Capítulo 8

El primer día no ocurrió nada. Aquélla noche, el general de brigada Capstick y John Preston entraron en el Ministerio de Defensa mientras el personal estaba durmiendo y comprobaron el número de fotocopias que se habían hecho. Eran siete en total: tres para George Berenson; dos para cada uno de otros dos «mandarines» que habían recibido el documento sobre la isla de Ascensión, y ninguna para el cuarto hombre.

La noche del segundo día, Mr. Berenson hizo algo extraño. Los vigilantes informaron de que salió de su apartamento de Belgravia y se dirigió a una cabina de teléfono cercana. No sabían qué número había marcado, pero habló muy poco colgó el aparato y volvió a casa. Preston se preguntó por qué había de hacer una cosa así un hombre que tenía en su piso un teléfono que funcionaba perfectamente, cosa que él podía afirmar, ya que lo tenía intervenido. El tercer día, jueves, George Berenson salió del Ministerio a la hora acostumbrada, tomó un taxi y se dirigió a St. John’s Wood. En la High Street de esta parroquia, con su ambiente pueblerino, había una heladería y cafetería. El funcionario del Ministerio de Defensa entró allí y pidió un batido de frutas, que era una de las especialidades de la casa.

John Preston, sentado en el cuarto de la radio del sótano de Cork Street, recibió la llamada del jefe del equipo de vigilancia. Era Len Stewart, que dirigía el equipo «A».

—Tengo dos personas ahí dentro —dijo—, y otras dos aquí en la calle. Además de los coches.

—¿Qué pasa allí? —preguntó Preston.

—No puedo verlo —respondió Stewart por medio de su radio personal—. Tengo que esperar hasta que puedan decírmelo los que están allí dentro con él.

En realidad, Mr. Berenson, sentado en un compartimiento estaba tomando su batido y llenando los últimos cuadros del crucigrama del Daily Telegraph que había sacado de su cartera. No prestó atención a los dos estudiantes con pantalones vaqueros que mataban el tiempo en un rincón.

Al cabo de media hora, el funcionario pidió la cuenta, la llevó a la caja pagó y salió.

—Está de nuevo en la calle —informó Len Stewart—, y mis dos hombres se han quedado en el interior. Ahora sube por High Street. Me parece que busca un taxi. Puedo ver a mis hombres. Están pagando.

—¿Puede preguntarles lo que hizo él allí? —dijo John Preston. Pensó que todo aquel episodio era algo extraño. Podía ser una heladería especializada, pero había otras en Mayfair y en el West End, en línea recta del Ministerio a Belgravia. ¿Por qué ir hacia el norte de Regent’s Park, a St. John’s Wood, para tomar un helado?

Llegó de nuevo la voz de Stewart:

—Viene un taxi. Lo para. Espere, ahora salen mis hombres del establecimiento.

Hubo una pausa en la transmisión. Después:

—Parece que ha tomado su helado y terminado el crucigrama del Daily Telegraph. Después ha pagado y salido.

—¿Dónde está el periódico? —preguntó Preston.

—Lo dejó cuando hubo terminado… Espere… El dueño acudió a limpiar la mesa y se llevó la copa sucia y el periódico a la cocina… El hombre ha subido al taxi y éste arranca. ¿Qué hacemos ahora? ¿Le seguimos?

Preston pensó furiosamente. Harry Burkinshaw y el equipo «B» habían sido desligados de Sir Richard Peters y gozaban de unos días de descanso. Habían estado semanas bajo la lluvia, la niebla y el frío. Ahora sólo disponía de un equipo. Si lo dividía y perdía a Berenson, que podía ir a establecer un contacto en otra parte, Harcourt-Smith le despellejaría. Tomó su decisión.

—Len, que un coche con sólo su conductor siga al taxi. Sé que esto no será bastante si él se apea y sigue a pie. Pero dedique el resto de sus hombres a la heladería.

—Así lo haremos —convino Len Stewart, y cortó la comunicación.

Preston tuvo suerte. El taxi fue directamente al club de Mr. Berenson, en el East End, y le dejó allí. El hombre entró en el club. «Pero era posible —pensó Preston— que el contacto estuviese allí».

Len Stewart entró en la heladería y permaneció sentado allí hasta la hora de cerrar, tomando café y leyendo el Evening Standard. No ocurrió nada. Cuando iban a cerrar, le dijeron que se marchase y él obedeció. Desde la calle los cuatro hombres del equipo vieron salir a los empleados del establecimiento y observaron cómo el dueño cerraba la puerta y apagaba las luces.

Desde Cork Street, Preston trataba de hacer intervenir el teléfono de la heladería y de conseguir antecedentes de su dueño. Resultó ser un tal signore Benotti, inmigrante legal, oriundo de Nápoles, que había llevado una vida intachable durante veinte años. A medianoche, Preston hizo intervenir los teléfonos de la heladería y del domicilio particular del signore Benotti, en Swiss Cottage. Nada de esto dio resultado.

Preston pasó una noche en blanco en Cork Street. El relevo de Stewart había entrado en funciones a las ocho de la tarde y vigilado la heladería y la casa de Benotti duran te toda la noche. A las nueve de la mañana del viernes, Benotti volvió a su establecimiento, y a las diez abrió las puertas. Len Stewart y el turno de día empezaron su trabajo a la misma hora. A las once, Stewart llamó por radio.

—Hay una pequeña camioneta de reparto ante la puerta de entrada —dijo a Preston—. Parece que el hombre de la camioneta está cargando cubos de helados de cuatro litros. Yo diría que es un servicio de helados a domicilio.

Preston revolvió su vigésima taza de horrible café. Tenía la mente nublada por falta de sueño.

—Ya sé —dijo—. Se han registrado encargos por teléfono. Destaque un coche y dos personas para que no pierdan de vista la camioneta. Que tomen nota de todos los recipientes de helados que se entreguen.

—Sólo me quedará un coche y dos hombres, incluido yo mismo —replicó Stewart—, y esto es muy poco.

—Se está celebrando una conferencia en «Charles». Trataré de conseguir un equipo adicional —dijo Preston.

La camioneta de reparto de helados hizo doce entregas aquella mañana, todas ellas en la zona de St. John’s Wood y Swiss Cottage, con dos en el extremo sur de Marylebone.

Algunas de las entregas se realizaron en bloques de apartamentos, donde era difícil que los vigilantes se acercasen sin llamar la atención; pero anotaron todas las direcciones. Después, la camioneta volvió a la heladería. Por la tarde no hubo reparto.

—¿Quiere dejar la lista en «Cork» al volver a casa? —preguntó Preston a Stewart.

Aquélla noche, los que tenían intervenido el teléfono informaron de que Berenson había recibido cuatro llamadas mientras estuvo en casa, incluida una en que el que llamaba se había equivocado de número. Él no había telefoneado a nadie. Todo había sido grabado en cinta magnetofónica. ¿Quería Preston oírlo? No parecía haber nada sospechoso. Pero Preston pensó que nada perdería con escuchar.

El sábado por la mañana, Preston realizó la prueba más extraordinaria de su vida. Empleando un magnetófono montado por los de Ayuda Técnica y valiéndose de una serie de pretextos, telefoneó a todos los que habían recibido helados el día anterior, cuando se ponía una mujer al aparato, le preguntaba si podía hablar con su marido. Como era sábado, halló a todos en casa, menos a uno.

Una voz le pareció ligeramente familiar. ¿Por qué? ¿Por el acento? ¿Y dónde había podido oírla antes? Comprobó el nombre del dueño de la casa. No le dijo nada.

Almorzó de mal humor en un café próximo a Cork Street. Se le ocurrió la analogía cuando estaba tomando el café. Volvió corriendo a Cork Street y escuchó de nuevo las grabaciones. Era posible; no cierto, pero posible.

Scotland Yard, entre las numerosas especialidades de su Departamento de ciencia forense, tiene una sección dedicada al análisis de la voz, muy útil cuando un «presunto» delincuente cuyo teléfono ha sido intervenido niega que sea su voz la grabada. Como MI5 no tiene estas facilidades ha de confiar en Scotland Yard para esta clase de cosas y suele conseguir su ayuda por mediación de la Rama Especial.

Preston llamó al sargento detective Lander, le encontró en su casa y fue el propio Lander quien concertó una reunión urgente, para la tarde de aquel mismo sábado en la sección de análisis de voces de Scotland Yard. Sólo había un técnico disponible, que, por cierto, se mostró reacio a dejar de ver el partido de rugby en la televisión para acudir al trabajo; pero lo hizo. Joven, delgado y con gafas de cristal de roca, pasó las cintas media docena de veces, observando cómo la línea iluminada subía y bajaba en la pantalla del osciloscopio, registrando los menores matices de tono y timbre de las voces.

—Es la misma voz —decidió al fin—. No cabe la menor duda.

El domingo, Preston identificó al dueño de aquella voz por medio de la Lista diplomática. También llamó a un amigo del Departamento de Física de la Universidad de Londres, le estropeó el día libre al pedirle un importante favor y, por último, telefoneó a Sir Bernard Hemmings en su casa de Surrey.

—Creo que hay algo de lo que deberíamos informar al Comité Paragon, señor —dijo—. ¿Le parece bien mañana por la mañana?

El Comité Paragon se reunió a las once, y Sir Anthony pidió a Preston que presentase su informe. Había un ambiente de expectación, aunque Sir Bernard Hemmings parecía muy serio.

Preston detalló los sucesos de los dos primeros días desde la distribución del documento sobre la isla de Ascensión, haciéndolo con la mayor brevedad posible. Los oyentes dieron muestra de interés al enterarse de la extraña y breve llamada de Berenson desde un teléfono público la noche del miércoles.

—¿Grabaron la llamada? —preguntó Sir Peregrine Jones.

—No, señor; no pudimos acercarnos lo bastante —respondió Preston.

—Entonces, ¿por qué cree que llamó?

—Creo que Mr. Berenson avisó a su controlador sobre una «entrega» inminente, empleando probablemente una clave para indicar la hora y el lugar.

—¿Tiene alguna prueba de ello? —preguntó Sir Hubert Villiers, del Ministerio del Interior.

—No, señor.

Preston describió a continuación la visita a la heladería, el abandono del Daily Telegraph y el hecho de que éste fuese recogido personalmente por el dueño.

—¿Consiguieron hacerse con el periódico? —preguntó Sir Paddy Strickland.

—No, señor si hubiésemos irrumpido en la heladería, esto hubiese podido llevar a la detención de Mr. Benotti y quizá de Mr. Berenson, pero Benotti habría podido alegar su ignorancia total de que hubiese algo dentro del periódico, y Mr. Berenson habría podido decir que había sido un terrible descuido.

—Pero ¿cree usted que la visita a la heladería fue para hacer la «entrega»? —preguntó Sir Anthony Plumb.

—Estoy seguro de ello —respondió Preston.

Siguió describiendo el reparto de recipientes de helado de cuatro litros a una docena de parroquianos la mañana siguiente; la manera en que había obtenido muestras de la voz de once de ellos y la llamada recibida aquella misma noche por Berenson, de alguien que había «equivocado el numero».

—La voz del hombre que le llamó aquella noche y dijo que se había equivocado de número, se disculpó y colgó, era la misma de uno de los que recibieron un cubo de helado.

Se hizo un silencio alrededor de la mesa.

—¿No pudo ser una coincidencia? —preguntó Sir Hubert Villiers, en tono dubitativo—. En esta ciudad son muchas las personas completamente inocentes que se equivocan al marcar el número de un teléfono. Yo mismo recibo continuamente llamadas equivocadas.

—Comprobé eso ayer con un amigo que dispone de una computadora —dijo pausadamente Preston—. Son de menos de una entre un millón las probabilidades de que un hombre, en una ciudad de doce millones de habitantes, entre a tomar un batido en una heladería, y esta heladería sirva a doce parroquianos a la mañana siguiente, y uno de estos parroquianos «equivoque el número» al llamar a medianoche al que se tomó el batido. La llamada telefónica del viernes por la noche fue para acusar recibo del envío.

—Veamos si lo he entendido —dijo Sir Perry Jones—. Berenson recobró de sus tres colegas las fotocopias de mi documento falso y simuló que las destruía. En realidad, conservó una. La metió dentro del periódico y la dejó en la heladería. El dueño recogió el periódico, envolvió el documento secreto en plástico y lo entregó a la mañana siguiente al controlador en un cubo de helado. Entonces, el último avisó a Berenson que lo había recibido.

—Eso es lo que creo que ocurrió —admitió Preston.

—Una probabilidad entre un millón —murmuró Sir Anthony Plumb—. ¿Qué piensas tú, Nigel?

El jefe del SSI sacudió la cabeza.

—No creo en las probabilidades de una entre un millón —replicó—. No en nuestro trabajo, ¿verdad, Bernard? No; fue una entrega en toda regla desde la fuente hasta el controlador por medio de un enlace, del signore Benotti. John Preston tiene razón. Le felicito. Berenson es nuestro hombre.

—Y después de hacer este descubrimiento, ¿qué, Mr. Preston? —preguntó Sir Anthony.

—He trasladado la vigilancia de Mr. Berenson al controlador —comunicó Preston—. He identificado a éste. En realidad, esta mañana me uní a los vigilantes y le seguí desde su piso en Marylebone donde vive solo como soltero, hasta su oficina. Es un diplomático extranjero. Se llama Jan Marais.

—¿Jan? Parece checo —dijo Sir Perry Jones.

No exactamente —intervino Preston, con aire sombrío—. Jan Marais es diplomático acreditado en el personal de la Embajada de la República de Sudáfrica.

Se hizo un silencio de asombro e incredulidad. Sir Paddy Strickland, en un lenguaje poco usado por los diplomáticos, farfulló:

—¡Maldita sea!

Todos los ojos se volvieron a Sir Nigel Irvine. Éste se hallaba sentado en el extremo de la mesa y parecía terriblemente impresionado. «Si es verdad —pensó—, haré de sus pelotas aceitunas para el cóctel».

Estaba pensando en el general Henry Peinar, jefe del Servicio de Información Nacional de Sudáfrica sucesor del difunto y no malogrado BOSS. Una cosa era que los sudafricanos contratasen a unos cuantos ladrones londinenses para robar los archivos del Congreso Nacional africano; pero «introducir» un espía en el Ministerio de Defensa británico era una declaración de guerra entre Servicios.

—He de decirles, caballeros, que, si me lo permiten, dedicaré unos cuantos días a investigar más a fondo este asunto —dijo Sir Nigel.

Dos días más tarde el 4 de marzo, uno de los ministros a quien había confiado Mrs. Thatcher su deseo de anticipar las elecciones generales, estaba desayunando con su esposa en su magnífica casa de Holland Park, Londres. La esposa hojeaba una serie de folletos de viajes de vacaciones.

—Corfú es un buen sitio —dijo—. O Creta.

Como no obtuviese respuesta, insistió:

—Éste verano deberíamos disfrutar de quince días de completo descanso, querido. A fin de cuentas, han pasado casi dos años. ¿Qué te parecería en el mes de junio? Antes de la aglomeración, pero cuando el tiempo es mejor.

—En junio, no —replicó el ministro sin levantar la cabeza.

—Pero junio es hermoso —protestó ella.

—No en junio —repitió él—. Cualquier otro mes, pero no el de junio.

Ella abrió mucho los ojos.

—¿Por qué es tan importante junio?

—Olvídalo.

—¡Astuto y viejo zorro! —exclamó ella con desaliento—. Es por Margaret, ¿verdad? Aquélla pequeña charla íntima en Chequers hace una semana. Ella va a ir al campo. Que me aspen si me equivoco.

—¡Calla! —dijo su marido, pero, después de veinticinco años de matrimonio, ella sabía que había acertado.

Levantó la cabeza y vio a Emma, su hija, en el umbral de la puerta.

—¿Vas a salir, querida?

—Sí —respondió la muchacha—. Hasta luego.

Emma Lockwood tenía diecinueve años, estudiaba en una academia de Bellas Artes y era partidaria, con todo el entusiasmo de su juventud, de la «política radical». De testaba las opiniones políticas de su padre y trataba de protestar contra ellas con su propio estilo de vida. Para desesperación tolerante de sus padres, no faltaba a ninguna manifestación antinuclear ni a los más ruidosos actos de protesta de la extrema izquierda. Una de sus maneras de protestar era acostarse con Simon Devine, profesor de una escuela politécnica al que había conocido en una manifestación.

Como amante no era gran cosa, pero le impresionaban su curioso trosquismo y su odio patológico contra la «burguesía», en el que parecía incluir a todos aquellos que no pensaban como él. A quienes discrepaban de él todavía más que los burgueses, les llamaba fascistas. Aquélla tarde, en su habitación, le contó Emma lo que había oído desde la puerta del cuarto donde desayunaban sus padres.

Devine era miembro de varios grupos revolucionarios estudiantiles y escribía artículos para publicaciones de la izquierda dura, muy apasionadas y de poca circulación. Dos días después mencionó la noticia que había obtenido de Emma Lockwood a uno de los directores de un libelo para el que había preparado un artículo pidiendo a todos los trabajadores de la empresa automovilística de Cowley, amantes de la libertad que destruyesen la línea de producción como represalia por haber sido despedido por robo uno de los suyos.

El director advirtió a Devine de que un rumor no era suficiente para publicar un artículo sobre él, pero que discutiría la información con sus colegas, y le aconsejó que, de momento, no dijese nada. Cuando Devine se hubo marchado, el director discutió el asunto con uno de sus colegas, que era su enlace, y éste transmitió la información al controlador que estaba en la rezidentura de la Embajada soviética. El 11 de marzo llegó a Moscú la noticia. De haberlo sabido, Devine se habría horrorizado. Como ardiente seguidor de la llamada de Trotsky para la inmediata revolución mundial, odiaba Moscú y todo lo que éste representaba.

Sir Nigel Irvine había quedado muy impresionado por la revelación de que el controlador de un espía importante dentro del establishment británico era un diplomático sudafricano, y siguió el único camino de que disponía: acudir directamente al SIN de Sudáfrica y pedir una explicación.

Las relaciones entre el SSI británico y el SIN sudafricano (y su predecesor, el BOSS) serían calificadas de inexistentes por cualquier político de ambos países, «Distanciadas» sería un término más exacto. En realidad existen, pero, por razones políticas, son difíciles.

Debido a la repugnancia general que inspira la doctrina del apartheid, la relación ha sido siempre mal vista por los sucesivos Gobiernos británicos, sobre todo por los gobiernos laboristas. Durante los años de régimen laborista entre 1964 y 1979, se permitió que continuase, debido al problema de Rhodesia. El Primer Ministro laborista Harold Wilson reconoció que necesitaba toda la información que pudiese obtener sobre la Rhodesia de Ian Smith para justificar sus sanciones, y los sudafricanos podían proporcionársela.

Cuando terminó aquel asunto, los conservadores habían recuperado el poder en mayo de 1979, y las relaciones continuaron, debido, esta vez, a la preocupación por Namibia y Angola, donde había que confesar que los sudafricanos tenían buenas redes de información. Las relaciones no interesaban a una sola de las partes. Los británicos recibieron un soplo de los alemanes occidentales sobre la relación con Alemania del Este de la esposa del comodoro de la Marina sudafricana Dicter Herhardt, que más tarde fue detenido como espía del bloque soviético. Los británicos informaron también a los sudafricanos sobre una pareja de «ilegales» soviéticos; que habían penetrado en Sudáfrica, empleando los archivos enciclopédicos del SSI sobre tales caballeros.

En 1967 se produjo un desagradable incidente, cuando un agente del BOSS, un tal Norman Blackburn, que trabajaba como barman en el «Zambezi Club», hechizó a una de las Garden Girls. Éstas son secretarias del 10 de Downing Street y reciben ese nombre porque trabajan en una habitación que da al jardín.

La enamorada Helen —sólo damos el patronímico por qué hace tiempo que lleva una vida digna con su familia— transmitió varios documentos secretos a Blackburn antes de que se descubriese el caso. Esto causó gran «revuelo» y llevó a Harold Wilson a la firme convicción de que todo lo que marchaba mal, incluidos el vino agriado y las malas cosechas, se debía al BOSS.

Después de aquello, las relaciones tomaron un rumbo más normal. Los británicos mantienen allí un jefe de ser vicio, con conocimiento del SIN y que suele residir en Johannesburgo. Los británicos no toman «medidas activas» en territorio sudafricano. Los sudafricanos tienen varios agentes en su Embajada en Londres de los que el SSI tiene conocimiento, y unos pocos fuera de la Embajada, que son vigilados atentamente por MI5. La tarea de estos últimos consiste en observar las actividades en Londres de varias organizaciones revolucionarias sudafricanas, como ANC, SWAPO, etcétera. Mientras los sudafricanos se limiten a esta labor, nadie se mete con ellos.

El jefe británico del Servicio en Johannesburgo pidió y obtuvo una entrevista personal con el general Henry Pienaar y transmitió a su superior en Londres lo que le había dicho el jefe del SIN. Sir Nigel convocó una reunión del Comité Paragon para el 10 de marzo.

—El grande y buen general Pienaar jura por todo lo que considera sagrado que no sabe nada de Jan Marais. Afirma que Marais no trabaja ni ha trabajado nunca para él.

—¿Dice la verdad? —preguntó Sir Paddy Strickland.

—En este juego, nunca se puede estar seguro de cuál es la verdad —respondió Sir Nigel—. Pero en este caso podría serlo. En primer lugar, si no lo fuese, habría sabido hace tres días que hemos descubierto a Marais. Si éste estuviese a su servicio, habría comprendido que nuestra venganza sería terrible. No ha sacado de aquí a ninguno de sus hombres, cosa que pienso que habría hecho si se considerase culpable.

—Entonces, ¿quién diablos es Marais? —preguntó Sir Perry Jones.

—Pienaar dice que tiene tanto interés como nosotros en saberlo —respondió «C»—. En realidad aceptó mi petición de que un investigador nuestro colabore con los suyos en la caza. Deseo enviar un hombre allí.

—¿Cuál es ahora la posición de Berenson y de Marais? —preguntó Sir Anthony Plumb a Harcourt-Smith, que representaba a «Cinco».

—Ambos están bajo discreta vigilancia, pero no se ha tomado ninguna medida drástica. No se ha irrumpido en el apartamento de ninguno de los dos. Sólo interceptación de la correspondencia, escucha de los teléfonos y observación, por los vigilantes, durante las veinticuatro horas del día —respondió Harcourt-Smith.

—¿Cuánto tiempo necesitas, Nigel? —preguntó Plumb.

—Diez días.

—Está bien, pero no más. Dentro de diez días tendremos que actuar contra Berenson con todo lo que tengamos e iniciar la valoración del daño, tanto si quiere colaborar como si no.

Al día siguiente, Sir Nigel Irvine telefoneó a Sir Bernard Hemmings a su casa de las afueras de Farnham, don de se hallaba confinado el enfermo.

—Bernard, quiero hablarte de ese hombre tuyo, Preston. Sé que es algo desacostumbrado, pues podría enviar a uno de los míos, pero me gusta su estilo. ¿Podrías prestármelo para el viaje a Sudáfrica?

Sir Bernard accedió. Preston se trasladó a Johannesburgo en el vuelo de la noche del 12 al 13 de marzo. Hasta que estuvo en el aire no llegó la información a conocimiento de Brian Harcourt-Smith. Éste se enfadó mucho, pero comprendió que no podía hacer nada.

El Comité Albión se presentó al secretario general en la tarde del 12 y fue recibido en el apartamento de Kutúzovski Prospekt.

—¿Qué tienen que comunicarme? —preguntó pausadamente el líder soviético.

El profesor Krilov, como presidente del Comité, hizo un ademán al gran maestro Rogov, el cual abrió la carpeta que tenía delante y empezó a leer.

Como siempre que se hallaba en presencia del secretario general, Philby se sintió impresionado, incluso pasmado, ante el poder absoluto de aquel hombre. Durante las investigaciones del Comité habría bastado la mera mención de su nombre como autoridad suprema para conseguir todo lo que hubiesen querido en la URSS, sin que les hiciesen preguntas. Como estudioso del poder y sus aplicaciones, Philby admiraba la manera implacable y astuta con que el secretario general se había asegurado un poder total sobre todos los resortes vitales de la Unión Soviética.

Años antes, cuando le otorgaron la poderosa presidencia de la KGB, no fue designado por Breznev, sino por la eminencia gris del Politburó, el ideólogo del partido, Mijail Súslov. Con esta independencia residual de Breznev y su «mafia» personal, había conseguido que la KGB no se convirtiese nunca en un perro fiel de Breznev. Cuando, en mayo de 1982, muerto Súslov y agonizante Breznev, abandonó la KGB para volver al Comité Central, no cometió el mismo error.

Dejó tras él, como presidente de la KGB, al general Fedorchuk, su lugarteniente personal. Desde el interior del partido, el actual secretario general consolidó su posición en el Comité Central y esperó, a lo largo de los breves períodos de Andrópov y Chernenko, la inevitable sucesión.

A los pocos meses de esta sucesión se había asegurado todas las fuentes de poder: el partido, las Fuerzas Armadas, la KGB y el Ministerio del Interior: el MVD. Con todos los ases en sus manos, nadie se atrevería a oponerse a él ni a conspirar.

—Hemos trazado un plan, camarada secretario general —dijo el doctor Rogov, empleando el tratamiento formal, ya que estaban en presencia de otros—. Es un plan concreto, una medida activa, una proposición para producir tal desestabilización entre el pueblo británico, que el caso de Sarajevo y el incendio del Reichstag parecerán insignificantes. Lo hemos llamado «Plan Aurora».

Tardó una hora en leer todos los detalles. De vez en cuando levantaba la cabeza para ver si había alguna reacción, pero el secretario general era gran maestro en un juego mucho más importante que el ajedrez, y su cara permanecía impasible. Por fin terminó el doctor Rogov. Se hizo un silencio y todos esperaron.

—Tiene sus riesgos —dijo suavemente el secretario general—. ¿Qué garantía tenemos de que no salga el tiro por la culata como en ciertas… otras operaciones?

No había mencionado la palabra, pero todos supieron a qué se refería. En su último año en la KGB se había visto gravemente afectado por el horrible fracaso del asunto Voitila. Habían tardado tres años en desvanecerse el estruendo y las acusaciones, y se había producido una publicidad mundial que en modo alguno favorecía a la URSS.

A principios de la primavera de 1981, el Servicio Secreto búlgaro había informado de que sus agentes entre la comunidad turca de Alemania Federal habían descubierto a un tipo extraño. Por razones étnicas, culturales e históricas, Bulgaria, el satélite más fiel y sumiso de Rusia, estaba profundamente interesada en Turquía y los turcos. El hombre a quien habían descubierto era un terrorista de pelo en pecho que había sido adiestrado por la extrema izquierda en el Líbano, había matado en Turquía por encargo de los «lobos grises» de la extrema derecha, escapado de la cárcel y huido a Alemania Federal.

Lo más extraño era que había expresado una obsesión personal por matar al Papa. ¿Arrojarían a Mehmed Alí Agca al océano o le darían fondos y documentos falsos, además de una pistola, y le dejarían marchar?

En circunstancias normales, la reacción de la KGB habría sido la más prudente: matarle. Pero las circunstancias no eran normales. Karol Voitila, primer Papa polaco de la Historia, representaba una gran amenaza. Polonia estaba soliviantada; el régimen comunista podía saltar allí en pedazos gracias al movimiento disidente Solidaridad.

El disidente Voitila había visitado ya Polonia en una ocasión, con desastrosos resultados desde el punto de vista soviético. Había que pararle los pies o desacreditarle. La KGB respondió a los búlgaros: «adelante, pero nosotros no queremos saber nada». En mayo de 1981, provisto de dinero, documentos falsos y una pistola, Agca fue acompañado a Roma, colocado en la dirección adecuada y dejado que siquiera lo que le dictaba su cabeza. Como resultado de ello, muchas personas perdieron la suya.

—Con el debido respeto, no creo que puedan compararse los dos casos —dijo el doctor Rogov, que había sido el principal artífice del «Plan Aurora» y estaba dispuesto a defenderlo—. El caso Voitila fue un desastre por tres razones: el objetivo no murió; el asesino fue capturado vivo, y, lo peor de todo, no existía un plan bien urdido para culpar a otros de conspiración, por ejemplo, a la extrema derecha italiana o norteamericana. Hubiese tenido que haber un montón de pruebas verosímiles para convencer al mundo de que era la derecha la que había impulsado a Agca.

El secretario general asintió con la cabeza, como un viejo lagarto.

—Ahora —siguió diciendo Rogov— la situación es diferente. Puede haber salidas y atajos en todas las fases. El ejecutor sería un gran profesional, que se suicidaría antes de ser capturado. Los artefactos físicos son, en su mayor parte, inofensivos en apariencia, y ninguno de ellos podría ser relacionado con la URSS. El oficial ejecutor no puede sobrevivir a la ejecución del plan. Y hay planes secundarios subsiguientes para que la culpa recaiga, firme y convincentemente, sobre los norteamericanos.

El secretario general se volvió al general Marchenko:

—¿Daría resultado? —preguntó.

Los tres miembros del Comité se sintieron incómodos. Habría sido más fácil captar la reacción del secretario general y mostrarse de acuerdo con él. Pero él no había dejado traslucir nada de lo que pensaba. Marchenko res piró hondo y asintió con la cabeza.

—Es factible —convino—. Creo que se necesitarían de diez a dieciséis meses para ponerlo en práctica.

—¿Camarada coronel? —preguntó a Philby el secretario general.

El tartamudeo de Philby aumentó mientras hablaba. Siempre le ocurría esto cuando se hallaba bajo tensión.

—En cuanto a los riesgos, no soy el más capacitado para juzgarlos. Ni la cuestión de su posibilidad técnica. En cuanto a los efectos, es indudable que inclinaría a más del diez por ciento de los electores «indecisos» británicos a votar por los laboristas.

—¿Camarada profesor Krilov?

—Yo debo manifestar mi oposición, camarada secretario general. Lo considero sumamente aventurado, tanto en su ejecución como en sus posibles consecuencias. Es totalmente contrario a los términos del Cuarto Protocolo. Si éste se quebrantase, todos sufriríamos por ello.

El secretario general pareció sumirse en profunda meditación, que nadie se atrevió a turbar. Los ojos sólo entreabiertos rumiaron durante cinco minutos detrás de las brillantes gafas. Al fin levantó la cabeza.

—¿No hay notas, ni grabaciones, ni fragmentos de este plan fuera de esta habitación?

—Nada —declararon los cuatro hombres del Comité.

—Recojan los legajos y las carpetas y dénmelos —ordenó el secretario general.

Cuando lo hubieron hecho, prosiguió, con su monotonía habitual:

—Es un plan desaforado, loco, atrevido e increíblemente peligroso —salmodió—. Queda disuelto el Comité. Volverán ustedes al ejercicio de sus profesiones y no mencionarán jamás el Comité Albión ni el «Plan Aurora».

Seguía sentado allí, contemplando fijamente la mesa, cuando los cuatro hombres, sumisos y humillados, salieron de la estancia. Se pusieron los abrigos y los sombreros en silencio, casi sin mirarse, y fueron acompañados a sus coches.

En el cavernoso patio, cada cual subió a su automóvil. Philby, en su «Volga» personal, esperó a que el conductor, Gregoriev, pusiese el motor en marcha, pero el hombre si guió sentado inmóvil. Las otras tres limosinas abandonaron el patio, pasaron por debajo del arco y salieron al bulevar. Alguien golpeó la ventanilla de Philby. Éste bajó el cristal y vio la cara del comandante Pavlov.

—Tenga la bondad de acompañarme, camarada coronel.

—A Philby se le encogió el corazón. Ahora comprendió que sabía demasiado; era el único extranjero del grupo. El secretario general tenía fama de atar siempre los cabos sueltos. Siguió al comandante Pavlov al interior del edificio. Dos minutos más tarde, era introducido de nuevo en el salón del secretario general. El viejo seguía en su silla de ruedas junto a la mesa de café. Hizo un ademán a Philby, invitándole a sentarse. El traidor británico se apresuró a obedecer.

—¿Qué le ha parecido realmente todo esto? —preguntó suavemente el secretario general.

Philby tragó saliva.

—Ingenioso, audaz y aventurado; pero, si saliese bien, sería eficaz —dijo.

—Es brillante —murmuró el secretario general—. Y será puesto en práctica. Pero bajo mi dirección personal. La operación será exclusivamente mía, de nadie más. Y usted colaborará íntimamente en ella.

—¿Puedo preguntarle una cosa? —se atrevió a decir Philby—. ¿Por qué yo? Soy extranjero, aunque he servido a la Unión Soviética durante toda mi vida y he vivido un tercio en ella. Pero sigo siendo extranjero.

—Precisamente —replicó el secretario general—, y no tiene nadie que le ampare, salvo yo. No podría empezar a conspirar contra allí. Se despedirá de su esposa y de sus hijos y despachará a su chófer. Pasará a residir en las habitaciones de los invitados de mi dacha en Usovo. Allí montará el equipo que habrá de realizar el «Plan Aurora». Tendrá todas las autorizaciones que necesite; las recibirá de mi oficina en el Comité Central. Pero no se dejará ver personalmente.

Apretó un botón debajo de su mesa.

—Trabajará siempre bajo la mirada de este hombre. Creo que ya le conoce.

Se había abierto la puerta y aparecido el rostro frío e impasible del comandante Pavlov.

—Es muy inteligente y extraordinariamente receloso dijo el secretario general, en tono encomiástico. —También es absolutamente fiel. Y es sobrino mío.

Mientras Philby se levantaba para acompañar al comandante, el secretario general le tendió una tira de papel. Era un papel muy fino que procedía del Primer Directorio e iba dirigido a la «atención personal del secretario general del PCUS». Philby lo miró con incredulidad.

—Sí —dijo el secretario general—, llegó ayer a mi poder. No dispondrá usted de los diez a dieciséis meses del general Marchenko. Por lo visto, Mrs. Thatcher va a hacer su maniobra en junio. Tenemos que hacer la nuestra una semana antes que ella.

Philby suspiró. En 1916 se habían necesitado diez días para hacer la revolución rusa. El mayor traidor británico tenía noventa para garantizar la de Gran Bretaña.