran escucharle, que «la mano de Dios le protegía». Con muy poca amabilidad, los ingleses habían pasado su apodo de la Bestia al general Pienaar.

Preston se registró en el hotel de la Van Der Walt Street, dejó sus maletas, se lavó y afeitó rápidamente y fue a reunirse con Grey en el salón a las diez y media. De allí se dirigieron en coche a Union Building.

La sede de la mayor parte del Gobierno sudafricano es un enorme y largo bloque de piedra arenisca color castaño claro de tres pisos de altura, y con su fachada de 400 metros adornada con cuatro columnatas salientes. Se levanta en el centro de Pretoria, sobre una colina que mira al Sur a través de un valle por cuyo fondo discurre Kerk Straat, y la explanada de delante del bloque tiene una vista panorámica a través del valle hasta las pardas colinas del highveld al Sur, rematada por la mole cuadrada del Voortrek ker Monument.

Dennis Grey se identificó en la mesa de recepción y mencionó su cita. A los pocos minutos apareció un joven oficial, que les condujo al despacho del general Pienaar. El cuartel general del jefe del SIN está en el piso alto y en el extremo occidental del edificio. Grey y Preston fueron conducidos a lo largo de interminables pasillos decorados con lo que parecía ser un motivo de color castaño y crema del servicio civil sudafricano y revestidos de paneles de madera oscura. El despacho del general está al final del último corredor de la tercera planta, flanqueado, a la derecha, por un despacho donde trabajan dos secretarias, y, a la izquierda, por otro en el que están dos oficiales.

El oficial acompañante llamó a la última puerta, esperó que le diesen permiso e hizo pasar a los visitantes británicos. El despacho era sombrío y severo, con una grande y visiblemente desembarazada mesa frente a la puerta y cuatro sillones de cuero alrededor de una mesita baja cerca de la ventana, que daba a Kerk Straat y a las colinas del otro lado del valle. En todas las paredes había una serie de mapas, sin duda operacionales, protegidos por cortinillas verdes. El general Pienaar era un hombre alto y corpulento, que se levantó al entrar ellos y se adelantó para estrecharles la mano. Grey hizo las presentaciones, y el general les invitó a sentarse en los sillones de cuero. Les sirvieron café, pero la conversación se mantuvo al nivel de una charla intrascendente. Grey comprendió la insinuación, se despidió y se fue. El general Pienaar miró fijamente a Preston durante un rato.

—Bueno, Mr. Preston —dijo en un inglés casi sin acento—, hablemos de nuestro diplomático Jan Marais. Ya le dije a Sir Nigel, y ahora se lo digo a usted: no trabaja para mí ni para mi Gobierno; al menos, no como controlador de agentes en Gran Bretaña. ¿Ha venido usted a tratar de descubrir para quién trabaja?

—Ésa es mi intención, si puedo, general.

El general Pienaar asintió varias veces con la cabeza.

—Prometí a Sir Nigel que le prestaríamos toda la ayuda que pudiésemos. Y cumpliré mi palabra.

—Gracias, general.

—Pondré a su servicio a uno de mis dos oficiales personales. Él le ayudará en todo lo necesario; le facilitará el acceso a los archivos que desee examinar; actuará de intérprete en caso necesario. ¿Habla usted afrikaans?

—No, general; ni una palabra.

—Entonces habrá que hacer algunas traducciones y necesitará un intérprete.

—Pulsó un botón encima de la mesa y, al cabo de unos segundos, se abrió la puerta y entró un hombre de la misma corpulencia que el general, pero mucho más joven. Preston calculó que tendría poco más de treinta años. Tenía cabellos castaños y cejas color de arena.

—Permita que le presente al capitán Andries Viljoen. Andy, éste es Mr. John Preston, de Londres, el hombre con quien vas a trabajar.

Preston se levantó para estrecharle la mano. Percibió una hostilidad apenas disimulada en el joven afrikánder, tal vez un reflejo de los sentimientos más velados de su superior.

—He puesto una habitación a su disposición en este mismo pasillo —dijo el general Pienaar—. Bueno, no perdamos más tiempo, caballeros. Vayan a lo suyo.

Cuando estuvieron solos en el despacho que se les había reservado, Viljoen preguntó:

—¿Por dónde quiere empezar, Mr. Preston?

Preston suspiró para sus adentros. La campechanía del tratamiento en «Charles» y «Gordon», donde le llamaban por su patronímico, le resultaba mucho más agradable.

—Por los antecedentes personales de Jan Marais, si no le importa, capitán Viljoen.

La satisfacción del capitán saltó a la vista al sacar el legajo de un cajón de la mesa.

—Naturalmente, los hemos examinado ya —dijo—. Yo mismo los saqué hace unos días de Registro de Personal del Ministerio de Asuntos Exteriores.

Colocó ante Preston un grueso legajo con cubierta de piel.

—Si puede servirle de ayuda, resumiré lo que pudimos sacar de esto. Marais ingresó en el Servicio Exterior de Sudáfrica en Ciudad de El Cabo, la primavera de 1946. Lleva poco más de cuarenta años en el Servicio y tiene que jubilarse en diciembre. Procede de una buena familia afrikánder y nunca ha recaído la menor sospecha sobre él. Por eso resulta tan misterioso su comportamiento en Londres.

Preston asintió con la cabeza. No necesitó que se lo dijese más claramente. Aquí pensaban que Londres se había equivocado. Abrió el legajo. Entre los documentos de encima, había una hoja escrita a mano en inglés.

—Ésa es su autobiografía manuscrita —dijo Viljoen—, requisito que se exige a todos los candidatos al Servicio Exterior. En aquellos tiempos, cuando el partido unido de Jan Smuts estaba en el poder, el inglés se usaba mucho más que hoy. Actualmente, ese documento habría sido escrito en afrikaans. Desde luego, los candidatos deben hablar ambas lenguas con fluidez.

—Entonces creo que será mejor que empiece con esto —sugirió Preston—. Mientras lo leo, ¿tendría usted la bondad de hacer una sinopsis de su carrera en el Servicio? En particular, sus destinos en el extranjero, dónde, cuándo y por cuánto tiempo.

—Muy bien —asintió Viljoen—. Si fue por mal camino, si le corrompieron, probablemente ocurrió en algún lugar del extranjero.

El hincapié que hizo Viljoen en la palabra «si» bastó para expresar sus dudas, y el efecto corrosivo de los extranjeros sobre los buenos afrikánders se revelaba claramente en el énfasis puesto en la palabra «extranjero». Preston empezó a leer.

Nací, en agosto de 1925, en la pequeña población de Duiwelskloof, en el norte de Transvaal, hijo único de un agricultor del Mootseki Valley, en las afueras del pueblo Mi padre, Laurens Marais, era afrikánder puro, pero mi madre, Mary era de origen inglés. Fue un matrimonio desacostumbrado en aquella época, pero gracias a ello aprendí a la perfección tanto el inglés como el afrikaans. Mi padre era mucho más viejo que mi madre, la cual estaba delicada y murió cuando yo tenía diez años, durante una de las epidemias de fiebre tifoidea que en aquellos tiempos asolaban la región de vez en cuando. Mi padre tenía cuarenta y seis años cuando yo nací, y mi madre, sólo veinticinco. Él cultivaba principalmente patatas, tabaco, un poco de trigo, y criaba gallinas, patos, pavos, ganado bovino y corderos. Toda su vida fue firme simpatizante del Partido Unido, y me puso el nombre de Jan en honor del mariscal Jan Smuts.

Preston interrumpió la lectura:

—Supongo que todo esto no perjudicaría su candidatura —sugirió.

—En absoluto —dijo Viljoen, mirando el papel—. El Partido Unido estaba entonces todavía en el poder. El Partido Nacional no lo conquistó hasta 1948.

Preston siguió leyendo.

Cuando tenía siete años empecé a ir a la Escuela de Agricultura local de Duiwelskloof, y a la edad de doce fui a la Superior de Merensky, que había sido fundada cinco años antes. Cuando estalló la guerra de 1939, mi padre, que era gran admirador de Gran Bretaña y del Imperio, solía seguir todas las noticias sobre la guerra en Europa en su aparato de radio, sentado en la terraza por la noche, al terminar el trabajo. Cuando murió mi madre, nos unimos todavía más, y pronto empecé a sentir afán por participar en la guerra.

Dos días después de cumplir los dieciocho años, en agosto de 1943, me despedí de mi padre y tomé el tren hacia Pietersburg, donde hice transbordo para tomar el de Pretoria. Mi padre me acompañó hasta Pietersburg, y la última vez que le vi estaba en el andén despidiéndome con la mano. Al día siguiente entré en la Jefatura de Defensa de Pretoria, hice una declaración formal, firmé y fui enviado al campamento de Roberts Heights para instrucción básica, lucha cuerpo a cuerpo y empleo de armas de fuego. También me presenté voluntario para el galón rojo.

—¿Qué significa eso del «galón rojo»? —preguntó John Preston.

Viljoen levantó la cabeza interrumpiendo su escritura.

En aquellos tiempos, sólo los voluntarios podían ser enviados a luchar fuera de las fronteras de Sudáfrica —explicó Viljoen—. No podían ser obligados a hacerlo. Los que se presentaban voluntarios para combatir en ultramar recibían un galón rojo para llevarlo en el uniforme.

Desde Roberts Heights fui enviado al regimiento Witwatersrand Rifles-De la Rey, que había sido unificado después de las bajas sufridas en Tobruk, para formar el Wits/De La Rey. Fuimos enviados en tren a un campamento de tránsito en Hay Paddock, cerca de Pietermaritzburg, Y destinados como refuerzo a la Sexta División sudafricana, en espera de ser llevados a Italia. Por último, embarcamos todos en Durban, en el Duchess of Richmond, pasamos por el canal de Suez y desembarcamos en Tarento a finales de enero.

La mayor parte de aquella primavera italiana la empleamos en avanzar hacia Roma, y con la Sexta División, a la sazón compuesta por la 12.ª Brigada Motorizada de AS y con la 1.ª Brigada Acorazada de AS los Wits/De La Rey cruzamos Roma y empezamos el avance sobre Florencia. El 13 de julio, yo estaba en una avanzadilla en el monte Benichi, en las montañas de Chianti, con una patrulla de exploración de la compañía «C». En un terreno poblado de tupidos bosques, me encontré separado del resto de la patrulla después del anochecer, y a los pocos minutos me vi rodeado por tropas alemanas de la División Hermann Goering. Como decían ellos, me «metieron en el saco».

Tuve la suerte de conservar la vida, pero me subieron a un camión con otros prisioneros aliados y nos enviaron a una «jaula», o campamento provisional, en un lugar llamado La Tarina, al norte de Florencia. Recuerdo que el prisionero sudafricano de más categoría era el suboficial Snyman. No estaríamos mucho tiempo allí. Al avanzar los aliados a través de Florencia, fuimos brutalmente evacuados durante la noche. Aquello fue el caos. Algunos prisioneros trataron de escapar y fueron muertos a tiros. Los dejaron tirados en la carretera, y los camiones pasaron sobre ellos. De los camiones fuimos trasladados a vagones de ferrocarril para el transporte de ganado, y viajamos hacia el Norte durante días, atravesando los Alpes y llegando, al fin, al campo de prisioneros de guerra de Moosberg, a cuarenta kilómetros al norte de Munich.

Pero tampoco esto fue por mucho tiempo. Después de sólo catorce días, aproximadamente la mitad de nosotros fuimos sacados de Moosberg y enviados de nuevo a un tren, donde nos metieron una vez más en vagones de ganado. Casi sin comer ni beber nada, rodamos a través de Alemania durante seis días con sus noches, y a finales de agosto de 1944 fuimos, al fin, descargados y enviados a otro campo mucho más grande. Nos enteramos de que lo llamaban Stalag 344 y estaba en Lamsdorf, cerca de Breslau, en la que era entonces Silesia alemana. Pienso que Stalag 344 debía de ser el Stalag peor de todos. Había allí once mil prisioneros de guerra aliados; las raciones eran virtualmente para morirse de hambre, y si nos mantuvimos vivos, fue principalmente gracias a los paquetes de la Cruz Roja.

Yo era entonces cabo, y como tal, tuve que incorporar me a destacamentos de trabajadores y era enviado cada día, con otros muchos, en camiones, para trabajar en una fábrica de petróleo sintético situada a diecinueve kilómetros de distancia. Aquél invierno fue muy crudo en la llanura silesiana. Un día, precisamente antes de la Navidad, nuestro camión se averió. Dos prisioneros trataron de repararlo bajo la vigilancia de los guardias alemanes. A algunos de nosotros se nos permitió apearnos junto a la parte trasera del camión. Un joven soldado sudafricano que estaba cerca de mí miró hacia el bosque de pinos, a sólo unos veintisiete metros de nosotros; después me miró y arqueó una ceja. Nunca sabré por qué lo hice, pero un momento después corríamos los dos sobre la nieve, que nos llegaba a los muslos mientras nuestros camaradas empujaban a los guardias alemanes para desviar su puntería. Llegamos vivos a la orilla del bosque y penetramos, corriendo, en la espesura.

—¿Quiere que vayamos a almorzar? —preguntó Viljoen—. Tenemos una cantina en la casa.

—¿Cree usted que podrían traernos unos bocadillos y café aquí? —preguntó Preston.

—Desde luego. Llamaré para que lo traigan.

Preston reanudó la lectura del relato de Jan Marais.

Pronto descubrimos que, en realidad, habíamos salido del fuego para caer en las brasas, salvo que aquello no era fuego, sino un infierno helado, donde la temperatura descendía por la noche a treinta grados bajo cero. Llevábamos los pies envueltos en papeles dentro de las botas pero ni esto ni nuestros capotes nos resguardaban del frío. Después de dos días, nuestra debilidad era tan grande, que a punto estuvimos de rendirnos. La segunda noche empezábamos a dormirnos en un granero arruinado, cuando alguien nos despertó sacudiéndonos. Pensamos que debían de ser los alemanes, pero yo conocía algunas palabras de su idioma gracias al atrikuats, y comprendí que aquellas voces no eran alemanas, sino polacas; habíamos sido descubiertos por una banda de partisanos polacos. Estuvieron en un tris de fusilarnos como desertores alemanes, pero yo grité que éramos ingleses, y uno de los hombres pareció entenderme.

Resultó que, si bien la mayoría de los ciudadanos de Breslau y Lamsdorf eran de raza germana, los campesinos eran de sangre polaca y, al avanzar las tropas rusas, muchos de ellos se habían metido en los bosques para hostigar a los alemanes en retirada. Había dos clases de partisanos: los comunistas y los católicos. Tuvimos suerte, pues fue un grupo de combatientes de la resistencia católica el que nos sorprendió Nos mantuvieron durante todo aquel crudo invierno, mientras los cañones rusos tronaban en el Este y proseguían su avance. Entonces, en enero, mi camarada cogió una pulmonía. Traté de cuidarle, pero sin antibióticos, murió y le enterramos en el bosque.

Preston masticó pensativamente sus bocadillos y sorbió su café. Observó que sólo quedaban unas pocas páginas.

En marzo de 1945, el Ejército ruso cayó de pronto sobre nosotros. Desde los bosques podíamos oír sus carros blindados que rodaban hacia el Oeste por las carreteras. Los polacos prefirieron quedarse en los bosques, pero yo no pude soportarlo más. Me mostraron el camino, y, una mañana, con las manos en alto, salí del bosque y me entregué a un grupo de soldados rusos. Al principio creyeron que era alemán, y a punto estuvieron de matarme. Pero los polacos me habían dicho que gritase angleeski, y lo hice repetidamente. Bajaron sus rifles y llamaron a un oficial. Éste no hablaba inglés, pero, después de examinar la insignia del cuello de mi guerrera, dijo algo a sus soldados, y todo fueron sonrisas. Pero si había esperado una pronta repatriación, me equivoqué una vez más. Me entregaron a la NKVD.

Durante cinco meses recibí un trato brutal en una serie de húmedas y heladas celdas, siempre en confinamiento solitario. Me aplicaron repetidas veces el tercer grado en los interrogatorios, con la intención de hacerme confesar que era un espía. Yo lo negaba y ellos me devolvían desnudo a mi celda. A finales de la primavera (la guerra tocaba a su fin en Europa, pero yo no lo sabía), mi salud se quebrantó completamente, y entonces me dieron un catre para dormir y una comida mejor, aunque incomestible para un sudafricano corriente.

Entonces debió de llegar alguna orden desde arriba. En agosto de 1945, más muerto que vivo, fui llevado muchos kilómetros en un camión hacia Potsdam Alemania, y allí me entregaron al Ejército británico. Fueron mucho más amables de lo que puedo expresar y, tras un período en un hospital militar de las afueras de Bielefeld, me enviaron a Inglaterra. Pasé otros tres meses en el Killearn EMS Hospital, al norte de Glasgots, y, por fin, en diciembre de 1945, embarqué en el Ile de France, en Southampton, con destino a Ciudad de El Cabo, adonde llegué en enero de este año.

En Ciudad de El Cabo me enteré de la muerte de mi padre, el último pariente que me quedaba en el mundo. Esto me afligió tanto, que sufrí una recaída en mi salud e ingresé en el hospital militar de Wynberg, aquí, en Ciudad de El Cabo, donde permanecí más de dos meses.

Ahora estoy dado de alta, gozo de buena salud y, por tanto, solicito el ingreso en el Servicio Exterior de Sudáfrica.

Preston cerró el legajo, y Viljoen levantó la cabeza.

—Bueno —comentó el sudafricano—, desde entonces su carrera ha sido regular e intachable, aunque no espectacular, y ha ascendido a la categoría de primer secretario. Ha tenido ocho destinos en el extranjero, todos ellos en países firmemente prooccidentales. Esto ya es mucho, pero, además, es soltero, cosa que puede hacer la vida más fácil en el Servicio, salvo a nivel de embajador o de ministro plenipotenciario, donde una esposa es más o menos conveniente. ¿Piensa aún que le corrompieron en el curso de sus actividades?

Preston se encogió de hombros. Viljoen se inclinó sobre la mesa y dio unas palmadas sobre el legajo.

—¿Ha visto lo que le hicieron esos rusos bastardos? Por eso creo que están ustedes equivocados, Mr. Preston. Lo único que pasa es que le gustan los helados y que se equivocó al llamar por teléfono. Una coincidencia.

—Es posible —admitió Preston—. Pero en esta autobiografía hay algo raro.

El capitán Viljoen sacudió la cabeza.

—Tuvimos este legajo en nuestras manos desde que su Sir Nigel Irvine se puso al habla con el general. Lo hemos repasado una y otra vez. Es absolutamente exacto. Los nombres, los lugares, los campamentos, las unidades militares, las campañas y los menores detalles. Incluso lo que solía cultivarse antes de la guerra en el Mootseki Valley. Los de Agricultura lo confirmaron. Ahora cultivan tomates y aguacates, pero en aquellos tiempos producían tomates y tabaco. Nadie hubiese podido inventar esta historia. No; si lo corrompieron, cosa que dudo, fue en algún lugar del extranjero.

Preston pareció malhumorado. A través de la ventana se veía que estaba anocheciendo.

—Muy bien —dijo Viljoen—. Estoy aquí para ayudarle. ¿Por dónde quiere empezar ahora?

—Me gustaría empezar por el principio —sugirió Preston—. Ése lugar, Duiwelskloof, ¿está lejos?

—A unas cuatro horas en coche. ¿Quiere usted que vayamos allí?

—Sí, se lo ruego. ¿Podríamos salir temprano? ¿Qué le parece a las seis de la mañana?

—Tomaré un coche del Parque Móvil y estaré en su hotel a las seis —dijo Viljoen.

Hay un buen trecho por la carretera del Norte hacia Zimbabwe, pero ésta es moderna, y Viljoen había tomado un «Chevair» sin insignia, el coche que suele emplear el SIN. Devoró los kilómetros a través de Nylstroom y Port Gietersrus hasta Pietersburg, adonde llegaron en tres horas. El viaje dio oportunidad a Preston de ver los grandes e ilimitados horizontes africanos que impresionan al visitante europeo, acostumbrado a menos dimensiones.

En Pietersburg torcieron al Este y rodaron cincuenta kilómetros sobre el llano veld medio, con más horizontes infinitos bajo la bóveda de un cielo azul como el huevo del petirrojo, hasta que llegaron al risco llamado Buffalo Hill, donde el veld medio se hunde en el valle de Mootseki. Al iniciar el descenso por la serpenteante carretera, Preston contuvo el aliento con asombro.

Allá abajo, a lo lejos, se extendía el valle, rico y lozano, con su despejado fondo de chozas africanas en forma de colmena, las rondavels, rodeadas de kraals, corrales de ganado y campos de maíz indio. Algunas rondavels estaban encaramadas en la falda del Buffelberg, pero parte estaban desparramadas en el fondo del valle. Desde los techos, e incluso desde la altura en que se hallaba, Preston podía distinguir muchachos africanos que conducían pequeños rebaños de bueyes gibosos y mujeres inclinadas en pequeños huertos.

«Al fin —pensó— estaba en el África africana». Debió de ser casi igual que ahora cuando el endiablado Mzilikazi, fundador de la nación matabele, marchó hacia el Norte para librarse de las iras de Chaka Zulu, cruzar el Limpopo y fundar el reino de los hombres de largos escudos. La carretera descendía y se retorcía bajando del monte hasta el Mootseki. Cruzaba el valle una hilera de colinas y, entre ellas, una profunda garganta por la que discurría la carretera. Era la Quebrada del Diablo, la Duiwelskloof.

Diez minutos más tarde estuvieron en la hondonada, pasaron lentamente por delante de la nueva escuela primaria y bajaron por Botha Avenue, calle principal de la pequeña población.

—¿Adónde quiere ir? —preguntó Viljoen.

—Cuando murió el viejo Marais, debió de dejar un testamento —murmuró Preston—. Y éste tuvo que ser ejecutado, lo cual significa la intervención de un abogado. ¿Podemos averiguar si hay un abogado en Duiwelskloof y si está en casa el sábado por la mañana?

Viljoen entró en el patio del garaje «Kirstens» y señaló el «Imp Inn», al otro lado de la calle.

—Vaya allí, tome un café y pida otro para mí. Yo dejaré aquí el coche y preguntaré.

Cinco minutos más tarde se reunió con Preston en el salón del hotel.

—Hay un abogado —dijo mientras sorbía el café— y es de origen inglés. Se llama Benson. Vive ahí mismo, al otro lado de la calle, a dos puertas del garaje. Y probablemente estará en casa esta mañana. Vayamos allá.

Mr. Benson no estaba en casa. Viljoen mostró a la secretaria una tarjeta en una funda de plástico, y esto causó un efecto inmediato. La joven habló en afrikaans por un teléfono interior y fueron introducidos en seguida en el despacho de Mr. Benson, hombre amable y rubicundo que lucía un traje color castaño claro. Saludó a los dos en afrikaans. Viljoen le respondió en su inglés de marcado acento.

—Éste es Mr. Preston. Ha venido de Londres, Inglaterra. Desea hacerle unas preguntas.

Mr. Benson les invitó a sentarse y se acomodó de nuevo en el sillón tras la mesa.

—¿En qué puedo servirle? —preguntó.

—¿Quiere decirme cuántos años tiene? —preguntó, a su vez, Preston.

Benson le miró con asombro.

—¿Ha venido de Londres para preguntarme los años que tengo? Bueno, pues cincuenta y tres.

—Luego tenía doce en 1946.

—Sí.

—¿Sabe quién ejercía de abogado aquel año en Duiwelskloof?

—Desde luego. Mi padre, Cedric Benson.

—¿Vive todavía?

—Sí. Tiene más de ochenta años y me cedió su bufete hace cinco. Pero está tan campante.

—¿Podría hablar con él?

Por toda respuesta, Mr. Benson cogió el teléfono y marcó un número. Debió de contestarle su padre, porque Benson dijo que había unos visitantes, uno de ellos de Londres, que deseaban hablar con él. Después colgó.

—Vive a unos diez kilómetros de aquí, pero todavía conduce su automóvil, para espanto de los usuarios de la carretera. Me ha dicho que vendrá enseguida.

—Mientras tanto, ¿podría usted consultar sus archivos del año 1946 y ver si su padre tramitó el testamento de un agricultor local, un tal Laurens Marais, que murió en enero de aquel año? —preguntó Preston.

—Lo intentaré —replicó Benson hijo—. Desde luego, ese Mr. Marais pudo haber acudido a un abogado de Pietersburg. Pero la gente de la localidad salía poco de aquí por aquellos tiempos. La documentación de 1946 tiene que estar en alguna parte. Discúlpeme.

Salió del despacho. La secretaria les sirvió café. Diez minutos más tarde se oyeron voces en la oficina contigua. Entraron los dos Benson, el hijo, con una polvorienta caja de cartón. El viejo tenía cabellos blancos y parecía tan despabilado como un joven alcotán. Después de las presentaciones Preston expuso su problema.

Sin decir palabra, el viejo Benson se sentó en el sillón tras la mesa, obligando a su hijo a acercar otro. Se puso las gafas y observó a los visitantes por encima de ellas.

—Recuerdo a Laurens Marais —dijo—. Sí, tramitamos aquí su testamento cuando murió. Yo mismo me encargué de ello.

El hijo le pasó un amarillento documento cubierto de polvo y atado con una cinta roja. El viejo sopló el polvo, desató la cinta y desenrolló el papel. Empezó a leerlo en silencio.

—¡Ah, sí, ahora lo recuerdo! Era viudo. Vivía solo. Tenía un hijo, Jan. Un caso muy triste. El muchacho acababa de regresar de la Segunda Guerra Mundial. Laurens Marais se disponía a ir a Ciudad de El Cabo a visitarle cuando murió. Una tragedia.

—¿Puede informarme sobre el testamento? —preguntó Preston.

—Todo pasaba a su hijo —respondió simplemente Benson—. Las tierras, la casa, el equipo y el ajuar. Bueno, había los acostumbrados legados en dinero para los trabajadores nativos, el capataz, etcétera.

—¿Alguna manda de naturaleza personal? —insistió John Preston.

—A ver. Aquí hay una. «Y a mi viejo y buen amigo Joop van Rensberg, mi juego de ajedrez de marfil, en recuerdo de las muchas y agradables veladas que pasamos jugando en la granja». Esto es todo.

—¿Estaba el hijo de regreso en Sudáfrica cuando murió su padre? —preguntó Preston.

—Debía de estar. El viejo Laurens estaba a punto de ir a verle. Un largo viaje en aquellos tiempos. No había líneas aéreas. Se iba en tren.

—¿Se encargó usted de la venta de la finca y de los otros bienes, Mr. Benson?

—Los subastadores realizaron la venta, en la misma finca. Ésta pasó a los Van Zyl. Compraron todo el lote. Ahora, toda aquella tierra pertenece a Bertie van Zyl. Pero yo estuve presente como albacea testamentario.

—¿Hubo algún recuerdo personal que no fuese vendido? —preguntó Preston.

El viejo frunció las cejas.

—Creo que no. Todo fue subastado. ¡Oh, ahora recuerdo que había un álbum de fotografías! No tenía valor comercial. Me parece que se lo di a Mr. Van Rensburg.

—¿Quién era?

—El maestro de escuela —respondió el hijo—. Él me enseñó hasta que fui a la superior de Merensky. Dirigió la vieja escuela rural hasta que construyeron la primaria. Entonces se retiró aquí, a Duiwelskloof.

—¿Vive todavía?

—No, murió hace unos diez años —replicó el viejo Benson—. Yo asistí al entierro.

—Pero tenía una hija —apuntó Benson hijo, deseoso de ayudar—. Cissy. Estudió conmigo en Merensky. Debemos de tener la misma edad.

—¿Sabe lo que fue de ella?

—Desde luego. Se casó hace años. Con el dueño de una aserrería que está junto a la carretera de Tzaneen.

—Una última pregunta —dijo Preston, dirigiéndose al viejo—. ¿Por qué vendieron la propiedad? ¿No la quería el hijo?

—Por lo visto no —contestó el viejo—. Entonces se hallaba en el hospital militar de Wynberg. Me envió un telegrama. Me dieron su dirección las autoridades militares, y éstas confirmaron su identidad. En el telegrama me pedía que vendiese toda la propiedad y le enviase el dinero.

—¿No vino para el entierro?

—No había tiempo para nada. En enero es verano en Sudáfrica. En aquellos tiempos había pocas facilidades para conservar los cadáveres en el depósito. Los cuerpos tenían que ser enterrados sin pérdida de tiempo. En realidad, no creo que él volviese nunca por aquí. Es comprensible. Muerto su padre, no tenía ningún motivo para hacerlo.

—¿Dónde está enterrado Laurens Marais?

—En el cementerio de la colina —respondió el viejo Benson—. ¿Es eso todo? Entonces, me iré a almorzar.

Al este y al oeste de las montañas de Duiwelskloof, el clima varía de un modo sorprendente. Al oeste de la cordillera, la lluvia recogida en el Mootseki es de unos cincuenta centímetros al año. Al este de la cordillera, las grandes nubes procedentes del océano Índico cruzan sobre Mozambique y el Parque Kruger y se estrellan contra las montañas, cuyas vertientes orientales reciben hasta dos metros de lluvia al año. A este lado, la industria vive de los bosques de eucaliptos. A diez kilómetros, subiendo por la carretera de Tzaneen, Viljoen y Preston encontraron la aserrería de Mr. Du Plessis. Fue su esposa, la hija del maestro de escuela, quien les abrió la puerta; era una mujer rolliza y de mejillas coloradas, de unos cincuenta años, y llevaba las manos y el delantal cubiertos de harina. Estaba en plena tarea de cocer pan.

Escuchó atentamente lo que le dijeron y sacudió la cabeza.

—Recuerdo que cuando era pequeña iba a aquella finca y que él jugaba al ajedrez con Marais —dijo—. Esto debía de ser en 1944 y 1945. Recuerdo el juego de ajedrez de marfil, pero no el álbum.

—Cuando su padre murió, ¿heredó usted sus bienes? —preguntó Preston.

—No —respondió Mrs. Du Plessis—. Verá usted, mi madre murió en 1955. Al quedarse papá viudo, yo cuidé de él hasta que me casé en 1958, cuando tenía veintitrés años. Él no podía apañarse. Su casa estaba siempre revuelta. Seguí yendo a cocinar para él y a hacer la limpieza. Pero cuando llegaron mis hijos, esto fue demasiado para mí.

Entonces, en 1960, su hermana enviudó también. Vivía en Pietersburg. Era lógico que viniese a vivir con mi padre y cuidase de él. Y así lo hizo. Cuando mi padre murió, yo le había dicho ya que se lo dejase todo a ella: la casa, los muebles y todo lo demás.

—¿Qué fue de su tía? —preguntó Preston.

—¡Oh, todavía vive allí! En un modesto bungalow situado exactamente detrás del «Imp Inn» de Duiwelskloof.

Accedió a acompañarles. Su tía, Mrs. Winter, estaba en casa; era una mujer vivaracha como un gorrión, y sus cabellos eran de un blanco azulado. Después de escucharles, fue a un armario y sacó una caja plana.

—Al pobre Joop le gustaba jugar con esto —dijo. Era el juego de ajedrez de marfil—. ¿Es esto lo que les interesa?

—No precisamente; me interesa más el álbum de fotografías —aclaró Preston.

Ella pareció confusa.

—Hay una caja de trastos viejos en el desván —dijo—. La subí allí cuando él murió. Sólo hay papeles y cosas de sus días de maestro.

Andries Viljoen subió al desván y bajó la caja. Debajo de amarillentos papeles de la escuela estaba el álbum de familia de los Marais. Preston lo hojeó despacio. Todo estaba allí; la frágil y linda novia de 1920, la tímida y sonriente madre de 1930, el ceñudo muchacho montado en su primer pony, el padre con la pipa entre los dientes, tratando de no parecer demasiado orgulloso con su hijo al lado y una serie de conejos sobre la hierba, delante de ellos. Al final había una foto monocromática de un muchacho en traje de críquet, un guapo chico de diecisiete años, dirigiéndose al wicket para golpear la bola. Al pie de la foto se leía: «a Janni, capitán de críquet, Merensky High, 1943.» Era la última fotografía.

—¿Puedo llevármela? —preguntó Preston.

—Desde luego —respondió Mrs. Winter.

—¿Le habló alguna vez su difunto hermano de Mr. Marais?

—Sí. Fueron buenos amigos durante muchos años.

—¿Le dijo alguna vez de qué murió?

Ella frunció el ceño. ¿No se lo han dicho en el despacho del abogado? ¡Oh! El viejo Cedric debe de estar perdiendo la memoria. Según me dijo Joop, fue un accidente en el que el causante se dio a la fuga. Parece ser que el viejo Marais se había detenido para reparar un pinchazo y fue alcanzado por un camión que pasaba. Entonces se pensó que había sido cosa de unos negros borrachos… —Se llevó la mano a la boca y miró, aturrullada, a Viljoen—. Creo que no debo añadir más. Bueno, en todo caso, nunca descubrieron al conductor.

Al descender de nuevo hacia la carretera principal, pasaron por delante del cementerio. Preston pidió a Viljoen que detuviese el coche. Era un lugar agradable y tranquilo, más elevado que la población, flanqueado de pinos y abetos, dominado en su centro por un viejo árbol mwataba con el tronco hendido y cercado por un seto de euforbios. En un rincón encontraron una lápida cubierta de musgo. Preston rascó el musgo y descubrió la inscripción grabada en el granito: «Laurens Marais. 1879 1946. Amado esposo de Mary y padre de Jan. Siempre con Dios. RIP».

Preston se dirigió al seto, arrancó un puñado de brillantes flores y las depositó junto a la lápida. Viljoen le miró con extrañeza.

—Pretoria, creo —dijo Preston.

Mientras subían el Buffelberg por la carretera del Mootseki, Preston se volvió a mirar al valle. Oscuras nubes de tormenta se habían acumulado detrás de la Quebrada del Diablo. Mientras observaba, las nubes se acercaron más y cubrieron la pequeña población y su macabro secreto, conocido sólo por un inglés de edad madura en un coche que se alejaba. Entonces echó la cabeza atrás y se quedó dormido.

Aquélla noche, Harold Philby fue acompañado desde las habitaciones de los invitados hasta el salón del secretario general, donde el líder soviético le estaba esperando. Philby puso varios documentos delante del viejo. El secretario general los leyó y los dejó sobre la mesa.

—No hay mucha gente involucrada en esto —comentó.

—Permítame hacer dos observaciones importantes, camarada secretario general. En primer lugar, debido a que el «Plan Aurora» es tan confidencial, pensé que era prudente reducir el número de participantes al mínimo imprescindible. Y todavía serán menos los que, por absoluta necesidad, sabrán lo que realmente se pretende.

En segundo lugar, y debido a la extrema brevedad del tiempo de que disponemos, tendrá que haber algunos recortes; las semanas, o incluso meses, de adiestramiento que habitualmente se requieren para una operación activa e importante, tendrán que reducirse a días.

El secretario general asintió lentamente con la cabeza.

—Explique, pues, por qué necesita a estos hombres.

—La clave de toda la operación —siguió diciendo Philby— es el agente ejecutor, el hombre que irá a Gran Bretaña, vivirá semanas allí como inglés y, en definitiva, llevará a cabo «Aurora».

«Para proporcionarle lo necesario habrá doce correos o mulos». Éstos tendrán que pasar los artículos a través de un puesto de aduana o, en ocasiones, por puntos que no estén controlados. Ninguno sabrá lo que lleva, ni por qué; cada cual habrá aprendido de memoria un lugar de encuentro y otro de retirada, para el caso de no establecer la conexión. Cada cual entregará su paquete al agente ejecutor y regresará a nuestro territorio, donde será sometido inmediatamente a una cuarentena total. Habrá otro hombre, aparte el agente ejecutor, que no regresará jamás. Pero ninguna de estos hombres debe saberlo.

«Los correos estarán al mando del agente expedidor responsable de que las consignaciones lleguen a poder del agente ejecutor en Gran Bretaña. Será ayudado por un agente de suministros encargado de preparar los paquetes para su entrega. Éste tendrá cuatro subordinados, cada uno de ellos especializado en una cosa».

Uno proporcionará documentos y medios de transporte a los correos; otro cuidará de conseguir la alta tecnología necesaria; el tercero suministrará los artefactos preparados y el cuarto asegurará las comunicaciones. Será vital que el agente ejecutor pueda informarnos de los progresos de los problemas y, sobre todo, del momento en que esté operacionalmente preparado; y nosotros deberemos poder informarle de cualquier cambio de plan y, naturalmente, darle la orden de ejecutarlo.

En la cuestión de las comunicaciones, se ha de tener en cuenta otra cosa. Debido al factor tiempo, será imposible proceder por los canales normales de cartas enviadas por correo o de encuentros personales. Podremos comunicar con el agente ejecutor por señales de Morse en clave, transmitidas en las emisiones comerciales de Radio Moscú, en grabaciones únicas. Pero él, para comunicarse urgentemente con nosotros, necesitará un transmisor en alguna parte de Gran Bretaña. Es un sistema anticuado y peligroso, empleado principalmente en tiempo de guerra. Pero será necesario. Recuerde que lo he mencionado.

El secretario general estudió de nuevo los documentos, repasando los operarios que necesitaría el plan. Por fin levantó la cabeza.

—Tendrá usted sus hombres —dijo—. Haré que los elijan uno a uno, los mejores que tengamos, y que los transfieran a servicios especiales.

Una última advertencia. No quiero que nadie relacionado con «Aurora» establezca el menor contacto con la gente de la KGB dentro de nuestra rezidentura en la Embajada de Londres. Nunca se sabe quién está bajo vigilancia o…

Fuese cual fuese la otra cosa que temía, se guardó de expresarla.

—Esto es todo.