Capítulo 7

—Se supone que el viernes y 13 es un día nefasto, más para John Preston fue todo lo contrario. Le trajo su primer progreso en la enojosa tarea de seguimiento de los dos funcionarios civiles.

La vigilancia había proseguido durante dieciséis días, sin el menor resultado. Ambos hombres eran personas de hábitos arraigados, y ninguno de los dos se había dado cuenta de la vigilancia a que estaban sometidos; es decir, no esperaban que les siguiesen, y esto hacía más fácil la labor de los vigilantes. Fácil, pero aburrido.

El londinense salía de su apartamento de Belgravia todos los días a la misma hora, caminaba hasta Hyde Park Corner, bajaba por Constitution Hill y cruzaba St. James Park. Esto le llevaba a Horse Guards Parade. Lo cruzaba, así como Whitehall, y entraba directamente en el Ministerio. A veces almorzaba fuera, y otras, dentro. Pasaba la mayor parte de las veladas en su casa o en el club.

El otro, que vivía solo en una pintoresca casita de las afueras de Edenbridge, tomaba todos los días el mismo tren hasta Londres, iba a pie desde la estación de Charing Cross hasta el Ministerio y desaparecía en el interior de éste. Los vigilantes le «llevaban a casa» todas las noches y montaban guardia hasta que eran relevados, al amanecer, por el primer equipo de día.

Ninguno de los dos hombres hacía nada sospechoso. La intervención de la correspondencia y del teléfono sólo reveló facturas corrientes, cartas personales, llamadas sin importancia y una modesta y respetable vida social. Hasta el 13 de febrero.

Preston, como director de las operaciones, estaba en el cuarto de la radio del sótano de Cork Street cuando recibió una llamada del equipo «B» que seguía a Richard Peters.

—Joe toma un taxi. Le seguimos en los coches.

En la jerga de los vigilantes, el objetivo es siempre «Joe», «Chummy» o «nuestro amigo». Cuando el equipo «B» terminó su turno, Preston sostuvo una conversación con su jefe, Harry Burkinshaw. Era un hombrecillo redondo, de mediana edad, veterano en su oficio, que podía pasar horas confundiéndose con el tráfico en una calle londinense y salir disparado si el tipo trataba de escabullirse.

Llevaba chaqueta a cuadros, sombrero de fieltro de copa plana, impermeable, y una cámara fotográfica, colgada del cuello, como un turista norteamericano corriente. Como era de rigor en los vigilantes, el sombrero, la chaqueta y el impermeable eran ligeros y reversibles, permitiendo hacer con ellos seis combinaciones. Los vigilantes están orgullosos de sus «disfraces» y de los cambios de papel que pueden efectuar en cuestión de segundos.

—Bueno, ¿qué ha pasado, Harry? —preguntó Preston.

—Salió del Ministerio a la hora de costumbre. Le alcanzamos y le rodeamos. Pero en vez de caminar en la dirección habitual, llegó hasta Trafalgar Square y tomó un taxi. Estaba a punto de terminar nuestro turno. Avisamos a nuestros compañeros del turno siguiente para que esperasen, y seguimos al taxi.

Él lo despidió delante de «Panzer’s Delicatessen», en Bayswater Road, y empezó a bajar por Clanricarde Gardens. A medio camino entró en el patio delantero de un edificio y bajó la escalera del sótano. Uno de mis muchachos se acercó lo bastante para ver que al pie de la escalera no había nada, salvo la puerta del sótano. Por consiguiente, entró por ella. Entonces mi hombre tuvo que seguir andando, pues Joe salió y subió la escalera. Volvió a Bays Water Road, tomó otro taxi y volvió al West End. Después de esto, reanudó su rutina normal. Al final de Park Lane lo dejamos en manos del otro turno.

—¿Cuánto tiempo estuvo en aquel sótano?

—Treinta o cuarenta segundos —respondió Burkin Shaw—. O le abrieron con una rapidez asombrosa o llevaba una llave. No se veía luz en el interior. Parecía como si se hubiese detenido a recoger una carta o ver si había alguna.

—¿Cómo es la casa?

—Parece muy sucia, un sótano muy sucio. Mañana te entregaré un detallado informe. ¿Puedo marcharme ahora? Los pies me están matando.

Preston pasó la velada reflexionando sobre el incidente. ¿Por qué diablos había de visitar Sir Richard Peters un sucio sótano en Bayswater? ¡Y durante cuarenta segundos! No podía haberse entrevistado con nadie allí. No habría tenido tiempo. ¿Recoger correspondencia? ¿O dejar un mensaje? Resolvió poner la casa bajo vigilancia y, al cabo de una hora, había ante ella un coche con un hombre y una cámara.

Un fin de semana es un fin de semana. Preston hubiese podido hacer que las autoridades civiles empezasen a investigar el apartamento el sábado y el domingo, pero esto habría llamado la atención. La vigilancia tenía que ser ultra secreta. Decidió esperar hasta el lunes.

El Comité Albión había designado al profesor Krilov como su presidente y portavoz, y fue él quien comunicó al comandante Pavlov que el Comité estaba dispuesto a presentar sus consideraciones al secretario general. Esto fue el sábado por la mañana. Al cabo de unas horas, cada uno de los cuatro miembros había recibido la orden de presentarse en la dacha del camarada secretario general en Usovo.

Los otros tres fueron allí en sus propios coches, Philby fue llevado personalmente por el comandante Pavlov y pudo prescindir del conductor Gregoriev, chófer de la KGB, que había estado a su servicio durante más de dos semanas.

Al oeste de Moscú, al otro lado del puente de Uspénskoie y cerca de las orillas del río Moscova, hay un complejo de pueblos artificiales, entre los cuales se encuentran las dachas de fin de semana de los más altos y poderosos personajes de la sociedad soviética. Incluso aquí el sistema de categorías es inflexible. En Peredelkino están las dachas de los artistas, académicos y militares; en Zúkovka, las de los miembros del Comité Central y otros por debajo del Politburó; pero los de este último, los hombres del pináculo Supremo, tienen sus dachas agrupadas alrededor de Usovo, el lugar más exclusivo de todos.

La dacha primitiva rusa era una casita de campo, pero éstas son verdaderas mansiones lujosas, rodeadas de cientos de hectáreas de pinares y de bosques de abedules y vigiladas durante las veinticuatro horas del día por patrullas de guardias del Noveno Directorio, para asegurar la intimidad y la seguridad de los vlasti.

Philby sabía que todos los miembros del Politburó tenían derecho a cuatro residencias. En primer lugar, el apartamento familiar en Kutúzovski Prospekt, que, a menos que el jerarca cayese en desgracia, pertenecía a la familia para siempre. Después, la villa oficial en los montes Lenin, con servidumbres todas las comodidades y los inevitables micrófonos ocultos, destinada casi exclusivamente a recibir a dignatarios extranjeros. En tercer lugar, la dacha en los bosques del oeste de Moscú, que los jefazos de nueva promoción podían diseñar y construir a su gusto. Por último, la residencia de verano, casi siempre en Crimea, a orillas del mar Negro. Sin embargo, el secretario general tenía desde hacía tiempo su residencia de verano en Kislovodsk, balneario de aguas minerales en el Cáucaso, especializado en el tratamiento de dolencias abdominales.

Philby no había estado nunca en la dacha del secretario general en Usovo. Al llegar a ella en el «Chaika» aquella fría tarde, observó que era larga y baja, de piedra tallada, con techo de ripia, mostrando en su estilo, a semejanza de Kutúzovski Prospekt, la sencillez escandinava. En el interior, la temperatura era muy elevada, y el secretario general les recibió en un espacioso salón donde un vivo fuego de leña hacía que el calor fuese aún más fuerte. Tras unas formalidades mínimas, el secretario general ordenó con un ademán al profesor Krilov que le expusiese las ideas del Comité Albión.

—Como puede usted suponer, camarada secretario general, hemos buscado la manera de conseguir que una parte del electorado británico, no inferior al diez por ciento en toda la nación, cambie de actitud en dos cuestiones primordiales. En primer lugar, que pierda confianza en el actual Gobierno conservador, y en segundo lugar, que se convenza de que sus mayores probabilidades de bienestar y de seguridad están en la elección de un Gobierno laborista.

Para simplificar este estudio, nos preguntamos si habría un solo problema que pudiese influir, o que nosotros pudiésemos hacer que influyese, en toda la elección. Tras profundas consideraciones, llegamos unánimemente a la conclusión de que ningún problema económico —como aumento del desempleo, cierre de fábricas, creciente automatización de la industria e incluso recortes en los servicios públicos— constituiría el motivo único que íbamos buscando.

Creemos que sólo hay uno que reúna las condiciones adecuadas: el más grande y más emocional problema político no económico en Gran Bretaña y en toda la Europa Occidental en los momentos actuales. Es la cuestión del desarme nuclear. Ésta se ha convertido en la más acucian te en Occidente, y preocupa a millones de personas ordinarias. Básicamente, es un asunto de miedo de las masas, y pensamos que debería ser nuestra arma principal; algo que habríamos de explotar secretamente.

—¿Qué proponen? —preguntó suavemente el secretario general.

—Ya sabe usted, camarada secretario general, cuáles han sido nuestros esfuerzos hasta ahora en este campo. No millones, sino miles de millones de rublos se han gastado para ayudar a las diversas camarillas antinucleares a con vencer a la gente del Oeste europeo de que el desarme nuclear unilateral es realmente sinónimo de sus mejores esperanzas de paz. Nuestros esfuerzos encubiertos y sus resultados han sido enormes, pero nada en comparación con lo que creemos que deberíamos buscar y conseguir ahora.

El Partido Laborista británico es el único, de los cuatro que competirán en las próximas elecciones, plenamente partidarios del desarme nuclear unilateral. En nuestra opinión, deberían emplearse todos los medios —dinero, informaciones falsas, propaganda— para persuadir a ese mínimo vacilante del diez por ciento del electorado británico a cambiar sus votos, convencidos de que votar por los laboristas es votar por la paz.

El silencio con que esperaron la reacción del secretario general fue casi tangible. Por fin, dijo:

—Ésos esfuerzos realizados durante ocho años de que habla usted, ¿han dado resultado?

Pareció como si el profesor Krilov hubiese sido alcanzado por un misil aire-aire. Philby comprendió el estado de ánimo del líder soviético y meneó la cabeza. El secretario general lo advirtió y siguió diciendo:

—Durante ocho años hemos hecho un gran esfuerzo por desestabilizar, a este respecto, la confianza en sus Gobiernos de los electores de la Europa Occidental. Es verdad que hoy en día todos los movimientos unilateralistas son tan de izquierda que, de alguna manera, han pasado al control de nuestros amigos y trabajan a nuestro favor. La campaña ha dado ricos frutos en simpatía e influencia. Pero…

El secretario general golpeó súbitamente con las palmas de ambas manos los brazos de su silla de ruedas. Éste vio lento ademán por parte de un hombre normalmente tan frío impresionó desagradablemente a sus cuatro oyentes.

—¡Nada ha cambiado! —gritó el secretario general. Después, su voz recobró el tono normal—. Hace cinco años, y también cuatro, todos nuestros expertos del Comité Central y de las Universidades, y los grupos de estudios analíticos de la KGB, dijeron al Politburó que los movimientos unilateralistas eran tan poderosos que podían detener el despliegue de los «Crucero» y de los «Pershing». Nosotros lo creímos. Pero nos dejamos engañar. En Ginebra metimos la pata, persuadidos por nuestra propaganda de que, si aguantábamos el tiempo suficiente, los Gobiernos de la Europa Occidental cederían a las enormes presiones en favor de la «paz» que nosotros apoyábamos de modo encubierto y renunciarían a desplegar los «Pershing» y los «Crucero». Pero los desplegaron, y tuvimos que aguantarnos.

Philby asintió con la cabeza, con estudiada modestia. En 1983 se había arriesgado a redactar un documento sugiriendo que el movimiento «pacifista» en Occidente, a pesar de las ruidosas manifestaciones populares, no provocaría cambios importantes en las elecciones ni alteraría la posición de ningún Gobierno. Y había tenido razón. «Las cosas —pensó— marchaban según lo previsto por él».

—Esto es irritante, camaradas, sigue siendo muy irritante —dijo el secretario general—. Y ahora insisten ustedes en lo mismo. Camarada coronel Philby, ¿cuáles son los resultados de las últimas encuestas de opinión británicas a este respecto?

—Temo que no muy buenos —respondió Philby—. La última sugiere que el veinte por ciento de los británicos está ahora en favor del desarme nuclear unilateral. Pero incluso esto se presta a confusión, entre la clase trabajadora, que por tradición vota a los laboristas, la cifra es más baja. Es muy lamentable, camarada secretario general, que la clase obrera británica figure entre las más conservadoras del mundo. Las encuestas demuestran también que es de las más patrióticas en un sentido tradicionalista. Durante el conflicto de las Malvinas, los más duros sindicalistas arrojaron sus prejuicios por la borda y trabajaron las veinticuatro horas del día para preparar la salida de los buques de guerra.

Temo que si queremos enfrentarnos con la triste realidad, habremos de reconocer que el obrero británico se ha negado constantemente a ver que lo que más le interesa es ponerse de nuestro lado o, al menos, que se debiliten las defensas británicas. Y no hay motivo para pensar que vayan a cambiar de opinión.

—La triste realidad es precisamente lo que pedí a este Comité que estudiase —añadió el secretario general.

Hizo una nueva pausa, que duró varios minutos.

—Pueden irse, camaradas. Vuelvan a sus deliberaciones. Y tráiganme un plan, un proyecto eficaz con el que podamos explotar, como no hicimos nunca, el miedo de que hablan ustedes; algo que persuada a los hombres y mujeres más equilibrados de la necesidad de eliminar las armas nucleares de su suelo y les induzca a votar al laborismo.

Cuando se hubieron marchado, el viejo ruso se levantó y, apoyándose en un bastón, se acercó lentamente a la ventana. Contempló los crujientes abedules cubiertos por la nieve. Cuando subió al poder, incluso antes de que enterrasen a su predecesor, se había propuesto realizar cinco tareas en el tiempo que le quedase de vida.

Quería ser recordado como el hombre que había aumentado la producción de alimentos y su eficaz distribución que había duplicado los bienes de consumo en número y calidad, mediante un formidable impulso a una industria crónicamente ineficaz, que había reforzado la disciplina del Partido a todos los niveles; que había extirpado la plaga de corrupción que roía los órganos vitales del país y que había asegurado una supremacía definitiva, en hombres y en armas, sobre las apretadas filas de los enemigos de su nación. Cuatro años más tarde sabía que había fracasado en todo ello.

Era viejo, estaba enfermo y sabía que se le acababa el tiempo. Siempre se había enorgullecido de ser un hombre pragmático y realista dentro del marco de una ortodoxia marxista estricta. Pero hasta los hombres pragmáticos tienen sus sueños, y los viejos, sus vanidades. Los suyos eran sencillos: quería un triunfo gigantesco, un gran monumento que fuese suyo y sólo suyo. Sólo él sabía lo mucho que deseaba esto aquella cruda noche de invierno.

El domingo, Preston dio una paseo por delante de la casa de Clanricarde Gardens, una calle que se dirigía al Norte desde Bayswater Road. Burkinshaw tenía razón, era una de esas antaño prósperas casas victorianas de cinco plantas que habían ido de mal en peor, y que ahora se alquilaba Por habitaciones. Su pequeño patio delantero estaba lleno de hierbajos; cinco escalones llevaban a la desconchada puerta de entrada. Desde el jardincillo, otro tramo de escalones conducía a un pequeño patio del sótano y a una puerta cuya parte superior se veía a duras penas. Se preguntó una vez más porqué un alto funcionario civil y caballero del Reino había querido visitar un lugar tan poco atractivo.

Sabía que en alguna parte estaría el vigilante, probablemente en un vehículo aparcado y con una cámara de gran alcance preparada. No intentó descubrir al hombre, aunque sabía que éste tenía que haberle visto. (El lunes apareció en el informe como «una persona corriente que había pasado a las 11.21 y mostrado algún interés por la casa». «Gracias por nada», pensó).

El lunes por la mañana visitó el Ayuntamiento y echó un vistazo a la lista de contribuyentes de aquella calle. En la dirección constaba sólo un propietario: un tal Mr. Michael Z. Mifsud. Le gustó lo de la Z; no podía haber muchos con ella por allí. Hizo una llamada por radio, y el vigilante de Clanricarde Gardens cruzó la calle y observó los rótulos de los timbres de la casa. M. Z. Mifsud constaba en el correspondiente a la planta baja. «Propietario y residente», pensó Preston, y estuvo seguro de que el resto de la casa estaba destinado al alquiler de habitaciones amuebladas; los inquilinos con muebles propios hubiesen figurado como contribuyentes.

Aquélla misma mañana, más tarde, buscó antecedentes de Michael Z. Mifsud mediante la computadora de inmigración de Croydon. Aquél hombre procedía de Malta, como indicaba su apellido, y llevaba treinta años viviendo en el país. Nada se sabía de él, salvo un interrogante quince años atrás. No se añadía más y no se daba ninguna explicación de él. La computadora del Registro de antecedentes penales de Scotland Yard reveló el porqué de aquel interrogante: el hombre había estado a punto de ser deportado. En vez de ello, había cumplido dos años de cárcel por conducta inmoral con ánimo de lucro. Después del almuerzo, Preston fue a visitar a Armstrong en Hacienda, en Charles Street.

—¿Podré ser mañana un inspector de Tributos? —preguntó.

Armstrong suspiró.

—Trataré de arreglarlo. Llámeme antes de la hora de cerrar.

Luego Preston fue a ver al asesor jurídico.

—¿Quiere pedir a la Rama Especial que me proporcione un mandamiento de entrada y registro para esta dirección? También necesito que me acompañe un sargento de la Policía.

En Gran Bretaña, MI5 no puede efectuar detenciones. Sólo pueden practicarlas los oficiales de Policía, salvo en casos de urgencia, en que puede «detenerse a un ciudadano». Cuando MI5 quiere atrapar a alguien, la Rama Especial suele ayudarle.

—¿No será un allanamiento? —preguntó, con recelo, el abogado.

—Claro que no —respondió Preston—. Esperaré a que aparezca el ocupante de esta planta, y sólo entonces procederé al registro. Según el resultado de éste, puede ser necesaria una detención. Por esto necesito al sargento.

—Está bien —suspiró el abogado—. Acudiré a nuestro complaciente magistrado. Tendrá las dos cosas mañana por la mañana.

Justo antes de las cinco de aquella tarde, Preston recibió su carné de inspector de Tributos. Armstrong le dio otra tarjeta con un número de teléfono.

—Si hay alguna dificultad, haga que el sospechoso telefonee a este número. Es la oficina de impuestos sobre la renta, de Willesden Green. Que pregunte por Mr. Charnley. Él responderá de usted. A propósito, usted se llama Brent.

—Comprendo —asintió Preston.

Mr. Michael Z. Mifsud, que fue interrogado a la mañana siguiente, no era un hombre simpático. Sin afeitar, en vuelto en una bata, parecía malhumorado y sin ganas de colaborar. Pero hizo pasar a Preston a su desaliñado cuarto de estar.

—¿De qué me está hablando? —protestó Mifsud—. ¿De qué renta? Yo declaro todo lo que cobro.

—Le aseguro que es una comprobación de rutina, Mr. Mifsud. Nada extraordinario. Si usted declara todos sus ingresos, nada tiene que temer.

—No tengo nada que ocultar. Puede preguntárselo a mis asesores fiscales —insistió Mifsud, en tono desafiante.

—Lo haré si usted lo desea —dijo Preston—. Pero le aseguro que los honorarios de los asesores fiscales suelen ser muy elevados. Le hablaré con franqueza: si sus rentas son de legítima procedencia, le dejaré en paz e iré a inspeccionar a otra persona. Pero si, Dios no lo quiera, alguno de estos pisos es alquilado con fines inmorales, la cosa será muy distinta. Personalmente, sólo me interesa el impuesto sobre la renta; pero si descubriese algo anormal, me vería obligado a denunciarlo a la Policía. ¿Sabe lo que significa lucrarse con transacciones inmorales?

—¿Qué quiere usted decir? —protestó Mifsud—. Aquí no hay ningún negocio inmoral. Todos son buenos inquilinos. Pagan su alquiler y yo pago la renta. Todo está en regla.

Pero había palidecido un poco y sacó de mala gana los libros donde registraba los alquileres. Preston simuló que todos ellos le interesaban igualmente. Observó que el sótano estaba alquilado a un tal Mr. Dickie por 40 libras a la semana. Tardó una hora en conseguir todos los detalles. Mifsud no había visto nunca al arrendatario del sótano. Pagaba en efectivo, con toda puntualidad. Pero había una carta mecanografiada solicitando el alquiler. Estaba firmada por Mr. Dickie. Preston se llevó la carta pese a las protestas de Mr. Mifsud. A la hora del almuerzo, la entregó a los grafólogos de Scotland Yard, junto con muestras de la escritura y la firma de Sir Richard Peters. Al terminar la jornada, los del Yard le telefonearon. Era la misma escritura, pero disfrazada.

«Así, pues —pensó Preston—, Peters tiene un pied de terre. ¿Para entrevistas reservadas con su controlador? Era lo más probable». Preston dio órdenes: si Peters se encaminaba de nuevo a aquel lugar, tenían que comunicárselo en seguida, dondequiera que estuviese. Tenía que mantenerse la vigilancia del sótano, para el caso de que alguien más se presentase allí.

Transcurrió el miércoles, y después el jueves. Entonces, al salir del Ministerio, Sir Richard Peters detuvo de nuevo un taxi y se dirigió hacia Bayswater. Los vigilantes llamaron a Preston al bar de Gordon Street, y él llamó desde allí a Scotland Yard y sacó de la cantina al sargento de la Rama Especial que le había sido designado. Le dio el teléfono y la dirección.

—Reúnase conmigo en la acera de enfrente lo antes posible, pero sin ruido —dijo.

Todos se reunieron en la fría oscuridad de la acera de enfrente de la casa del sospechoso. Preston había despedido a su taxi doscientos metros calle arriba. El hombre de la Rama Especial había llegado en un coche sin marcas distintivas, que se hallaba aparcado ahora, con su chófer, en una esquina y con las luces apagadas. El sargento detective Lander resultó ser joven y algo novato; era su primera «salida» con gente de MI5 y parecía impresionado. Harry Burkinshaw se materializó saliendo de la sombra.

—¿Cuánto tiempo lleva ahí, Harry?

—Cincuenta y cinco minutos —respondió Burkinshaw.

—¿Algún visitante?

—Ninguno.

Preston sacó su mandamiento de registro y lo mostró a Lander.

—Bueno, entremos —dijo.

—¿Cree que se mostrará violento, señor? —preguntó Lander.

—Espero que no —respondió Preston—. Es un funcionario civil de edad madura. Podría hacerse daño.

Cruzaron la calle y entraron, sin hacer ruido, en el patio delantero. Una luz mortecina ardía detrás de las cortinas del sótano. Bajaron en silencio los peldaños, y Preston tocó el timbre. Se oyó un repiqueteo de tacones en el interior y se abrió la puerta. Una mujer apareció en el marco iluminado.

No era una pollita, pero se había acicalado con esmero. Unos cabellos negros y ondulados le caían sobre los hombros, encuadrando un rostro interesantemente maquillado. La mujer había abusado del rimel, del sombreado de ojos, del colorete y del brillante lápiz de labios. Antes de que tuviese tiempo de ceñirse la bata que llevaba, Preston pudo observar unas medias y unas ligas negras, un corpiño muy ajustado sobre la cintura y sujetado con una cinta roja. Preston la asió de un codo, la condujo por el pasillo hasta el cuarto de estar y la invitó a sentarse. Ella se quedó mirando fijamente la alfombra. Permanecieron sentados en silencio mientras Lander registraba el apartamento. Lander sabía que los fugitivos se ocultaban a veces debajo de las camas y en los armarios. Hizo un trabajo concienzudo. Al cabo de diez minutos, volvió de la parte de atrás, ligeramente sofocado.

No hay rastro de él, señor. Debió de salir por detrás y saltar la valla del jardín hacia la otra calle.

Precisamente entonces llamaron a la puerta de entrada.

—¿Alguno de los suyos, señor? —preguntó Lander.

Preston sacudió la cabeza.

—No habrían llamado una sola vez —respondió.

Lander se dirigió a la puerta. Preston oyó un juramento tarde resultó que un hombre había llamado a la puerta y, al ver que la abría el detective, trató de escapar. Los hombres de Burkinshaw se habían colocado en lo alto de la escalera y le habían sujetado, hasta que Lander le puso las esposas. Después de esto, el hombre se mostró sumiso y se lo llevaron en el coche de la Policía.

Preston se sentó delante de la mujer y esperó a que cesara el tumulto.

—Esto no es una detención —dijo a media voz—, pero creo que deberíamos ir a Jefatura, ¿no le parece?

La mujer asintió tristemente con la cabeza.

—¿Le importa que me cambie de ropa?

—Creo que es una buena idea, Sir Richard —dijo Preston.

Una hora más tarde, un corpulento pero muy afeminado conductor de camión fue dejado en libertad en la comisaría de Policía de Paddington Green, después de advertírsele seriamente lo imprudente que era contestar a los anuncios de citas con personas desconocidas que se publican en ciertas revistas.

John Preston acompañó a Sir Richard Peters al campo, se quedó con él hasta medianoche, escuchando lo que tenía que decirle, regresó a Londres y pasó el resto de la noche escribiendo su informe. Una copia de este informe fue presentada a cada miembro del Comité Paragon cuando se reunieron a las once de la mañana del viernes. Las expresiones de asombro y repugnancia fueron generales.

«¡Qué asco! —pensó Sir Martin Flannery, secretario del Gabinete—. Primero, Hayman; después, Trestail; luego, Dunnett, y ahora éste. ¿Es que esos desgraciados no pueden llevar abrochada la bragueta?».

El último en acabar de leer el informe levantó la cabeza.

—Espantoso —comentó Sir Hubert Villiers, del Ministerio del Interior.

—Supongo que no querremos que ese caballero vuelva al Ministerio —dijo Sir Perry Jones, de Defensa.

—¿Dónde está ahora? —preguntó Sir Anthony Plumb, director general del MI5, que estaba sentado junto a Brian Harcourt-Smith.

—En una de nuestras casas de campo —respondió Sir Bernard Hemmings—. Ya ha telefoneado al Ministerio, fingiendo que lo hacía desde su casita de Edenbridge, para decir que ayer por la noche había resbalado sobre el hielo y se había roto un hueso del tobillo. Dijo que se lo habían escayolado y que estará quince días imposibilitado para el trabajo. Órdenes del médico. Esto nos dará algún tiempo de respiro.

—¿No olvidamos una cuestión? —murmuró Sir Nigel Irvine, de M1—. Aparte sus extrañas aficiones, ¿es el hombre al que buscamos? ¿Es el traidor?

Brian Harcourt-Smith carraspeó.

—El interrogatorio, caballeros, está en sus primeras fases —dijo—, si bien parece probable que lo sea. Ciertamente, habrían podido reclutarle por medio de un chantaje.

—El tiempo importa muchísimo —terció Sir Patrick Strickland, del Foreign Office—. Todavía tenemos pendiente la cuestión de la valoración de los daños y, por lo que a mí atañe, ¿qué hemos de decir, y cuándo, a nuestros aliados?

—Podríamos…, bueno…, intensificar el interrogatorio —sugirió Harcourt-Smith—. Creo que de esta manera podríamos tener la respuesta en veinticuatro horas.

Se hizo un silencio incómodo. No complacía a nadie la idea de que uno de sus colegas, con independencia de lo que hubiese hecho, fuese interrogado por el equipo «duro». Sir Martin Flannery sintió que se le encogía el estómago. Le tenía una profunda aversión personal a la violencia.

—Supongo que ello no será necesario en esta fase del asunto, ¿verdad? —preguntó.

Sir Nigel Irvine levantó la cabeza, que tenía inclinada sobre el informe.

—Bernard, ese Preston, el oficial investigador, parece un hombre muy competente.

—Lo es —afirmó Sir Bernard Hemmings.

—Me estaba diciendo… —prosiguió Nigel Irvine, con engañosa timidez— que parece haber pasado algunas horas con Peters inmediatamente después de los sucesos de Bays Walter. Me pregunto si sería conveniente que este Comité escuchase sus explicaciones.

—He hablado personalmente con él esta mañana —replicó en seguida Harcourt-Smith—, y estoy seguro de que puedo responder a cualquier pregunta sobre lo ocurrido.

El jefe de «Seis» se deshizo en disculpas.

—Mi querido Brian, no me cabe duda de ello —dijo.

—Sólo es que…, bueno…, a veces, al interrogar a un sospechoso se puede sacar una impresión difícil de expresar por escrito. No sé lo que piensa el Comité, pero hemos de tomar una decisión sobre lo que vamos a hacer ahora. Por eso creo que podría ser conveniente escuchar al único hombre que habló con Peters.

Hubo muestras de asentimiento alrededor de la mesa. Hemmings envió al visiblemente irritado Harcourt-Smith a telefonear a Preston para que viniese. Mientras los «mandarines» esperaban, se sirvió café. Preston llegó treinta minutos más tarde. Los señores importantes le examinaron con cierta curiosidad. Le ofrecieron un sillón en el centro de la mesa, frente a sus propios director general y DGD. Sir Anthony Plumb explicó el dilema del Comité.

—¿Qué ocurrió exactamente entre ustedes? —preguntó Sir Anthony.

Preston pensó un momento.

—En el coche, cuando nos dirigíamos al campo, se derrumbó —dijo—. Hasta entonces había mantenido cierta compostura, aunque bajo una gran tensión. Yo conducía, e íbamos solos en el coche. Entonces empezó a llorar y a hablar.

—Sí —le apremió Sir Anthony—, ¿qué dijo?

—Confesó que le gustaba el fetichismo travestido, pero pareció pasmado ante la acusación de traición. Lo negó acaloradamente y siguió negándolo hasta que le dejé con los vigilantes.

—Bueno, es natural que lo negase —dijo Brian Harcourt-Smith—. Todavía puede ser nuestro hombre.

—Sí, podría serlo —convino Preston.

—Pero ¿cuál es su impresión? —murmuró Sir Nigel Irvine.

Preston respiró hondo.

—Caballeros, no creo que lo sea.

—¿Podemos preguntar por qué? —dijo Sir Anthony.

—Como ha dicho Sir Nigel, es sólo una impresión —dijo Preston—. He visto a dos hombres cuyo mundo se había derrumbado a su alrededor y que pensaban que su vida ya no tenía objeto. Cuando un hombre empieza a hablar en tal estado de ánimo, tiende a decirlo todo. Si tiene mucho aplomo, como en el caso de Philby o de Blunt, puede aguantar. Pero éstos eran traidores ideológicos, marxistas con vencidos. Si Sir Richard Peters hubiese sido objeto de un chantaje para obligarle a la traición, creo que habría confesado al derrumbarse cual castillo de naipes o, al menos, no habría mostrado sorpresa al ser acusado de traidor. Y su sorpresa fue enorme. Claro que pudo estar haciendo comedia, pero me parece que entonces no se hallaba en condiciones para ello. O esto, o se merece un Oscar por su interpretación.

Fue un discurso largo para ser pronunciado por un principiante en presencia del Comité Paragon, y durante un rato reinó el silencio. Harcourt-Smith miraba a Preston echando chispas por los ojos. Sir Nigel le estudiaba con interés. Conocía el incidente de Londonderry que había inutilizado a Preston como agente secreto en el Ejército. También observó la mirada de Harcourt-Smith y se preguntó por qué el DGD de «Cinco» parecía desaprobar a Preston. Su propia opinión era favorable.

—¿Qué piensas, Nigel? —preguntó Anthony Plumb.

Irvine asintió con la cabeza.

—También yo he visto derrumbarse completamente a un traidor cuando se ve descubierto. Vassall y Prime…, ambos eran débiles e inadecuados, y lo soltaron todo cuando se derribó el tinglado. Ahora bien, si no es Peters, parece que sólo queda George Berenson.

—Ha pasado un mes —se lamentó Sir Patrick Strickland—. Tenemos que coger al culpable de alguna manera.

—Pero también es posible que el culpable sea un secretario o ayudante personal de uno de estos dos hombres —observó Sir Perry Jones—, ¿no es verdad, Mr. Preston?

—Cierto, señor —respondió Preston.

—Entonces tendremos que descartar a George Berenson o demostrar que es nuestro hombre —sugirió Sir Patrick Strickland, con impaciencia—. Pero si lo descartamos, nos queda Peters. Y si éste tampoco escupe, volveremos a estar en el punto de partida.

—¿Puedo hacer una sugerencia? —preguntó pausadamente Preston.

Esto causó sorpresa. No le habían llamado para que hiciese sugerencias. Pero Sir Anthony Plumb era un hombre cortés.

—Hágala, por favor —dijo.

—Los diez documentos devueltos por el remitente anónimo estaban cortados por el mismo patrón —explicó Preston.

Todos los que estaban alrededor de la mesa asintieron con la cabeza.

—Siete de ellos —siguió diciendo Preston— contenían material referente a los contingentes navales de Gran Bretaña y de la OTAN en el Atlántico, tanto en el Norte como en el Sur. Ésta parece ser una zona de operaciones de la OTAN que interesa particularmente a nuestro traidor o a aquéllos para los que trabaja. ¿Sería posible hacer llegar a la mesa de Mr. Berenson un documento tan enjundioso’ que, si es él el culpable, se vea fuertemente tentado a sacar una copia y tratar de transmitirla?

Varias cabezas asintieron reflexivamente.

—¿Quiere decir obligarle a delatarse? —murmuró Sir Bernard Hemmings—. ¿Qué opinas tú, Nigel?

—Creo que me gusta. Podría dar resultado. ¿Es factible Perry?

Sir Perry Jones frunció los labios.

—En realidad, puede ser una cosa más real de lo que te imaginas —dijo—. Cuando estuve en América se discutió la idea —que de momento dejé en suspenso— de que un día podíamos necesitar aumentar el nivel de existencias de carburante y de vituallas en la isla de Ascensión, para abastecer a nuestros submarinos nucleares. Los norteamericanos se mostraron muy interesados y sugirieron que podrían ayudarnos a sufragar los gastos si ellos disfrutaban también de estas facilidades. Con esto se evitaría que nuestros submarinos tuviesen que volver a Faslane y las continuas manifestaciones que se producen allí, y los yanquis no tendrían que volver a Norfolk, Virginia.

Supongo que podría preparar un documento personal estrictamente confidencial, exponiendo esta idea al nivel político adecuado, y hacerlo llegar a cuatro o cinco mesas, incluida la de Berenson.

—¿Vería normalmente Berenson esta clase de documento? —preguntó Sir Paddy Strickland.

—Ciertamente —replicó Jones—. Como jefe delegado de Abastecimientos de Defensa, su sección es responsable del aspecto nuclear de las cuestiones. Tendría que recibirlo, junto con otras tres o cuatro personas. Se sacarían algunas copias sólo para los colegas más íntimos, que serían luego devueltas y destruidas. Los originales se me devolverían a mano.

Quedó convenido así. El documento sobre la isla de Ascensión estaría el martes en la mesa de George Berenson. Al salir de la oficina del Gabinete, Sir Nigel Irvine invitó a almorzar a Sir Bernard Hemmings.

—Ése Preston es un buen tipo —comentó Irvine—. Me gusta su manera de actuar. ¿Te es adicto?

—Tengo sobradas razones para creerlo —respondió Sir Bernard, intrigado.

—Ah, eso podría explicarlo —murmuró enigmáticamente «C».

El domingo, 22, la Primera Ministra británica pasó el día en su residencia oficial en el campo, en Chequers, Condado de Buckinghamshire. En condiciones de absoluto secreto, pidió a tres de sus más íntimos consejeros del Gabinete y al presidente del Partido que fuesen a verla en privado.

Lo que tuvo que decirles les sumió en profundas reflexiones. El próximo junio se cumplirían los cuatro años de su segundo período en el poder. Estaba resuelta a conseguir su tercera victoria electoral sucesiva. Los sondeos económicos indicaban un empeoramiento de la situación en otoño, acompañado de una oleada de peticiones de aumentos de salarios. Podían producirse huelgas. Y ella no quería que se repitiese el «invierno de descontento» de 1978, cuando una oleada de paros laborales había perjudicado la credibilidad del Gobierno laborista y provocado su caída en mayo de 1979.

Además, con la alianza entre socialdemócratas y libera les, a la que los sondeos de opinión concedían un veinte por ciento, el laborismo, bajo su reciente capa de unidad y moderación, había aumentado el índice de sus presuntos sufragios hasta el treinta y siete por ciento del electorado, a sólo seis puntos por debajo de los conservadores. Y la diferencia estaba menguando. Dicho en pocas palabras: quería convocar unas elecciones anticipadas para el mes de junio pero sin la peligrosa especulación que precedió y apresuró su decisión en 1983. Quería una súbita e imprevista declaración y una campaña electoral de tres semanas, pero no en 1988 ni siquiera en el otoño de 1987, sino aquel mismo verano.

Conminó a sus colegas a que guardasen silencio, pero propuso como fecha el penúltimo jueves, 18 de junio.

El lunes, Sir Nigel Irvine celebró su reunión con Andreiev en Harnpstead Heath, en el más riguroso secreto. Una red de hombres de Irvine había sido dispuesta en el brezal para asegurar que Andreiev no estuviese bajo vigilancia de los propios «gorilas» de KR (contraespionaje) de la Embajada soviética. Pero estaba «limpio». La propia vigilancia por los británicos de los movimientos del diplomático soviético había sido cancelada.

Nigel Irvine trataba directamente con Andreiev. Esto era un caso raro, porque los hombres tan encumbrados en el Servicio (en cualquier servicio) como el propio jefe no suelen «tratar» con un agente. Puede ocurrir por la importancia excepcional de éste, o porque el reclutamiento se efectuase antes de que el controlador se convirtiese en director del Servicio y el agente se negase a mantener relación con otra persona. Éste era el caso de Andreiev.

En febrero de 1972, Nigel Irvine, que a la sazón era sólo Mr. Irvine, había sido jefe de misión en Tokio. Aquél mes los antiterroristas japoneses habían resuelto «tomar» el cuartel general de la facción de extrema izquierda del Ejército Rojo, que había sido localizado en una villa de las nevadas faldas del monte Taquín, en un lugar llamado Asamaso. En realidad, la Policía nacional hizo el trabajo, pero bajo el mando del temible jefe antiterrorista, Sassa, amigo de Irvine.

Gracias a la experiencia adquirida por las unidades de choque del SAS británico, Irvine pudo dar algunos útiles consejos a Sassa, y algunas de sus sugerencias salvaron numerosas vidas japonesas. Consciente de la estricta neutralidad de su país, Sassa no pudo agradecer la ayuda de Irvine de una manera práctica.

Pero en un cóctel diplomático celebrado un mes más tarde, el brillante y sutil japonés captó la mirada de Irvine y movió la cabeza en dirección a un diplomático ruso que estaba al otro lado del salón. Después sonrió y se alejó. Irvine habló con el ruso y se enteró de que había llegado recientemente a Tokio y de que se llamaba Andreiev.

Irvine había hecho seguir al hombre y descubierto que éste sostenía tontamente una relación clandestina con una muchacha japonesa, delito que supondría la inmediata ruptura con su propia gente. Desde luego, los japoneses estaban ya enterados de esto, porque todos los diplomáticos soviéticos son seguidos discretamente en Tokio en cuanto salen de la Embajada.

Irvine montó una trampa, adquirió las fotografías y las grabaciones convenientes y, por último, cayó sobre Andreiev empleando la técnica de te tengo en mis manos. El ruso estuvo a punto de desmayarse, al pensar que le habían descubierto los suyos. Al deshacerse el equívoco, accedió a hablar con Irvine. Era una pieza importante. Entre otras cosas, era un hombre de la Línea N, del Directorio de ilegales de la KGB.

El Primer Directorio de la KGB, responsable de todas las actividades de ultramar, se divide en Directorios, Departamentos Especiales y Departamentos Ordinarios. Los agentes soviéticos ordinarios de la KGB, bajo capa diplomática, proceden de uno de los departamentos «territoriales», y el Séptimo Departamento se ocupa del Japón. Su personal constituye la llamada línea PR cuando actúa en el extranjero y se dedica a buscar información, establecer contactos útiles, leer publicaciones técnicas, etcétera.

—Pero en lo más profundo del Primer Directorio está el Directorio de los ilegales, o «S», que no tiene límites territoriales. La gente de ilegales adiestra y dirige a los agentes ilegales, los que no gozan de inmunidad diplomática, los que actúan bajo tierra, perfectamente disfrazados, con documentos falsos y en misiones secretas. Los ilegales operan fuera de la Embajada.

Sin embargo, dentro de cada rezidentura KGB de cada Embajada soviética, hay generalmente un hombre del Directorio «S», conocido cuando actúa en ultramar como miembro de la Línea N. Éstos agentes realizan sólo misiones especiales, dirigiendo con frecuencia a naturales del país que espían o se limitan a ayudar y dar apoyo técnico a un secretísimo ilegal procedente del bloque soviético.

Andreiev pertenecía al Directorio «S». Más extraño aún: no era experto en asuntos japoneses, como tenían que serlo todos sus colegas del Séptimo Departamento adscritos a la Embajada. Era experto en lengua inglesa, y la razón de su presencia allí era proseguir un contacto con un sargento mayor de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos que había sido descubierto en San Diego y trasladado a la base conjunta japonesa norteamericana de Tashikawa. Ante la imposibilidad de disculparse con sus superiores de Moscú, Andreiev había aceptado trabajar para Irvine.

Ésta relación secreta había terminado cuando el sargento norteamericano, no pudiendo aguantar más, se había suicidado con muy poca elegancia, pegándose un tiro con su revólver reglamentario en la letrina de la comisaría, y Andreiev fue enviado a toda prisa a Moscú. Irvine había pensado en quemar al hombre allí mismo, pero había desistido.

Y entonces apareció Andreiev en Londres. Un paquete de fotografías recientes había ido a parar a la mesa de Sir Nigel Irvine hacía ahora seis meses, y allí estaba él. Excluido del Directorio «S» y devuelto a la Línea PR. Andreiev estaba acreditado como segundo secretario de la Embajada soviética. Sir Nigel le lanzó de nuevo el anzuelo, y Andreiev no tuvo más remedio que colaborar. Pero se negó a ser dirigido por cualquier otra persona.

En la cuestión del traidor del Ministerio de Defensa británico, tenía poco que objetar. No sabía nada de ello. Si existía la filtración, el hombre del Ministerio podía estar directamente controlado por algún agente soviético ilegal residente en Gran Bretaña y que debía de estar en contacto directo con Moscú, o podía ser «gobernado» por uno de los tres agentes de la Línea N dentro de la Embajada. Pero estas personas no discutirían un caso de tanta importancia mientras tomaban café en la cantina. Él, personalmente no había oído nada: pero mantendría los ojos abiertos y aguzaría los oídos. Habiendo convenido esto, los dos hombres de Hampstead Heath se despidieron.

El documento de la isla de Ascensión fue distribuido el martes por Sir Peregrine Jones, que había pasado todo el lunes preparándolo. Fue a parar a cuatro hombres. Bertie Capstick había accedido a ir cada noche al Ministerio y comprobar las fotocopias legítimas que se hubiesen tomado. Preston dijo a sus vigilantes que, si George Berenson se rascaba el cogote quería saberlo inmediatamente. Ordenó a su cartero que interceptase la correspondencia y puso en alerta total a su equipo de intervención del teléfono. Luego, se dispusieron a esperar.