Capítulo 3

Moscú, Miércoles, 7 de enero de 1987

De: H. A. R. Philby

A: Secretario general del PCUS.

Permítame empezar, camarada secretario general, con un breve esbozo de la historia del Partido Laborista británico y de su continua penetración y, en definitiva, afortunado dominio por parte de la izquierda dura en el curso de los últimos veinticinco anos. Creo que sólo partiendo de esta narración pueden verse en su debida perspectiva los acontecimientos de los últimos años y los que se prevén para los próximos meses.

Desde que Hugh Gaitskell fue atacado por la toxina vírica desconocida que acabó por matarle, difícilmente habría podido seguir el Partido Laborista británico una evolución más esperanzadora si su guión histórico se hubiese redactado aquí, en Moscú.

Desde luego, podemos estar seguros de que siempre ha habido, dentro del Partido Laborista, un ala abnegada ardientemente prosoviética y marxista leninista. Pero, durante la mayor parte de la historia de aquel partido, fue una pequeña minoría incapaz de influir en el curso de los acontecimientos, en la formulación de la política o, más importante aún, en la selección de los candidatos y de la jefatura del propio partido.

Mientras el Partido estuvo bajo la fuerte influencia del resuelto Clement Attlee o del apasionado Hugh Gaitskell, la situación tenía forzosamente que continuar.

Ambos hombres sostenían tercamente la Lista de los Proscritos, según la cual toda una serie de grupos de inspiración marxista leninista, trosquista o revolucionaria y sus miembros, tenían prohibido el ingreso en el Partido Laborista y, con mayor razón, el desempeño de cargos dentro de él.

Cuando en enero de 1963 murió Hugh Gaitskell, el hombre que en 1960 había puesto en pie a la Conferencia del Partido en Scarborough al proclamar que había que «luchar, luchar y seguir luchando» por el alma (tradicional) del partido, la jefatura de éste pasó a manos de Harold Wilson que la retuvo durante trece años. Era un hombre dominado por dos características que tuvieron mucho que ver con lo que le sucedió al partido en aquellos trece años.

A diferencia de Attlee, tenía una vanidad de proporciones casi cósmicas, y, a diferencia de Gaitskell, era casi capaz de todo para evitar la lucha. Dándose cuenta de esto, nuestros amigos dentro del partido emprendieron cuidadosamente la tan esperada campaña para profundizar más y en mayor número en la estructura del partido.

Durante algunos años, fue un trabajo duro y agotador.

Entonces, en 1972, nuestros amigos prosoviéticos del Comité Ejecutivo Nacional (llamado, en adelante, CEN) probaron la temperatura del ambiente votando una resolución por la que se excluía el Departamento de Estudios Laboristas de la Lista de Proscritos. Tal Departamento, a pesar de su nombre deliberadamente engañoso, no tenía nada que ver con el Partido Laborista, sino que era un cuerpo completamente dominado por los comunistas. Afortunadamente, los centristas no reaccionaron contra esta maniobra. Al año siguiente, 1973, la izquierda dura del CEN con siguió abolir totalmente la Lista.

El efecto de esto superó los sueños del grupo marxista leninista dentro del partido. Pocos de sus componentes eran de la nueva hornada; la mayoría se habían convertido al marxismo leninismo prosoviético en los años treinta. Necesitaban aumentar su número dentro del partido; sabían que muchos de sus, y nuestros, compañeros de viaje, no eran miembros del partido, y que había toda una nueva generación de activistas políticos de izquierda dura que estaban buscando un hogar político. Al abrirse las compuertas, ingresaron en tropel en las filas del partido, en grupos de todas las edades.

Desde 1973, el absolutamente vital CEN ha estado raras veces fuera del dominio de la mayoría de extrema izquierda, y, gracias al hábil empleo de este instrumento, la constitución del partido y su composición a los más altos niveles han cambiado hasta el punto de que no pueden reconocerse.

Y ahora una breve digresión, camarada secretario general para explicar exactamente a quiénes me refiero al decir «nuestros amigos», en el seno del Partido Laborista británico y del movimiento Trade Union. Pertenecen a dos categorías: los que lo son deliberadamente y los inconscientes.

Dentro de la primera categoría no incluyo a la llamada izquierda blanda ni a la aberración trosquista, ambas enemigas de Moscú, aunque por diferentes razones. Incluyo a los de la izquierda dura y, dentro de ella, a la extrema izquierda. Sus miembros son acérrimos marxistas leninistas y no les gusta que les llamen comunistas, ya que esto implica pertenecer al inútil Partido Comunista británico. Sin embargo, son buenos amigos de Moscú, y nueve de cada diez actuarán de acuerdo con los deseos de Moscú, aunque éstos no sean expresados y aunque las personas en cuestión afirmen enérgicamente que actúan por razones «británicas» o «de conciencia».

El segundo grupo de amigos, ahora dominante, en el seno del Partido Laborista británico, lo constituyen personas profundamente partidarias, política y emocionalmente, de una forma de socialismo situada tan a la izquierda, que puede calificarse de marxismo leninismo y que, en cualquier circunstancia o contingencia, reaccionan casi siempre y de manera espontánea, en un sentido totalmente paralelo a, o coincidente con, los deseos de la política exterior soviética con respecto a Gran Bretaña y-o la Alianza Occidental; personas que no necesitan recibir enseñanzas o instrucciones y que, probablemente, se ofenderían si se pretendiese dárselas; personas que, deliberadamente o no, impulsadas por la convicción, por un patriotismo torcido, por el deseo de destruir, por el lucro o el afán de progresar, por el miedo a presiones de intimidación, para darse importancia o por el deseo de caminar con el rebaño, actuarán de la manera más conveniente a nuestros intereses soviéticos.

Desde luego, todos ellos afirman buscar la democracia. Afortunadamente, la inmensa mayoría de los británicos actuales entienden por «democracia» un Estado pluralista (de múltiples partidos), cuyos organismos de gobierno son elegidos por sufragio universal fundado en el voto secreto y a intervalos periódicos. En cambio, nuestros amigos de la izquierda dura británica, por ser personas que comen, beben, respiran, duermen, sueñan y trabajan todas las horas del día en política de izquierda, se refieren a una «democracia de los comprometidos» con sus papeles dominantes ejercidos por ellos mismos y los que piensan como ellos. Por fortuna, la Prensa británica hace muy poco por corregir este equívoco.

Ahora debo mencionar, camarada secretario general, y comentar el problema que durante muchos años dividió el ataque de la izquierda dura en el movimiento laborista británico. Fue la dicotomía de los dos conocidos «caminos al socialismo» que discurrieron paralelamente en el pensamiento de la izquierda dura en Gran Bretaña durante decenios y que sólo fue resuelta en 1976, hace casi exactamente diez años.

Los caminos gemelos, y en competencia de la izquierda dura para progresar en el interior de Gran Bretaña fueron durante mucho tiempo el «camino parlamentario al socialismo» y el «camino industrial al socialismo». El primero veía sus mayores probabilidades en apoderarse progresivamente del Partido Laborista británico, que se emplearía como instrumento para conseguir el poder y conseguir una sociedad realmente revolucionaria. El segundo prefería la movilización en masa de la clase trabajadora en el movimiento Trade Union, que terminaría con los obreros lanzándose a la calle y consiguiendo de esta forma la sociedad revolucionaria.

No hay que olvidar que los verdaderos cimientos del marxismo leninismo en Gran Bretaña han estado siempre en el interior del movimiento Trade Union. Entre otras cosas, la base sindical fue siempre mucho más numerosa que en el seno del Partido Laborista parlamentario, y por eso, durante años, fue el sector de las Trade Unions quien llevó la iniciativa, que culminó en la cima absoluta de su poder en 1976.

Cuando volvió al poder en 1974, después de la caída del Gobierno Heath, Wilson sabía que no podía indisponerse con las Trade Unions. Si se enfrentaba con ellas, dividiría el partido y perdería su puesto. Además, por aquel entonces, Gran Bretaña se estaba hundiendo de prisa, industrial, comercial y económicamente, a causa de las huelgas provocadas por los sindicatos, las exigencias de aumentos de salarios, el descenso de la productividad, el aumento de los costos y la enorme subida de los impuestos personales.

En abril de 1976, Harold Wilson se dio cuenta de que había perdido el control de los sindicatos y de la economía. Como economista que era, sabía que el cataclismo era inminente. Dimitió, cuando se hallaba aparentemente en la cima de su poder, dejando que James Callaban se enfrentase con el temporal.

A finales del verano, Gran Bretaña se hallaba al borde de la bancarrota y necesitaba un importante y urgente empréstito del Fondo Monetario Internacional. Pero el FMI se mostró inflexible: tenía que haber condiciones. En la Conferencia del Partido Laborista del mes de octubre, el canciller del Exchequer británico tuvo que suplicar literalmente a los jefazos sindicales la reducción de salarios y la aceptación de una disminución en los gastos del sector público.

Philby se levantó y se dirigió a la ventana. Recordaba muy bien aquel traumático otoño, y suspiró tristemente. Él había sido un oyente secreto y un consejero disimulado cuando los sindicalistas británicos establecieron contactos y fueron instruidos por Moscú sobre lo que había que hacer. Fue una lástima; sabía que, desde la guerra civil del siglo XVII, no había estado Gran Bretaña más cerca de caer en manos de un régimen revolucionario; nunca, desde entonces, había estado tan cerca de un Gobierno totalmente extraparlamentario. Volvió a su máquina de escribir.

Recordará usted, y lo lamentará igual que yo, que el consejo de Moscú fue que los sindicatos aceptasen el llamamiento a la moderación del Gobierno Callaghan. Al cabo de quince días, la agresividad sindical se había derrumbado, dando paso al convenio social entre el Gobierno y las Trade Unions.

Hasta el día de hoy, ni los británicos comprenden la razón de aquello. Por consiguiente, permítame reiterarle lo que ya debe saber, dado que guarda relación con lo que vendrá después.

Hubo, pues, que acceder a la súplica del canciller y abandonar la ocasión de sacar a la calle a millones de trabajadores para enfrentarlos con el Ejército y la Policía. Sólo existía, y sigue existiendo, una razón para esto. Como arguyó convincentemente entonces el profesor Krilov, la Historia nos enseña que las democracias sólidas sólo pueden ser derribadas por la acción de las masas en la calle cuando la Policía y las Fuerzas Armadas han sido penetradas por un número tan considerable de revolucionarios que pueda esperarse que se nieguen a obedecer las órdenes de sus oficiales y se pasen a los manifestantes.

Y esto fue lo malo en Gran Bretaña. A pesar de los repetidos intentos, a lo largo de los años, para conseguir el derecho a «organizar» sobre una base sindical —es decir, infiltrar activistas en los sindicatos—, esto no se ha logrado nunca en aquel país. Entonces se calculó, y creo que correctamente, que los soldados y los policías británicos permanecerían fieles a la Reina, al Trono, a la Corona (llámese como se quiera) y obedecerían las órdenes de sus oficiales.

Si esto hubiese ocurrido, habría fracasado el intento de cambiar el curso de la historia británica desde la calle, en vez de hacerlo desde las Cámaras del Parlamento. Y este hecho hubiese podido retrasar la causa de nuestros verdaderos amigos en varias décadas o quizás en medio siglo.

A partir de entonces se hicieron más esfuerzos para remediar esta laguna en las posibilidades previstas británicas y para infiltrar activistas sindicales en la Policía y las Fuerzas Armadas. Pero fue inútil. James Callaghan, antiguo asesor de la Federación de Policía, no quiso saber nada de esto. Con la llegada de Margaret Thatcher, en mayo de 1979, se estropeó todo el asunto.

Nuestros amigos han hecho lo que han podido. Desde que se hicieron con el control de numerosos e importantes suburbios de la metrópoli a través de la Prensa y demás medios de difusión, a todos los niveles, han realizado, personalmente o valiéndose de jóvenes violentos de las facciones tronquistas como tropas de choque, una furiosa campaña para denigrar, difamar y socavar a la Policía británica. Naturalmente, su objetivo es viciar o destruir la con fianza del público británico en su Policía, que, desgraciadamente, sigue siendo la más afable y disciplinada del mundo.

Los resultados han sido poco satisfactorios; ha habido éxitos ocasionales al explotar agravios locales, verdaderos abusos en las zonas de corrupción o brutalidad de la Policía, y alguna algarada bien organizada. Pero, en conjunto, la clase trabajadora británica permanece lamentablemente aferrada a la idea de la ley y el orden, y la clase media parece que sigue haciendo causa común con la Policía.

He narrado todo esto con el único fin de establecer una tesis: que el «camino industrial» al socialismo, la movilización en masa de millones de personas en la calle para derribar el Gobierno electo, ha quedado definitivamente cerrado. Ahora hay que acudir al «camino parlamentario» más tranquilo, más disimulado, pero probablemente, en definitiva, más eficaz.

Éste seguimiento, a lo largo de los años, del camino parlamentario al verdadero socialismo revolucionario, se encuentra ahora en los umbrales del triunfo. Ha llegado tan lejos gracias a la casi siempre exitosa campaña de la izquierda dura para apoderarse del Partido Laborista desde dentro; a varios cambios decisivos en la constitución del partido, y al éxito del programa de autonegación que nuestros verdaderos amigos se han visto obligados a adoptar después del desastre electoral de 1983.

Con la desviación del camino industrial, liquidado en el otoño de 1976, nuestros amigos marxistas leninistas del Partido Laborista pudieron dedicarse con empeño a la lucha por apoderarse disimuladamente del partido, programa facilitado por la abolición, tres años antes, de la Lista de Proscritos.

El Partido Laborista se ha sostenido siempre, como un trípode, sobre tres bases: las Trade Unions, los partidos laboristas de distrito —uno en cada uno de los distritos que constituyen el cuadro electoral británico— y el Partido Laborista parlamentario, o sea, el grupo de parlamentarios laboristas elegidos en las previas elecciones generales. El jefe del partido es siempre elegido entre éstos.

Las Trade Unions constituyen la fuerza más poderosa de las tres y ejercen su poder de dos maneras. Primera: son los pagadores del partido, llenando sus arcas con las contribuciones políticas deducidas de los salarios de millones de trabajadores. Segunda: disponen, en la Conferencia del partido, de un enorme «bloque de votos», emitidos por el Ejecutivo Nacional de la Unión en nombre de millones de miembros incontrolados. Éstos votos pueden asegurar la aprobación de cualquier resolución y elegir hasta un tercio del importantísimo Comité Ejecutivo Nacional del partido.

Éstos comités ejecutivos de la Unión son absolutamente vitales; comprenden los activistas sindicales que trabajan todo el tiempo en ellos y los cargos que resuelven la política de los sindicatos. Están en la cima de la pirámide cuyos rangos medios son los funcionarios de zona y cuyos rangos inferiores son los funcionarios de rama. Así, era esencial que los activistas de la izquierda dura consiguiesen el control efectivo de los altos cargos sindicales, cosa que se logró en realidad.

El gran aliado de nuestros amigos en esta tarea ha sido siempre la apatía de la mayoría moderada de los miembros sindicales, que no se molestan en asistir a las reuniones de ramas de las Trade Unions. Así, los activistas, que nunca dejan de asistir, han sido capaces de apoderarse de miles de ramas, cientos de zonas y la flor y nata de los comités ejecutivos nacionales. En el momento actual, los diez sindicatos más importantes de los ochenta afiliados al Partido Laborista controlan la mitad de los votos del movimiento sindical; nueve de estos diez tienen un control de izquierda dura en la cima, cuando no eran más que dos a principios de los años, setenta. Todo esto ha sido logrado por no más de diez mil hombres abnegados entre millones de trabajadores británicos.

La importancia de este voto sindical dominado por la izquierda dura quedará clara cuando describa el Colegio Electoral que elige el nuevo jefe del partido; en este llamado Colegio, las Trade Unions tienen el cuarenta por ciento de los votos.

Pasemos ahora a los partidos laboristas de distrito o PLD. En su centro están los comités generales de dirección, que, aparte de resolver los asuntos cotidianos del partido dentro del distrito electoral, tienen otra función vital: elegir el candidato laborista al Parlamento. En la década de 1973 a 1983, jóvenes y duros activistas de la extrema izquierda empezaron a introducirse en los distritos y, asistiendo asiduamente a las aburridas y poco numerosas reuniones de los PLD, echaron a los antiguos poseedores de cargos y consiguieron el control de un Comité General de Dirección tras otro.

Cada vez que un distrito caía en manos de los nuevos activistas de la izquierda dura, se hizo más y más difícil la posición de la mayoría centrista de miembros del Parlamento que representaba aquellos distritos. Sin embargo, no podían ser eliminados fácilmente. Para el verdadero triunfo de la izquierda dura era necesario debilitar, en realidad anular, la independencia de conciencia del miembro del Parlamento; transformarle de defensor de los intereses de todos sus electores, en simple delegado de su Comité General de Dirección.

Esto fue brillantemente conseguido por la izquierda dura en Brighton, en 1979, con la aprobación de una nueva norma que exigía la anual reselección (o deselección) de los miembros del Parlamento por sus comités de dirección. Ésta norma produjo una desviación masiva de poder. Todo un grupo de centristas se separó para formar el Partido Socialdemócrata; otros que no fueron seleccionados abandonaron la política; algunos de los más capacitados, cansados de luchar, se resignaron. Pero, a pesar de verse debilitados y humillados, los parlamentarios laboristas conservaron una función vital: ellos, y sólo ellos, podían elegir al jefe del partido. Era crucial, para completar la triple captura, arrancarles este poder. Esto se logró, también a instancias de la izquierda dura, en 1981, con la creación del Colegio Electoral, en el cual el treinta por ciento de los votos lo tiene el partido parlamentario; el treinta por ciento, los partidos de distrito, y el cuarenta por cierto, las Trade Unions. El Colegio elige cada nuevo líder cómo y cuándo lo considera necesario, y lo confirma anualmente. Ésta última función es crucial para los planes actuales que voy a explicar.

La lucha por el control que he descrito nos lleva al relato de las elecciones generales de 1983. El apoderamiento era casi completo, pero nuestros amigos habían cometido dos errores, aberraciones de la doctrina leninista de precaución y disimulo. Habían salido, demasiado abierta y visiblemente, a ganar aquellas titánicas batallas, y la convocatoria prematura a elecciones generales les pilló desprevenidos. La izquierda dura necesitaba un año más para consolidarse, serenarse y unificarse. Y no lo tuvo. El partido, con la prematura carga del manifiesto de la izquierda dura más extremista de la Historia, estaba en completo desorden. Peor aún, el público británico había visto la verdadera cara de la izquierda dura.

Como recordará usted, las elecciones de 1983 fueron aparentemente un desastre para el Partido Laborista, dominado ahora por la izquierda dura. Sin embargo, opino que el resultado fue, en realidad, una suerte disfrazada, pues condujo al esforzado y abnegado realismo al que nuestros verdaderos amigos dentro del partido convinieron en someterse durante los cuarenta últimos meses.

En resumen, de los 650 distritos electorales de Gran Bretaña, el Partido Laborista sólo ganó 209 en 1983. Pero esto no fue tan malo como parecía. Así, de los 209 parlamentarios laboristas elegidos, 100 pertenecen ahora firmemente al ala izquierda, y cuarenta de ellos, a la izquierda dura. Tal vez no sean muchos, pero el Partido Laborista parlamentario actual es el más izquierdista que jamás se sentó en la Cámara de los Comunes.

En segundo lugar, la derrota en las urnas fue un revulsivo para los estúpidos que pensaban que había terminado la lucha por el control total. Pronto se dieron cuenta de que, después de las enconadas, pero necesarias, luchas de nuestros amigos para hacerse con el control del partido entre 1979 y 1983, había llegado el momento de restablecer la unidad y de reparar la dañada base de poder en el país, con vistas a las próximas elecciones. Éste programa empezó bajo la orquestación de la izquierda dura en la Conferencia del partido de octubre de 1983, y desde entonces ha continuado sin la menor desviación.

En tercer lugar, todos vieron la necesidad de volver ala clandestinidad exigida por Lenin a los verdaderos fieles que operaban dentro de una sociedad burguesa. Así, el leit motiv de toda la conducta de la izquierda dura en los últimos cuarenta meses fue la vuelta a aquella clandestinidad que tan buenos resultados había dado a principios y mediados de los años setenta. Esto se combinó con un retorno a un aparente y sorprendente grado de moderación. Lograr esto requirió un gran esfuerzo de disciplina, pero, una vez más, los camaradas no estuvieron faltos de ella.

Efectivamente, desde octubre de 1983, la izquierda durase ha vestido con el ropaje de la cortesía, la tolerancia y la moderación; se insiste constantemente en la importancia primordial de la unidad del partido y, para conseguirla, se han hecho concesiones hasta ahora imposibles en el dogma de la izquierda dura. Tanto el ala centrista, satisfecha y amistosa, como los medios de difusión, parecen haberse dejado convencer completamente por la nueva y aceptable fachada de nuestros amigos marxistas leninistas.

Más secretamente, se ha conseguido el dominio sobre el partido Todos los comités influyentes están ahora en manos de la izquierda dura o podrían ser conquistados en una sola reunión de urgencia. Pero —y este «pero» es importante— generalmente se ha dejado la presidencia de estos comités clave en manos de personas de la izquierda blanda e incluso ocasionalmente, cuando la supremacía del voto es abrumadora, en manos de los centristas.

A nivel de distrito, el dominio de los PLD locales por elementos de la izquierda dura ha proseguido calladamente y llamando poco la atención del público y de los medios de difusión. Lo propio ha ocurrido en el movimiento de las Trade Unions, tal como ya he mencionado. Nueve de las Diez Grandes y la mitad de las setenta restantes pertenecen ahora a la izquierda dura, y también aquí se ha mantenido la imagen, deliberadamente, muy por debajo de lo que era antes de 1983.

En resumen, todo el Partido Laborista de Gran Bretaña pertenece ahora directamente a la izquierda dura, a través de hombres de paja de la izquierda blanda o de centristas intimidados, o pendiente de que se celebre una reunión de urgencia del comité adecuado; y ni los miembros corrientes del partido o de los sindicatos, ni los medios de difusión, ni la masa de los antiguos votantes del laborismo, parecen haberse dado cuenta de ello.

Por lo demás, la izquierda dura lleva cuarenta meses preparándose para las próximas elecciones generales británicas, como si se tratase de una campaña militar. Para ganar una mayoría simple en el Parlamento británico necesitaría 325 escaños, digamos 330. Actualmente se considera que tiene 210 «en el bolsillo». Los otros 120, perdidos en 1979 o 1983 o en ambos años, se piensa que pueden ganarse, y han sido designados como objetivos.

Es un hecho comprobado, en la vida política británica, que el pueblo, después de dos términos completos de estancia de un partido en el Poder, suele pensar que ha llegado la hora del cambio, aunque el Gobierno que cesa no sea realmente impopular. Pero los británicos sólo cambiarán si confían en que el cambio será para avanzar. El objetivo del Partido Laborista durante los últimos cuarenta meses ha sido recuperar aquella confianza, aunque fuese mediante subterfugios por parte de nuestros amigos dentro de él. A juzgar por recientes encuestas de opinión pública, la campaña ha sido esencialmente fructífera, pues la diferencia de porcentaje entre los conservadores en el poder y el Partido Laborista, se ha reducido en unos cuantos puntos. Teniendo también en cuenta que, según el sistema británico, ochenta escaños «marginales» determinan realmente el resultado de unas elecciones, y que los marginales son inclinados a un lado o a otro por ese quince por ciento que constituyen los «votos flotantes», el Partido Laborista tiene la posibilidad de volver al Gobierno en las próximas elecciones generales.

En un segundo y concluyente memorando procuraré, camarada secretario general, exponer la manera en que, si se da aquella circunstancia, proyectan nuestros amigos de la izquierda dura derribar a Neil Kinnock de la jefatura del Partido Laborista en el momento de su victoria e imponer a Gran Bretaña su primer jefe de Gobierno marxista-leninista, junto con un programa legislativo socialista realmente revolucionario.

Sinceramente suyo,

HAROLD ADRIAN RUSSELL PHILBY