Esa misma mañana, un poco más tarde, tres hombres —dos abogados y un juez— se reunían en un despacho de los tribunales. Lon terminó de hablar, pero el juez reflexionó unos instantes antes de responder.
—Es una solicitud extraña —dijo, sopesando la situación—. Creo que el juicio podría terminar hoy. ¿Dice que este asunto es tan urgente que no puede esperar a esta noche, o a mañana?
—No, Su Señoría, no puede —respondió Lon, quizá demasiado rápidamente. Tranquilo, relájate, se dijo. Respira hondo.
—¿Y no tiene nada que ver con el caso?
—No, Su Señoría. Es un asunto personal. Sé que es una solicitud fuera de lo común, pero debo ocuparme de esta cuestión de inmediato. — Eso estaba mejor.
El juez se apoyó en el respaldo de su silla y lo miró con ojo crítico durante un momento.
—¿Qué opina usted, señor Bates?
El aludido se aclaró la garganta.
—El señor Hammond me telefoneó esta mañana, y ya he hablado con mis clientes. Están dispuestos a aceptar un aplazamiento hasta el lunes.
—Ya veo —dijo el juez—. ¿Y cree que este aplazamiento podría beneficiar a sus clientes?
—Así es —respondió—. El señor Hammond ha aceptado reanudar las discusiones sobre un asunto no contemplado en el procedimiento.
El juez miró fijamente a los dos abogados y pensó unos segundos.
—Esto no me gusta —declaró por fin—; no me gusta nada. Pero el señor Hammond nunca había hecho una solicitud semejante, por lo que supongo que el asunto es de vital importancia para él. — Hizo una pausa, como para crear expectación, y echó un vistazo a los papeles que había sobre su escritorio. — Acepto un aplazamiento hasta el lunes a las nueve en punto.
—Gracias, Su Señoría —dijo Lon.
Dos minutos después, salió de los tribunales. Echó a andar hacia el coche que había estacionado al otro lado de la calle, subió y condujo en dirección a New Bern con manos temblorosas.