Capítulo 6

Preston se sentó en el despacho del preocupado Bertie Capstick y examinó las diez hojas fotocopiadas esparcidas sobre la mesa, leyéndolas una a una con gran atención.

—¿Cuántas personas han tocado el sobre? —preguntó.

—Naturalmente el cartero. Y sabe Dios cuánta gente de la oficina de clasificación de la correspondencia. Dentro de esta casa el personal de recepción, el ordenanza que lleva el correo de la mañana a los despachos, y yo. No creo que puedas sacar gran cosa del sobre.

—¿Y los papeles contenidos en él?

—Sólo yo, Johnny. Desde luego, no supe lo que eran hasta que los saqué.

Preston pensó durante un rato.

—Aparte la persona que los echó al correo, supongo que deben de contener las huellas digitales de la que los sacó. Tendré que pedir a Scotland Yard que los examine en busca de tales huellas. Aunque personalmente no espero gran cosa de ello. Ahora, pasemos al contenido. Parece un material muy enjundioso.

—Mucho —replicó tristemente Capstick—. No hay nada que no sea top secret. Algunos informes son muy delicados, se refieren a nuestros aliados de la OTAN, a planes de urgencia de ésta para contrarrestar diversas amenazas soviéticas…, cosas por este estilo.

—Está bien —dijo Preston—, examinemos las posibilidades. Presta atención. Supongamos que esto ha sido enviado por un ciudadano consciente de su deber que, por alguna razón, no quería ser identificado. Es normal que la gente no quiera meterse en líos. ¿Dónde pudo encontrarlo esa persona? ¿En una cartera olvidada en un guardarropa, en un taxi o en un club?

Capstick sacudió la cabeza.

—No legalmente, Johnny. Éste material no hubiese debido salir de la casa en ninguna circunstancia, salvo, posiblemente, para ser llevado en valija sellada al Foreign Office o al Consejo de Ministros. Pero no hay constancia de que haya sido manipulada ninguna correspondencia secreta. Además, no hay en los documentos ninguna indicación de destino fuera de la casa, como la habrían llevado de haber salido legalmente. Las personas que tienen acceso a esta clase de material conocen perfectamente las reglas. Nadie, absolutamente nadie, se lleva estas cosas a casa para estudiarlas. ¿Contesta esto tu pregunta?

—Bastante —replicó Preston—. Eso vino de fuera del Ministerio. Luego tuvo que ser sacado de él. ilegalmente. ¿Por negligencia inexcusable o por un deliberado intento de filtración?

—Fíjate en las fechas de origen —dijo Capstick—. Éstas diez hojas abarcan un período de un mes. Es imposible que llegasen a una sola mesa el mismo día. Tienen que haber sido recogidas durante un tiempo.

Preston, cubriéndose la mano con el pañuelo, volvió a meter los diez documentos en el sobre en que habían llegado.

—Tendré que llevarlos a Charles Street, Bertie. ¿Puedo usar tu teléfono?

Llamó a Charles Street y pidió que le pusieran con el despacho de Sir Bernard Hemmings. El director general estaba allí y, después de algunas dilaciones y de insistir Preston varias veces, se puso al aparato. Preston sólo le pidió una entrevista personal dentro de unos minutos, y le fue concedida. Colgó el aparato y se volvió a Capstick.

—De momento, Bertie, no hagas ni digas nada. A nadie. Pasa el día como si nada hubiese ocurrido —dijo Preston—. Te tendré al corriente.

No había que pensar en salir del Ministerio con aquellos documentos y sin escolta. Capstick le prestó uno de sus ordenanzas, un ex guardia sumamente corpulento.

Preston salió del Ministerio con los documentos en su cartera y tomó un taxi hasta Clarges Apartments. Esperó a que el vehículo desapareciese calle abajo; después caminó los últimos doscientos metros por Clarges Street, hasta Charles Street y su oficina principal, donde despidió a su escolta. Sir Bernard le recibió diez minutos más tarde.

El viejo cazador de espías había envejecido, como si sufriese dolores, cosa que con frecuencia era verdad. La enfermedad que le roía por dentro no se mostraba al observador, pero los reconocimientos médicos no dejaban lugar a dudas. «Un año» habían dicho los doctores, y no era operable. Tenía que jubilarse el primero de septiembre, lo cual —contando las últimas vacaciones— significaba que podría abandonar el servicio a mediados de julio, seis semanas antes de cumplir los sesenta años.

Probablemente lo habría dejado ya de no haber sido por las responsabilidades personales que gravitaban sobre él. Casado por segunda vez, su esposa le había traído una hijastra, a la que él —que no tenía hijos— adoraba. La chica estaba todavía en el colegio. Una jubilación prematura habría reducido en gran manera su pensión y, al morir él, su viuda y la muchacha habrían quedado en situación muy apurada. Para bien o para mal, quería aguantar hasta la fecha reglamentaria del retiro y dejar la pensión completa a su muerte. Después de toda una vida de trabajo era virtualmente lo único que dejaría a su familia.

Preston le explicó breve y concisamente lo ocurrido aquella mañana en el Ministerio de Defensa, y la opinión de Capstick de que la salida de los documentos del Ministerio sólo podía deberse a un acto deliberado.

—¡Oh, Dios mío, volvemos a las andadas! —murmuró Sir Bernard.

A pesar de los años transcurridos, el recuerdo de Vassall y Prime seguía vivo, lo mismo que la agria reacción de los norteamericanos cuando se hubieron enterado.

—Bueno, John, ¿cómo piensas empezar?

—Le he dicho a Bertie Capstick que no diga nada de momento —respondió Preston—. Si hay un verdadero traidor en el Ministerio, tenemos un segundo enigma. ¿Quién nos ha devuelto el material? ¿Un transeúnte, un ratero una esposa con remordimientos de conciencia? No lo sabemos. Pero si pudiésemos encontrar a esta persona, podríamos descubrir dónde obtuvieron los documentos. Esto abreviaría mucho la investigación. El sobre no me infunde demasiada esperanza: papel castaño corriente, posibilidad de adquirirlo en muchos sitios, sellos normales, dirección en letra mayúscula de imprenta, escrita con bolígrafo, pasó por las manos de numerosas personas anónimas. Pero los papeles del interior pueden haber conservado alguna huella. Me gustaría que Scotland Yard los examinase todos… bajo supervisión, naturalmente. Después de esto, quizá sepamos cómo hemos de continuar.

—Bien pensado. Cuídate tú de esta parte del asunto, propuso Sir Bernard. —Yo tendré que decírselo a Tor Plumb y, probablemente, a Perry Jones. Procuraré concertar una reunión con los dos para la hora del almuerzo. Desde luego, dependerá de lo que piense Perry Jones, pero creo que el CCI tendrá que intervenir en esto. Sigue por tu lado, John, y mantente en contacto conmigo. Si Yard descubre algo, tengo que saberlo.

Los de Scotland Yard se mostraron muy complacientes, poniendo uno de sus mejores hombres de laboratorio a disposición de Preston. Éste permaneció al lado del técnico civil mientras espolvoreaba cuidadosamente cada hoja de papel.

—¿Alguien se ha portado mal en Whitehall? —preguntó jocosamente el técnico.

Preston sacudió la cabeza.

—Un descuido y una estupidez —mintió Preston—. Ése material hubiese debido ser destruido, no arrojado a la papelera. El responsable recibirá unos buenos golpes en los nudillos, si podemos identificarle.

El técnico perdió todo interés. Cuando terminó su trabajo, meneó la cabeza.

—Nada —dijo—, limpio como una patena. Pero le diré una cosa. Las huellas han sido borradas. Naturalmente, hay una serie de ellas, probablemente las de usted.

Preston asintió con la cabeza. No había necesidad de revelar que aquellas huellas pertenecían al general de brigada Capstick.

—Ésa es la cuestión —comentó el técnico—. Éste papel recibe perfectamente las huellas y las conserva durante semanas, quizá meses. Tendría que haber al menos otra serie; probablemente más. Por ejemplo, las del empleado que los tocó antes que usted. Pero no hay nada. Antes de arrojar los documentos a la papelera fueron limpiados con un trapo. He podido ver las fibras. Pero no hay huellas. Lo siento.

Preston no le mostró siquiera el sobre. Fuese quien fuese la persona que había limpiado los papeles, no iba a dejar sus huellas en el sobre. Además, éste habría desmentido la historia del oficinista negligente. Tomó los diez documentos secretos y se marchó. «Capstick tenía razón», pensó. Era una filtración, y grave. Eran las tres de la tarde; volvió a Charles Street y esperó a Sir Bernard.

Sir Bernard se dio prisa y almorzó con Sir Anthony Plumb, presidente del Comité Conjunto de Información (CCI), y con Sir Peregrine Jones, subsecretario permanente del Ministerio de Defensa. Se reunieron en un salón privado del club St. James. Los otros funcionarios civiles importantes estaban preocupados por la urgencia de la petición del director general de «Cinco» y pidieron, pensativamente, su almuerzo. Cuando el camarero se hubo alejado, Sir Bernard les dijo lo que había sucedido. Los dos hombres perdieron el apetito.

—Capstick tenía que haber hablado conmigo —dijo Sir Perry Jones, con cierta irritación—. Es muy desagradable. Que tenga que enterarme de esta manera.

—Creo —intervino Sir Bernard— que Preston le pidió que guardase silencio durante un tiempo, porque, si tenemos una persona que da información en las alturas del Ministerio, no debe saber que hemos recuperado los documentos.

Sir Peregrine gruñó, ligeramente apaciguado.

—¿Qué piensas tú, Perry? —preguntó Sir Anthony Plumb—. Si se tratase de una simple negligencia, ¿cómo habría salido el material del Ministerio en forma de fotocopias?

El primer funcionario civil del Ministerio de Defensa meneó la cabeza.

—El traidor no tiene que estar necesariamente en las alturas —dijo—. Todos los altos funcionarios tienen su propio personal. Hay que hacer copias, y a veces tres o cuatro hombres tienen que ver un documento original. Pero todas las copias que se hacen son numeradas y destruidas luego. Si se sacan tres copias, las tres se destruyen después de utilizadas. Lo malo es que el alto funcionario no puede perder tiempo destruyendo su material. Tiene que encargarlo a uno de sus subordinados. Éstos son de con fianza, desde luego, pero ningún sistema es absolutamente perfecto.

La cuestión es que estas copias, cuyas fechas abarcan todo un mes, fueron sacadas del Ministerio. Esto no puede ser accidental, ni siquiera un caso de negligencia. Tiene que ser deliberado. ¡Maldita sea…!

Dejó el cuchillo y el tenedor, sin haber tocado casi la comida.

—Lo siento, Tony, pero creo que es un mal asunto.

Sir Tony Plumb tenía una expresión grave.

—Supongo que tendré que crear un subcomité restringido del CCI —dijo—. En este caso, muy restringido. Sólo un representante de cada uno de los Ministerios del Interior, Asuntos Exteriores y Defensa, el secretario del Gabinete, los jefes de «Cinco» y «Seis» y alguien de la CCG. No puede ser más reducido.

Se convino en que convocaría una reunión del subcomité para la mañana siguiente y que Hemmings les informaría de si Preston había tenido suerte en Scotland Yard. Con esto se despidieron.

El CCI en pleno es un comité bastante numeroso. Aparte media docena de Ministerios y varias Agencias, las tres Fuerzas Armadas y los dos Servicios de Información, incluye representantes en Londres del Canadá, Australia, Nueva Zelanda y, desde luego, de la CIA norteamericana.

Las reuniones plenarias suelen ser raras y bastante formales. Los subcomités restringidos actúan con más frecuencia, porque sus componentes, que han de resolver problemas específicos, se conocen personalmente y pueden hacer más trabajo en menos tiempo.

El subcomité que Sir Anthony Plumb, como presidente del CCI y coordinador personal de Información del Primer Ministro había convocado para la mañana del 21 de enero, recibió él nombre en clave de Paragon. Se reunió a las diez de la mañana en el Salón de Instrucción del Gabinete, conocido por COBRA, en el segundo sótano de Whitehall, sala de conferencias con aire acondicionado, a prueba de ruidos y que se «barre» diariamente en busca de micrófonos ocultos.

Técnicamente, la presidencia correspondía al secretario del Gabinete, Sir Martin Flannery, pero éste delegó en Sir Anthony. Sir Perry Jones representaba al Ministerio de Defensa Sir Patrick (Paddy) Strickland, al Foreign Office, y Sir Hubert Villiers al Ministerio del Interior, del que depende políticamente MI5.

La JCG, Jefatura de Comunicaciones del Gobierno, ser vicio de «escucha» del país con sede en Gloucestershire, tan importante en nuestra Era altamente tecnificada que es casi un Servicio Secreto por derecho propio, había enviado a su director general delegado, ya que el titular estaba de vacaciones.

Sir Bernard Hemmings vino de Charles Street, trayendo consigo a Brian Harcourt-Smith.

—Pensé que sería mejor que Brian estuviese presente —explicó Hemmings a Sir Anthony, y todos comprendieron que quería decir «en el caso de que yo no pueda asistir en el futuro».

El último hombre presente, sentado impasible en el extremo de la larga mesa frente a Sir Anthony Plumb, era Sir Nigel Irvine, jefe del Servicio Secreto de Información, o MI6.

Curiosamente, MI5 tiene un director general mientras que no lo tiene MI6. Cuenta con un jefe, conocido en todo el mundo de la información, y en Whitehall, simplemente como «C», sea cual fuere su nombre, y sin que tenga nada que ver con la palabra Chief (Jefe). El primer jefe del MI6 se llamaba Mansfield Cummings, y la «C» es la inicial de la segunda mitad de este apellido. Ian Fleming, siempre caprichoso, adoptó la otra inicial, «M», para designar al jefe en sus novelas de James Bond.

En total había nueve hombres alrededor de la mesa, siete de ellos caballeros del Reino, entre los cuales tenían más poder e influencia que cualesquiera otros siete hombres en el país. Todos se conocían bien y se tuteaban. Podían tutear también a los directores generales delegados, pero éstos les daban el tratamiento de «señor». Era un valor entendido.

Sir Anthony Plumb abrió la sesión con una breve descripción del descubrimiento del día anterior, que provocó murmullos de consternación, y cedió la palabra a Bernard Hemmings. El jefe de «Cinco» añadió detalles, incluido el callejón sin salida de Scotland Yard. Después, Sir Perry Jones concluyó insistiendo en que las fotocopias no habían podido salir del Ministerio accidentalmente o por simple negligencia. Tenía que ser una acción deliberada y clandestina.

Cuando hubo terminado, se hizo el silencio en torno a la mesa. Tres únicas palabras pendían como un espectro sobre todos: valoración del daño. ¿Cuánto tiempo había durado esto? ¿Cuántos documentos habían salido? ¿Con qué destino? (Aunque esto parecía bastante evidente). ¿Qué clase de documentos se habían sustraído? ¿Qué perjuicios se habían causado a Gran Bretaña y a la OTAN? ¿Y cómo diablos había que decirlo a nuestros aliados?

—¿A quién has encargado el caso? —preguntó Sir Martin Flannery a Hemmings.

—A un tal John Preston —respondió Hemmings—. Es de C.1(A). El general de brigada del Ministerio, Capstick, le llamó cuando llegó el paquete por correo.

—Podríamos…, bueno…, designar a alguien más… experimentado —sugirió Brian Harcourt-Smith.

Sir Bernard Hemmings frunció el ceño.

—John Preston es un veterano —explicó—. Lleva seis años con nosotros. Tengo absoluta confianza en él. Y hay otra razón. Hemos de presumir que se trata de una filtración deliberada.

Malhumorado, Sir Perry Jones asintió, con la cabeza.

También podemos presumir —siguió diciendo Hemmings— que la persona responsable (la llamaré Chummy) está enterada de la pérdida de los documentos. Podemos esperar que Chummy no sepa que han sido anónimamente devueltos al Ministerio. Pero es probable que Chummy esté preocupado y al acecho. Si ponemos en movimiento todo un equipo de hurones, Chummy sabrá que el asunto ha terminado. Lo último que deseamos es que salga volando y represente un papel estelar en una conferencia internacional de Prensa a celebrar en Moscú. Sugiero que, de momento, mantengamos la mayor discreción y procuremos encontrar pronto una pista.

Como C.1(A) de reciente nombramiento, es normal que Preston se dé una vuelta por los Ministerios y compruebe, de manera aparentemente rutinaria, los procedimientos. Es la mejor tapadera de que disponemos. Con un poco de suerte, Chummy no se dará cuenta de nada.

En su extremo de la mesa, Sir Nigel Irvine asintió con la cabeza.

—Me parece lógico —admitió.

—¿Alguna posibilidad de encontrar una pista por medio de una de tus fuentes de información, Nigel? —preguntó Anthony Plumb.

—Lanzaré alguna sonda —respondió Nigel, como sin dar le importancia. Estaba pensando en Andreiev; tendría que concertar una reunión con él—. ¿Y qué hay de nuestros buenos aliados?

—Si hay que informarles, a todos o a algunos de ellos, probablemente te corresponderá hacerlo a ti —le recordó Plumb—. Por consiguiente, dinos lo que piensas.

Sir Nigel llevaba en su cargo siete años, y éste era el último. Hombre sutil, experimentado e impasible, era tenido en gran estima por los Servicios de Información aliados en Europa y América del Norte. Sin embargo, ser portador de estas malas noticias no iba a ser muy divertido. Una mala nota antes de abandonar el juego.

Estaba pensando en Alan Fox, el acerbo y en ocasiones, sarcástico hombre de enlace de la CIA en Londres. Alan se despacharía a gusto. Se encogió de hombros y sonrió.

Estoy de acuerdo con Bernard. Chummy debe de estar muy preocupado. Hemos de creer que no se atreverá a hurtar otro paquete de documentos secretos en los próximos días. Sería buena cosa que pudiésemos comunicar el asunto a nuestros aliados cuando hubiésemos hecho algún progreso, cuando supiésemos la importancia del daño. Me gustaría esperar y ver lo que puede hacer ese Preston. Al menos por unos días.

—La valoración del daño es esencial —asintió Sir Anthony—. Y esto parece casi imposible hasta que encontremos a Chummy y consigamos que responda a unas cuantas preguntas. Así, de momento, dependemos, al parecer, de los progresos de Preston.

—Esto suena como el título de una novela —murmuró uno del grupo al levantarse la sesión.

Los subsecretarios permanentes fueron a informar confidencialmente a sus ministros, y Sir Martin Flannery pensó que pasaría un mal rato con la temible Mrs. Margaret Thatcher.

—Al día siguiente, en Moscú, otro comité celebró su reunión inaugural.

El comandante Pavlov había telefoneado inmediatamente después del almuerzo para decir que recogería al camarada coronel a las seis: el camarada secretario general del PCUS deseaba verle. Philby presumió —acertadamente— que el aviso con cinco horas de anticipación era para que se pudiese presentar sobrio y correctamente vestido.

A aquella hora, las calles estaban atestadas a causa del lento tráfico impuesto por la nevada, pero el «Chaika» con placas de matrícula MOC había corrido a toda velocidad por el carril del centro reservado a los vlasti, los peces gordos de lo que era la sociedad sin clase soñada por Marx una sociedad rígidamente estructurada, con capas bien diferenciadas como sólo pueden darse en una vasta jerarquía burocrática.

Cuando pasaron por delante del «Hotel Ukraina», Philby pensó que seguiría hasta la dacha de Usovo, pero, al cabo de medio kilómetro, giraron en dirección a la vigilada entrada del enorme bloque de ocho pisos del número 26 de Éutuzovski Prospekt. Philby estaba sorprendido; entrar en los departamentos privados del Politburó era un extraordinario honor.

Hombres de paisano del Noveno Directorio paseaban 93 arriba y abajo por la acera, pero junto a la puerta de acero de la verja había otros que iban de uniforme, con gruesos capotes grises, shapkas de piel con las orejeras bajadas y la insignia azul de los Guardias del Kremlin. El comandante Pavlov se identificó, y la puerta de acero fue abierta. El «Chaika» entró en el patio y aparcó.

Sin decir palabra, el comandante condujo a Philby al interior del edificio, después de otras dos identificaciones y de pasar por un detector de metales oculto y por una instalación de rayos X. Tomaron el ascensor. Se detuvieron en la tercera planta: todo el piso lo ocupaba el secretario general. El comandante Pavlov llamó a una puerta; ésta se abrió y apareció un mayordomo vestido de blanco, que hizo ademán a Philby para que entrase. El silencioso comandante se retiró y la puerta se cerró detrás de Philby. El mayordomo tomó su abrigo y su sombrero y le hizo pasar a un amplio salón, muy caldeado desde que el viejo sentía frío, pero amueblado con sorprendente sencillez.

A diferencia de Leónidas Breznev, amante del ornato, el rococó y el lujo, el actual secretario general tenía fama de asceta en sus gustos. Los muebles eran de madera blanca sueca o finlandesa, escasos, sencillos y funcionales. Aparte dos alfombras de Bujara, de valor sin duda incalculable, no se veía ninguna pieza antigua. Había una mesita de café baja y cuatro sillones a su alrededor, dejando un espacio en una punta para un quinto sillón, ahora inexistente. Había tres hombres en pie, pues nadie podía sentarse sin permiso. Philby les conocía, y se saludaron.

Uno de ellos era el profesor Vladimir Ilich Krilov. Era profesor de Historia Moderna en la Universidad de Moscú. Su verdadera importancia estaba en que era una enciclopedia ambulante sobre el tema de los partidos socialistas y comunistas de la Europa Occidental y, especialmente, de Gran Bretaña. Más importante aún, era miembro del Soviet Supremo, el Parlamento marioneta y unipartidista de la URSS, miembro de la Academia de Ciencias y, a menudo, asesor del Departamento Internacional del Comité Central, del que había sido antaño jefe el secretario general.

El hombre de paisano, pero de aspecto militar, era el general Piotr Sergueivich Marchenko, al que Philby sólo conocía vagamente, pero del que sabía que era un oficial importante del GRU, cuerpo de información militar de las Fuerzas Armadas soviéticas. Marchenko era experto en las técnicas de seguridad interior y de su contrapartida, la desestabilización y había estudiado en particular las democracias de la Europa Occidental y, durante la mitad de su vida, sus fuerzas de Policía y de seguridad interna.

El tercero era el doctor Josef Viktorovich Rogov, también académico, dedicado a la Física. Pero debía su fama a otro título: el de gran maestro del ajedrez. Se sabía que era uno de los pocos amigos personales del secretario general, un hombre al que el líder soviético llamó varia veces en el pasado, cuando necesitó emplear su notable cerebro en las fases de programación de ciertas operaciones.

Los cuatro hombres llevaban dos minutos allí cuando se abrió la puerta de doble hoja del fondo del salón y entró el amo indiscutido de la Rusia soviética y de sus dominio y satélites. Iba en una silla de ruedas, empujada por un criado alto y de chaqueta blanca. La silla fue empujada hasta el sitio vacante que le estaba reservado.

—Siéntense, por favor —dijo el secretario general.

Philby se sorprendió al ver cómo había cambiado aquel hombre. A sus setenta y cinco años, tenía en la cara y dorso de las manos las manchas propias de un hombre viejísimo. La operación quirúrgica a corazón abierto 1981 parecía haber dado buen resultado, y el marcapasos cumplía su función. Sin embargo, aparentaba estar sumamente delicado.

Los cabellos blancos, espesos y lustrosos de las fotografías del Primero de Mayo, que le daban el aspecto de un apreciado médico de cabecera, habían desaparecido casi por completo. Tenía unas manchas de color castaño alrededor de ambos ojos.

A más de un kilómetro de allí, subiendo por Kutúzovski Prospekt, cerca del viejo pueblo de Kuntsevo e instalado en un extenso terreno cercado por una valla de troncos dos metros en el corazón de un bosque de abedules, se levantaba el hospital exclusivo del Comité Central. Era una ampliación modernizada del viejo Clínico de Kuntsevo.

En el recinto del hospital se hallaba la antigua dacha de Stalin, el bungalow sorprendentemente modesto donde tanto tiempo había pasado el tirano y donde, al fin, murió. Ésta dacha había sido convertida en la unidad de cuidad intensivos más moderna del país, en beneficio del hombre que estaba ahora sentado en su silla de ruedas observando uno a uno a sus visitantes.

Seis eminentes especialistas estaban de guardia permanente en la dacha de Kuntsevo, y a ellos acudía todas las semanas el secretario general para su tratamiento. Saltaba a la vista que a duras penas conseguían mantenerlo vivo. Pero el cerebro seguía en su sitio, detrás de aquellos ojos helados que miraban a través de las gafas con montura de oro. Raras veces pestañeaba y, cuando lo hacía, muy despacio, parecía un ave de rapiña.

No perdió tiempo en preámbulos. Philby sabía que no lo perdía nunca. Saludó con la cabeza a los otros tres y dijo:

—Ustedes, camaradas, han leído los memorándums de nuestro amigo el camarada coronel Philby.

No era una pregunta, pero los tres hombres asintieron con la cabeza.

—Entonces no les sorprenderá saber que considero la victoria del Partido Laborista británico, y por ende la del ala de extrema izquierda de dicho partido, un asunto de máximo interés para los soviets. Deseo que ustedes cuatro formen un comité muy discreto para asesorarme sobre cualquier método que consideren que puede ayudarnos a contribuir, secretamente desde luego, a esta victoria.

No discutirán esto con nadie. Si redactan algún documento, lo harán personalmente. Quemarán todas las notas. Las sesiones se celebrarán en sus residencias particulares. No se reunirán en público. No consultarán con nadie más. Y me informarán personalmente, telefoneando aquí y preguntando por el comandante Pavlov. Entonces convocaré una reunión para que me informen de sus proyectos.

Philby comprendió que el líder soviético se había tomado la reserva sumamente en serio. Podía haber celebrado esta entrevista en sus oficinas del edificio del Comité Central, el gran bloque gris de Nóvaia Ploshed, donde han trabajado todos los líderes soviéticos desde los tiempos de Stalin. Pero otros miembros del Politburó habrían podido verles entrar o salir, o haberse enterado de su presencia. Evidentemente, el secretario general había querido crear un comité absolutamente privado y del que nadie más debía tener conocimiento.

Había otra cosa extraña. Aparte él mismo —y estaba retirado—, no había allí nadie de la KGB, a pesar de que el Primer Directorio tenía unos archivos enormes sobre Gran Bretaña y una gran cantidad de expertos. Por razones que sólo él sabía, el astuto líder había resuelto mantener el asunto fuera del Servicio del que antaño había sido presidente.

—¿Alguna pregunta?

Philby levantó una mano vacilante. El secretario general asintió con la cabeza.

—Camarada secretario general, yo solía conducir mi propio «Volga» para ir de un lado a otro. Después del ataque que sufrí el año pasado, los médicos me lo prohibieron. Ahora es mi esposa la que conduce. Pero, en este caso, por mor de la reserva…

—Pondré un conductor de la KGB a su disposición mientras dure esto —dijo suavemente el secretario general.

Todos sabían que los otros tres hombres tenían ya conductores, como les correspondía por derecho.

No hubo más preguntas. El criado, a una seña de su amo, empujó la silla de ruedas con su ocupante, saliendo por la puerta de atrás.

Los cuatro consejeros se levantaron y se dispusieron a marcharse. Dos días más tarde, en la dacha de campo de uno de los dos académicos, el Comité Albión inició una sesión intensiva.

Fuese o no cosa de novela, lo cierto era que Preston estaba haciendo algún progreso. Incluso mientras se celebraba la sesión inaugural de Paragon, estaba metido de cabeza en el Registro, en los sótanos del Ministerio de Defensa.

—Bertie —había dicho al general de brigada Capstick—, para el personal de aquí no soy más que un recién llegado, dispuesto a incordiar a todo el mundo. Diles que sólo estoy tratando de quedar bien ante mis superiores. Comprobaciones de rutina, nada de que preocuparse, sólo molesto como un forúnculo en el culo.

Capstick le había ayudado, voceando a los cuatro vientos que el nuevo jefe de C.1(A) recorría todos los Ministerios demostrando un afán digno de un castor. Los empleados del Registro ponían los ojos en blanco y colaboraban con mal disimulada impaciencia. Pero esto permitía a Preston examinar los archivos, las entradas y salidas y, sobre todo y en primer lugar, las fechas.

No tardó en descubrir algo. Todos los documentos, salvo uno, habían estado a disposición del Foreign Office y del Consejo de Ministros, ya que todos se referían a los aliados de Gran Bretaña en la OTAN y a las zonas de reacción conjunta de la OTAN a diversas posibles iniciativas soviéticas.

Pero un documento no había salido del Ministerio. El subsecretario permanente, Sir Peregrine Jones, había regresado hacía poco de unas conversaciones con el Pentágono en Washington; el tema había sido las misiones de patrulla por submarinos nucleares británicos y norteamericanos en el Mediterráneo, el Atlántico Central y del Sur y el océano Índico. Había preparado unos apuntes sobre sus conversaciones y los había hecho circular entre unos cuantos viejos «mandarines» del Ministerio. El hecho de que este documento figurase entre los papeles hurtados, en forma de fotocopia, significaba al menos que la filtración se había producido dentro de este Ministerio.

Preston empezó a analizar la distribución de los documentos de máximo secreto en varios meses. Estaba claro que los documentos devueltos —desde el primero hasta el último— abarcaban un período de cuatro semanas. También era evidente que los «mandarines» que tuvieron todos aquellos documentos en su mesa, habían tenido también otros. Por consiguiente, el ladrón los había seleccionado.

Había veinticuatro hombres que podían haber tenido acceso a todos los diez documentos: así lo estableció Preston al final de su segunda jornada. Entonces empezó a comprobar ausencias de la oficina, viajes al extranjero, casos de gripe, eliminando a todos aquellos que habían estado fuera durante el período de la sustracción.

Dos cosas dificultaban su labor. En primer lugar, tenía que fingir que examinaba un montón de otras salidas de documentos para no llamar la atención sobre aquellos diez en particular. Incluso los empleados del Registro se van a veces de la lengua, y el ladrón podía haber sido un miembro modesto del personal, a nivel de secretario o mecanógrafo, capaz de chismorrear con un escribiente ante una taza de café. En segundo lugar, no podía subir a los pisos de arriba para comprobar el número de fotocopias hechas de los originales. Sabía que era corriente que un hombre al que se comunicase oficialmente un documento secreto quisiera recabar el consejo de un colega. En tal caso, se hacía una fotocopia, se numeraba y se daba al colega. Al devolverla éste, se destruía, aunque no se había hecho en este caso. Después, el documento original volvía al Registro. Pero varios pares de ojos podían haber visto las fotocopias. Para resolver el segundo problema volvió al Ministerio con Capstick después de anochecer y pasó dos noches en los pisos superiores, vacíos a excepción de las indiferentes mujeres de la limpieza, comprobando el número de fotocopias que se habían hecho. Cuando un documento había pasado a un alto funcionario y éste no había sacado ninguna copia antes de devolverlo al Registro, esto le permitía avanzar en su proceso de eliminación. El 27 de enero acudió de nuevo a Charles Street, con una hoja provisional de los progresos que había hecho.

Le recibió Brian Harcourt-Smith. Sir Bernard volvía a estar ausente de la oficina.

—Me alegro de que nos traiga algo, John —dijo Harcourt-Smith—. He recibido dos llamadas de Anthony Plumb. Parece que la gente de Paragon está apremiando. Suelte lo que tenga que decir.

—En primer lugar —empezó a decir Preston—, hablemos de los documentos. Fueron cuidadosamente seleccionados, como si nuestro ladrón cogiese sólo el material que se le había ordenado. Esto requiere pericia. Por tanto, creo que podemos eliminar al personal de bajo nivel. Éste hubiese operado bajo el síndrome de la urraca, agarrando cuanto se pusiera a su alcance. No es más que una opinión, pero reduce mucho el número. Pienso que es alguien con experiencia y que está al tanto del contenido. Esto elimina a los escribientes y a los mensajeros. En todo caso, la filtración no se produjo en el Registro. No hay sellos rotos, ni retiradas ilícitas, ni copias no autorizadas.

Harcourt-Smith asintió con la cabeza.

—Entonces, ¿piensa que es cosa de arriba?

Sí, Brian; eso es lo que pienso. Y voy a darle la segunda razón. Pasé dos noches comprobando todas las copias que se habían hecho. No hay discrepancias. Por consiguiente, sólo queda una cosa: la destrucción de las copias. Alguien tenía que destruir tres copias y sólo destruyó dos, sacando la tercera del edificio. Pasemos ahora al número de altos funcionarios que pudieron hacerlo.

Hay veinticuatro que podían tener acceso a los diez documentos. Creo que puedo eliminar a doce, puesto que sólo recibió una copia cada uno para aconsejar al que se la había dado. Las normas son muy claras a este respecto. El hombre que recibe una fotocopia para este fin debe de volverla al que se la remitió. Retenerla sería muy irregular y despertaría sospechas. Retener diez sería inaudito. Con esto llegamos a los doce hombres que sacaron los originales del Registro.

De éstos, tres estaban ausentes por diferentes razones los días que constan como fechas de retirada en las fotocopias devueltas por el remitente anónimo. Éstos hombres retiraron documentos en otras fechas y, por tanto, deben ser eliminados. Quedan nueve.

De estos nueve, cuatro no hicieron sacar ninguna copia con fines de consulta y, desde luego, es imposible hacer copias no autorizadas y sin que queden registradas.

—Por consiguiente, quedan cinco —murmuró Harcourt-Smith.

—Exacto. Lo que voy a decirle ahora es sólo una teoría, pero es la mejor que se me ocurre de momento. Durante el período en cuestión, tres de estos cinco hombres tuvieron en sus manos otros documentos del mismo tipo que los sustraídos, pero mucho más interesantes, y, sin embargo, no fueron hurtados. Lógicamente, habrían tenido que serlo. Esto nos deja sólo dos hombres. No hay nada seguro, pero son los principales sospechosos.

Empujó dos legajos sobre la mesa. Harcourt-Smith los miró con curiosidad.

—Sir Richard Peters y Mr. George Berenson —leyó—. El primero es el subsecretario ayudante responsable de Política Internacional e Industrial, y el segundo, jefe delegado de Abastecimientos de Defensa. Desde luego, ambos deben tener personal propio.

—Sí.

—Pero no están en su lista de sospechosos. ¿Puedo preguntar por qué?

Son sospechosos —replicó Preston—. Éstos dos hombres confiarían probablemente en su personal para que hiciesen las copias y después las destruyesen. Pero esto amplía la lista a doce personas. Si pudiésemos descartar a los dos hombres de arriba, atrapara los de abajo con la colaboración del jefe del Departamento, sería un juego de niños. Me gustaría empezar con los dos más altos.

—¿Qué le interesa? —preguntó Harcourt-Smith.

—Una vigilancia total, pero discreta, de ambos hombres durante un período limitado, incluyendo la intervención de la correspondencia y el teléfono —dijo Preston.

—Lo pediré al Comité Paragon —dijo Harcourt-Smith—. Pero son hombres importantes. Será mejor que no se equivoque.

La segunda reunión de Paragon se celebró en el COBRA a última hora de aquella tarde. Harcourt-Smith asistió en representación de Sir Bernard Hemmings. Llevaba una copia del informe de Preston para cada uno de los presentes. Los personajes lo leyeron en silencio. Cuando todos hubieron terminado, Sir Anthony Plumb preguntó:

—¿Y bien?

—Parece lógico —opinó Sir Hubert Villiers.

—Creo que Mr. Preston ha aprovechado el tiempo —intervino Sir Nigel Irvine.

Harcourt-Smith sonrió débilmente.

—Desde luego —asintió—, puede que no sea ninguno de estos dos caballeros importantes. Una mecanógrafa a quien se hubiesen confiado las copias para destruirlas habría podido apoderarse fácilmente de todos los documentos.

Brian Harcourt-Smith era producto de un colegio particular muy poco importante y conservaba de él una visible y completamente innecesaria belicosidad. Bajo su pulida superficie albergaba una considerable capacidad para el resentimiento. Toda su vida había estado resentido por la aparente facilidad con que los hombres que le rodeaban podían manejar los negocios de la vida. Envidiaba su tupida red de contactos y amistades, con frecuencia forjados mucho tiempo atrás en colegios, Universidades o regimientos combatientes, que les permitía conseguir lo que querían. La llamaban la «vieja red» o el «círculo mágico», y lamentaba, sobre todo, no ser miembro de ella.

Un día —se había dicho muchas veces—, cuando tuviese una Dirección General y un título de nobleza, se sentaría entre aquellos hombres como su igual, y le escucharían, ya lo creo que le escucharían.

En el extremo de la mesa, Sir Nigel Irvine, hombre receptivo, captó la expresión de la mirada de Harcourt-Smith y se sintió inquieto. «Éste hombre es muy propenso a la cólera», pensó. Irvine era contemporáneo de Sir Bernard Hemmings y llevaban mucho tiempo juntos. Se preguntó qué pasaría cuando se produjese la sucesión en otoño. Consideró el rencor latente en Harcourt-Smith, su ambición oculta y adónde llevarían ambas cosas, si era que no habían llevado ya a alguna parte.

—Bueno, hemos oído lo que quiere Mr. Preston —dijo Sir Anthony Plumb—. Una vigilancia total. ¿Se aprueba?

Todas las manos se levantaron.

Todos los viernes se celebra en MI5 lo que llaman conferencia de «peticiones». Preside el director de «K», el de las Secciones Conjuntas. En la conferencia, los otros directores formulan las peticiones que consideran necesarias: dinero, servicios técnicos y vigilancia de sus principales sospechosos. La mayor presión se ejerce siempre sobre el director de «A», que controla los vigilantes. Aquélla semana, la conferencia del viernes se halló con que ya se había dispuesto de los vigilantes. Los que asistieron a ella el viernes 30 de enero se encontraron con el armario vacío. Dos días antes, Harcourt-Smith, a requerimiento de Paragon, había destinado a Preston los vigilantes que necesitaba éste.

A seis vigilantes por equipo —cuatro en activo y dos en coches aparcados— y cuatro equipos cada veinticuatro horas, con dos hombres para observar, había sacado a cuarenta y ocho vigilantes de sus otros deberes. Esto era un abuso, pero nadie podía remediarlo.

Hay dos sujetos —dijeron los oficiales instructores de «Cork» a los equipos—, éste y éste. Uno de ellos es casado, pero su esposa está en el campo. Viven en un apartamento del West End, y él suele ir a pie al Ministerio todas las mañanas, caminando aproximadamente unos dos kilómetros. El otro es soltero y vive en las afueras de Edenbridge, en Kent. Va y viene en tren todos los días. Empezaremos mañana.

La Ayuda Técnica se encargó de intervenir el teléfono y la correspondencia, y tanto Sir Richard Peters como Mr. George Berenson pasaron a ser examinados bajo microscopio.

Pero llegaron demasiado tarde para observar la entrega a mano de un paquete en Fontenoy House. Lo recibió del portero de la casa el destinatario, al regresar éste de su trabajo. Contenía una copia de los diamantes Glen, en piedras de circonio, y fue depositado en el «Banco Coutts» al día siguiente.