Eran cuatro los hombres que fueron a visitar a Raoul Levy. Altos y corpulentos, llegaron en dos automóviles. El primer coche se detuvo ante el bungalow de Levy, en la Molenstraat, mientras que el segundo separó a unos cien metros calle arriba.
Dos hombres se apearon del primer coche y se dirigieron con paso vivo a la puerta de la entrada. Los dos conductores esperaron, con las luces apagadas y los motores en marcha. Eran poco más de las siete de la tarde; el tiempo era crudo, y la oscuridad, total, y no pasaba nadie por la Molenstraat a tales horas del 15 de enero.
Los hombres que llamaron a la puerta eran resueltos e iban a la suya, como si no pudiesen perder tiempo y deseasen terminar su trabajo lo antes posible. No se presentaron cuando Levy abrió la puerta. Se limitaron a entrar y cerrar la puerta a sus espaldas. La protesta de Levy empezaba a brotar de su garganta cuando fue bruscamente interrumpida por cuatro dedos clavados en su plexo solar.
Los dos hombrones le echaron el abrigo sobre los hombros, le encasquetaron el sombrero, cerraron la puerta de golpe y le llevaron con destreza hacia el coche, cuya puerta trasera se abrió al acercarse ellos. Cuando arrancaron, con Levy entre ellos en el asiento trasero, sólo habían transcurrido veinte segundos.
Le llevaron al Kesselse Heide, un gran parque público situado al noroeste de Nijlen, cuyo espacio de césped, brezos, robles y coníferas diversas estaba absolutamente desierto. Lejos de la carretera, en el corazón del brezal, se detuvieron los dos coches. El conductor del segundo vehículo, que sería el encargado del interrogatorio, se deslizó en el asiento adyacente al del conductor.
Se volvió hacia la parte trasera del automóvil e hizo una señal con la cabeza a sus dos colegas. El que estaba sentado a la derecha de Levy rodeó con los brazos al pequeño pulidor de diamantes para que se estuviese quieto y le tapó la boca con una de sus manos enguantadas. El otro hombre sacó un par de pesados alicates, cogió la mano izquierda de Levy y le aplastó hábilmente tres nudillos, uno tras otro.
Lo que espantó a Levy, más aún que el terrible dolor, fue que no le hubieran preguntado nada. Parecían no tener interés por nada. Cuando los alicates le destrozaron el nudillo del cuarto, Levy chilló para que le hiciesen preguntas.
El interrogador del asiento delantero asintió con la cabeza y dijo:
—¿Quieres hablar?
Levy asintió furiosamente con la cabeza. El hombre le quitó la mano de la boca. Levy soltó un largo y entrecortado gemido.
Cuando hubo terminado, preguntó el inquisidor:
—¿Dónde están los diamantes de Londres?
Hablaba en flamenco, pero con marcado acento extranjero. Levy se lo dijo inmediatamente. Ninguna cantidad de dinero podía compensar la pérdida de sus manos y de su vida. El interrogador consideró fríamente la información.
—Las llaves —dijo.
Estaban en el bolsillo del pantalón de Levy. El interrogador las cogió y bajó del coche. Poco después, el segundo automóvil rodó sobre la crujiente hierba y se dirigió a la carretera. Estuvo ausente durante cincuenta minutos.
Durante este tiempo, Levy no paró de temblar y de cogerse la destrozada mano. Los hombres de ambos lados parecían haber perdido todo interés por él. El conductor permaneció sentado y mirando fijamente al frente, con las manos enguantadas sobre el volante. Cuando volvió el inquisidor, no mencionó para nada las cuatro gemas que llevaba en el bolsillo. Se limitó a decir:
—Una última pregunta. ¿Quién los trajo?
Levy sacudió la cabeza. El interrogador suspiró a causa de la pérdida de tiempo, e hizo una señal con la cabeza al hombre sentado a la derecha de Levy. Los dos brutos invirtieron sus papeles. El de la derecha tomó los alicates y la mano derecha de Levy. Después de aplastarle dos nudillos de esta mano, Levy se lo dijo. El interrogador le hizo un par de breves preguntas complementarias y pareció satisfecho. Bajó del automóvil y volvió al suyo. Los dos vehículos volvieron uno tras otro a la carretera. Regresaron hacia Nijlen.
Al pasar por delante de su casa, Levy vio que estaba cerrada y a oscuras. Esperó que le dejasen allí, pero no lo hicieron. Cruzaron el centro de la población y continuaron hacia el Este. Las luces de los cafés, cálidos y cómodos refugios contra el aire helado del invierno, pasaban por delante de las ventanillas del coche, pero salía de allí. Levy pudo ver incluso la palabra «Politie» en un rótulo de neón azul sobre la comisaría de Policía, frente a la iglesia, pero tampoco salió nadie de ella.
A tres kilómetros al este de Nijlen, la Looy Straat cruza las vías del ferrocarril en un punto donde la línea de Lier a Herentals es recta como una flecha, y las grandes loco motoras diésel eléctricas alcanzan velocidades de más de cien kilómetros por hora. A ambos lados del paso a nivel hay unas granjas. Los dos coches se detuvieron antes de aquel cruce y apagaron las luces y los motores.
Sin decir palabra, el conductor abrió la guantera, sacó una botella y la tendió a sus dos colegas. Uno de éstos le tapó la nariz a Levy y el otro le obligó a engullir el blanco aguardiente de una marca local. Cuando hubo trasegado tres cuartos de botella, interrumpieron la operación y le soltaron. Raoul Levy empezó a sumirse en una obnubilación alcohólica. Incluso menguó un poco su dolor. Los tres hombres del coche y el que les precedía, esperaron.
A las once y cuarto, el interrogador llegó del primer automóvil y murmuró algo a través de la ventanilla. Levy estaba ya inconsciente, pero se movía a sacudidas. Los que estaban a su lado le sacaron del coche y le llevaron medio a rastras hacia la vía. A las once y veintiún minutos le dieron un fuerte golpe en la cabeza con una barra de hierro, y Levy murió. Después le depositaron sobre los raíles, con las destrozadas manos encima de uno de ellos y la rota cabeza junto a él. A las once y nueve minutos en punto, como siempre, Hans Grobbelaar sacó el último tren directo nocturno de la estación de Lier. Era un viaje de rutina y estaría en la caliente cama de su casa en Herentals a la una de la madrugada. No había ninguna parada en el trayecto y cruzó puntualmente Nijlen a las once y diecinueve. Después de los cruces de vía de aquella población, aceleró la marcha y enfiló la recta hacia el paso a nivel de Looy Straat, a más de cien kilómetros por hora, con el faro de la gran «6.268» iluminando la vía a una distancia de cien metros.
Poco antes de llegar a Looy Straat vio una figura tendida en la vía y frenó. Chorros de chispas brotaron de las ruedas. El tren de mercancías empezó a detenerse, pero no con la rapidez suficiente. Hans, boquiabierto, observó, a través del parabrisas, cómo avanzaba el faro en dirección a la encogida figura. A dos ferroviarios les había ocurrido esto antes que a él; las víctimas habían sido suicidas o borrachos, nadie lo sabía ni lo supo jamás. Habían dicho que con aquella clase de máquina ni siquiera se sentía el golpe. Él no lo sintió. La chirriante locomotora pasó sobre el lugar a cuarenta y ocho kilómetros por hora.
Cuando, por fin, se detuvo, Hans no se atrevió a mirar. Corrió a una de las granjas y dio la alarma. Cuando llegó la Policía con linternas, la masa que había debajo de las ruedas parecía jalea de fresas. Hans Grobbelaar no llegó a su casa hasta el amanecer.
Aquélla misma mañana, pero cuatro horas más tarde, John Preston entró en el vestíbulo del Ministerio de Defensa en Whitehall, se acercó a recepción y se identificó por medio de su pasaporte universal. Tras la inevitable comprobación con el hombre al que iba a ver, fue conducido al ascensor y, a lo largo de varios corredores, a la oficina del jefe de seguridad interior del Ministerio, en una habitación de la parte trasera del edificio, con vistas al Támesis.
El general de brigada Bertie Capstick había cambiado poco desde que Preston le viera por última vez en Ulster, hacía años. Alto, vivaracho y cordial, de mejillas coloradas que le daban más aspecto de agricultor que de soldado, avanzó exclamando:
—¡Johnny, hijo mío, qué sorpresa! Pasa, pasa.
Aunque sólo tenía diez años más que Preston, Bertie Capstick tenía la costumbre de llamar «hijo mío» a casi todos los que eran más jóvenes que él, y esto le daba un aire paternal que concordaba con su aspecto. Pero antaño había sido un rudo soldado, que había penetrado profundamente en territorio terrorista durante la campaña de Malasia y mandado más tarde un grupo de expertos en infiltración en las selvas de Borneo, durante la que ahora era llamada emergencia de Indonesia.
Capstick le invitó a sentarse y sacó de un armario una botella de licor de malta.
—¿Quieres un trago?
—Es muy temprano —protestó Preston.
Eran poco más de las once.
—Tonterías. Bebamos por los viejos tiempos. De todos modos, el café que sirven aquí es horrible.
Capstick se sentó y empujó el vaso hacia Preston en cima de la mesa.
—Bueno, ¿qué te han hecho, hijo mío?
Preston hizo una mueca.
—Ya te dije por teléfono lo que me habían encargado —dijo—. Un maldito trabajo de policía. Y no quiero ofenderte, Bertie.
—Bueno, lo mismo me ocurre a mí, Johnny. Estoy hecho polvo. Claro que ahora soy OR (oficial retirado), y por eso no me va tan mal. Me jubilé a los cincuenta y cinco y conseguí este enchufe. No está mal del todo. Tomo el tren todos los días, compruebo todas las medidas de seguridad, me cercioro de que nadie se porta mal y vuelvo a casa junto a mi mujercita. Podría ser peor. De todos modos, brindemos por los viejos tiempos.
—Salud —dijo Preston, y bebieron ambos.
«Los viejos tiempos no habían sido tan buenos», pensó Preston. Cuando había visto por última vez a Bertie Capstick, a la sazón coronel, hacía casi seis años, el engañosamente extrovertido oficial era director delegado de información militar en Irlanda del Norte y trabajaba en aquel complejo de edificios de Lisburn cuyos bancos de datos podían decir al investigador hasta qué hombre del IRA se había rascado recientemente las nalgas.
Preston había sido uno de sus «muchachos», que trabajaba de paisano y bajo disfraz, moviéndose en los peligrosos ghettos provo para hablar con confidentes o recoger mensajes en buzones secretos. Bertie Capstick le había apoyado fielmente ante los severos servidores civiles de Holyrood House cuando Preston fue «quemado» y casi muerto en el curso de una misión encargada por Capstick.
Esto había ocurrido el 28 de mayo de 1981, y los periódicos habían publicado algunos detalles sueltos al día siguiente: Preston había entrado en el distrito de Bogside en Londonderry, en un coche sin distintivos, para entrevistarse con un confidente. Nunca se supo si hubo una filtración en las alturas, si el coche que conducía había sido empleado demasiado a menudo o si su cara había sido identificada por el espionaje de los provos. Lo cierto fue que aquello constituyó un fracaso. Al entrar en el reducto republicano, un coche con cuatro provos armados salió de una calle lateral y le siguió.
Preston lo descubrió rápidamente por el espejo retrovisor y anuló la cita. Pero los provisionales no se contentaron con esto. En el corazón del ghetto cruzaron su automóvil delante de él y se apearon de pronto, dos con «Armalites» y uno con una pistola.
Sin ningún lugar al que poder ir, salvo al cielo o al infierno, Preston tomó la iniciativa. Contra todas las probabilidades, y para consternación de sus atacantes, saltó de su coche y rodó por el suelo en el preciso instante en que los «Armalites» acribillaban su vehículo. Él tenía en la mano su «Browning» de trece proyectiles de nueve milímetros. La vació contra ellos desde el suelo. Ellos habían esperado que muriese decentemente, y estaban muy juntos.
Los rápidos disparos mataron a dos atacantes en el acto y arrancaron un trozo de carne del cuello del tercero. El conductor provo arrancó a toda velocidad y desapareció entre una humareda de caucho recalentado. Preston se dirigió a un refugio donde había cuatro soldados SAS, que le retuvieron hasta que llegó Capstick para llevarle a casa.
Naturalmente, se armó un jaleo de todos los diablos: investigaciones, interrogatorios, preocupación en las alturas. Desde luego, no podía pensarse en que continuase en su puesto. Estaba total y realmente «quemado», según la jerga del oficio, es decir, había sido identificado. Ya no podía ser útil. El provo superviviente le reconocería si volvía a verle. Ni siquiera le permitieron que volviese a su antiguo regimiento de paracaidistas, en Aldershot. ¿Quién sabía cuántos provos estarían rodando por Aldershot?
Le habían ofrecido Hong Kong o la puerta de salida. Entonces, Bertie Capstick habló con un amigo. Había una tercera alternativa. Abandonar el Ejército a sus cuarenta y un años con el grado de comandante, o ingresar tardíamente en MI5. Había elegido esto último.
—¿Algo de particular? —preguntó Capstick.
Preston sacudió la cabeza.
—Sólo una serie de visitas para darme a conocer —dijo.
—No te preocupes, Johnny. Ahora que sé que estás aquí, te llamaré si surge algo que parezca más importante que malversar los fondos de Navidad. A propósito, ¿cómo está Julia?
—Lamento decirte que me dejó. Hace tres años.
—¡Oh, lo siento!
El rostro de Bertie Capstick se contrajo con sincero pesar.
—¿Otro tipo?
—No. No entonces. Supongo que ahora habrá alguien. Fue sólo por cuestión de trabajo…, ya sabes.
Capstick asintió tristemente con la cabeza.
—Mi Betty fue siempre muy buena a este respecto —replicó—. He pasado mi vida fuera de casa. Pero ella no se movía. Mantenía el fuego encendido. Sin embargo, esto no es vida para una mujer. He visto muchos casos como el tuyo. En fin, mala suerte. ¿Ves al chico?
—De vez en cuando —dijo Preston.
Capstick no podía haberle tocado un nervio más sensible. Preston guardaba dos fotografías en su pequeño y solitario piso de South Kensington. Una era de Julia y él, el día de su boda; él, a sus veintiséis años, muy elegante con su uniforme del Regimiento de Paracaidistas, y ella, a los veinte, hermosa con su vestido blanco. La otra fotografía era de su hijo, Tommy, que significaba para él más que la vida misma.
Habían llevado una vida normal en una serie de residencias para oficiales casados, y Tommy nació al cabo de ocho años. Su llegada había entusiasmado a John Preston, pero no a su esposa. Poco después, Julia había empezado a cansarse de los trabajos de la maternidad, a lamentarse de la soledad en que la dejaban las ausencias de su marido y a quejarse de la falta de dinero. Le atosigaba para que abandonase el Ejército y ganase más en la vida civil, negándose a comprender que a él le gustaba su trabajo y que el tedio de una mesa en un comercio o una industria le habría llevado a la locura.
Fue trasladado al Cuerpo de Información, pero esto empeoró las cosas. Le enviaron al Ulster, donde las mujeres no podían seguir a sus maridos. Entonces empezó su trabajo subterráneo y se rompió todo contacto. Después del incidente de Bogside ella expresó claramente lo que sentía. Hicieron otra prueba, viviendo en los suburbios mientras él trabajaba en «Cinco», volviendo casi cada noche a Sydenham. Esto había resuelto la cuestión de las ausencias, pero las relaciones matrimoniales se habían agriado. Julia quería más de lo que podía ofrecerle el salario de él, por haber ingresado tardíamente en «Cinco».
Ella había aceptado un trabajo de recepcionista en una casa de modas del West End, cuando Tommy, que a la sazón tenía ocho años, había ingresado, a instancias de ella, en un colegio de pago local, próximo a su pequeña casa. Esto había empeorado aún más su economía. Un año más tarde, Julia se había separado definitivamente de su marido, llevándose a Tommy. Él sabía que ahora vivía con su jefe, lo bastante viejo como para ser su padre, pero capaz de ofrecerle una vida de lujo y de pagar el internado de Tommy en un colegio preparatorio de Tombridge. Ahora, Preston veía raras veces a su hijo de doce años.
Había propuesto el divorcio a su esposa, pero ésta lo rechazó, Después de tres años de separación, él habría podido conseguirlo de todas maneras, pero ella le había amenazado con reclamar la patria potestad de Tommy si no podía mantener al muchacho y pasarle a ella una pensión. Estaba atrapado y lo sabía. Ella le permitía tener a Tommy una semana en los períodos de vacaciones y un domingo en cada curso.
—Bueno, tengo que marcharme, Bertie. Ya sabes dónde estoy, si ocurre algo importante.
—Claro, claro —replicó Bertie Capstick, acompañándole hasta la puerta—. Cuídate mucho, Johnny. Ya quedan pocos buenos chicos como nosotros.
Se despidieron alegremente, y Preston volvió a Gordon Street.
Louis Zablonsky reconoció a los hombres que llegaron en una camioneta y llamaron a su puerta a hora avanzada de la noche de aquel sábado. Estaba solo en la casa, como era costumbre los sábados; Beryl había salido y no volvería hasta la madrugada. Presumió que ellos lo sabían.
Estaba viendo la última película en la televisión cuando sonó la llamada, y no le dio importancia. Fue a abrir la puerta, y ellos entraron en el recibidor cerrándola a sus espaldas. Eran tres. A diferencia de los cuatro que habían visitado a Raoul Levy dos días antes —incidente del que nada sabía, pues no leía los periódicos belgas—, éstos eran matones del East End londinense, «gorilas» en la jerga de los bajos fondos.
Dos de ellos eran brutos, delincuentes vulgares, capaces de cualquier cosa por obedecer las órdenes del tercero. Éste era delgado, picado de viruelas, de aspecto ruin y sucios cabellos rubios. Zablonsky no les conocía personal mente; pero los «reconoció»: los había visto. De uniforme, en los campos de concentración. Esto debilitó su voluntad de resistir. Comprendió que sería inútil. Los hombres de aquella clase siempre hacían lo que querían con la gente como él. Ni las súplicas ni la resistencia servirían de nada.
Le empujaron hacia el cuarto de estar y lo arrojaron sobre su propio sillón. Uno de los hombrones se colocó detrás de aquél, se inclinó hacia delante y sujetó a Zablonsky. El otro se quedó a un lado, acariciándose un puño con la palma de la otra mano. El rubio arrastró un taburete, lo dejó ante el sillón, se sentó a horcajadas en él y miró fijamente la cara del joyero.
—Pégale —dijo.
El «gorila» que estaba a la derecha de Zablonsky descargó un fuerte puñetazo en la boca de éste. Llevaba nudillos de metal. La boca del joyero se convirtió en una masa amorfa de dientes, labios, sangre y encías. El rubio sonrió.
—Ahí no —le reprendió amablemente—. Suponemos que va a hablar, ¿no es cierto? Más abajo.
El bruto largó otros dos puñetazos, esta vez al pecho de Zablonsky. Crujieron varias costillas. Un aullido estridente brotó de la boca del joyero. El rubio sonrió. Le gustaba aquel ruido.
Zablonsky se agitó débilmente, pero habría podido evitarse este trabajo. Los musculosos brazos le sujetaban con fuerza desde detrás del sillón, como le habían sujetado aquellos otros brazos sobre la mesa de piedra en el sur de Polonia tantos años atrás, mientras el hombre rubio seguía sonriendo.
—Has sido muy malo, Louis —murmuró el rubio—. Has hecho enfadar a un amigo mío. Sabe que tienes algo que le pertenece y quiere que se lo devuelvas.
Dijo al joyero lo que era. Zablonsky se tragó parte de la sangre que tenía en la boca.
—No está aquí —gimió.
El rubio reflexionó.
—Registrad la casa —dijo a sus compañeros—. No pondrá dificultades. Revolvedlo todo.
Los dos «gorilas» registraron la casa, dejando al rubio con el joyero en el cuarto de estar. Trabajaron minuciosamente durante una hora. Cuando hubieron terminado, no quedó por registrar ni un armario, una alacena, un cajón, una cesta o un escondrijo. El rubio se contentó con dar unos golpecitos en las costillas rotas del viejo. Poco después de medianoche, los «gorilas» volvieron del ático.
—Nada —dijo uno de ellos.
—Bueno, ¿quién lo tiene, Louis? —preguntó el rubio.
El no quiso decírselo, con que le golpearon una y otra vez hasta que lo hizo. Cuando el que estaba detrás del sillón lo soltó, cayó hacia delante sobre la alfombra y rodó sobre un costado. Su piel se estaba amoratando alrededor de los labios, los ojos estaban fijos y su respiración era breve y jadeante. Los tres hombres le miraron.
—Sufre un ataque al corazón —comentó curiosamente uno de ellos—. La está palmando.
—Le has pegado demasiado fuerte, ¿no? —dijo sarcásticamente el rubio—. Vámonos. Ya sabemos el nombre.
—¿Crees que ha dicho la verdad? —preguntó uno de los brutos.
—Sí; hace una hora tampoco nos mintió —respondió el rubio.
Los tres salieron de la casa, montaron en la camioneta y se alejaron. En la carretera, al sur de Golders Green, uno de los «gorilas» preguntó al rubio:
—¿Qué vamos a hacer ahora?
—Cállate; estoy pensando —replicó el rubio.
Al pequeño sádico le gustaba considerarse un jefe de criminales. En realidad, era muy poco inteligente y se hallaba perplejo. De una parte, sólo le había encargado visitar a un hombre y recuperar unos bienes robados. De otra parte, no los había recuperado. Cerca de Regent’s Park, vio una cabina telefónica.
—Párate aquí —dijo—. Tengo que llamar por teléfono.
El hombre que le contrató le había dado un número de teléfono, otra cabina telefónica y tres horas exactas en las que podía llamarle. Para la primera faltaban sólo unos minutos.
Beryl Zablonsky volvió de su velada sabatina poco antes de las dos de la madrugada. Aparcó su «Metro» al otro lado de la calle y entró en la casa, sorprendida al ver que las luces estaban todavía encendidas.
La esposa de Louis Zablonsky era una bonita judía de clase trabajadora, la cual había aprendido muy pronto que era estúpido y egoísta esperarlo todo de la vida. Hacía diez años, cuando tenía veinticinco, Zablonsky la sacó de la segunda fila de coristas de una mala comedia musical y le pidió que se casara con él. Le explicó lo referente a su impotencia, pero ella lo aceptó, a pesar de todo.
Aunque parezca extraño, resultó bien el matrimonio. Se mostró sumamente amable y trató a su esposa como un padre demasiado indulgente. La mujer le mimaba casi como una hija. Le había dado todo lo que había podido una bonita casa, vestidos, chucherías, dinero para sus gastos y tranquilidad, y ella le estaba agradecida.
Naturalmente, había una cosa que él no podía darle pero era comprensivo y tolerante. Lo único que pedía era no saber quiénes eran los otros, ni que ella le presentase a uno de ellos. A sus treinta y cinco años, Beryl estaba algo ajamonada, llamaba un poco la atención, tenía la sensualidad y el atractivo que seduce a los hombres más jóvenes y correspondía de buen grado a estos sentimientos Tenía un pequeño estudio en el East End para sus citas donde disfrutaba desvergonzadamente de sus veladas de sábado.
Dos minutos después de entrar en la casa, Beryl Zablonsky lloraba y pedía una ambulancia por teléfono. Seis minutos más tarde llegaron los sanitarios, pusieron al moribundo en una camilla y se esforzaron en conservar la vida hasta llegar al Hampstead Free. Beryl fue con él en la ambulancia.
Durante el trayecto, él tuvo un breve período de lucidez dijo a su esposa que acercase la cabeza a su sangrante boca. Ella, aguzando el oído, captó sus pocas palabras frunció el ceño, confusa. Fue todo lo que dijo él. Cuando llegaron a Hampstead, Louis Zablonsky fue un caso más de los que aquella noche «ingresaron cadáveres» en el hospital. Beryl Zablonsky sentía aún cierta debilidad por Jimmy Rawlings. Había tenido unos breves amoríos con él hace siete años, antes del matrimonio de Jim. Sabía que es matrimonio se había roto y que él vivía de nuevo solo en el apartamento de aquel piso alto de Wandsworth cuyo número de teléfono recordaba de memoria por haberlo marcado tantas veces.
Cuando le telefoneó, todavía estaba llorando y, al principio, Rawlings, adormilado como estaba, no reconoció la voz. Le llamaba desde una cabina pública del departamento de urgencias, y el aparato no cesaba de hacer ruido mientras ella echaba más monedas. Cuando, al fin, supo quién era, Rawlings escuchó el mensaje con creciente interés.
—¿Es todo lo que dijo…? ¿Sólo eso? Está bien, amor, cree que lo siento, lo siento de veras. Te veré cuando se apague todo ese follón. Piensa si puedo hacer algo por ti. Y… muchas gracias, Beryl.
Rawlings colgó el teléfono, pensó un momento e hizo dos llamadas seguidas. Ronnie, el chatarrero, fue el primero en llegar; Syd se presentó diez minutos más tarde. Ambos, de acuerdo con las instrucciones recibidas, venían preparados. Llegaron justo a tiempo. Porque el grupo visitante subió los ocho tramos de escalera quince minutos más tarde.
Al rubio no le gustaba aceptar el segundo contrato, pero el dinero adicional que le había prometido la voz por teléfono era demasiado como para ser rechazado. Él y sus compinches eran del East End y aborrecían pasar al sur del río. La inquina entre las bandas del East End y la chusma del sur de Londres es legendaria en los bajos fondos de la capital, y que uno del Sur «suba al Este» sin ser invitado, o viceversa, es garantía casi segura de una fuerte trifulca. Sin embargo, el rubio pensó que, a las tres y media de la mañana, todo estaría bastante tranquilo, podría realizar su trabajo y volver a sus «lares» sin ser descubierto.
Cuando Jim Rawlings abrió la puerta, una vigorosa mano le empujó por el pasillo hacia el cuarto de estar. Los dos «gorilas» entraron los primeros, con el rubio en retaguardia. Rawlings retrocedió rápidamente para dejarles entrar. Cuando el rubio cerró la puerta a su espalda, Ronnie salió de la cocina y derribó al primer «gorila» de un golpe con el mango de un hacha. Syd salió del armario de los abrigos a toda prisa y estrelló una barra de hierro contra el cráneo del segundo hombre. Ambos se derrumbaron como bueyes en el matadero.
El rubio iba a descorrer el pestillo de la puerta, tratando de refugiarse en el rellano, cuando Rawlings, pasando por encima de los cuerpos de los caídos, le agarró por el cogote e hizo que se diese de narices contra el cristal de un cuadro de la Virgen; nunca estuvo el hombrecillo más cerca de la religión organizada. El cristal se rompió, y varios añicos se clavaron en las mejillas del rubio.
Ronnie y Syd ataron a los dos «gorilas», mientras Rawlings llevaba al rubio al cuarto de estar. Minutos más tarde, el rubio, al que sujetaba Ronnie por los pies y Syd por la cintura, sobresalía varios centímetros de la ventana, a una altura de ocho pisos sobre la calle.
—¿Ves ese aparcamiento, ahí abajo? —le preguntó Rawlings.
A pesar de la oscuridad de la noche invernal, el hombre pudo distinguir el brillo de los faroles sobre la hilera de coches. Asintió con la cabeza.
—Bueno, dentro de veinte minutos, ese aparcamiento estará lleno de gente en torno a un plástico. ¿Adivinas quién estará debajo de él, hecho papilla?
El rubio, consciente de que sus esperanzas de vida podían medirse por segundos, gritó:
—Está bien, escupiré.
Le entraron y lo hicieron sentar. Trató de congraciarse.
—Mire usted, señor, todos somos gatos viejos. A mí sólo me contrataron para hacer un trabajo, ¿sabe? Recuperar algo que había sido birlado…
—De aquel viejo de Golders Green —insinuó Rawlings.
—Sí; bueno, él dijo que usted lo tenía; por eso vinimos aquí.
—Era amigo mío. Y está muerto.
—Bueno, lo siento, señor. Yo no sabía que estuviese delicado del corazón. Los chicos sólo le dieron unos golpecitos.
—¡Vete a la mierda! Tenía la boca destrozada y todas las costillas rotas. Y ahora dime: ¿A qué has venido?
—El rubio se lo dijo.
—¿Qué…? —preguntó Rawlings, con incredulidad.
El rubio se lo repitió.
—No sé nada más, señor. Sólo me pagaron para recuperarla. O para descubrir adónde había ido a parar.
—Bueno —dijo Rawlings—. Tentado estoy de arrojaros a ti y a tus amigos al Támesis, con unos calzoncillos de cemento antes de que salga el sol. Pero no lo considero necesario. Por consiguiente, os dejaré marchar. Dile a tu patrón que estaba vacía. Completamente vacía. Y que la quemé reduciéndola a cenizas. No queda nada de ella. Supongo que no pensarás que iba a quedarme con algo que pudiese comprometerme después de un trabajo. No soy tan imbécil. Ahora, ¡largaos!
Desde la puerta, Rawlings llamó a Ronnie.
—Acompañadlos hasta la otra orilla del río. Y hacedle un regalo a esa rata de mi parte, en memoria del viejo. ¿De acuerdo?
Ronnie asintió con la cabeza. Minutos más tarde, en el aparcamiento, el más grave de los hombres del East End fue metido en la parte trasera de su camioneta, todavía atado. El que estaba medio consciente fue empujado ante el volante, con las manos desatadas y la orden de conducir. El rubio fue arrojado sobre el asiento junto al chófer, con los brazos fracturados sobre el regazo. Ronnie y Syd les siguieron hasta el puente de Waterloo. Después dieron media vuelta y se fueron a casa.
Jim Rawlings estaba perplejo. Se preparó una taza de café y reflexionó.
Ciertamente, se había propuesto quemar la cartera entre los cascotes. Pero estaba tan bien trabajada a mano, y el cuero pulido brillaba tanto a la luz de las llamas… La había examinado, buscando alguna señal por la que pudiese ser identificada. No había ninguna. Y, contra su mejor juicio y los consejos de Zablonsky, había resuelto quedarse con ella.
Se dirigió a un alto aparador y la bajó de él. Ésta vez la examinó como un buen ladrón profesional. Tardó diez minutos en encontrar, en el lado de la cartera correspondiente al gozne de la tapa, un botón que se deslizaba hacia un lado al ser empujado con fuerza con la yema del pulgar. Sonó un chasquido en el interior. Cuando volvió a abrirla, el fondo se había levantado unos diez milímetros en uno de los lados. Con un cortapapeles, acabó de levantarlo y vio un compartimiento plano entre el fondo falso y el real. Con unas pinzas, extrajo diez hojas de papel que había allí.
Rawlings no era experto en documentos oficiales, pero pudo ver el sello del Ministerio de Defensa y las palabras TOP SECRET, que son comprensibles en todos los idiomas del mundo. Se sentó y silbó en voz baja.
Rawlings era un pícaro y un ladrón, pero, como una buena parte del hampa londinense, no quería que nadie «se cagase» en su país. Es cosa sabida que los presos convictos de alta traición y los corruptores de menores tienen que estar aislados en la cárcel, porque, si les dejaran a solas con los profesionales, lo más probable es que saliesen mal parados.
Rawlings sabía de quién era el apartamento que había forzado, pero el robo no había sido denunciado y sospechaba —por razones que sólo podía imaginar— que nunca lo sería. Por consiguiente, esto no debía preocuparle. Por otra parte, ahora que Zablonsky había muerto, lo más probable era que los diamantes hubiesen desaparecido para siempre y, con ellos, la parte que a él le correspondía Empezó a odiar al dueño de aquel apartamento.
Había tocado los papeles sin guantes y sabía que sus huellas dactilares estaban en los archivos de la Policía. No se atrevía a identificarse y, por consiguiente, tuvo que limpiar los papeles con un paño, borrando al mismo tiempo las huellas del traidor. Aquél domingo por la tarde echó un sobre corriente de color castaño, bien cerrado y con un exceso de franqueo en un buzón de Elephant and Castle. No recogían hasta el lunes por la mañana, y el paquete no llegaría a su destino hasta el martes.
Aquél día, 20 de enero, el general de brigada Bertie Capstick llamó por teléfono a John Preston en «Gordon». La afectada afabilidad de su voz había desaparecido.
—Johnny, ¿recuerdas lo que hablamos el otro día?, que si ocurría algo… Pues bien, ya ha ocurrido. Y no se trata de los fondos de Navidad. Es algo gordo, Johnny. Alguien me ha enviado algo por correo. No es una bomba, aunque podría ser algo peor. Parece que tenemos una filtración aquí, Johnny. Y tiene que ser en las alturas. Esto significa que bajo la jurisdicción de tu Departamento. Creo que deberías bajar y echar un vistazo.
Aquélla misma mañana, en ausencia del dueño, pero previo acuerdo y valiéndose de llaves que les habían sido facilitadas, dos trabajadores entraron en el apartamento del octavo piso de Fontenoy House. Durante el día arrancaron de la pared la destrozada caja fuerte «Hamber» y la sustituyeron por otra de idéntico modelo. Al anochecer, la pared volvía a estar igual que antes. Entonces se marcharon.