Hasta el domingo siguiente, 4 de enero, no pudo con seguir el dueño del apartamento de Fontenoy House que le respondiese el número al que había estado llamando cada hora durante tres días. Tras una breve conversación, concertó un encuentro con otro hombre antes de la hora del almuerzo, en un compartimiento reservado de uno de los salones públicos de un discretísimo hotel del West End.
El recién llegado tenía unos sesenta años, cabellos de un gris acerado, vestía sobriamente y tenía el aire de un funcionario civil, cosa que era en cierto modo. Fue el segundo en llegar y, tras sentarse, se disculpó.
—Lamento muchísimo haber estado ausente los tres últimos días —dijo—. Como soy soltero, unos amigos me invitaron a pasar las fiestas de Año Nuevo con ellos fuera de la ciudad. Y ahora, ¿cuál es el problema?
El dueño del apartamento se lo dijo en breves y claras palabras. Había tenido tiempo de pensar exactamente cómo comunicaría la enormidad de lo ocurrido, y eligió muy bien las frases. El otro hombre escuchó la narración con creciente gravedad.
—Desde luego, tiene usted toda la razón —comentó al cabo de un rato—. Puede ser muy grave. Cuando volvió usted el jueves por la noche, ¿llamó a la Policía? ¿O lo hizo después?
—No; pensé que era mejor hablar primero con usted.
—¡Ah! En cierto modo, es lástima que no lo hiciese. Pero ahora es demasiado tarde. Sus investigadores descubrirían que la caja fuerte fue reventada hace tres o cuatro días. Y esto sería difícil de explicar. A menos que…
—¿Sí? —preguntó ansiosamente el dueño del apartamento.
—A menos que pudiese sostener que el espejo estaba en su sitio y todo tan en orden, que pudo vivir allí tres días sin darse cuenta del robo.
—Muy difícil —replicó el dueño del apartamento—. La alfombra había sido levantada en todos sus bordes. El muy bastardo debió de deslizarse junto a las paredes para evitar los resortes a presión.
—Sí —murmuró el otro—. Además, usted habría llevado normalmente los diamantes al Banco el viernes, ¿verdad?
—Sí.
—Por consiguiente, sería insostenible. Y también temo que no podría pretender haber pasado los tres días en otra parte.
—¿Dónde? Me habrían visto. Y nadie me vio. ¿En un club? ¿En un hotel? Tendría que constar en el libro de registro.
—Así es —replicó su confidente—. No, no daría resultado. Para bien o para mal, la suerte está echada. Ahora es demasiado tarde para llamar a la Policía.
—Entonces, ¿qué diablos voy a hacer? —preguntó el dueño del apartamento—. Sencillamente, hay que recobrar las joyas.
—¿Cuánto tiempo estará su esposa ausente de Londres? —preguntó el otro.
—¡Qué sé yo! Le gusta estar en Yorkshire. Espero que algunas semanas.
—Entonces tendremos que sustituir la caja fuerte reventada por una nueva y del mismo modelo. También habrá que hacer una copia de las joyas. Esto requerirá tiempo.
—Pero ¿qué me dice de las que han sido robadas? —preguntó desesperadamente el dueño del apartamento—. No podemos dejar que estén rodando por ahí. Tengo que recuperarlas.
—Cierto —asintió el otro—. Mire, como puede imaginarse, mi gente tiene algunos contactos en el mundo de los diamantes. Puedo ordenar que se hagan pesquisas. Las joyas serán, casi con toda seguridad, pasadas a uno de los centros principales para su transformación. No podrían venderse en su estado actual. Son demasiado conocidas. Veré si se puede seguir la pista del ladrón y recuperarlas.
El hombre se levantó y se dispuso a marcharse. Su amigo permaneció sentado, con evidente preocupación. El primero estaba también desalentado, pero lo disimulaba mejor.
—No haga ni diga nada a partir de ahora —le aconsejó—. Procure que su esposa esté el mayor tiempo posible en el campo. Compórtese con toda normalidad. Y esté tranquilo, seguiremos en contacto.
A la mañana siguiente, John Preston era una persona más entre las muchas que volvían al centro de Londres después de los cinco días de vacaciones de Año Nuevo. Como vivía en South Kensington, le convenía ir en Metro a su trabajo. Se apeó en Goodge Street y siguió a pie los quinientos metros restantes; era un hombre que no llamaba la atención, de estatura y complexión medianas y cuarenta y seis años de edad; llevaba un impermeable gris e iba sin sombrero, a pesar del frío.
Cerca del final de Gordon Street, cruzó la entrada de un edificio vulgar que podía ser un bloque de oficinas como cualquier otro, sólido pero no moderno, y que se decía sede de una compañía de seguros. Pero en el interior, el vestíbulo ofrecía señales que le diferenciaban de otros bloques de oficinas del barrio.
Por ejemplo, había tres hombres en el zaguán: uno junto a la puerta, otro detrás de la mesa de recepción y el tercero cerca de las puertas de los ascensores. Todos ellos tenían una corpulencia y unos músculos que no se asociaban normalmente a la suscripción de pólizas de seguro. Cualquier ciudadano despistado que hubiese querido hacer negocio con esta compañía particular y rehusado la invitación de ir a otra parte, habría pasado un mal rato al enterarse de que sólo podían pasar más allá del vestíbulo aquellos cuya identidad fuese aprobada por la pequeña computadora que había bajo la mesa de recepción.
El Servicio de Seguridad británico, más conocido como MI5, no ocupa un solo edificio. Discreta, pero incómodamente, se halla repartido en cuatro bloques de oficinas. El Cuartel General se encuentra en Charles Street, no ya en la vieja jefatura de Leconfield House, habitualmente mencionada en los periódicos. El bloque que le sigue en importancia se halla en Gordon Street y es conocido simplemente como «Gordon», de la misma manera que la jefatura es conocida sencillamente como «Charles». Los otros dos locales están en Cork Street (conocido como «Cork») y en un modesto anexo en Marlborough Street, igualmente conocido por sólo el nombre de la calle.
El Departamento se divide en seis ramas, distribuidas en todos los edificios. También discretamente, pero de manera que induce a confusión, algunas de las ramas tienen secciones en edificios diferentes. Para evitar un excesivo gasto de zapatos, todas ellas están relacionadas por líneas telefónicas sumamente secretas, con un sistema infalible para la identificación de las credenciales del visitante.
La rama «A» se ocupa, en sus diversas secciones, de Política, Ayuda técnica, propiedad, establishment, Registro Proceso de datos, y contiene la Asesoría jurídica y el Servicio de Vigilancia. Éste último está formado por un grupo idiosincrásico de hombres y (algunas) mujeres de todos los tipos y edades, ingeniosos y conocedores del trabajo en la calle, y capaces de montar los mejores equipos de vigilancia personal del mundo. Hasta los «adversarios» hubieron de reconocer que los «vigilantes» de MI5 eran casi invencibles en su campo.
A diferencia del Servicio Secreto de Información (MI6), que dirige la información extranjera y ha incluido muchos norteamericanismos en su jerga, el Servicio de Seguridad (MI5), que cuida del contraespionaje interior, funda principalmente su jerga en antiguas expresiones de la Policía. Evita términos tales como «vigilancia operativa» y sigue llamando simplemente «los vigilantes» a sus equipos de seguimiento.
La rama «B» comprende: Reclutamiento, Personal, Valoración, Ascensos, Pensiones y Finanzas (salarios y gastos operacionales).
La rama «C» se ocupa de la seguridad del Servicio Civil (de su personal y de sus edificios) de la seguridad de los contratistas (principalmente de las empresas civiles que realizan trabajos de defensa y de comunicaciones), de la Seguridad Militar (en íntima relación con el personal de seguridad de las Fuerzas Armadas) y de Sabotaje (real o posible).
Antiguamente había una rama «D», pero, fruto de la misteriosa lógica conocida sólo por sus practicantes en el mundo de la información secreta, fue llamada hace tiempo rama «K». Es una de las más importantes, y su sección principal se denomina, simplemente, Soviet, y está subdividida en Operaciones, Investigaciones en el campo y Orden de batalla. «K» comprende asimismo los satélites soviéticos, también con las mismas tres subdivisiones, Investigación y, por último, Agentes.
Como puede imaginarse, «K» dedica sus nada desdeñables esfuerzos a seguir la pista de los numerosos agentes de los soviets y de sus satélites que operan, o tratan de operar, en las diversas Embajadas, Consulados, Legaciones, misiones comerciales, Bancos, nuevas agencias y empresas mercantiles que el indulgente Gobierno británico ha permitido que se desparramasen por toda la capital y (en el caso de los Consulados) las provincias.
La rama «K» incluye también una modesta oficina ocupada por el oficial encargado del enlace entre MI5 y su Servicio hermano, MI6. Éste oficial es en realidad un hombre «Seis», dependiente de Charles Street en lo tocante a la realización de sus deberes de enlace. Ésta sección es conocida simplemente como K.7.
La rama «E» (que continúa la secuencia alfabética) se ocupa del Comunismo internacional y de sus adeptos que pueden desear visitar Gran Bretaña con fines nefandos, así como de la variedad nacida en el país y que puede querer ir al extranjero con el mismo propósito. También dentro de «E» en el Lejano Oriente tiene oficiales de enlace en Hong Kong, Nueva Delhi, Canberra y Wellington, mientras que Todas las Regiones hacen lo propio en Washington, Ottawa, Indias Occidentales y otras capitales amigas.
Por último, la rama «F», a la que pertenecía John Preston, al menos hasta esta mañana, comprendía partidos políticos (de extrema izquierda), partidos políticos (de extrema derecha), Investigación y Agentes.
La rama «F» se aloja en «Gordon», en la cuarta planta, y aquella mañana de enero, John Preston se dirigió al des pacho que tenía en ella. Quizá no había pensado que su informe de tres semanas antes le constituiría como figura del mes a los ojos de Brian Harcourt-Smith, pero sí creía que tal informe llegaría a la mesa del propio director general, Sir Bernard Hemmings.
Y confiaba en que Hemmings estaría dispuesto a comunicar su información y sus en parte presuntos descubrimientos al presidente del Comité Conjunto del Servicio Secreto o al subsecretario permanente del Ministerio del Interior, que era el Ministerio político del que dependía MI5. Un buen subsecretario habría creído probablemente conveniente que su ministro le echase un vistazo, y el ministro del Interior podía haber llamado la atención del jefe del Gobierno sobre ello.
El memorándum que, al llegar, encontró sobre su mesa, le indicó que nada de esto iba a suceder. Después de leer la hoja de papel, se retrepó en su sillón, sumido en sus pensamientos. Estaba dispuesto a mantener aquel informe y, si hubiese llegado a mayor altura, sin duda le habrían formulado muchas preguntas. Y habría podido contestar las; y habría podido contestarlas, porque estaba convencido de que tenía razón. Es decir, habría podido contestar las como jefe de F.1(D), pero no después de ser trasladado a otro Departamento.
Después de un traslado, sería el nuevo jefe de F.1(D) quien tendría que plantear la cuestión del Informe Preston, y estaba convencido de que el hombre designado para sucederle —casi con toda seguridad, uno de los más fieles protegidos de Harcourt-Smith, no haría tal cosa.
Hizo una llamada a Registro. Sí, había sido archivado. Anotó el número de registro, por si acaso.
—¿Qué quieres decir con eso de NMA? —preguntó, con incredulidad—. Está bien, lo siento, sí, ya sé que no es cosa tuya, Charlie. Sólo lo he preguntado porque me ha sorprendido un poco; eso es todo.
Colgó el teléfono y se echó atrás, pensando profundamente. Cosas que un hombre no debería pensar de su oficial superior, aunque no hubiese una empatía personal entre ellos. Pero las ideas persistían. Era posible —admitió— que si su informe hubiese pasado más arriba, su contenido general habría llegado a conocimiento de Neil Kinnock, jefe de la oposición del Partido Laborista en el Parlamento, el cual no se habría sentido muy satisfecho.
También era posible que los laboristas ganasen las próximas elecciones, que debían celebrarse dentro de diecisiete meses, y que Brian Harcourt-Smith mantuviese la esperanza de que uno de los primeros actos del nuevo Gobierno sería confirmarle como director general de MI5. No era ninguna novedad no ofender a políticos influyentes en el poder, o que pudiesen llegar a desempeñarlo. Para un hombre de carácter débil y vacilante, o de ambición desmedida, la renuencia a dar malas noticias podía ser motivo poderoso de inercia.
Todos los del Servicio recordaban el caso de un antiguo director general, Sir Roger Hollis. Hasta hoy no se había revelado completamente el misterio, aunque los partidarios de ambos bandos tenían firmes convicciones sobre él.
En 1962 y 1963, Roger Hollis había conocido casi desde el principio todos los detalles del que después fue llamado caso Christine Keeler. Había tenido sobre su mesa durante semanas si no meses —antes de que estallase el escándalo—, informes sobre las fiestas de Cliveden; sobre Stephen Ward, que era quien proporcionaba las muchachas e informaba en todo caso, y sobre el agregado soviético Ivanov, que compartía con el ministro de la Guerra británico los favores de la misma joven. Sin embargo, había permanecido inactivo y no había solicitado, como era su deber, una entrevista personal con el Primer Ministro, Harold Macmillan.
Por falta de esa advertencia, Macmillan se había visto envuelto en el escándalo. El asunto se había enconado y supurado durante todo el verano de 1963, con grave daño para Gran Bretaña en el país y en el extranjero, como si todo se hubiese fraguado en Moscú.
Años más tarde, seguía discutiéndose acaloradamente. ¿Había sido Roger Hollis un hombre incompetente hasta la estupidez, o había sido algo mucho, mucho peor…?
—¡Al cuerno con todo! —exclamó Preston, apartando estos pensamientos de su mente.
Releyó el memorándum.
Era del jefe de B.4 (Ascensos) y le notificaba que aquel mismo día era trasladado y ascendido a jefe de C.1(A). El tono de franca camaradería era el que suele emplearse para amortiguar los golpes.
El DGD me dice que sería muy conveniente que el Año Nuevo empezase con todas las plazas vacantes ocupadas… Le quedaríamos muy agradecidos si pudiese ordenar todos los asuntos pendientes y pasarlos al joven Maxwell sin mucha dilación, dentro de un par de días si es posible… Mis mejores deseos de que se encuentre satisfecho en su nuevo cargo…
«Bla, bla, bla», pensó Preston. Sabía que C.1 se ocupaba del personal y los edificios del Servicio Civil, y que la Sección A correspondía a la capital. Quedaría a su cargo la seguridad de todos los Ministerios de Su Majestad en Londres.
—Un maldito trabajo de policía —gruñó, y empezó a llamar a los de su equipo para despedirse.
A más de un kilómetro de allí, en el propio Londres, Jim Rawlings abrió la puerta de una pequeña, pero elegante joyería de una calle lateral, a menos de doscientos metros del intenso tráfico de Bond Street. La tienda estaba en penumbra, pero las discretas luces incidían en vitrinas que contenían plata georgiana, mientras que en los compartimientos del iluminado mostrador podían verse joyas de una época remota. Saltaba a la vista que aquel establecimiento estaba especializado en piezas antiguas más que en sus equivalentes modernas.
Rawlings vestía un pulcro traje oscuro, camisa de seda y corbata de color discreto, y llevaba en la mano una cartera mate de ejecutivo. La muchacha tras el mostrador levantó la cabeza y le dirigió una mirada aprobadora. A sus treinta y seis años, el hombre tenía un aspecto esbelto y distinguido, con un aire que era en parte de caballero y en parte de truhán, combinación que siempre resultaba útil. Ella sacó el pecho y le dedicó una brillante sonrisa.
—¿En qué puedo servirle?
—Quisiera hablar con Mr. Zablonsky. Asunto personal.
Su acento cockney indicaba que no era probable que fuese un cliente. La cara de la mujer se ensombreció.
—¿Es un representante? —preguntó.
—Dígale sólo que Mr. James quisiera hablar con él —dijo Rawlings.
Pero en aquel momento se abrió la puerta con espejos del fondo de la tienda y apareció Louis Zablonsky. Era un hombre bajito y arrugado; tenía cincuenta y seis años, pero parecía más viejo.
—¡Mr. James —exclamó, efusivamente—, cuánto me alegro de verle! Pase a mi despacho, por favor. ¿Cómo se encuentra? —Condujo a Rawlings al otro lado del mostrador y le hizo entrar en su santuario—. Está bien, querida Sandra.
Ya dentro del pequeño y atestado despacho, cerró la puerta con espejos, a cuyo través podía verse la tienda. Indicó a Rawlings la silla colocada delante de la mesa antigua, y él se sentó en el sillón basculante detrás de ella. Una única lámpara arrojaba su luz sobre la carpeta. El hombre miró vivamente a Rawlings.
—Bueno, Jim, ¿qué te traes entre manos?
—Tengo algo para ti, Louis, algo que te gustará. Por con siguiente, no me digas que es basura.
Rawlings abrió su cartera. Zablonsky extendió las manos.
—Jim, ¿puedo…?
Se interrumpió al ver lo que Rawlings colocaba sobre la carpeta. Cuando todas las joyas estuvieron allí, las miró con incredulidad.
—Las joyas Glen —dijo en voz baja—, te has apoderado de los diamantes Glen. Ni siquiera han hablado todavía de ello los periódicos.
—Tal vez ellos están aún fuera de Londres —replicó Rawlings—. La alarma no sonó. Soy muy hábil, ya lo sabes.
—El mejor, Jim, el mejor. Pero las joyas Glen… ¿Por qué no me lo dijiste?
Rawlings sabía que la cosa habría sido más fácil para todos si antes del robo se hubiese proyectado el destino de las joyas. Pero él trabajaba a su manera, con extrema da precaución. No confiaba en nadie, y menos en un perista, aunque Louis Zablonsky era el más distinguido en el mercado. Un perista capturado por la Policía y expuesto a una larga sentencia de prisión era muy capaz de dar información sobre un futuro robo a cambio de su propia libertad. La Brigada Criminal de Scotland Yard conocía a Zablonsky, aunque éste no había estado nunca en una de las cárceles de Su Majestad. Por eso no anunciaba nunca Rawlings sus acciones y se presentaba siempre sin previo aviso. Por consiguiente, no respondió.
Zablonsky se sumió en la contemplación de las joyas que centelleaban sobre su carpeta. También él sabía su procedencia sin necesidad de que se lo dijesen.
Al heredar las joyas en 1936, el noveno duque de Sheffield tenía dos hijos, un varón y una hembra, Lady Fiona Glen. Cuando murió en 1980, no las legó a su hijo, heredero del título, sino a su hija.
En 1974, cuando su hijo tenía veinticinco años, el contrariado duque se había visto obligado a reconocer que el exótico joven era lo que los reporteros de sociedad llaman soltero por naturaleza. No habría ninguna linda joven condesa de Margate o duquesa de Sheffield que llevase los famosos diamantes Glen. Por eso habían ido a parar a la hija.
Zablonsky sabía que, después de la muerte del duque, Lady Fiona las había llevado ocasionalmente, con el renuente permiso de los aseguradores, por lo general en las fiestas de caridad que solía frecuentar. El resto del tiempo lo pasaban donde lo habían pasado durante tantos años: en la oscuridad de las cámaras acorazadas de «Coutts», en Park Lane. Sonrió.
—¿La fiesta de caridad de Grosvenor House, en vísperas del Año Nuevo? —preguntó. Rawlings se encogió de hombros. —¡Oh, eres un chico malo, Jim! Pero de mucho talento.
Aunque hablaba con fluidez el polaco, el yiddish y el hebreo, Louis Zablonsky, después de cuarenta años de vivir en Gran Bretaña, no había llegado a dominar por completo el inglés, que hablaba con acento claramente polaco. Debido también a que las había aprendido en libros escritos hacía muchos años, empleaba equivocadamente frases que hoy se considerarían camp. Rawlings sabía que Louis Zablonsky no tenía nada de gay. En realidad sabía —porque Beryl Zablonsky se lo había dicho— que el viejo había sido castrado en un campo de concentración cuando era un muchacho.
Zablonsky seguía admirando los diamantes como admira un verdadero conocedor cualquier obra maestra. Recordaba vagamente haber leído en alguna parte que, a mediados de los años sesenta, Lady Fiona Glen se había casado con un joven y prometedor funcionario civil que, a mediados de los ochenta, se había convertido en influyente personaje de un Ministerio, y que la pareja vivía en algún lugar del West End, donde llevaba una vida de lujo gracias, en gran parte, a la fortuna particular de la esposa.
—Bueno, ¿qué dices, Louis?
—Estoy impresionado, querido Jim. Muy impresionado. Pero también perplejo. Ésas no son piedras corrientes. Serian identificadas en cualquier lugar del mundo de los diamantes. ¿Qué voy a hacer con ellas?
—Espero que tú me lo digas —replicó Rawlings.
Louis Zablonsky abrió las manos.
—No voy a engañarte, Jim. Te lo diré sin ambages. Las joyas Glen están probablemente aseguradas en 750.000 libras, que es aproximadamente lo que costarían si las vendiese legalmente en el mercado Cartier. Pero, naturalmente, no pueden venderse así.
—Hay dos posibilidades. Una de ellas es encontrar un comprador muy rico dispuesto a adquirir los famosos diamantes Glen a sabiendas de que no podrá mostrarlos nunca ni reconocer su propiedad: un avaro rico que se contente con contemplarlos en privado. Hay gente de esta clase, aunque muy poca. De una de estas personas se podría obtener, quizá la mitad del precio que te he indicado.
—¿Cuándo podrías encontrar un comprador así?
Zablonsky se encogió de hombros.
—Éste año, el próximo, alguna vez o nunca. Esto no puede anunciarse en las columnas de los periódicos.
—Demasiado tiempo —opuso Rawlings—. ¿La otra posibilidad?
—Sacar los diamantes de sus monturas, cosa que reduciría el valor a 600.000 libras; tallarlos de nuevo y venderlos por separado como cuatro gemas individuales, desparejadas. Con esto podrían obtenerse 300.000 libras. Pero el artífice querría una tajada. Si yo corriese personalmente con estos gastos, creo que podría darte 100.000 libras… pero al finalizar la operación. Cuando se hubiesen realizado las ventas.
—¿Qué puedes darme de momento? No puedo vivir del aire, Louis.
—¿Quién puede hacerlo? —dijo el viejo perista—. Mira, por la montura de oro blanco quizá pueda obtener 2000 libras en el mercado negro. Por las cuarenta piedras pequeñas, en el mercado legal, digamos 12.000 libras. Esto suma 14.000 libras, que puedo recuperar rápidamente. Podría darte de momento la mitad, en efectivo. ¿Qué me dices?
Hablaron otra media hora y cerraron el trato. Louis Zablonsky sacó 7000 libras de su caja de caudales. Rawlings abrió su cartera y depositó en ella los fajos de billetes usados.
—Muy bien —convino Zablonsky—. ¿Te has quedado con algo?
Rawlings sacudió la cabeza.
—Lo he traído todo —replicó.
Zablonsky murmuró algo y agitó un dedo bajo la nariz de Rawlings.
—Líbrate de ello, Jim. Nunca guardes nada después de un trabajo. No vale la pena correr el riesgo.
Rawlings, pensativo, asintió con la cabeza, se despidió y se fue.
John Preston había pasado todo el día en busca de los diferentes miembros de su equipo de investigación para despedirse. Lamentaron su marcha, y esto le satisfizo. Ahora tenía que ocuparse del papeleo. Bobby Maxwell había entrado a saludarle.
Era agradable, ansioso de hacer carrera en «Cinco» y buscando sus mejores oportunidades de ascenso en la política de enganchar su carro a la estrella en auge de Brian Harcourt-Smith. Preston no podía reprochárselo.
Él había ingresado tarde, al pasar directamente al servicio desde el Cuerpo de Información del Ejército en 1981, a la edad de cuarenta y un años. Sabía que nunca llegaría a la cima. La jefatura de una sección representaba casi el límite para los que entraban tarde.
Ocasionalmente, cuando quedaba vacante el puesto de director general, era ocupado por alguien ajeno al Servicio si no existía un candidato evidentemente adecuado dentro de él, siempre para gran desilusión de los que trabajaban en «Cinco». Pero los DGD, todos los directores de las seis ramas y de la mayor parte de los departamentos dentro de las ramas, eran, por tradición, miembros antiguos del personal.
Había convenido con Maxwell en que terminaría de arreglar los papeles el lunes y dedicaría todo el día siguiente a instruir a su sucesor sobre todos los asuntos e investigaciones pendientes. Se habían despedido hasta la mañana siguiente, deseándose mutuamente buena suerte.
Miró su reloj. La noche sería larga. Tendría que sacar de su caja fuerte personal todos los expedientes actuales, ver los que podían pasar sin peligro a Registro y emplear la mitad de la noche revisando página por página los «casos» pendientes, para instruir a Maxwell por la mañana.
Primero necesitaba un buen trago. Bajó en el ascensor al segundo sótano, donde «Gordon» tiene un bar muy acogedor y bien abastecido.
Louis Zablonsky trabajó todo aquel martes encerrado en su trastienda. Sólo en dos ocasiones tuvo que salir para ver personalmente a un cliente. Fue un día de calma y, contra su costumbre, se alegró de ello.
Trabajó sin chaqueta y con las mangas de la camisa arremangadas sobre los casi lampiños antebrazos, desprendiendo cuidadosamente los diamantes Glen de sus monturas de oro blanco. Las cuatro piedras principales —las dos gemas de diez quilates de los pendientes y la pareja que hacía juego de la diadema y el pinjante— saltaron fácilmente y en poco tiempo.
Una vez separadas de sus monturas, pudo examinarlas más de cerca. Eran realmente hermosas, resplandecientes bajo la luz. Eran diamantes de matiz blanco azulado, llamados también antaño Top River, pero clasificados ahora como «D sin tara» en la escala GIA. Cuando se cansó de admirarlos, los dejó caer en una bolsita de terciopelo. Después empezó el prolijo trabajo de desmontar las cuarenta piedras más pequeñas. Mientras lo hacía, la luz revelaba ocasionalmente una marca desvaída en forma de un número de cinco cifras en el lado interno de su antebrazo izquierdo. Para cualquiera que conociese el significado de estas señales, el número sólo podía significar una cosa: era la marca de Auschwitz.
Zablonsky había nacido en 1930, tercer hijo de un joyero judío polaco de Varsovia. Tenía nueve años cuando los alemanes invadieron Polonia, y en 1940 había sido cerrado el ghetto de Varsovia; quedaron presos en él cerca de 400.000 judíos, y la comida se racionó muy por debajo del nivel de subsistencia.
El 19 de abril de 1943, los 90.000 supervivientes del ghetto se rebelaron bajo el mando de los pocos hombres aptos que quedaban.
Louis Zablonsky acababa de cumplir entonces los trece años, pero estaba tan flaco y extenuado, que aparentaba cinco menos.
Cuando, por fin, cayó el ghetto en manos de las tropas Waffen SS del general Juergen Stroop, el 16 de mayo, fue uno de los pocos que sobrevivieron a los fusilamientos en masa. La mayoría de los habitantes, unos 60.000, habían muerto ya, en combate, por las bombas, aplastados bajo las ruinas de los edificios o ejecutados. Los restantes 30.000 eran casi exclusivamente viejos, mujeres y niños. Zablonsky fue apresado junto a estos últimos. La mayoría fueron enviados a Treblinka, donde murieron.
Pero por una de esas raras circunstancias que en ocasiones deciden entre la vida y la muerte, se averió la máquina del tren que arrastraba el vagón de ganado donde iba Zablonsky. El vagón fue enganchado a otra máquina y terminó en Auschwitz.
Aunque destinado a morir, le perdonaron la vida cuando dijo que su profesión era la de joyero y le encargaron el trabajo de recoger y clasificar las joyas que les quitaban a los judíos que ingresaban en el campo. Entonces, un día, fue llamado al hospital y puesto en manos de un hombre rubio y sonriente al que llamaban el Angel y que seguía practicando sus experimentos de maníaco en los órganos genitales de los judíos adolescentes. Y Louis Zablonsky fue castrado, sin anestesia, en la mesa de operaciones de Josef Mengele.
Arrancó la última de las cuarenta piedras pequeñas de la montura de oro y comprobó que no había olvidado ninguna. Contó las piedras y empezó a pesarlas. Eran cuarenta en total, con un peso medio de medio quilate, pero en su mayor parte más pequeñas. Un material adecuado para anillos de esponsales, con un valor de unas 12.000 libras en total. Podía colocarlas a través de Hatton Garden sin que nadie sospechase. Operaciones al contado, pues conocía a los traficantes. Después empezó a machacar las monturas de oro blanco hasta convertirlas en una masa amorfa.
A finales de 1944, los supervivientes de Auschwitz fueron obligados a marchar hacia el Oeste, y Zablonsky terminó en Bergen Belsen, donde, más muerto que vivo, lo liberó al fin el Ejército británico.
Después de un tratamiento intensivo en un hospital, Zablonsky fue llevado a Inglaterra, bajo el patrocinio de un rabino del norte de Londres, y, tras un período de rehabilitación, se convirtió en aprendiz de joyero. A principios de los años sesenta se despidió de su patrono y abrió su propia joyería, la primera en el East End, y diez años más tarde, la actual y más próspera del West End.
En el East End, y en sus muelles, había empezado a traficar con gemas importadas por los marineros: esmeraldas de Ceilán, diamantes de África, rubíes de la India y ópalos de Australia. Ahora, a mediados de los ochenta, era un hombre rico gracias a sus dos empresas: la legal y la ilícita; uno de los principales peristas de Londres, especia lista en diamantes, con una gran casa aislada en Golders Green, y uno de los puntales de su comunidad en el lugar.
Cuando las monturas de oro blanco se hubieron convertido en una bola de metal, guardó ésta en una bolsa junto con otros residuos. Dijo a Sandra que podía marcharse, cerró la tienda, arregló su despacho y salió, llevándose las cuatro piedras grandes. Camino de su casa, hizo una llamada telefónica desde una cabina pública a un número de las afueras de Amberes, en Bélgica, correspondiente a un pueblecito llamado Nijlen. Cuando llegó a casa, llamó a la «British Airways» y reservó un pasaje para un vuelo del día siguiente a Bruselas.
Junto al Támesis, en su orilla sur, donde antaño habían estado los arruinados muelles de una empresa moribunda, se estaba realizando un gran programa de desarrollo iniciado a principios de los años ochenta. Tal programa había dejado grandes montones de cascotes entre los nuevos edificios, paisajes lunares donde los hierbajos se mezclaban con los ladrillos caídos y el polvo. Se pretendía que todo esto sería cubierto un día por los nuevos bloques de apartamentos, centros comerciales y aparcamientos de varios pisos, pero nadie sabía cuándo se convertiría esto en realidad.
Cuando hacía calor, los borrachos acampaban en estos eriales, y cualquier face del sur de Londres que quisiese desprenderse de alguna prueba comprometedora, sólo tenía que llevar el artículo al centro de aquel paraje abandonado y destruirlo mediante el fuego. A hora avanzada de la tarde de aquel martes 6 de enero, Jim Rawlings caminaba por una zona de varias hectáreas, tambaleándose en la oscuridad al tropezar con cascotes invisibles. Si alguien le hubiese estado observando —y no era así—, habría visto que llevaba en una mano una lata de petróleo de diez litros, y en la otra, una hermosa cartera de piel de becerro cosida a mano.
El miércoles por la mañana, Louis Zablonsky cruzó sin dificultad el aeropuerto de Heathrow. Con un abrigo grueso y un sombrero blando de theed, un maletín en la mano y una pipa grande de escaramujo en la boca, se unió a la ola diaria de hombres de negocios que volaban de Londres a Bruselas.
Ya en el avión, una de las azafatas se inclinó sobre él y murmuró:
—Lamento decirle que no puede encender la pipa en el avión, señor.
Zablonsky se disculpó profusamente y se metió la pipa en el bolsillo. No le importó. No fumaba y, aunque la hubiese encendido, habría tirado muy mal. Porque había cuatro brillantes en forma de pera y de 58 facetas embutidos en la cazoleta, debajo del tabaco prensado.
En el «Nacional» de Bruselas alquiló un coche y se dirigió al Norte por la autopista de Zaventen a Mechelen, donde torció al Nordeste, hacia Lier y Nijlen.
La mayor parte de la industria belga del diamante está centrada en Amberes y localizada especialmente en y alrededor de la Pelikaanstraat, donde las grandes empresas tienen sus salones de exposición y sus talleres. Pero como la mayor parte de las industrias, la del diamante depende parcialmente, para su funcionamiento, de una masa de pequeños proveedores y trabajadores a destajo, que operan individualmente en sus propios talleres y a los que se en carga parte de la manufactura de monturas, limpieza y pulido.
Algunos de estos trabajadores a destajo viven en Amberes, y los judíos —muchos de ellos, oriundos del Este de Europa— predominan entre ellos. Pero al este de aquella ciudad se halla una zona conocida por el nombre de Kempen, un racimo de lindas aldeas donde están también ubicados docenas de pequeños talleres que realizan trabajos a destajo para la industria de Amberes. En el centro de Kempen se encuentra Nijlen, en la carretera principal y la línea férrea de Lier a Herentals.
En mitad de la Molenstraat vivía un tal Raoul Levy, judío polaco que se había instalado en Bélgica después de la guerra y que resultaba ser también primo segundo de Louis Zablonsky, de Londres. Levy era pulidor de diamantes, viudo, y vivía solo en uno de los pequeños y bonitos bungalows de ladrillo rojo que flanquean el lado de poniente de la Molenstraat. Su taller estaba en la parte posterior de la casa. Y allí se dirigió Zablonsky para encontrarse con su pariente, poco después de la hora del almuerzo.
Discutieron durante una hora y cerraron el trato. Levy volvería a pulir las piedras, con la menor pérdida de peso posible, pero de manera que no pudiesen ser reconocidas. Convinieron el precio de 50.000 libras, la mitad al contado y la otra mitad al ser vendidas las cuatro piedras. Después, Zablonsky se marchó y volvió a Londres.
Lo malo de Raoul Levy no era que careciese de destreza, sino que se sentía solo. Por eso esperaba con ilusión su única excursión de todas las semanas. Le gustaba tomar el tren hasta Amberes, dirigirse a su café predilecto, donde todos sus compinches se reunían por la noche, y hablar de «negocios». Tres días más tarde, fue allí y habló quizá demasiado.
Mientras Louis Zablonsky estaba en Bélgica, John Preston se instalaba en su nuevo despacho del segundo piso. Se alegraba de no tener que cambiar «Gordon» por otro edificio.
Su antecesor se había retirado al terminar el año, y el jefe delegado de C.1(A) había desempeñado el cargo sólo durante unos días, sin duda con la esperanza de que sería confirmado en él. Pero puso al mal tiempo buena cara e instruyó prolijamente a Preston sobre todo lo referente a su función, que éste pensó que era, sobre todo, cosa de rutina.
Al quedarse solo aquella tarde, Preston echó un vistazo a la lista de edificios ministeriales que caían bajo su Sección A. Era más larga de lo que había imaginado, pero en su mayor parte no afectaban a la seguridad, salvo por filtraciones que pudiesen ser políticamente engorrosas. Por ejemplo, las filtraciones de documentos concernientes a proyectados recortes de la Seguridad Social eran siempre peligrosas, ya que los sindicatos de funcionarios civiles habían reclutado mucho personal con opiniones políticas de extrema izquierda; pero, normalmente, esto podía dejarse para los agentes de seguridad interior del Ministerio.
Para él, los importantes eran el Foreign Office, el Consejo de Ministros y el Ministerio de Defensa, todos los cuales recibían documentos de alcance cósmico. Pero todos ellos disponían de buenos servicios de seguridad, en manos de sus propios equipos internos. Preston suspiró. Empezó a hacer una serie de llamadas telefónicas, concertando entrevistas para conocer a los jefes de Seguridad de los principales Ministerios.
Entre estas llamadas contempló el montón de papeles personales que había bajado de su antiguo despacho, situado dos pisos más arriba. Mientras esperaba la llamada de contestación de un funcionario que estaba ocupado en otro sitio al telefonearle él, se levantó, abrió su nueva caja fuerte personal e introdujo en ella, uno a uno, los legajos. El último de ellos fue su informe del mes pasado, el ejemplar que había reservado para él mismo. Aparte el que sabía que había sido archivado con la nota de NMA, era el único que existía. Se encogió de hombros y lo metió en el fondo de la caja. Probablemente, nunca volvería a ser examinado, pero no veía por qué no podía guardarlo, en memoria de los viejos tiempos. A fin de cuentas, había sudado mucho para redactarlo.